Historia de dos ciudades

V. El aserrador

V

El aserrador

En esos quince meses, Lucie no había abrigado un solo instante la certeza de que su marido no fuera a ser guillotinado al día siguiente. Los carros mortuorios cargados de víctimas pasaban todos los días por las calles, y jóvenes graciosas, mujeres brillantes de cabellos negros y de cabellos canos, niños y ancianos, nobles y plebeyos formaban el vino tinto que se sacaba todas las mañanas de las bodegas de la cárcel para apagar la sed devoradora del monstruo. ¡Libertad, Igualdad, Fraternidad o Muerte! La última es más fácil de dar que las otras tres. ¡Oh, Guillotina!

Si Lucie hubiera esperado inactiva el fin del drama que tenía en suspenso su vida, habría participado de la suerte de muchos infortunados a quienes anonadaba la desesperación; pero, desde el momento en que en la buhardilla de Saint Antoine había reclinado sobre su corazón la canosa cabeza del preso, había sido fiel a sus deberes, y en esa nueva prueba continuaba cumpliéndolos con igual valor que en otro tiempo.

Desde que se instaló en su nueva habitación lo dispuso todo con tanto orden y tan buen gusto como si Charles estuviese a su lado: cada objeto ocupó su puesto y cada hora del día tuvo su ocupación particular. Las lecciones que daba a la tierna Lucie fueron tan regulares como si no hubiera partido de Londres, y lo único que revelaba su dolorosa inquietud era hasta qué punto se hacía ilusiones de que muy pronto vería a toda la familia reunida. Todas las mañanas hacía preparativos para recibir a Charles, acercaba la silla que le destinaba, ponía en la mesa los libros que prefería y, si a la hora de acostarse dirigía al cielo una oración ferviente por los que estaban amenazados de muerte, no se confesaba que rezaba por su marido.

Ni siquiera podía decirse que hubiese cambiado mucho; los vestidos sencillos y de color oscuro, así como los de su hija, estaban tan aseados como los trajes más brillantes que llevaba en otro tiempo; y, aunque estaba pálida, aquella expresión tan profundamente reflexiva, que en ciertas circunstancias había dado a sus facciones una gracia tan notable, no se borraba ya como en otro tiempo, sino que siempre era bella y grácil. Algunas veces, al abrazar a su padre por la noche, prorrumpía en llanto y le decía entre sollozos que había perdido ya la esperanza.

—No temas —le respondía el doctor con el tono de la firmeza y la convicción—, no puede sucederle desgracia alguna sin que yo lo sepa. Estoy seguro, hija mía, de que lo salvaré.

Apenas hacía cuatro meses que estaban en París cuando una noche, al volver a casa, le dijo el doctor Manette a su hija:

—Tengo que darte una buena noticia; hay en la cárcel una ventana alta a la cual puede llegar Charles a ciertas horas sin ser visto.

—¿A qué horas, padre mío?

—A las tres de la tarde. Cuando se lo permitan, lo cual depende de diversas circunstancias, podrá veros a ti y a tu hija, si estáis en la calle en cierto recodo que no es difícil indicarte; pero tú no podrás verlo, querida Lucie, y, si por una casualidad lo consiguieras, no olvides que sería peligroso hacerle señas.

—Me dirás dónde está ese sitio, padre mío, e iré todos los días.

Desde ese día, hiciese el tiempo que hiciese, esperó allí dos horas. Cuando no hacía frío ni demasiada humedad, se llevaba a su hija, pero si no iba sola, y solo faltó un día.

Era la esquina de una callejuela oscura, sucia y tortuosa. La única morada de este rincón desierto era una barraca donde vivía un hombre que aserraba madera; por lo demás, no había sino un alto muro, al menos hasta donde alcanzaba la vista.

La tercera vez que Lucie acudió a la cita llamó la atención del aserrador.

—¡Buenas tardes, ciudadana! —le dijo.

—Buenas tardes, ciudadano.

Esta manera de saludar estaba prescrita por un decreto. Admitida voluntariamente al principio por los patriotas más celosos, había llegado a ser obligatoria.

—¿Otra vez por aquí, ciudadana?

—Ya lo veis, ciudadano.

El aserrador, un hombrecillo de aspecto vulgar (en otro tiempo había sido caminero), dirigió una mirada a la cárcel, la señaló con la cabeza y, colocándose los diez dedos sobre la cara como representando una reja, miró sonriendo a través de sus barrotes simulados.

«Al fin y al cabo, ¿a mí qué más me da?», dijo para sí.

Y nuestro hombrecillo, que en otro tiempo llevaba un gorro azul, continuó con ardor su interrumpido trabajo.

El día siguiente esperó a Lucie, y le dijo en cuanto llegó:

—¿También vienes hoy, ciudadana?

—Sí, ciudadano.

—Y con una niña. ¿Es tu madre, ciudadanita?

—¿Debo responder, mamá? —dijo en voz baja la niña, acercándose con miedo a su madre.

—Sí, ángel mío.

—Sí, ciudadano; ¡es mamá!

—Ya me lo figuraba. Pero ¿a mí qué más me da? Lo importante es trabajar. ¿Ves esta sierra? La llamo mi pequeña guillotina. ¡La, la, la, la… plan! Ya ha cortado otra cabeza.

El trozo de madera cayó al pronunciar estas palabras, y, después de recogerlo, lo arrojó en un cesto.

—Soy el Sansón de la madera. Vais a verlo. ¡Froc! ¡Froc! ¡Froc! ¡Froc! Es la cabeza de la mujer. Ahora le toca a la hija: ¡Fric! ¡Fric! ¡Fric! Ha caído toda la familia.

Lucie se estremeció al ver arrojar en el cesto los dos trozos que añadía a los demás; pero no era posible acudir a la cita cuando aquel hombre trabajaba sin hallarse a su lado. Una indiscreción podía perderla, y como era necesario que se ganara las simpatías del patriota, era la primera en dirigirle la palabra y hasta le daba de vez en cuando algunas monedas que él se apresuraba a meter en el bolsillo.

El buen hombre era indiscreto por carácter, y cuando Lucie, olvidando su presencia, observaba los tejados y las rejas de La Force, encareciendo su alma al preso, se lo encontraba con los ojos clavados en ella y con la sierra inmóvil en la madera.

—Pero ¿a mi qué más me da? —decía entonces él, y continuaba con ardor el interrumpido trabajo.

Acudió a la cita todos los días con nieve y con hielo, con los vientos de marzo y abril, con el sol y las tormentas del verano y con las grandes lluvias de otoño y, cuando volvió el invierno, el hielo y la nieve la encontraron en el rincón de la calle sombría y desierta.

Pasaba allí dos horas, y todos los días al partir besaba la pared de la cárcel. Su marido pudo verla cinco o seis veces, y vislumbrarla otras dos o tres pasando; sacó partido, todo lo más, de quince días, aunque ella había ido todo el año. No lo ignoraba Lucie, pero bastaba que pudiera dejar de estar en su sitio en el momento en que la casualidad favoreciera a Charles para que nada le impidiera acudir a la cita. Habría permanecido allí con lluvia o con escarcha, de la mañana a la noche, y lo habría hecho todos los días antes de ocasionar con su ausencia un disgusto al preso.

Una tarde del mes de diciembre había ido a la calle desierta pisando la nieve. Era día festivo, de regocijo público; todas las casas estaban adornadas de pequeñas lanzas con un gorro rojo y cintas tricolores en la punta, y en muchas de ellas se veía esta inscripción en letras de tres colores: «República Una e Indivisible, Libertad, Igualdad, Fraternidad, o Muerte».

La miserable barraca del aserrador era tan angosta que en toda su fachada poco espacio quedaba para la divisa republicana, pero el hombrecillo había encontrado a alguien que, estrechando las palabras, había conseguido inscribir «Muerte», no sin dificultades contrarias al actual orden de cosas. En el techo de la barraca se veía un palo adornado con su correspondiente gorro rojo, como era de rigor para todo buen ciudadano, y su dueño había puesto en la ventana su famosa sierra con esta leyenda: «Santa Guillotina», porque en aquella época acababa de ser canonizada. La barraca estaba cerrada, y Lucie Darnay se vio con gran satisfacción completamente sola, pero el hombrecillo no se hallaba muy lejos y su descanso no duró mucho.

Pasos tumultuosos acompañados de ruidosas aclamaciones se aproximaron; Lucie sintió terror. Algunos minutos después la multitud salió de la calle contigua y rodeó la cárcel y la barraca que estaba arrimada a sus paredes. Quinientas personas, entre las cuales se distinguía en primera fila a la Venganza dando la mano al aserrador, se pusieron a bailar con el frenesí de cinco mil espíritus infernales; mujeres con mujeres, hombres con hombres, según los había juntado la casualidad. Les servía de música un canto popular cuyo ritmo feroz, rigurosamente observado por los danzantes, se parecía a un rechinar de dientes hambrientos. Al principio solo se veía una invasión de harapos y gorros frigios pero, cuando la plaza estuvo completamente atiborrada, se dibujaron en medio de la masa turbulenta ciertas figuras coreográficas que se le antojaron a Lucie el espectro del delirio en un baile desenfrenado. Avanzaban y retrocedían, se daban mutuamente golpes en la mano, se cogían de la cabeza, hacían piruetas cada uno por su lado, luego se juntaban y bailaban de dos en dos hasta que rodaban por el suelo la mayor parte de las parejas. Las que quedaban en pie empezaban a galopar en torno a las que habían caído, y la inmensa rueda se dividía en pequeños círculos de dos a cuatro personas que daban vueltas con vertiginosa rapidez. Se volvían a dar las manos, se cogían de la cabeza, se separaban uno a uno y dos a dos, y recomponiendo la rueda la hacían girar en dirección inversa. Hubo una pausa. Cada cual siguió el compás con estrépito; la masa se dividió en filas a lo largo de la calle, y los danzantes de ambos sexos empezaron a correr con la cabeza baja y las manos levantadas, lanzando espantosos alaridos. Ningún combate podía ofrecer un espectáculo tan desgarrador como esta diversión degenerada que pasaba de la inocencia a la embriaguez demoníaca, como este pasatiempo saludable convertido en un medio de excitar la sangre, de extraviar el alma y de endurecer el corazón. La gracia que no dejaba de tener lo hacía más feo aún, y demostraba hasta qué punto habían podido rebajarse y pervertirse las cosas más puras. Aquel pecho virginal, del cual estaba desterrado el pudor, aquella linda cabeza casi infantil, estremecida por la convulsión de una alegría rencorosa, y aquel pie delicado bailando con paso ligero en el cieno ensangrentado, representaban la demencia de aquella época desquiciada.

Así era el baile de la carmañola. Mientras la multitud se alejaba dejando a la pobre Lucie helada de terror en la puerta de la barraca del aserrador, la nieve caía con tanta calma y pureza como si todo fuera un sueño.

—Padre mío, ¡qué cuadro tan horrible!

El doctor Manette estaba al lado de su hija cuando ésta alzó la cabeza y se descubrió los ojos que se había tapado con las manos.

—Lo he visto muchas veces, hija mía, pero no debemos temer, porque ninguno de esos hombres querrá hacerte mal.

—No tiemblo por mí, padre, pero cuando pienso que Charles está a merced de esa gente…

—Te prometo que dejará de estarlo muy pronto. Cuando me he despedido de él se dirigía a la ventana y he venido para avisarte. Estamos solos; puedes enviarle un beso a aquel torreón más alto que los demás.

—Lo hago con placer, padre querido, y le envío toda mi alma.

—Tú no puedes verlo, hija mía.

—¡Ah, no! —dijo ella, llorando, mientras se besaba la mano y miraba el torreón donde debía estar el preso.

Se oyó rumor de pasos en la nieve. Era madame Defarge.

—Os saludo, ciudadana —dijo el doctor al verla.

—Salud, ciudadano.

Y pasó sin volver la cabeza, deslizándose como una sombra sobre la nieve.

—Dame el brazo, ángel querido, y ten valor. Disimula tu tristeza, y por lo mucho que lo amas sonríe. Bien, hija mía.

Se alejaron. Después de unos momentos de silencio, el doctor le dijo a Lucie:

—No sin motivo te he suplicado que sonrieras. Debemos estar contentos porque mañana comparece Charles ante sus jueces.

—¿Mañana?

—El tiempo urge. He hecho todos mis preparativos, pero se han de tomar ciertas precauciones, y no podían tomarse antes de saber exactamente el día del proceso. Aún no se lo han notificado, pero sé por buen conducto que mañana es la vista y que será trasladado esta noche a la Conciergerie. Anímate; tengo esperanzas de salvarlo.

—Confío en ti —respondió la pobre Lucie con voz trémula.

—Tienes razón, ángel mío. Van a terminar todos nuestros pesares; mañana por la noche abrazaremos a Charles. Pero antes tengo que ver…

El doctor se interrumpió, porque llegó a sus oídos y a los de su hija un rumor fúnebre que reconocieron. Tres carros mortuorios pasaban a corta distancia cargados de víctimas.

—Tengo que ver a Lorry ahora mismo —continuó el doctor, tomando un camino diferente.

Constantemente fiel a sus deberes, el anciano estaba en su puesto que nunca abandonaba. Expuestos él y sus libros a continuas pesquisas con motivo de un sinfín de tierras que habían pasado a ser bienes nacionales, salvaba todo lo que podía en beneficio de sus antiguos propietarios, y es indudable que ningún otro hombre habría defendido así, sin tregua ni descanso, los intereses importantes que custodiaba Tellsone, ni lo habría hecho con menos ostentación y menos palabras.

El tinte rojizo que coloreaba las nubes y la niebla que se alzaba del Sena indicaban el término del día, y era casi anochecido cuando el doctor y su hija llegaron al magnífico palacio. En el aristocrático edificio, a la vez profanado y desierto, se veían también estas palabras escritas sobre el montón de inmundicias y ceniza esparcidas por el patio: «Propiedad Nacional. República Francesa, Una e Indivisible. Libertad, Igualdad, Fraternidad, o Muerte».

¿Quién estaba con el señor Lorry? ¿A quién pertenecía la capa de viaje que se veía sobre una silla? ¿Quién era el personaje del que se acababa de despedir el anciano cuando se acercó conmovido a Lucie para estrecharla en sus brazos? ¿A quién repitió las palabras que ella acababa de balbucear cuando, volviendo la cabeza hacia la puerta del aposento de donde él salía, dijo alzando la voz: «¿Trasladado a la Conciergerie para ser juzgado mañana?»?

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