XII. Oscuridad
XII
Oscuridad
Cuando Carton llegó a la calle se detuvo sin saber adónde ir. «Tengo que volver a las nueve a casa del señor Lorry —se decía con aire pensativo—. ¿No sería prudente presentarme mientras tanto a sus enemigos para que me conozcan? Sí, creo que sí; esta medida puede ser necesaria. Pero cuidado, cuidado, cuidado; debo reflexionarlo mucho».
En vez de seguir el camino que había tomado, paseó por la calle mientras empezaba a oscurecer, y después de examinar su plan en todos los aspectos y de confirmarse en su primera resolución, se dirigió al barrio de Saint Antoine. Defarge había declarado ante el tribunal que era tabernero de ese arrabal, y sería fácil encontrar su local.
Sydney Carton pasó a la otra parte del río, entró en una fonda y se durmió después de haber comido. Por primera vez en mucho tiempo no bebió alcochol; la noche anterior había derramado el aguardiente en la chimenea del señor Lorry como quien se desprende para siempre de un hábito antiguo.
Serían las siete cuando salió de la fonda. Cuando se acercó al barrio de Saint Antoine, se paró delante de la ventana de una tienda donde había un espejo, se arregló el lazo de la corbata, se dobló el cuello de la casaca y se compuso el pelo, que llevaba despeinado. Terminada esta operación, se dirigió a la taberna de Defarge.
Por casualidad el único extraño que había en ella era Jacques tercero, el hombre de cara de tigre, mano inquieta y voz ronca que por la mañana formaba parte del jurado. Estaba bebiendo en el mostrador mientras hablaba con el tabernero, con madame Defarge y con la Venganza, que parecía ser de la familia.
Carton se acercó y pidió vino en mal francés. La tabernera le dirigió al principio una mirada indiferente, pero después lo miró con más atención y por último se le acercó para preguntarle qué era lo que había pedido.
Carton repitió la petición.
—¿Sois inglés? —preguntó la tabernera mirándolo atentamente.
Sydney la observó como si le costara trabajo entenderla, y respondió con un acento muy pronunciado:
—Sí, señora, sí, yo inglés.
Después cogió un periódico jacobino y, mientras fingía estar absorto en su lectura como si fuese para él muy difícil, oyó que madame Defarge, después de volver a su sitio, decía a sus amigos:
—Juraría que es Evrémonde.
El tabernero fue a servirle y le dio las buenas noches.
—¿Cómo? —dijo Carton.
—Os doy las buenas noches.
—¡Oh! Buenas noches, muy buen vino. Bebo a la salud de la República.
—En efecto —dijo el tabernero, volviendo de nuevo con el grupo—, se le parece algo.
—Se le parece tanto que los confundiría —repuso su mujer con tono suspicaz.
—Lo tienes de tal modo en la cabeza que lo ves en todas partes, ciudadana —dijo Jacques tercero, casi en actitud de conciliación.
—Es cierto —dijo la Venganza—, sin hablar del placer que tendrá mañana viéndolo por última vez.
Carton, con la cabeza inclinada sobre el periódico, seguía las líneas con el dedo índice y el rostro atento. Los cuatro amigos continuaban hablando en voz baja con los brazos cruzados en el mostrador y, después de un momento de silencio durante el cual escudriñaron al inglés sin distraerlo de su lectura, siguieron la interrumpida conversación.
—La ciudadana tiene razón —dijo Jacques tercero—. ¿Por qué vamos a contentarnos con él? El caso no tiene réplica.
—No lo niego —dijo Defarge—, pero tendremos algún día que contentarnos. La dificultad estriba en saber cuándo.
—Después del exterminio completo —respondió su mujer.
—¡Muy bien dicho! —exclamó el jurado.
—¡Bravo! —dijo la Venganza.
—El exterminio es bueno al principio, mujer —terció el tabernero, algo conmovido—, y soy partidario de él en general, pero ¡ha padecido tanto ese pobre doctor! ¿Reparasteis en qué pálido estaba cuando leían el papel?
—Sí —respondió la ciudadana con desprecio e ira—, sí, le miré a la cara y os digo que no es la de un patriota. ¡Que tenga cuidado con su cara pálida!
—¿Has visto el dolor de su hija? —insistió Defarge con voz suplicante—. Debía de ser para el doctor un horrible tormento.
—Sí, he visto a su hija —dijo la ciudadana—, y más de una vez; la he visto con frecuencia en el callejón que hay detrás de la cárcel. Que yo levante un solo dedo y…
Carton oyó el ruido seco que produjo la mano de la tabernera al caer sobre el mostrador como si fuera la cuchilla de la guillotina.
—¡Qué sublime está! —exclamó el jurado.
—Es un ángel —dijo la Venganza, abrazándola.
—Veo —continuó la tabernera, mirando a su marido— que, si en tu mano estuviera, lo cual por fortuna no es así, salvarías hasta al yerno.
—¡No! —gritó Defarge protestando—. Pero no iría más lejos.
—Hace mucho tiempo —dijo ella, con furor concentrado— que he inscrito en mi registro el nombre de esa familia maldita y la he condenado a una completa destrucción, y no solo por sus crímenes como tiranos y opresores. Jacques y tú, Venganza, preguntádselo a mi marido.
Defarge hizo un gesto afirmativo.
—Al principio de los grandes días, cuando sucumbió la Bastilla, encontró ese papel, lo trajo a casa y, cuando nos quedamos solos y cerramos la puerta, lo leímos juntos aquí, en este mostrador. ¿Es cierto?
—Sí —respondió Defarge.
—Cuando terminamos la lectura, la luz acababa de apagarse, se hacía ya de día y le dije a mi marido que tenía que revelarle un secreto. ¿Es cierto?
—Sí —respondió el tabernero.
—Me puse las manos en el pecho como me las pongo ahora, y le dije: «Defarge, unos pescadores me recogieron en la orilla del mar, y esos desgraciados cuya historia cuenta este papel, esa familia tan horriblemente perseguida por esos dos Evrémonde es la mía. Esa hermana del joven que ellos asesinaron era la mía, el marido que empujaron a la muerte y el ser que ahogaron en el seno de su madre, eran el marido y el hijo de mi hermana, ese hombre cuyo corazón despedazaron era mi padre, y tengo el deber de pedir cuentas por esas muertes». ¿Es cierto, Defarge?
—Es cierto —murmuró el tabernero.
—Di pues al viento y a las llamas dónde parar, pero no me lo digas a mí —repuso su mujer.
Nadie habría necesitado verla para saber cuán pálida estaba. Jacques tercero y la Venganza experimentaban una horrible satisfacción al descubrir el origen mortal de su odio y la felicitaron con entusiasmo. Defarge, en débil minoría, invocó la memoria de la marquesa, recordó sus intenciones generosas, pero no consiguió sino que su mujer repitiera estas palabras:
—Di al viento y a las llamas dónde parar, pero no a mí.
Entraron varias personas y el grupo se dispersó. Carton pagó lo que había tomado, contó con torpeza el dinero que le devolvían y suplicó a madame Defarge que le indicase el camino del Palacio Nacional. La tabernera lo acompañó hasta la puerta, le puso la mano izquierda sobre el brazo y le indicó con la derecha la dirección que debía tomar. Carton pensó entonces que sería una buena acción apoderarse del brazo que se apoyaba en el suyo, levantarlo y hundir un acero agudo en el pecho que lo sostenía, pero se marchó y desapareció en la oscuridad.
A la hora convenida se presentó en casa del señor Lorry, a quien encontró paseándose por su cuarto con agitación. Acababa de llegar de casa de Lucie y solo se había separado de ella para acudir a la cita que tenía con Carton. Nadie había visto al doctor Manette desde su salida de casa del anciano hombre de negocios cuatro horas antes. Su hija concebía alguna esperanza, creyendo que sus esfuerzos le habrían alentado a dar nuevos pasos, pero los demás se preguntaban dónde podía estar.
Dieron las diez y aún no había vuelto. No queriendo el señor Lorry dejar sola a Lucie más tiempo, salió para hacerle compañía, diciendo que volvería a las doce de la noche y suplicando a Carton que recibiera al doctor en su ausencia.
El reloj señaló las once, dieron las doce, y el doctor no aparecía. El señor Lorry volvió sin que pudieran darle noticias de él y sin traer ninguna. ¿Dónde podría estar?
Mientras ambos discutían y empezaban a hacer buenos augurios de su larga ausencia, creyeron oír rumor de pasos en la escalera. Era el doctor, pero desde que entró comprendieron los dos amigos que todo estaba perdido.
No se supo nunca si había ido a ver a alguien o si había vagado al azar. El señor Lorry y Carton no le hicieron ninguna pregunta, porque su rostro les anunciaba todo lo que debían saber.
—No he podido encontrarlo —dijo, buscando con la mirada por la sala—, y, sin embargo, lo necesito. ¿Dónde lo han puesto?
No llevaba corbatín, ni sombrero, y mientras examinaba el pavimento, se quitó la casaca y la tiró al suelo.
—Mi banco… ¿dónde está? Lo he buscado por todas partes. ¿Qué han hecho de mis herramientas, de mi trabajo? El tiempo corre… Tengo que acabar estos zapatos.
Los dos amigos se miraron y sintieron desfallecer su corazón.
—Por favor —dijo, con voz quejumbrosa—, devolvédmelo; necesito trabajar.
No recibiendo contestación se tiró de los cabellos y pateó el suelo como un niño enojado.
—No atormentéis a un pobre miserable —exclamó con voz desgarradora—, dadme mi trabajo. ¿Qué será de mí si no acabo los zapatos?
¡Estaba perdido… perdido sin remedio!
El señor Lorry y Carton lo sentaron delante de la chimenea y le prometieron que muy pronto tendría sus herramientas y los zapatos. El doctor Manette se desplomó en el sillón, sin apartar la mirada de la llama y se cubrieron de lágrimas sus mejillas. Todo lo que había pasado en aquellos dieciocho años pareció que no era más que un sueño, y el señor Lorry volvió a encontrarse al lado del infeliz que Defarge albergaba en su buhardilla.
Por grande que fuera el dolor que inspiraba a los dos amigos aquel espectáculo, no era momento para entregarse a la emoción, y el recuerdo de la pobre mujer que perdía a un tiempo su última esperanza y su único sostén les recordaba vivamente lo que tenían que hacer.
—Se perdió la última esperanza —dijo Carton—, pero era tan vana que no podemos lamentarlo. Creo que deberíais conducirlo a su casa, pero dignaos antes escucharme. No me hagáis preguntas acerca de los consejos que voy a daros ni de la promesa que tengo que pediros; tengo un motivo poderoso para obrar así.
—No lo dudo —dijo el señor Lorry—; os lo prometo todo desde ahora.
El doctor movía mientras tanto la cabeza con expresión dolorosa y gimiendo.
Los dos amigos hablaron en voz baja como si estuvieran al lado de un enfermo. Carton levantó del suelo la casaca del doctor, que éste tenía doblada en los pies, y en el momento de hacerlo salió del bolsillo una cartera.
—¿Podemos abrirla? —preguntó Carton al anciano.
—Sí —respondió éste.
Carton encontró un papel que desplegó y exclamó al leerlo:
—¡Alabado sea Dios!
—¿Qué papel es ése? —preguntó el señor Lorry.
—Os lo diré al momento —respondió, sacando de su bolsillo un papel parecido al que tenía en la mano—. Éste es mi pasaporte; guardadlo hasta mañana. Como voy a ir a ver al señor Darnay, conviene que no lo lleve conmigo.
—¿Por qué?
—No lo sé, pero si lo guardáis vos estaré más tranquilo. Lo que acabo de encontrar en la cartera del doctor es un salvoconducto para él, su hija y su nieta que les permite salir de París cuando les parezca bien y dirigirse a la frontera. Juntadlo con vuestro pasaporte y el mío, y no lo perdáis; tengo mis razones para creer que nos será muy útil.
—¿Queréis decir que ningún peligro los amenaza?
—Por el contrario, madame Defarge va a denunciarlos: lo sé de su propia boca. Ha dicho delante de mí varias cosas que me inspiran fundados temores, e inmediatamente he ido a ver a Barsad, el cual ha confirmado mis sospechas. Según parece, un aserrador que vive detrás de La Force, y que está bajo la autoridad de la tabernera, le ha contado que la había visto —Carton no pronunciaba nunca el nombre de Lucie— hacer señas a los presos. Es fácil prever una acusación de conspiración contra la República, acusación que se castiga con la pena de muerte y que podría extenderse a su padre y a su hija… No temáis, los salvaremos.
—¡Dios lo quiera! Pero ¿cómo haremos…?
—Eso depende de vos, es decir, que el éxito es seguro. La denuncia de madame Defarge no se hará hasta pasado mañana, y es probable que espere incluso algunos días más. Sabéis que es un crimen llorar por los desgraciados que perecen en el cadalso; el doctor y su hija se harían indudablemente culpables de este crimen, y la denunciante, cuyo odio inveterado es imposible describir, esperará algunos días para añadir esta nueva acusación a los cargos anteriores. ¿Haréis lo que os digo? ¿Me prestáis atención?
—Sí, y tanta que hasta lo había olvidado —dijo el anciano, señalando al doctor.
—Tenéis dinero, y podéis llegar a la costa fácilmente. Habéis hecho ya todos los preparativos para regresar a Inglaterra, pedís mañana caballos de posta y partís a las diez.
—Lo haré así.
El entusiasmo con que hablaba Carton inspiraba al anciano un ardor que no era propio de su edad.
—Sois un noble amigo —repuso Carton—, y sabía que podíamos contar con vos. Id enseguida a anunciarle el peligro que la amenaza, decidle que su padre y su hija perecerían con ella, e insistid especialmente en esta consideración, porque madame Defarge tendría un gran placer en dejar su hermosa cabeza en el cadalso al mismo tiempo que la de su marido. —Su voz se alteró al pronunciar estas palabras, pero continuó con firmeza—. Por el amor que os inspira, por su hija y por su padre haced que comprenda la necesidad de partir inmediatamente. Decidle que es la última voluntad de quien la ama. ¿Creéis que su padre obedecerá en el estado en que se encuentra?
—Obedecerá.
—Bien. Haced con cautela todos los preparativos necesarios. Que el coche esté en el patio a las diez, y subid vos primero para que ella pueda salir después de que vuelva yo de la cárcel.
—Se hará todo como decís. ¿Debo esperaros suceda lo que suceda?
—Indudablemente; tenéis mi pasaporte y mi equipaje; guardadme un asiento, y no partáis sin que esté ocupado, pero no os detengáis entonces ni un momento.
—Bien —dijo el señor Lorry, estrechándole la mano—, no dependerá todo de un pobre viejo, pues tendré para sostenerme a un hombre joven y fiel.
—Así lo espero; pero prometedme que ninguna influencia os hará modificar las disposiciones que acabo de daros y que nos comprometemos mutuamente a observar.
—Os lo prometo, Carton.
—Os lo suplico… No vaciléis ni retraséis un momento la partida. Abandonad al que nadie podrá salvar para no sacrificar tantas vidas preciosas.
—No temáis, no lo olvidaré; cumpliré mi misión.
—Y yo la mía. Podemos despedirnos… ¡Adiós!
Aunque pronunció esta palabra con expresión grave y formal y besó la mano del señor Lorry, no salió inmediatamente; ayudó al anciano a levantar a la figura que se balanceaba frente a las ascuas, la envolvió en una capa, le puso un sombrero y lo convenció de que los siguiese diciéndole que iban a ver dónde le habían escondido el banquillo y los zapatos. Y, sosteniendo en su brazo al doctor Manette, se dirigió a la casa donde velaba la mujer afligida que era tan feliz en la época en que le descubrió su corazón. Se detuvo algunos instantes en el patio, alzó los ojos hacia la habitación que ella ocupaba y, antes de partir, le envió una bendición y un adiós ferviente.