Historia de dos ciudades

XII. Un hombre fino y elegante

XII

Un hombre fino y elegante

Una vez tomada la decisión de hacer a Lucie Manette el favor de casarse con ella, el señor Stryver se propuso anunciarle tan fausta nueva antes de irse de vacaciones y, después de algunos instantes de reflexión, pensó que sería prudente hacerse cargo sin pérdida de tiempo de todos los preliminares, aunque no diera su mano a su bella novia hasta que se abrieran los tribunales o llegasen las fiestas de Navidad. Estaba íntimamente convencido de que aquel pleito estaba ganado de antemano. En cuanto a las ventajas materiales, las que podía aducir en su favor, ni siquiera merecían el menor comentario. Así pues, se presentaría, el abogado de la joven renunciaría al uso de la palabra, los jurados no tendrían necesidad de reflexionar y el fallo le sería favorable.

Por consiguiente, el mismo día que se cerraron los tribunales, el señor Stryver escribió a Lucie Manette proponiéndole una excursión a los jardines de Vauxhall. Habiendo sido rechazada la proposición, algunos días después la invitó a los de Ranelagh y, no habiendo sido más afortunado, se decidió por fin a presentarse en su casa y anunciarle la noble resolución de honrarla con su blanca mano.

Quien hubiese visto su rostro animado y risueño cuando se hallaba aún cerca de Temple Bar, quien lo hubiera encontrado en la acera atropellando a los transeúntes con majestuoso continente, habría adivinado que estaba ya seguro del éxito y que había superado todos los obstáculos.

Al pasar por delante de la Banca Tellsone, donde, además de los capitales que tenía en su caja, conocía al señor Lorry por haberle visto en casa del doctor Manette, se le ocurrió de pronto la idea de entrar y revelarle el brillante horizonte que se abría para la hija de su amigo. Empujó vigorosamente la puerta, saltó los dos escalones, pasó por delante de los dos antiguos empleados y se dirigió al sombrío despacho en el que el señor Lorry pasaba todo el día delante de grandes libros de cuentas, cerca de una ventana defendida por barrotes de hierro perpendiculares, como si también fuera una cuadrícula para cifras y solo existieran bajo las nubes elementos de una suma total.

—¡Buenos días! —exclamó el señor Stryver—, ¿estáis sin novedad?

Una de las particularidades de nuestro abogado consistía en parecer siempre excesivamente corpulento para el sitio en que se encontraba, cualquiera que fuese la dimensión de éste, de modo que cuando entró en la Banca Tellsone quedó tan ocupado el espacio que los viejos dependientes manifestaron su disgusto desde el fondo de su rincón y parecieron aplastarse contra la pared; y los mismos dueños de la casa, que leían el periódico al final de una sombría perspectiva, manifestaron su descontento como si la cabeza del abogado hubiera tropezado con las suyas preñadas de guarismos.

—¡Buenos días, señor Stryver! —respondió el señor Lorry con voz discreta y apretando la mano del leguleyo.

Había en su modo de cumplir con esta formalidad cierta actitud especial en los agentes de la casa cuando recibían a un cliente en presencia de su jefe, por muy lejos que éste se encontrara. El señor Lorry saludó, pues, al abogado con la abnegación de un individuo que estrecha la mano por cuenta de la Banca Tellsone.

—¿Qué deseáis, señor Stryver? —preguntó, en el ejercicio de su cargo.

—Veros únicamente, señor Lorry; es una visita particular. Tengo que hablaros de cierto asunto… comunicaros una noticia…

—Explicaos —dijo el señor Lorry, bajando la cabeza para escuchar al abogado mientras su mirada se perdía a lo lejos en busca de Tellsone.

El señor Stryver se apoyó con actitud confidencial en el enorme escritorio, que pareció demasiado angosto para recibirlo, y dijo:

—Voy a pedir la mano de la señorita Manette, vuestra amable amiga.

—¿Qué escucho? —exclamó el señor Lorry, pasándose la mano por la barba y mirando al abogado con expresión de incredulidad.

—¿Qué significa vuestro asombro? —preguntó el señor Stryver, dando un paso atrás—. ¿Qué insinuáis con esa exclamación, señor Lorry?

—Insinúo —respondió el hombre de negocios— que alabo vuestra determinación, que la aprecio como es digna de serlo y estad convencido de que os honra mucho a mis ojos. Pero ya sabéis, señor Stryver… —Movió la cabeza mirando al jurista de la manera más extraña y como si dijera para sus adentros: «Lucie es un partido demasiado bueno para vos».

—Que me ahorquen, señor Lorry, si os entiendo —respondió el legista, dando un golpe en el escritorio, abriendo desmesuradamente los ojos y respirando con fuerza.

El señor Lorry se arregló la peluca y mordió las barbas de su pluma.

—¿Qué significa eso, caballero? Sabed que no me gustan las reticencias. ¿No soy digno de pedir su mano?

—¡Oh! Sí, señor; muy digno.

—¿No es mi posición excelente?

—¿Quién lo duda?

—¿No es ella cada día más hermosa?

—Nadie lo niega —respondió el señor Lorry, sintiendo la satisfacción de poder dar su aprobación a plena conciencia.

—Pues, en tal caso, ¿qué significa vuestro asombro? —preguntó el abogado con orgullo.

—Significa que… ¿Vais ahora? —repuso el señor Lorry.

—Ahora —respondió el señor Stryver, dando un puñetazo en el escritorio.

—Pues bien, si me hallara en vuestro lugar…

—¿Qué?

—No iría.

—¿Por qué? —exclamó el señor Stryver—. Exijo una respuesta categórica, y contad que os perseguiré hasta las últimas trincheras —añadió, meneando el dedo índice con un movimiento oratorio de moda en los tribunales—. Sois una persona formal que no habla sin conocimiento de causa. Exponed, pues, vuestras razones y decidme por qué no debo dar un paso que es el resultado de largas y maduras reflexiones.

—Porque es un paso que yo no daría sin contar de antemano con alguna probabilidad de éxito.

—¿Se ha visto jamás cosa semejante? —exclamó el señor Stryver.

El señor Lorry echó una ojeada a Tellsone y volvió a mirar a su interlocutor.

—He aquí un hombre grave —continuó el abogado—, un hombre de edad, lleno de experiencia, uno de los empleados más notables de una de las casas de banca más importantes que, después de sumar tres causas de ventaja positiva, declara que el resultado no da probabilidad alguna de éxito. Y lo declara con toda frescura, sin reírse… sin estar en una casa de locos.

El señor Stryver recalcó esta última frase como si hubiera sido menos extraño que el señor Lorry se hubiera expresado de aquel modo estando en una casa de dementes.

—Cuando hablo de los motivos que en materia semejante son probabilidades de éxito, pienso en las razones que pueden influir en la joven. He aquí el punto capital —dijo el señor Lorry, apoyando su mano en la del señor Stryver—. Hace falta gustar a la persona con quien uno quiere casarse y, sobre todo, convenirle.

—Es decir —dijo el abogado, cruzándose de brazos—, que estáis convencido, señor Lorry, de que la señorita de que hablamos es una loca o una coqueta.

—No, caballero —respondió el hombre de negocios, acalorándose—; podéis estar seguro de que nunca permitiré que se falte en mi presencia al respeto que se merece esa joven y, si existiera un hombre lo suficientemente grosero, lo cual no creo posible, para referirse a ella con imprudencia en este despacho, la discreción que me imponen mis obligaciones con esta casa no me impediría decir a tan impolítica persona lo que hubiera de decirle. Éste es, caballero, el sentido exacto de mis palabras, y os suplico que no les deis ninguna otra interpretación —prosiguió el anciano, cuyo sistema nervioso, ordinariamente tan pacífico, no estaba menos alterado que el del abogado.

—Confieso, señor Lorry, que no esperaba oír de vuestros labios lo que acabáis de decirme —contestó el jurisconsulto, rompiendo el silencio que había seguido a esa filípica y quitándose de la boca una regla con la cual se golpeó los dientes después de haber chupado uno de los extremos—. Confieso que no lo esperaba. ¡Vos, un hombre formal, aconsejarme a mí, Stryver, abogado de la Sala de la Corte del Rey, que no pida por esposa a la señorita Lucie Manette!

—¿No deseáis saber mi opinión, señor Stryver?

—Ciertamente.

—Es inútil que la repita, pues vos mismo acabáis de expresarla con las mismas palabras que yo hubiera dicho.

—Y yo os responderé —dijo el abogado, riéndose con sarcasmo— que hay cosas que por la enormidad de su inverosimilitud parecen monstruosas.

—Expliquémonos, señor Stryver, y aclaremos bien la cuestión —dijo el señor Lorry—. De ningún modo estoy autorizado para emitir una opinión sobre este punto como hombre de negocios y, desde tal perspectiva, no sé lo que puede suceder y guardo el más completo silencio, pero como anciano honrado con la confianza y la amistad de la señorita Manette, y que la aprecia así como a su padre con el cariño más acendrado, he creído que era deber mío deciros la verdad. Tened la bondad de recordar que no he sido yo quien os ha arrancado esta confidencia. Ahora bien, después de lo que acabo de deciros, ¿creéis que puedo equivocarme?

—No, no —respondió Stryver, con un silbido—. No puedo aspirar a encontrar en otros un poco de sentido común; solo puedo encontrarlo por mí mismo. E imagino que lo encontraría en algún sitio; vos suponéis que todo esto es una tontería corriente y moliente. Para mí es algo nuevo, pero seguramente tenéis vos razón.

—Lo que yo suponga, señor Stryver, permitid que sea yo quien lo exprese. Y entendedme, señor —dijo el señor Lorry, volviendo a acalorarse—, no… no permitiré… ni siquiera aquí en la Banca Tellsone… que sea otro caballero quien lo exprese por mí.

—Perdonad —dijo el abogado—, retiro mis palabras.

—Os perdono gustoso y os doy las gracias por haberos dignado retractaros. Si me he expresado como acabo de hacerlo, señor Stryver, es porque podría seros penoso hallaros con una negativa, y porque no sería menos desagradable para el doctor y para su hija tener que procuraros ese bochorno. Ya sabéis la intimidad que tengo el honor y la satisfacción de merecer de esa familia y, si me lo permitís, trataré de cerciorarme, sin hablar de vuestro proyecto ni mencionaros para nada, y de rectificar mi juicio con observaciones más categóricas y detalladas, y siempre os quedará el medio de sondear el terreno personalmente si no os satisfacen mis datos. Si me he equivocado, podréis comprobar entonces personalmente hasta qué punto; si no me he equivocado, podríamos evitarnos lo que a todas las partes les complacería evitar. ¿Qué os parece mi plan?

—¿Cuánto tiempo necesitáis para desempeñar tal cometido? Ya sabéis que estamos en vacaciones, y os participo que tengo el plan de ausentarme de Londres hasta que vuelvan a abrirse los tribunales.

—¡Oh! Es cosa de un momento. Puedo ir esta noche a casa del doctor, y pasar después por vuestro despacho.

—En tal caso acepto —respondió Stryver—. Me doy cuenta de que tengo menos prisa ahora que cuando he llegado aquí. Hacedme, sin embargo, el favor de cumplir vuestra promesa, y os espero esta noche. Así pues, hasta otro rato.

Se retiró pronunciando estas palabras, y produjo al pasar tal conmoción que por poco derribó a los dos dependientes que, detrás de sus escritorios, débiles y venerables, saludaban continuamente: la gente creía que no tenían en la Banca Tellsone otro empleo que el de inclinarse sin cesar desde la llegada del primer cliente hasta la salida del último.

El señor Stryver era lo suficientemente astuto para percatarse de que el señor Lorry no se habría expresado con tanta franqueza de no haber contado con alguna certeza moral que le respaldara y, aunque la píldora era tan amarga como inesperada, el abogado acabó por tragarla.

—¡Necia! —exclamó, cuando estuvo en la calle—. ¿Y creías atrapar un partido tan ventajoso? Pues te has llevado un chasco solemne. No serás tú la que dé calabazas a un abogado tan distinguido. ¡No! ¡No! ¡No!

El señor Stryver sintió un gran alivio cuando terminó este apóstrofe. Por consiguiente, se encogió de hombros desdeñosamente y animó su rostro con una sonrisa de orgullo.

Esta determinación hizo tan rápidos progresos en su cabeza que, cuando el señor Lorry se presentó a las diez de la noche en su despacho, lo encontró rodeado de libros y procesos y sin que se acordara ya de sus planes de matrimonio. Hasta manifestó alguna sorpresa al ver al hombre de negocios, y le recibió con aire distraído como si le hubiese interrumpido en medio de una tarea importante.

—He ido a casa del doctor como os había prometido —dijo el señor Lorry después de media hora de conversación anodina y de hacer vanos esfuerzos para llevar al abogado a la cuestión.

—¿A casa del doctor? —dijo el señor Stryver con frialdad—. ¿Y para qué? ¡Ah! Ya caigo… Sí… ¡Qué memoria la mía!

—No es posible abrigar la menor duda; tenía razón y estoy segurísimo. Así pues, reitero el consejo que os daba esta mañana.

—Lo siento en el alma —dijo el abogado con el tono más afectuoso—, por vos y por ese pobre padre. Sé cuánto debe de sentirlo esa desgraciada familia, pero… no se hable más del asunto.

—Perdonad, no entiendo… —dijo el anciano.

—¿Queréis que os hable con franqueza?

—Lo exijo.

—Pues bien, señor Lorry; voy a ser franco. Había creído que existían el buen sentido y la noble ambición donde no existen. Estaba equivocado, lo reconozco; pero ha caído ya la venda de mis ojos. ¿Qué tiene de extraño? Nada. Muchas jóvenes han cometido errores parecidos y luego se han arrepentido, en la pobreza y en la oscuridad, de haber sido casquivanas y novelescas. Lo siento por ella, porque difícilmente le saldrá otro partido tan ventajoso; pero, en lo que a mí me atañe, he salido de un mal paso y debo dar gracias a Dios. No necesito deciros que este casamiento era para mí un mal negocio en el que nada ganaba o poco menos. A pesar de lo que os dije esta mañana en un momento de obcecación, siempre he creído que la niña no me convenía. Por fortuna para mí no ha mediado entre ella y yo compromiso alguno, pero creo que no habríamos llegado a tanto de haberlo pensado dos veces. Estaba bien enterado de la necia vanidad y de las locuras ridículas de esas señoritas de rostro agraciado y de cabeza vacía; son tan testarudas e intratables que es vana empresa intentar dirigir sus caprichos. Os lo puedo asegurar; no se reciben con ellas más que chascos desagradables. Esto es doloroso, pero no tiene remedio y, por lo tanto… pasemos página. Como os decía, únicamente lo siento por vos y por su padre. Agradezco en el alma vuestros consejos. Conocéis mucho mejor que yo a esa niña y tenéis razón; no ha nacido para ser mía.

El señor Lorry contemplaba con extremado asombro al abogado mientras éste lo cogía del brazo y lo llevaba a la puerta con gesto protector.

—Os doy las gracias por vuestros informes y consejos —seguía diciendo—. Estoy muy ocupado. ¡Adiós! Ya sabéis que tenéis en mí un amigo deseoso de serviros.

El anciano estaba en la calle sin volver de su asombro y, mientras hacía esfuerzos para explicarse lo que acababa de ver y oír, el abogado se tumbaba en el sofá guiñando el ojo al techo con una sonrisa de satisfacción y orgullo.

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