La Pimpinela Escarlata

XI - El baile de Lord Grenville

XI - EL BAILE DE LORD GRENVILLE

El histórico baile ofrecido por el entonces secretario de Estado para Asuntos Exteriores, lord Grenville, fue el acontecimiento más destacado del año. A pesar de que la temporada de otoño acababa de empezar, todos los que ocupaban un lugar en la alta sociedad trataron por todos los medios de llegar a Londres a tiempo para asistir y lucirse en el baile, cada cual según sus posibilidades.

Su Alteza Real el príncipe de Gales había prometido asistir, después de que acabara la ópera. Lord Grenville había presenciado los dos primeros actos de Orfeo antes de prepararse para recibir a sus huéspedes. A las diez, una hora inusualmente tardía en aquella época, los suntuosos salones del edificio del ministerio de Asuntos Exteriores, exquisitamente decorados con palmeras y flores exóticas, estaban llenos a rebosar. Se había acondicionado una habitación para bailar, y los delicados compases del minué acompañaban dulcemente la animada charla y la alegre risa de los invitados, numerosos y alegres.

En una pequeña cámara que daba al último rellano de la escalera se encontraba el distinguido anfitrión dando la bienvenida a sus huéspedes. Hombres elegantes, mujeres hermosas, personalidades de todos los países de Europa, desfilaban ante él, intercambiaban las reverencias y los saludos que imponía la extravagante moda de la época, y a continuación, riendo y charlando, se desperdigaban por el vestíbulo, por el salón de baile y la sala de juegos.

No lejos de lord Grenville, apoyado sobre una de las consolas, Chauvelin, con su impecable traje negro, examinaba pausadamente al brillante grupo. Observó que aún no habían llegado sir Percy y lady Blakeney, y sus ojos pálidos y penetrantes se clavaban disimuladamente en la puerta cada vez que aparecía alguien.

Estaba un tanto aislado; no existían muchas posibilidades de que el enviado del gobierno revolucionario de Francia despertase grandes simpatías en Inglaterra en los días en que habían empezado a filtrarse desde el otro lado del Canal de la Mancha las noticias de las terribles matanzas de septiembre y del Reinado del Terror y la Anarquía.

Por su misión oficial, sus colegas ingleses lo habían recibido cortésmente; el señor Pitt le había estrechado la mano y lord Grenville había sido su anfitrión en más de una ocasión; pero los círculos más íntimos de la alta sociedad londinense no le hacían el menor caso: las mujeres le volvían la espalda abiertamente y los hombres que no ocupaban puestos oficiales se negaban a estrecharle la mano.

Pero Chauvelin no era hombre al que le preocuparan este tipo de convenciones sociales, que él consideraba simples incidentes en su carrera diplomática. Sentía un entusiasmo ciego por la causa revolucionaria, detestaba las desigualdades sociales, y profesaba un amor ferviente a su país. Estos tres sentimientos le hacían indiferente a los desaires que recibía en aquella Inglaterra cubierta de niebla, monárquica y anticuada.

Pero, por encima de todo, Chauvelin perseguía un objetivo concreto. Creía firmemente que los aristócratas franceses eran los peores enemigos de Francia, y hubiera deseado verlos destruidos, a todos y cada uno de ellos; fue una de las primeras personas que, durante el espantoso Reinado del Terror, formuló el histórico y cruel deseo de que «los aristócratas podrían tener una sola cabeza entre todos, para así poder cortarla con un solo golpe de guillotina». Por eso, consideraba a todo noble francés que había logrado escapar de Francia una víctima arrebatada injustamente a la guillotina. No cabe duda de que, en cuanto conseguían cruzar la frontera, los monárquicos hacían todo lo posible por despertar la indignación de los extranjeros contra Francia. En Inglaterra, Bélgica y Holanda se preparaban innumerables conjuras para tratar de convencer a alguna gran potencia de que enviase tropas al París revolucionario, para liberar al rey Luis, y para colgar a los dirigentes sedientos de sangre de aquella monstruosa república.

No es de extrañar, por tanto, que el romántico y misterioso Pimpinela Escarlata despertara un profundo odio en Chauvelin. Él y un puñado de bribones bajo su mando, bien provistos de dinero, dotados de una osadía ilimitada y de una penetrante astucia, habían logrado rescatar a cientos de aristócratas de Francia. Nueve décimas partes de los que agasajaba la corte inglesa le debían la vida a aquel hombre y su grupo.

Chauvelin había jurado a sus colegas de París que averiguaría la identidad de aquel inglés entrometido, le tendería una trampa para que fuera a Francia, y entonces… Chauvelin emitió un profundo suspiro de satisfacción ante la sola idea de ver aquella enigmática cabeza cayendo bajo la cuchilla de la guillotina, con tanta facilidad como la de cualquier otro hombre.

De repente se produjo un gran alboroto en la escalera, y todas las conversaciones cesaron cuando el mayordomo, que se encontraba fuera, anunció:

—Su Alteza Real, el príncipe de Gales y comitiva, sir Percy Blakeney, lady Blakeney.

Lord Grenville se dirigió rápidamente a la puerta para recibir a su importante invitado.

El príncipe de Gales, que llevaba un magnífico traje de terciopelo de color salmón con suntuosos bordados en oro, entró con Marguerite Blakeney del brazo; y a su izquierda iba sir Percy, con sus extravagantes ropajes al estilo «Incroyable», el cabello rubio sin empolvar, valiosos encajes en cuello y muñecas y el bajo el brazo.

Tras las palabras convencionales de cordial bienvenida, lord Grenville dijo a su huésped real:

—Alteza, ¿me permitís que os presente a monsieur Chauvelin, enviado del gobierno francés?

En cuanto entró el príncipe, Chauvelin se adelantó, a la espera de las presentaciones. Hizo una profunda reverencia, y el príncipe le devolvió el saludo con una brusca inclinación de cabeza.

—Monsieur —dijo Su Alteza Real con frialdad—, trataremos de olvidar el gobierno que le ha enviado, y le consideraremos un simple huésped, un caballero particular de Francia. Como tal, sea usted bienvenido, monsieur.

—Monseñor —replicó Chauvelin, haciendo otra reverencia—. Madame —añadió, inclinándose ceremoniosamente ante Marguerite.

—¡Ah, mi querido Chauvelin! —exclamó Marguerite en tono despreocupado y tendiéndole la diminuta mano—. Monsieur y yo somos viejos amigos, Alteza.

—Ah, en ese caso —dijo el príncipe, en esta ocasión con gran afabilidad—, sea usted bienvenido por partida doble.

—Quisiera pedir permiso para presentaros a otra persona, Alteza —terció lord Grenville.

—¿Quién? —preguntó el príncipe.

—Madame la comtesse de Tournay de Basserive y su familia, que acaban de llegar de Francia.

—¡Claro que sí! ¡Entonces han sido muy afortunados!

Lord Grenville fue a buscar a la condesa, que estaba sentada en un extremo de la sala.

—¡Qué barbaridad! —susurró Su Alteza Real a Marguerite en cuanto vio la rígida figura de la anciana dama—. ¡Parece la mismísima encarnación de la virtud y la melancolía!

—Tened en cuenta, Alteza —replicó Marguerite, sonriendo—, que la virtud es como los aromas delicados: se hacen más fragantes cuando se los exprime.

—¡Ay! —suspiró el príncipe—, me temo que la virtud no le sienta nada bien a su encantador sexo, madame.

—Madame la comtesse de Tournay de Basserive —dijo lord Grenville, presentando a la señora.

—Es un placer, madame. Como usted sabe, a mi real padre le alegra recibir a aquellos de sus compatriotas que la propia Francia ha expulsado de su tierra.

—Su Alteza Real es muy amable —replicó la condesa con decorosa dignidad. Después, señalando a su hija, que estaba a su lado tímidamente, añadió—: Mi hija, Suzanne, monseñor.

—¡Ah, encantadora!… ¡Encantadora! —dijo el príncipe—. Y ahora, condesa, permítame que le presente a lady Blakeney, que nos honra con su amistad. Estoy seguro de que tendrán ustedes muchas cosas que contarse. Todo compatriota de lady Blakeney es doblemente bienvenido… Sus amigos son nuestros amigos… sus enemigos, enemigos de Inglaterra.

Los ojos de Marguerite chispearon de regocijo al oír las amables palabras de su exaltado amigo. La condesa de Tournay, que la había insultado abiertamente hacía poco, estaba recibiendo una lección en público, y Marguerite no pudo evitar alegrarse. Pero la condesa, para quien el respeto a la realeza equivalía casi a una religión, estaba demasiado adiestrada en las normas protocolarias como para demostrar el menor indicio de turbación cuando las dos damas se saludaron ceremoniosamente.

—Su Alteza Real es muy amable, madame —dijo Marguerite, coquetamente, con un destello de malicia en sus chispeantes ojos azules—, pero en este caso no es necesaria su amistosa mediación… Aún guardo en mi memoria el agradable recuerdo del encantador recibimiento que me dispensó usted la última vez que nos vimos.

—Madame, nosotros, los pobres, exilados, demostramos nuestra gratitud a Inglaterra acatando los deseos de monseñor —replicó la condesa en tono glacial.

—¡Madame! —dijo Marguerite, con otra ceremoniosa reverencia.

—Madame —replicó la condesa con igual dignidad.

Mientras tanto, el príncipe decía unas palabras amables al joven vizconde.

—Me alegro de conocerle, monsieur le . Conocí a su padre cuando era embajador en Londres.

—¡Ah, monseñor! —replicó el vizconde—. Entonces yo era muy niño… y ahora le debo el honor de este encuentro a nuestro protector, Pimpinela Escarlata.

—¡Chist! —exclamó el príncipe apresuradamente, muy serio, señalando a Chauvelin, que en el transcurso de esta escena se había mantenido un poco apartado, observando a Marguerite y la condesa con una sonrisilla sarcástica y burlona asomando a sus delgados labios.

—Por favor, monseñor —dijo, como si respondiera directamente al desafío del príncipe—. Os ruego que no impidáis que este caballero demuestre su gratitud. Conozco muy bien esa florecita roja… y Francia también.

El príncipe lo miró fijamente unos momentos.

—En ese caso, monsieur —dijo—, es posible que sepa usted más que nosotros sobre nuestro héroe nacional… Acaso sepa quién es… ¡Mire! —añadió, volviéndose hacia los diversos grupos que se habían formado en el salón—. Las damas están pendientes de sus labios… Se haría usted muy famoso entre el bello sexo si satisfaciera su curiosidad.

—¡Ah, monseñor —dijo Chauvelin, expresivamente—, en Francia corre el rumor de que Su Alteza podría dar la mejor información sobre esa enigmática flor silvestre!

Al pronunciar estas palabras dirigió una mirada rápida y penetrante a Marguerite; pero la muchacha no reveló la menor emoción, y sus ojos se encontraron con los de Chauvelin sin ningún temor.

—¡Imposible! —dijo el príncipe—. Mis labios están sellados, y los miembros de la Liga guardan celosamente el secreto de la identidad de su jefe… Por eso, sus adoradores tienen que conformarse con venerar a una sombra. Aquí en Inglaterra —añadió con dignidad y encanto a un tiempo—, sólo con mencionar el nombre de Pimpinela Escarlata se ruborizan de entusiasmo las mejillas más hermosas. Nadie lo ha visto jamás, a excepción de sus fieles colaboradores. No sabemos si es alto o bajo, rubio o moreno, apuesto o mal formado; pero sí sabemos que es el hombre más valiente del mundo, y todos nos sentimos un poco orgullosos, monsieur, al recordar que es inglés.

—Ah, monsieur —terció Marguerite, mirando casi con aire desafiante al rostro plácido, como de esfinge, del francés—, Su Alteza Real debería añadir que las señoras lo consideramos un héroe de tiempos antiguos… Lo adoramos… Llevamos un distintivo con su nombre… Temblamos de miedo cuando se encuentra en peligro, y nos regocijamos cuando consigue una victoria.

Chauvelin se limitó a inclinar la cabeza cortésmente ante el príncipe y Marguerite; pero pensó que la intención de ambos al pronunciar aquellas palabras —cada uno a su manera— había sido mostrarle desprecio o intentar provocarle. Detestaba al príncipe, amante de los placeres y ocioso; a la hermosa mujer que llevaba en su cabellera dorada un ramillete de rubíes y diamantes en forma de florecillas rojas, la tenía en un puño: podía permitirse el lujo de guardar silencio y quedar a la espera de los acontecimientos.

Una carcajada prolongada, jovial y necia rompió el silencio que había descendido sobre todos.

—Y nosotros, los pobres maridos —dijo alborozadamente sir Percy con su habitual tono afectado—, tenemos que aguantar que ellas adoren a una sombra absurda.

Todos se echaron a reír, el príncipe más fuerte que nadie. Se suavizó la tensión de la excitación contenida, y al momento siguiente todo el mundo charlaba y reía alegremente, mientras el animado grupo se deshacía y se dispersaba por las habitaciones contiguas.

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