La Pimpinela Escarlata

VII - La parcela secreta

VII - LA PARCELA SECRETA

Una vez fuera del ruidoso salón, a solas en el pasillo débilmente iluminado, Marguerite Blakeney pareció respirar con mayor libertad. Emitió un profundo suspiro, como si hubiera estado largo tiempo oprimida por la pesada carga del autocontrol, y dejó que unas lágrimas resbalaran distraídamente por sus mejillas.

Afuera había cesado de llover, y por entre las nubes que pasaban veloces, los pálidos rayos del sol posterior a la tormenta brillaban sobre la hermosa costa blanca de Kent y las pintorescas e irregulares casas que se apiñaban alrededor del muelle del Almirantazgo. Marguerite Blakeney salió al porche y miró al mar. Recortada contra el mar eternamente cambiante, una grácil goleta de velas blancas cabeceaba movida por la suave brisa. Era el , el yate de sir Percy Blakeney, que estaba preparado para llevar a Armand St. Just a Francia, al corazón mismo de la sangrienta e hirviente revolución que estaba derrocando una monarquía, atacando una religión y destruyendo una sociedad para intentar reconstruir sobre las cenizas de la tradición una nueva Utopía, con la que soñaban unos cuantos pero que ninguno tenía poder para establecer.

A lo lejos se distinguían dos figuras que se dirigían a ; una era un hombre mayor, con una curiosa aureola de pelos grises alrededor de la barbilla, enorme y rotunda, que caminaba con los movimientos bamboleantes que invariablemente delatan al marino; la otra, una figura joven y delgada, vestida elegantemente con un abrigo de varias esclavinas. Estaba perfectamente rasurado y llevaba el oscuro cabello peinado hacia atrás, poniendo de relieve una frente despejada y noble.

—¡Armand! —exclamó Marguerite Blakeney, en cuanto le vio a lo lejos, y una sonrisa de felicidad iluminó su dulce rostro, a pesar de las lágrimas.

Al cabo de uno o dos minutos, los hermanos se arrojaron el uno en brazos del otro, mientras el viejo capitán se quedaba respetuosamente a un lado.

—¿Cuánto tiempo tenemos hasta que monsieur St. Just suba a bordo, Briggs? —preguntó lady Blakeney.

—Deberíamos soltar amarras dentro de media hora, su señoría —respondió el hombre, tirándose de la barba gris.

Entrelazando el brazo con el de su hermano, Marguerite se dirigió con él hacia el acantilado.

—Media hora —dijo, mirando pensativa al mar—, media hora más y estarás lejos de mí, Armand. ¡Ah, me cuesta trabajo creer que te marchas! Estos últimos días, mientras Percy ha estado fuera y te he tenido sólo para mí, han pasado como en un sueño.

—No voy lejos, querida mía —dijo dulcemente el joven—. Sólo hay que cruzar un estrecho canal y recorrer unos cuantos kilómetros de carretera… Puedo volver dentro de poco.

—No es la distancia, Armand, sino ese espantoso París… precisamente ahora…

Llegaron al borde del acantilado. La suave brisa marina revolvió el pelo de Marguerite sobre su rostro, e hizo ondear el extremo del cuello de encaje a su alrededor como una serpiente blanca y flexible. Trató de penetrar la distancia con la mirada, allí donde se extendían las costas de Francia, aquella Francia inquieta y dura que estaba cobrando el impuesto de sangre a sus hijos más nobles.

—Nuestro hermoso país, Marguerite —dijo Armand, que parecía haber adivinado los pensamientos de su hermana.

—Han llegado demasiado lejos, Armand —replicó ella con vehemencia—. Tú eres republicano y yo también… Tenemos las mismas ideas, el mismo entusiasmo por la libertad y la igualdad… Pero seguro que hasta tú piensas que han llegado demasiado lejos…

—¡Chist! —dijo Armand instintivamente, lanzando una mirada rápida y recelosa a su alrededor.

—¡Ah! ¿Lo ves? Sabes que no se está a salvo hablando de estas cosas… ¡ni siquiera aquí, en Inglaterra!

De repente se colgó de su brazo con pasión incontenible, casi maternal.

—¡No te vayas, Armand! —le rogó—. ¡No vuelvas allí! ¿Qué haría yo si… si…?

Su voz quedó ahogada por los sollozos; sus ojos, tiernos, azules y cariñosos, miraron suplicantes al joven, que le devolvió una mirada resuelta, decidida.

—En cualquier caso, serías mi hermana, valiente como siempre —respondió con dulzura—, y recordarías que, cuando Francia está en peligro, sus hijos no deben volverle la espalda.

Mientras el joven pronunciaba estas palabras, aquella sonrisa dulce e infantil volvió a aparecer en el rostro trágico de Marguerite, pues parecía bañado en lágrimas.

—¡Oh, Armand! —exclamó Marguerite—. A veces desearía que no tuvieras tantas virtudes y tanta nobleza… Te aseguro que los defectillos son mucho menos peligrosos e incómodos. Pero ¿serás prudente? —añadió anhelante.

—En la medida de lo posible… te prometo que lo seré.

—Recuerda, querido mío, que sólo te tengo a ti… para… para que cuides de mí.

—No, cielo, ahora tienes otros intereses. Percy cuida de ti.

Una expresión de extraña melancolía se adueñó de los ojos de Marguerite, que murmuró:

—Sí… Antes sí.

—Pero estoy seguro de que…

—Vamos, vamos, no te preocupes por mí. Percy es muy bueno.

—¡Ni hablar! —le interrumpió Armand enérgicamente—. Claro que me preocupo por ti, querida Margot. Mira, nunca te he hablado de estas cosas; parecía como si siempre hubiera algo que me detenía cuando quería hacerte ciertas preguntas. Pero, no sé por qué, no puedo marcharme y dejarte sin preguntarte una cosa… No tienes que contestarme si no lo deseas —añadió al observar que en los ojos de Marguerite centelleaba una expresión de dureza, casi de recelo.

—¿De qué se trata? —se limitó a preguntar Marguerite.

—¿Sabe sir Percy que…? Quiero decir, ¿sabe qué papel desempeñaste en la detención del marqués de St. Cyr?

Marguerite se echó a reír. Fue una risa sin alegría, amarga, despectiva, como una nota discordante en la música de su voz.

—¿Quieres decir que denuncié al marqués de St. Cyr al tribunal que los envió a él y a toda su familia a la guillotina? Sí, lo sabe… Se lo conté después de casarnos…

—¿Le explicaste las circunstancias… que te libran por completo de culpa?

—Era demasiado tarde para hablar de «circunstancias». Se enteró de la historia por otras personas, y al parecer mi confesión llegó demasiado tarde. Ya no podía acogerme a las circunstancias atenuantes; no podía degradarme intentando explicárselo…

—¿Y qué ocurrió?

—Pues que ahora, Armand, tengo la satisfacción de saber que el mayor estúpido de Inglaterra siente un absoluto desprecio por su esposa.

En esta ocasión habló con vehemente amargura, y Armand St. Just, que la quería con toda su alma, se dio cuenta de que había puesto torpemente el dedo en una llaga muy dolorosa.

—Pero sir Percy te quería, Margot —insistió con dulzura.

—¿Que me quería? Mira, Armand, yo creía que así era, porque si no, no me hubiera casado con él. Estoy casi segura —añadió, hablando muy deprisa, como si se alegrara de poder desprenderse al fin de una pesada carga que llevara varios meses oprimiéndola—, estoy casi segura de que incluso tú pensabas, como todos los demás, que me casé con sir Percy por su dinero, pero te aseguro que no fue por eso. Parecía adorarme, con una pasión y una intensidad extraordinarias que me llegaron al alma. Como bien sabes, yo nunca había querido a nadie, y por entonces tenía veinticuatro años, así que pensé que no estaba en mi carácter amar. Pero siempre he creído que debía ser maravilloso ser amada de una forma ciega y apasionada… adorada, en una palabra. Y el hecho mismo de que Percy fuera tonto y estúpido me resultaba atractivo, porque pensaba que así me querría aún más. Un hombre inteligente hubiera tenido otros intereses; un hombre ambicioso, otras esperanzas… Pensé que un imbécil me adoraría, y no pensaría en otra cosa. Y yo estaba dispuesta a corresponderle, Armand; me hubiera dejado adorar, y a cambio le hubiera dado una ternura infinita…

Suspiró; y aquel suspiro llevaba encerrado todo un mundo de desilusión. Armand St. Just la dejó hablar sin interrupción; la escuchó, mientras sus propios pensamientos se desbordaban. Era terrible ver a una mujer joven y bella —una muchacha en todo menos en el apellido— casi en el umbral de la vida y ya sin esperanza, sin ilusiones, despojada de esos sueños dorados y fantásticos que hubieran debido hacer de su juventud unas continuas vacaciones.

Pero quizás —aunque quería profundamente a su hermana—, quizás Armand lo comprendía: había observado a las gentes de muchos países, gentes de todas las edades, de todas las posiciones sociales e intelectuales, y en el fondo comprendía lo que Marguerite no había llegado a decir. Cierto que Percy Blakeney era tonto, pero en su torpe mente debía haber un lugar para ese orgullo inextirpable del descendiente de una larga línea de caballeros ingleses. Un Blakeney había muerto en Bosworth Field; otro había sacrificado vida y fortuna en aras de un Estuardo traidor, y ese mismo orgullo —estúpido y lleno de prejuicios en opinión del republicano Armand— debió sentirse herido en lo más hondo al enterarse del pecado que se encontraba a las mismas puertas de lady Blakeney. Ella era entonces joven; estaba equivocada, quizá mal aconsejada. Armand lo sabía, y quienes se aprovecharon de la juventud de Marguerite, de su impulsividad y su imprudencia, lo sabían aún mejor; pero Blakeney era torpe y no quiso atender a «circunstancias». Sólo entendía los hechos, y éstos le demostraban que lady Blakeney había denunciado a un hombre de su misma clase a un tribunal que no conocía la clemencia, y el desprecio que debió sentir por el acto que ella había cometido, aunque hubiera sido involuntariamente, mató el amor que albergaba en su pecho, en el que la comprensión y la racionalización no podían tener cabida.

Pero en esos momentos, su hermana le desconcertaba. La vida y el amor son tan variables… ¿Podría ser que, al desvanecerse el amor de su marido, se hubiera despertado el amor por él en el corazón de Marguerite? En el sendero del amor se encuentran extraños extremos; era posible que aquella mujer, que había tenido a la mitad de la Europa intelectual a sus pies, hubiera depositado su afecto en un idiota. Marguerite contemplaba fijamente el crepúsculo. Armand no veía su rostro, pero de repente se le antojó que algo que destelló un segundo a la dorada luz del atardecer caía de sus ojos sobre el delicado encaje. Pero Armand no podía abordar aquel tema. Conocía muy bien el carácter apasionado y extraño de su hermana, y también conocía aquella reserva que se escondía tras sus ademanes francos, y abiertos. Siempre habían estado juntos, pues sus padres habían muerto cuando Armand era aún adolescente y Marguerite una niña. Él, que le llevaba ocho años, la había vigilado hasta que se casó; la había acompañado durante los brillantes años que pasaron en la Rue Richelieu, y la había visto iniciar su nueva vida, en Inglaterra, con pena y ciertos presentimientos.

Aquella era la primera vez que iba a verla a Inglaterra desde su boda, y los pocos meses de separación ya parecían haber erigido un delgado muro entre los dos hermanos. Aún seguía existiendo el mismo cariño, profundo e intenso, por ambas partes, pero era como si cada uno tuviera su parcela secreta, en la que el otro no se atrevía a entrar.

Eran muchas las cosas que Armand St. Just no podía contarle a su hermana; los aspectos políticos de la revolución francesa cambiaban casi de día en día, y quizá ella no comprendiera que sus opiniones y simpatías se hubieran modificado, pues los excesos cometidos por aquellos que habían sido amigos suyos eran cada vez más terribles. Y Marguerite no podía contarle a su hermano los secretos de su corazón; apenas los entendía ella misma. Sólo sabía que, en medio de tanto lujo, se sentía sola y desgraciada.

Y Armand se marchaba. Marguerite temía por su seguridad, anhelaba su presencia. No quería estropear aquellos últimos momentos agridulces hablando de sí misma. Lo llevó por el acantilado, y después bajaron a la playa, con los brazos entrelazados. Aún tenían muchas cosas que contarse y que estaban fuera de la parcela secreta de cada uno.

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