La Pimpinela Escarlata

IV - La liga de la Pimpinela Escarlata

IV - LA LIGA DE LA PIMPINELA ESCARLATA

Formaban un grupo animado, incluso feliz, sentados en torno a la mesa: sir Andrew Foulkes y lord Antony Dewhurst, dos típicos caballeros ingleses, apuestos, de buena cuna y buena educación, de aquel año de gracia de 1792, y la condesa francesa con sus dos hijos, que acababan de escapar de terribles peligros y al fin habían encontrado un refugio seguro en las costas de la protectora Inglaterra.

Los dos forasteros del rincón debían haber terminado la partida de ajedrez; uno de ellos se levantó y, de espaldas al alegre grupo, se puso con gran parsimonia el amplio abrigo de triple esclavina. Mientras estaba ocupado en esta tarea, lanzó una mirada rápida a su alrededor. Todos prestaban atención únicamente a reír y charlar, y el forastero murmuró las siguientes palabras: «¡Todos a salvo!». Su compañero, con la prudencia propia de una larga experiencia, se puso de rodillas y al cabo de unos segundos se deslizó sin ruido bajo el banco de roble. A continuación el otro forastero dijo «Buenas noches» en voz alta y abandonó en silencio el salón.

En la mesa, nadie había observado la extraña y sigilosa maniobra, pero cuando el desconocido cerró la puerta del salón, todos suspiraron inconscientemente con alivio.

—¡Al fin solos! —exclamó lord Antony en tono jovial.

El joven vizconde Tournay se levantó, con la copa en la mano, y con la cortesía y afectación propias de la época, la alzó y dijo en un inglés vacilante:

—Brindo por su majestad el rey George III de Inglaterra. Que Dios le bendiga por la hospitalidad que nos brinda a los pobres exiliados franceses.

—¡Por su majestad el rey! —corearon lord Antony y sir Andrew, bebiendo a continuación a la salud del monarca.

—Por su majestad el rey Luis de Francia —añadió sir Andrew, con solemnidad—. Que Dios lo proteja y le conceda la victoria sobre sus enemigos.

Todos se levantaron y bebieron en silencio. El destino del infortunado rey de Francia, prisionero por entonces de su propio pueblo, proyectó una sombra incluso en el apacible semblante del señor Jellyband.

—Y a la salud de monsieur el conde de Tournay de Basserive —dijo lord Antony animadamente—. Por que le demos la bienvenida a Inglaterra dentro de pocos días.

—Ah, monsieur —dijo la condesa, mientras con mano levemente temblorosa se acercaba la copa a los labios—. No me atrevo a tener esperanzas.

Pero sir Antony ya había servido la sopa, y durante los momentos siguientes cesó la conversación, mientras Jellyband y Sally tendían los platos, y todos empezaron a comer.

—¡Créame, madame! —dijo lord Antony al cabo de un rato—. No he hecho este brindis en vano. Al verse a salvo en Inglaterra, junto a mademoiselle Suzanne y mi amigo el vizconde, se sentirá más tranquila respecto a la suerte que correrá monsieur el conde…

—Ah, monsieur —replicó la condesa, con un profundo suspiro—. Confío en Dios, pues lo único que puedo hacer es rezar, y esperar…

—¡Bien, madame! —intervino sir Andrew Foulkes—. Naturalmente que debe confiar en Dios, pero también debe creer un poco en sus amigos ingleses, que han jurado traer al conde a Inglaterra, como les han traído hoy a ustedes.

—Claro que sí, monsieur —dijo la condesa—. Tengo absoluta confianza en usted y en sus amigos. Le aseguro que su fama se ha extendido por toda Francia. Que varios amigos míos hayan escapado de las garras de ese terrible tribunal revolucionario es poco menos que un milagro… Y todo gracias a usted y a sus amigos…

—Nosotros sólo hemos sido simples instrumentos, señora condesa…

—Pero, monsieur, mi marido —prosiguió la condesa, mientras las lágrimas contenidas velaban su voz—, se encuentra en una situación tan peligrosa… No lo hubiera dejado, pero… ha sido por mis hijos… Estaba dividida entre mi deber hacia él y hacia mis hijos. Ellos se negaron a venir sin mí… y usted y sus amigos me juraron solemnemente que mi marido estaría a salvo. Pero ahora que estoy aquí, entre todos ustedes, en esta Inglaterra tan hermosa y libre… pienso en él, teniendo que huir para salvar la vida, acosado como un pobre animal… pasando por peligros tan terribles… ¡Ah! No debería haberlo dejado… ¡No debería haberlo dejado!

La pobre mujer se desmoronó por completo; el cansancio, la aflicción y la emoción se adueñaron de su porte rígido y aristocrático. Lloraba en silencio, y Suzanne corrió hacia ella e intentó secar sus lágrimas con besos.

Lord Antony y sir Andrew no interrumpieron a la condesa mientras hablaba. No cabía duda de que le profesaban un profundo afecto; su silencio así lo testimoniaba, pero, desde siempre, desde que Inglaterra es lo que es, el inglés se siente un poco avergonzado de sus emociones y sentimientos de simpatía. Por eso, los dos jóvenes no dijeron nada y se empeñaron en disimular sus sentimientos, pero sólo consiguieron adoptar una expresión de inconmensurable timidez.

—Por lo que a mí respecta, monsieur —intervino de repente Suzanne, mirando a sir Andrew por entre sus abundantes rizos castaños—, confío plenamente en usted, y sé que traerá a mi querido padre a Inglaterra como nos ha traído a nosotros.

Pronunció estas palabras con tal confianza, con tal esperanza, que los ojos de su madre se secaron como por arte de magia, y una sonrisa asomó a los labios de todos.

—¡Me avergüenza usted, mademoiselle! —replicó sir Andrew—. Aunque mi vida está a su disposición, yo no he sido más que un humilde instrumento en manos de nuestro jefe, que organizó y llevó a cabo su fuga.

Habló con tal vehemencia y calor que los ojos de Suzanne se clavaron en él con mal disimulada sorpresa.

—¿Su jefe, monsieur? —repitió asombrada la condesa—. ¡Ah, claro! Es normal que tengan un jefe, pero no se me había ocurrido. Pero, dígame, ¿dónde está? Quisiera verle inmediatamente, y mis hijos y yo nos arrojaríamos a sus pies para agradecerle cuanto ha hecho por nosotros.

—¡Ay, eso es imposible, madame! —dijo lord Antony.

—¿Imposible? ¿Por qué?

—Porque Pimpinela Escarlata actúa en la sombra y sólo sus más inmediatos colaboradores conocen su identidad tras jurar solemnemente mantenerla en secreto.

—¿Pimpinela Escarlata? —dijo Suzanne, riendo alegremente—. ¡Qué nombre tan curioso! ¿Qué es Pimpinela Escarlata, monsieur?

Miró a sir Andrew con anhelante curiosidad. El rostro del joven se había transfigurado. Sus ojos brillaban de entusiasmo; su cara literalmente irradiaba adoración, cariño y admiración hacia su jefe.

—Mademoiselle, la Pimpinela Escarlata —respondió al fin—, es el nombre de una humilde flor silvestre inglesa; pero también es el nombre bajo el que se oculta la identidad del hombre más bueno y más valiente del mundo, para poder realizar más fácilmente la noble tarea que se ha impuesto.

—Ah, sí —intervino el joven vizconde—. He oído hablar de Pimpinela Escarlata. Es una florecilla… ¿roja? ¡Sí, eso es! En París dicen que cada vez que un monárquico huye a Inglaterra, ese monstruo, Fouquier-Tinville, el acusador público, recibe una nota con esa florecilla dibujada en rojo… ¿Sí?

—Sí, efectivamente —asintió lord Antony.

—Entonces, hoy habrá recibido una de esas notas…

—Sin duda.

—¡Ah! ¡Me gustaría saber qué dirá Tinville! —exclamó Suzanne alegremente—. He oído decir que esa florecilla roja es lo único que le asusta.

—Pues, en ese caso —dijo sir Andrew—, tendrá muchas más ocasiones de examinarla.

—¡Ah, monsieur! —suspiró la condesa—. Todo esto parece una novela, y no la entiendo.

—¿Y por qué habría de entenderla, madame?

—Pero, dígame, ¿por qué su jefe —y todos ustedes— gasta su dinero y arriesga su vida, porque eso es lo que ustedes arriesgaron, messieurs, al ir a Francia, por unos hombres y mujeres franceses que no significan nada para ustedes?

—Por deporte, madame la condesa, por deporte —aseguró lord Antony con su habitual tono de voz potente y jovial—. Verá, es que nosotros somos una nación de deportistas, y en estos momentos está de moda arrancar la liebre de los dientes del podenco.

—Ah, no, no. No puede ser sólo por deporte, monsieur… Estoy segura de que tienen una motivación más noble para hacer esta buena obra.

—Entonces, madame, me gustaría que usted la descubriera. Yo le aseguro que me encanta este juego, pues es el mejor deporte que he conocido hasta ahora. Eso de escapar por un pelo… ¡los riesgos del mismísimo diablo! ¡Adelante! ¡A por ellos!

Pero la condesa movió la cabeza con incredulidad. Se le antojaba ridículo que aquellos hombres y su jefe, todos ellos ricos, probablemente de buena cuna, tan jóvenes, se enfrentaran a los terribles peligros que la condesa sabía que corrían constantemente sólo por deporte. En cuanto ponían el pie en Francia, su nacionalidad no les servía de salvaguardia. Cualquiera que fuera sorprendido protegiendo o prestando ayuda a supuestos monárquicos era inevitablemente condenado a la pena capital, cualquiera que fuese su nacionalidad. Y, por lo que sabía la condesa, aquella banda de jóvenes ingleses había desafiado al tribunal de los revolucionarios, implacable y sediento de sangre, dentro de los propios muros de la ciudad de París, y le había arrebatado a las víctimas condenadas al pie mismo de la guillotina. Con un estremecimiento, recordó los acontecimientos de los últimos días, la huida de París con sus dos hijos, los tres escondidos bajo el techo de un carro bamboleante, entre un montón de coles y nabos, sin atreverse a respirar, mientras la muchedumbre aullaba: «», en aquella terrible barricada del Oeste.

Todo había sucedido de una forma casi milagrosa: su marido y ella se habían enterado de que se encontraban en las listas de «personas sospechosas», lo que significaba que los juzgarían y condenarían a muerte en cuestión de días, quizá de horas.

Pero de pronto concibieron una esperanza de salvación; la misteriosa carta, firmada con el enigmático dibujo escarlata; las instrucciones claras y precisas; la separación del conde de Tournay, que había destrozado el corazón de la pobre esposa; la esperanza de volver a verse; la huida con sus dos hijos; el carro cubierto; aquella vieja espantosa que lo conducía, parecida a un demonio, con el lúgubre trofeo en el mango del látigo…

La condesa paseó la mirada por aquella posada inglesa, pintoresca y antigua, con la paz de aquella tierra de libertad religiosa y civil, y cerró los ojos para ahuyentar la obsesiva visión de la barricada del Oeste y de la muchedumbre retirándose presa del pánico cuando la vieja bruja pronunció la palabra «peste».

Mientras iba en el carro, a cada instante esperaba que la reconocieran, la arrestaran y que tanto sus hijos como ella fueran juzgados y condenados, y aquellos jóvenes ingleses, bajo la guía de su valiente y misterioso jefe, habían arriesgado la vida para salvarlos a ellos, como ya habían salvado a docenas de personas inocentes.

¿Y todo únicamente por deporte? ¡Imposible! Los ojos de Suzanne, que buscaban los de sir Andrew, le decían bien a las claras que pensaba que al menos él rescataba a sus semejantes de una muerte terrible que no merecían movido por una motivación más elevada y más noble que lo que quería hacerle creer.

—¿Con cuántas personas cuenta su valiente grupo, monsieur? —preguntó tímidamente.

—Veinte en total, mademoiselle —contestó—. Uno que da las órdenes y diecinueve que obedecen. Todos somos ingleses, y todos somos fieles a la misma causa: obedecer a nuestro jefe y salvar al inocente.

—Que Dios les proteja a todos, messieurs —dijo la condesa fervientemente.

—Hasta ahora lo ha hecho, madame.

—Me parece prodigioso, ¡prodigioso!, que sean ustedes tan valientes, que estén tan entregados a su prójimo… ¡siendo ingleses! En Francia, la traición acecha por todas partes, en nombre de la libertad y la fraternidad.

—En Francia, las mujeres han sido aún más crueles con nosotros, los aristócratas, que los hombres —dijo en vizconde, suspirando.

—Sí, es cierto —añadió la condesa, y una expresión de arrogante desdén y profunda amargura pasó por sus ojos melancólicos—. Por ejemplo, esa mujer, Marguerite St. Just. Denunció al marqués de St. Cyr y a toda su familia al tribunal del Terror.

—¿Marguerite St. Just? —repitió lord Antony, dirigiendo una mirada rápida y nerviosa a sir Andrew—. ¿Marguerite St. Just? Sin duda…

—¡Sí! —le interrumpió la condesa—. Sin duda ustedes la conocen. Era una actriz destacada de la , y hace poco se casó con un inglés. Tienen que conocerla…

—¿Conocerla? —repitió lord Antony—. ¿Que si conocemos a lady Blakeney… la mujer más famosa de Londres, la esposa del hombre más rico de Inglaterra? Naturalmente; todos conocemos a lady Blakeney.

—Fue compañera mía en el convento de París —explicó Suzanne—, y vinimos juntas a Inglaterra a aprender su idioma. Le tenía mucho cariño a Marguerite, y no puedo creer que hiciera una cosa tan vil.

—Francamente, parece increíble —dijo sir Andrew—. ¿Dice usted que denunció al marqués de St. Cyr? ¿Por qué habría de hacer semejante cosa? No cabe duda de que se trata de un error…

—No hay error posible, monsieur —replicó la condesa con frialdad—. El hermano de Marguerite St. Just es un conocido republicano. Al parecer, hubo una disputa familiar entre mi primo, el marqués de St. Cyr, y él. Los St. Just son en realidad plebeyos, y el gobierno republicano tiene muchos espías. Le aseguro que no hay ningún error… ¿No ha oído esta historia?

—A decir verdad, madame, he oído ciertos rumores, pero en Inglaterra nadie los cree… Sir Percy Blakeney, su marido, es un hombre muy acaudalado, con una elevada posición social, amigo íntimo del príncipe de Gales… y lady Blakeney es quien arbitra la moda y la alta sociedad de Londres.

—Es posible, monsieur, y, naturalmente, nosotros llevaremos una vida muy tranquila en Inglaterra, pero ruego a Dios que mientras esté en este hermoso país no me encuentre a Marguerite St. Just.

Pareció como si un jarro de agua fría cayera sobre el alegre grupo reunido en torno a la mesa.

Suzanne estaba triste, en silencio. Sir Andrew jugueteaba nervioso con su tenedor, y la condesa, encerrada en la armadura de sus prejuicios aristocráticos, estaba rígida, inflexible, en su silla de respaldo recto. En cuanto a lord Antony, parecía sumamente incómodo, y miró un par de veces con recelo a Jellyband, que parecía igualmente incómodo.

—¿A qué hora espera a sir Percy y lady Blakeney? —se las ingenió para susurrarle al posadero sin que nadie se diera cuenta.

—Llegarán de un momento a otro, señor —respondió Jellyband también en un susurro.

Mientras pronunciaba estas palabras, se oyó a lo lejos el retumbar de un carruaje; el ruido fue aumentando, se oyeron claramente dos gritos, la trápala de los cascos de los caballos en el desigual empedrado, y al cabo de unos segundos un mozo de cuadra abrió la puerta del salón y entró precipitadamente.

—¡Sir Percy Blakeney y su esposa! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Acaban de llegar!

Y entre gritos, tintinear de arneses y cascos de hierro resonando sobre las piedras, un coche magnífico, tirado por cuatro bayos soberbios, se detuvo en el porche de .

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