Historia de dos ciudades

IV. Felicitaciones

IV

Felicitaciones

Mientras se vertía el último sedimento de la estufa humana que hervía desde la mañana en la sala del tribunal, el doctor Manette; Lucie Manette, su hija; el señor Lorry, representante de la defensa, y su procurador, el señor Stryver, se reunieron alrededor del señor Charles Darnay, felicitándolo por haberse salvado de la muerte.

Habría sido difícil, aun con una claridad más brillante, reconocer en el doctor de rostro inteligente y de ademanes nobles al zapatero del arrabal de Saint Antoine. Sin embargo, el que lo miraba una vez no dejaba de volver a mirarlo, aun cuando no tuviera ocasión de reparar en el timbre doloroso de su voz grave y en el aire distraído que velaba de pronto sus facciones. No solo evocaban en lo profundo de su alma este estado de abstracción una causa exterior o una palabra relativa a sus años de agonía, sino que muchas veces la nube se formaba por sí misma, y tendía sobre los rasgos del antiguo preso una oscuridad tan incomprensible para los que ignoraban su historia como si en un cielo sereno vieran proyectarse la sombra de la Bastilla a pesar de los cuatrocientos cincuenta kilómetros de distancia.

Únicamente su hija tenía el poder de disipar estas nubes; era el hilo de oro que enlazaba los hermosos días del doctor con la calma que gozaba después de su miseria. La voz, la mirada y las caricias de Lucie ejercían en su padre una poderosa influencia, aunque recordara que en ciertos momentos no lo conseguían; pero estos momentos eran raros y de día en día adquiría mayor certeza de que no se repetirían.

El señor Darnay besó la mano de Lucie con fervor, y después volvió el rostro al señor Stryver para darle las gracias. El abogado contaba apenas treinta y seis años y parecía tener cerca de cincuenta. Era grueso y bajo, tenía la voz chillona, las maneras bruscas, el cabello rubio, el rostro encendido, una falta completa de finura, y cierto modo de imponerse (física y moralmente) en una reunión o una conversación encogiéndose de hombros, indicio de su manera de imponerse en el mundo.

El señor Stryver, que no se había quitado aún la peluca ni la toga, se puso delante de su defendido con tal violencia que empujó inocentemente al señor Lorry y lo excluyó del grupo, donde él se quedó como en terreno conquistado.

—Tengo la gratísima satisfacción de haberos sacado de un mal paso, señor Darnay —dijo con desenvoltura—; era una causa infame e innoble, pero que por la misma razón debía seros más funesta.

—Recordaré toda mi vida el servicio que me habéis prestado —respondió el joven con entusiasmo.

—He hecho cuanto he podido, señor Darnay, y creo que mis esfuerzos valen tanto como los de cualquier otro abogado.

La galantería exigía que alguno de los presentes añadiera:

—Mucho más.

El señor Lorry se encargó de añadir esta frase galante con la intención tal vez de recobrar el puesto que había ocupado hasta entonces en el grupo.

—¿Lo creéis así? —preguntó el señor Stryver—. Mil gracias. Habéis asistido a los debates y debéis de entender en la materia, pues sois un hombre de negocios.

—Como tal —replicó el señor Lorry, a quien otro empujón del jurista había vuelto a expulsar fuera del grupo— apelo al doctor para que concluya la conversación y disponga que nos retiremos. La señorita Lucie está muy pálida, el señor Darnay ha pasado un día terrible y nosotros estamos rendidos.

—Hablad por vos —dijo el abogado— cuando se trata de descansar, porque yo trabajaré toda la noche.

—Hablo especialmente por la señorita Lucie y por el señor Darnay —contestó el señor Lorry—. ¿No creéis, hermosa Lucie, que hasta puedo hablar por todos nosotros? —añadió señalando con la mirada al doctor.

El rostro del anciano, pendiente de Charles Darnay, se había petrificado en una expresión particular que, cada vez más marcada, manifestaba la desconfianza y aversión, por no decir temor.

—Padre mío —dijo Lucie apoyando la mano en su brazo. El doctor se deshizo de la sombra siniestra que cubría su rostro, y contempló a su hija.

—¿Nos retiramos?

—Sí —dijo, exhalando un hondo suspiro.

Acababan de apagar los quinqués y de cerrar sonoramente las macizas verjas: el horrible teatro iba a quedar desierto hasta que al amanecer volviese a poblarlo el poderoso interés que despertaban el cadalso, la picota y el látigo. Del brazo de su padre y del señor Darnay, Lucie Manette salió a la calle. Llamaron a un coche de alquiler, y en él partieron padre e hija.

El abogado los había dejado en el corredor para dirigirse al guardarropa. Otra persona, que no se había unido al grupo ni había cambiado una palabra con ninguno de sus miembros, pero que había estado apoyada en la pared en un lugar donde su sombra era más oscura, había salido en silencio y los había observado hasta que el coche arrancó. Ahora se adelantaba hacia el señor Lorry y el señor Darnay.

—¡Vaya, señor Lorry! ¿Pueden hablar ahora los hombres de negocios con el señor Darnay?

Nadie había reparado en el papel del señor Carton en la audiencia de aquel día; nadie lo conocía. Se había quitado la toga y la peluca, pero no por ello había mejorado su aspecto.

—Si hubierais podido ver, señor Darnay, la lucha que se desata en el ánimo de un hombre respetable cuando vacila entre la necesidad de ceder al impulso de un buen corazón y la de conservar las apariencias que imponen los negocios, os habríais divertido mucho.

—Caballero —dijo el señor Lorry ruborizándose y con cierto ardor—, habéis mencionado ya el hecho; pero permitidme que os haga observar que las personas que están al servicio de una casa importante no son nunca dueñas de sus propios sentimientos, y que deben pensar en los intereses que representan mucho más que en sus propios deseos.

—Lo sé —respondió Carton con indiferencia—. No os enfadéis, señor Lorry. Sois tan bueno como el que más, y hasta estoy convencido de que sois mejor.

—Os confieso, caballero —repuso el señor Lorry—, que no acierto a comprender por qué os tomáis tanto interés en lo que hago. Perdonadme si, valiéndome de mi prerrogativa de anciano, me permito daros un consejo, pues creo que haríais mucho mejor en ocuparos de vuestros asuntos.

—No los tengo —respondió el abogado.

—¡Peor! ¡Mucho peor!

—Soy de vuestro mismo parecer.

—Si los tuvierais —continuó el señor Lorry—, os ocuparíais de ellos y…

—Es probable que no —dijo el señor Carton interrumpiéndole.

—Haríais muy mal, caballero —dijo el anciano, exasperado ante tanta indiferencia—. Los negocios distraen y ennoblecen y no hay nada más respetable que el trabajo que exigen. El señor Darnay tiene demasiado talento para que deje de comprender mi situación, y me consta que es demasiado generoso para temer por un momento que se haya ofendido por la discreción con que me he conducido… Buenas noches, señor Darnay; espero que conservaréis la vida para gozar de toda clase de venturas y renuevo con toda sinceridad mi enhorabuena. ¡Cochero!

El señor Lorry, que estaba tan enojado consigo mismo como con el señor Carton por este movimiento de impaciencia, subió al coche y fue trasladado a la Banca Tellsone.

—¿No os parece que es extraña la casualidad que nos reúne, señor Darnay? —dijo riendo Sidney Carton cuando el señor Lorry se hubo marchado—. Estáis esta noche en medio de la calle, solo con el hombre que tanta semejanza tiene con vos.

—Apenas sé si estoy vivo o muerto —respondió Charles.

—No me extraña. ¡Hace tan poco que estabais a punto de pertenecer al reino de los muertos! Me parece que estáis fatigado.

—En efecto, me siento muy débil.

—¿Por qué no cenáis? Yo lo he hecho ya mientras se dudaba de si debíais pertenecer a los vivos o a los muertos. ¿Me permitiréis que os acompañe a una hostería donde pueda cenar una persona decente?

Sydney Carton se apoderó del brazo de Charles Darnay, lo llevó hasta Lugdate y Fleet Street y, después de hacerle cruzar algunas calles, entró con él en una fonda situada en el extremo de un pasaje.

Introducidos en un pequeño aposento, Charles recobró muy pronto las fuerzas con el auxilio de una buena cena amenizada con un vino excelente, en tanto que Sydney Carton, sentado frente a él, saboreaba su botella de oporto, con su característico aire de indolencia.

—¿Empezáis a creer que aún estáis vivo? —preguntó al señor Darnay.

—Empiezo a comprenderlo, pero estoy tan confundido que ya no sé dónde me encuentro.

—Inmensa ha de ser vuestra satisfacción —repuso Carton con amargura y llenando el vaso—. ¿Creéis que mi único deseo consiste en olvidar si vivo o si no estoy ya en el mundo? A excepción del vino de Oporto, la tierra, donde soy completamente inútil, no me ofrece el menor aliciente. Sobre este punto estamos muy lejos de parecernos y, a decir verdad, estoy seguro de que nos parecemos muy poco en el aspecto moral. ¿Qué pensáis vos de lo que acabo de decir?

Turbado por las emociones del día y creyendo estar soñando al ver enfrente su propia imagen dotada de un carácter tan diferente del suyo, a Charles Darnay se le hacía tan arduo contestar que resolvió guardar silencio.

—Ahora que habéis cenado —continuó Carton—, ¿por qué no brindáis?

—¿Por quién he de brindar?

—Tenéis el brindis en la punta de la lengua.

—¿Por la señorita Manette?

—Cabal. ¡Por la señorita Manette!

Mientras brindaba por Lucie, el señor Carton no apartó la mirada del señor Darnay y, rompiendo el vaso, llamó para que le llevasen otro.

—Es muy linda, y ha de ser muy delicioso conducirla a su coche llevándola de la mano, en la oscuridad —dijo el abogado llenando el vaso que acababan de traerle.

—Sí —dijo Darnay con tono breve.

—Una niña hermosa cuya compasión debe de ser grato suscitar. ¡Qué impresión debe de causar este triunfo! ¿Os parece que es caro pagar con el peligro de ser condenado a muerte la simpatía de una mujer tan encantadora?

Darnay no contestó.

—Se alegró en extremo al escuchar las palabras que me encargasteis que le dijera, no porque lo manifestara, sino porque lo adiviné.

Esta alusión le recordó a Charles Darnay que el descarado Carton le había dado una prueba de generosidad en el momento de su desgracia, y aprovechó la circunstancia para cambiar de tema y darle las gracias por su bondad.

—No merezco vuestra gratitud —respondió Carton—; el encargo era agradable y lo cumplí sin esfuerzo. Permitidme únicamente que os haga una pregunta.

—Tenéis derecho a eso y a mucho más.

—¿Creéis que os tengo cariño?

—En verdad, caballero —respondió Darnay, desconcertado—, que nunca he pensado en semejante cosa.

—Pensadlo, pues, ahora.

—Os habéis portado conmigo como un amigo verdadero y, sin embargo, no creo que me tengáis cariño.

—Ni yo tampoco —dijo el abogado—; vuestra contestación me da una idea muy favorable de vuestro talento.

—No obstante —continuó Darnay levantándose—, supongo que no hay en vuestros sentimientos nada que pueda impedirme pagar la cena, y espero que nos separemos sin reñir.

—También yo lo espero —respondió Carton—. ¿Tratáis acaso de pagar por los dos?

—Si me lo permitís… así lo haré con gusto —repuso Darnay.

—En tal caso —dijo el abogado al mozo—, trae otra botella de oporto y acuérdate de despertarme a las diez.

Charles Darnay se levantó después de pagar la cuenta, y dio las buenas noches al señor Carton, el cual, levantándose también, le dijo con tono provocador:

—Dos palabras nada más, señor Darnay, antes de separarnos: ¿creéis que estoy embriagado?

—Creo que habéis bebido.

—Hacéis más que creerlo, estáis seguro.

—En efecto, señor Carton.

—Sabed, pues, el motivo de mi conducta; soy un miserable, un vago sin posición alguna; no hago caso a nadie, y nadie me hace caso a mí.

—Lo siento, caballero, porque podríais hacer mejor uso de vuestro talento.

—Sin embargo, señor Darnay, no os envanezcáis si os creéis superior; porque ¿quién sabe lo que nos depara el porvenir?

Cuando Carton se quedó solo, cogió la luz, se acercó al espejo que colgaba de la pared y se miró con atención.

—¿Profesas cariño a ese hombre? —preguntó a su propia imagen—. ¿Por qué habrías de quererle? ¿Porque se te parece? Pero ¿qué puede nadie querer en ti? Nada: hace mucho tiempo que lo sabes. ¡El diablo te confunda! ¡Qué cambio se ha producido en tu alma! ¿Es acaso una razón para apreciar a un hombre que te enseñe lo que hubieras podido ser y te haga comprender la inmensidad de tu caída? De haber estado en su lugar habrías recibido tú la mirada que esos ojos azules han clavado en él y habrías despertado la emoción que agitaba ese rostro. Responde, responde con franqueza: ¡tú lo detestas!

Y volviéndose hacia la botella para buscar un consuelo, la vació y se durmió con el rostro apoyado en los brazos, mientras sus cabellos esparcidos cubrían la mesa y sobre ellos se derretía la vela.

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