La Pimpinela Escarlata

VIII - El agente autorizado

VIII - EL AGENTE AUTORIZADO

La tarde se acercaba rápidamente a su fin, y la larga y fría noche de verano inglés empezaba a tender su manto de niebla sobre el verde paisaje de Kent.

El había levado anclas, y Marguerite Blakeney se quedó a solas al borde del acantilado durante más de una hora, contemplando aquellas velas blancas que alejaban velozmente de ella al único ser al que realmente importaba, a quien se atrevía a amar, en quien sabía que podía confiar.

A la izquierda, no lejos de donde se encontraba, las luces del salón de despedían destellos amarillos en medio de la creciente niebla; de vez en cuando, sus nervios exaltados creían distinguir desde allí el ruido del regocijo y la alegre charla, o la risa perpetua y absurda de su marido, que chirriaba sin cesar en sus sensibles oídos.

Sir Percy había tenido la delicadeza de dejarla completamente a solas. Marguerite suponía que, a pesar de su estupidez, era suficientemente bondadoso como para haber comprendido que deseaba estar sola mientras aquellas blancas velas se perdían en la tenue línea del horizonte. Su marido, de ideas tan estrictas en materia de decoro y decencia, ni siquiera le había sugerido que se quedara un criado por allí cerca, Marguerite se lo agradeció; siempre intentaba agradecerle su solicitud, que era constante, y su generosidad, que verdaderamente no conocía límites. A veces, incluso intentaba refrenarse para no pensar en él en unos términos tan sarcásticos y duros que la impulsaban a decir, aun sin quererlo, cosas crueles e insultantes, animada por la vaga esperanza de herirle.

¡Sí! Muchas veces sentía deseos de herirle, de hacerle ver que también ella le despreciaba, que también ella había olvidado que casi había llegado a amarle. ¡Amar a aquel petimetre ridículo, cuyos pensamientos no iban más allá del nudo de una corbata o del nuevo corte de una chaqueta! ¡Bah! Y sin embargo… por su mente flotaron, llevados por las alas invisibles de la ligera brisa marina, vagos recuerdos que eran dulces y ardientes y armonizaban con aquella tranquila noche de verano: los días en que él empezó a idolatrarla; parecía tan apasionado —un auténtico esclavo—, y aún existía la intensidad latente de un amor que la había fascinado.

Y de repente aquel amor, aquella pasión, que durante todo su noviazgo había sido para Marguerite como la fidelidad rendida de un perro, pareció desvanecerse por completo. Veinticuatro horas después de la sencilla ceremonia en la vieja iglesia de St. Roch, Marguerite le contó que, sin darse cuenta, había hablado de ciertos asuntos comprometedores para el marqués de St. Cyr en presencia de unos hombres —amigos suyos— que habían utilizado la información en contra del desgraciado marqués y le habían enviado a él y a su familia a la guillotina.

Marguerite detestaba al marqués. Años atrás, Armand, su querido hermano, se había enamorado de Angèle St. Cyr, pero St. Just era plebeyo, y el marqués estaba lleno de orgullo y de los arrogantes prejuicios de su casta. Un día, Armand, el amante tímido y respetuoso, se atrevió a enviar un poema, un poema ardiente, entusiasta, apasionado, a la mujer de sus sueños. A la noche siguiente le esperaron los criados del marqués de St. Cyr a las puertas de la ciudad de París y le apalearon ignominiosamente, como a un perro, y estuvo a punto de perder la vida. Todo por haberse atrevido a poner sus ojos en la hija del aristócrata. En aquellos días, dos años antes de la gran Revolución, este tipo de incidentes ocurrían casi a diario en Francia; de hecho, contribuyeron a desencadenar las sangrientas represalias que, años más tarde, enviaron a la guillotina a aquellas altivas cabezas.

Marguerite lo recordaba todo: lo que su hermano debió sufrir en su hombría y su orgullo tuvo que ser espantoso; y nunca intentó ni siquiera analizar lo que ella sufrió por él y con él.

Pero llegó el día del desquite. St. Cyr y los de su clase quedaron sometidos a los mismos plebeyos a los que tanto despreciaban. Armand y Marguerite, intelectuales e inteligentes, adoptaron con el entusiasmo propio de su edad las doctrinas utópicas de la Revolución, mientras el marqués de St. Cyr y su familia luchaban desesperadamente por conservar los privilegios que les habían situado por encima de sus semejantes en la escala social. Marguerite, impulsiva, irreflexiva, sin calcular el significado de sus palabras, aún resentida por la terrible afrenta que había recibido su hermano a manos del marqués, oyó casualmente —en su propio grupo— que los St. Cyr mantenían correspondencia en secreto con Austria y que esperaban obtener apoyo del emperador para reprimir la creciente revolución de su país.

En aquellos tiempos, una denuncia era suficiente: las irreflexivas palabras de Marguerite sobre el marqués de St. Cyr dieron su fruto al cabo de veinticuatro horas. Fue arrestado. Registraron sus papeles, y en su escritorio encontraron cartas del emperador austríaco en las que prometía enviar tropas para combatir al populacho en París. Fue acusado de traición a su patria, y ejecutado en la guillotina. Su familia, su mujer y sus hijos, compartieron su terrible suerte.

Marguerite, horrorizada ante las consecuencias de su inconsciencia, no pudo hacer nada por salvar al marqués; su propio grupo, los dirigentes del movimiento revolucionario, la proclamó heroína. Y cuando se casó con sir Percy Blakeney, quizá no fuera consciente de la severidad con que él juzgaría el pecado que había cometido involuntariamente, y que aún llevaba como una pesada carga sobre su alma. Se lo confesó abiertamente a su marido, confiando en que el amor ciego que sentía por ella y el ilimitado poder que Marguerite ejercía sobre él pronto le harían olvidar algo que seguramente sería muy mal acogido por un inglés.

Es cierto que, en el momento de la confesión, sir Percy pareció tomárselo con mucha calma. En realidad, dio la impresión de no entender el significado de las palabras de Marguerite; pero es aún más cierto que, a partir de entonces, Marguerite no volvió a advertir el menor indicio de aquel amor que ella creía que le pertenecía por completo. En la actualidad llevaban vidas separadas, y sir Percy parecía haber abandonado su amor por ella, como si se tratara de un guante que no le sentara bien. Marguerite intentó incitarle aguzando su ingenio contra el torpe intelecto de su marido; trató de despertar sus celos, ya que no podía despertar su amor; intentó aguijonearle para provocar su agresividad; mas todo en vano. Sir Percy siguió igual, siempre lento, pasivo, somnoliento, siempre galante e invariablemente caballeroso: Marguerite tenía todo lo que la alta sociedad y un marido acaudalado pueden ofrecer a una mujer guapa, pero aquella hermosa noche de verano, cuando las velas blancas del quedaron al fin ocultas por las sombras, se sintió más sola que aquel pobre vagabundo que caminaba trabajosamente por los escabrosos acantilados.

Con otro prolongado suspiro, Marguerite Blakeney dio la espalda al mar y los acantilados, y se dirigió lentamente hacia . Al acercarse, oyó con mayor claridad el ruido de las risas alegres y joviales. Distinguió la agradable voz de sir Andrew Foulkes, las bulliciosas risotadas de lord Tony, los comentarios absurdos y aislados de su marido; entonces, cayendo en la cuenta de que la carretera estaba solitaria y de que la oscuridad se cerraba a su alrededor, apretó el paso… Al cabo de unos segundos vio a un desconocido que se dirigía rápidamente hacia ella. Marguerite no se inmutó; no se sentía en absoluto nerviosa y se encontraba ya muy cerca.

El desconocido se detuvo al ver que Marguerite se aproximaba hacia él, y cuando estaba a punto de pasar a su lado, le dijo en voz muy baja:

—Ciudadana St. Just.

Marguerite emitió un pequeño grito de sorpresa al oír pronunciar su apellido de soltera a su lado. Miró al desconocido, y, con una exclamación de alegría sincera, le tendió efusivamente ambas manos.

—¡Chauvelin! —exclamó.

—El mismo, ciudadana. A su disposición —replicó el hombre, besándole galantemente las puntas de los dedos.

Marguerite no añadió nada durante unos momentos, mientras contemplaba con evidente agrado la figura no demasiado atractiva que tenía ante ella. Chauvelin estaba por entonces más cerca de los cuarenta que de los treinta; era un personaje inteligente, de mirada astuta, con una extraña expresión zorruna en sus ojos hundidos. Era el desconocido que, unas horas antes había invitado amistosamente al señor Jellyband a un vaso de vino.

—Chauvelin… amigo mío —dijo Marguerite, con un suspiro de satisfacción—. ¡Cuánto me alegro de verle!

Sin duda, a la pobre Marguerite St. Just, solitaria en medio de su esplendor y de sus estirados amigos, le encantó ver una cara que le traía recuerdos de los días felices de París, cuando, como una verdadera reina, era el centro del grupo de intelectuales de la Rue de Richelieu.

Sin embargo, no observó la sonrisilla sarcástica que asomaba a los delgados labios de Chauvelin.

—Pero, dígame —continuó diciendo animadamente—, ¿qué diablos hace aquí, en Inglaterra?

Había echado a andar de nuevo hacia la posada y Chauvelin caminaba a su lado.

—Lo mismo puedo preguntarle yo, hermosa dama —replicó—. ¿Qué tal le va?

—¿A mí? —dijo Marguerite encogiéndose de hombros—. . Eso es todo.

Llegaron al porche de , pero Marguerite no parecía muy dispuesta a entrar. El aire de la noche era delicioso después de la tormenta, y se había encontrado con un amigo que le traía el aliento de París, que conocía bien a Armand, que podía hablar de los queridos y brillantes amigos que había dejado allí al partir. Se quedó bajo el bonito porche, mientras por las ventanas abuhardilladas del salón, con sus luces alegres, se oía bullicio de risas, de gritos que reclamaban a Sally y más cerveza, de golpear de jarros y tintinear de dados, todo ello mezclado con la risa necia y apagada de sir Percy Blakeney. Chauvelin estaba a su lado, con los ojos astutos, pálidos y amarillentos clavados en su hermoso rostro, dulce e infantil a la suave media luz del verano inglés.

—Me sorprende, ciudadana —dijo en voz baja, tomando un pellizco de rapé.

—¿Ah, sí? —replicó Marguerite alegremente—. Vamos, mi querido Chauvelin. Suponía que, con esa agudeza que le caracteriza, habría adivinado que esta atmósfera de nieblas y virtudes no es lo más apropiado para Marguerite St. Just.

—¿De veras? ¿Es tan terrible como todo eso? —preguntó Chauvelin, en tono de burlona consternación.

—Pues sí —contestó Marguerite—. E incluso peor.

—¡Qué extraño! Yo pensaba que a una mujer hermosa la vida rural inglesa le resultaría muy atrayente.

—¡Sí! También yo lo creía —dijo ella con un suspiro—. Las mujeres guapas —añadió, reflexiva— deberían pasarlo bien en Inglaterra, pues les están prohibidas todas las cosas agradables, cosas que, en realidad, hacen todos los días.

—¡No es posible!

—Quizá no me crea, querido Chauvelin —dijo Marguerite con la mayor seriedad—, pero paso muchos días, días enteros, sin toparme con una sola tentación.

—Entonces, no me extraña que la mujer más inteligente de Europa esté aquejada de —replicó Chauvelin, con galantería.

Marguerite se echó a reír, con una de sus carcajadas melodiosas, infantiles, estremecedoras.

—Tiene que ser espantoso, ¿verdad? —dijo maliciosamente—, porque si no, no me hubiera alegrado tanto de verle.

—¡Y esto tras un año de amor y matrimonio!

—¡Sí!… Un año de amor y matrimonio… Precisamente ése es el problema.

—¡Ah!… ¿De modo que esa romántica locura no sobrevivió siquiera unas semanas? —dijo Chauvelin con sarcasmo.

—Las locuras románticas no duran mucho, querido Chauvelin… Se contraen como el sarampión… y se curan fácilmente.

Chauvelin cogió otro pellizco de rapé; parecía muy adicto a ese pernicioso hábito, tan extendido en aquella época. Quizá fuera también que tomar rapé le servía para disimular las miradas rápidas y perspicaces con que trataba de penetrar en el alma de las personas con las que entraba en contacto.

—No me extraña que el cerebro más activo de Europa esté aquejado de —repitió, con la misma galantería.

—Tenía la esperanza de que usted conociera un remedio para esta enfermedad, mi querido Chauvelin.

—¿Cómo puedo tener yo éxito en algo que no ha logrado sir Percy Blakeney?

—¿Le importa que dejemos a un lado a sir Percy de momento, querido amigo? —dijo Marguerite bruscamente.

—¡Oh, querida señora!, perdóneme, pero precisamente eso es algo que no podemos hacer —dijo Chauvelin, mientras sus ojos, suspicaces como los de un zorro al acecho, lanzaban otra rápida mirada a Marguerite—. Conozco un remedio maravilloso para las peores manifestaciones del , que le revelaría con muchísimo gusto, pero…

—Pero ¿qué?

—No podemos olvidar a sir Percy…

—¿Qué tiene que ver en esto?

—Me temo que mucho. El remedio que yo puedo ofrecerle, mi hermosa señora, tiene un nombre muy plebeyo. ¡Trabajo!

—¿Trabajo?

Chauvelin miró a Marguerite larga y escrutadoramente. Parecía como si aquellos ojos suspicaces y pálidos estuvieran leyendo cada uno de los pensamientos de la muchacha. Estaban solos; el aire de la noche se encontraba en calma y los susurros quedaban ahogados por el ruido del salón de la posada. Sin embargo, Chauvelin dio uno o dos pasos bajo el porche, miró rápidamente a su alrededor, y, tras comprobar que nadie podía oírle, volvió junto a Marguerite.

—¿Quiere prestar un pequeño servicio a Francia, ciudadana? —preguntó con un repentino cambio de actitud que confirió a su rostro delgado y zorruno una expresión de infinita gravedad.

—¡Pero hombre, qué serio se ha puesto de repente! —replicó Marguerite en tono desenfadado—. Francamente, no sé si prestaría a Francia un pequeño servicio… Depende del tipo de servicio que quiera… el país o usted.

—¿Ha oído hablar de Pimpinela Escarlata, ciudadana St. Just? —preguntó Chauvelin, bruscamente.

—¿Que si he oído hablar de Pimpinela Escarlata? —repitió Marguerite con una carcajada alegre y prolongada—. Pues claro; no se habla de otra cosa… Aquí tenemos sombreros «a la Pimpinela Escarlata»; a los caballos se les llama «Pimpinela Escarlata»; la otra noche, en una cena que daba el príncipe de Gales, tomamos «soufflé a la Pimpinela Escarlata»… ¡Fíjese! —añadió alegremente—, el otro día le encargué a mi modista un vestido azul con adornos en verde, y, ¡cómo no!, el modelo también se llamaba «Pimpinela Escarlata»…

Chauvelin no hizo el menor movimiento mientras Marguerite parloteaba animadamente; ni siquiera intentó hacerla callar cuando su melodiosa voz y su risa infantil resonaron en el tranquilo aire nocturno. Mantuvo una expresión seria y grave mientras Marguerite reía, y su voz, clara, dura e incisiva, apenas se elevó para decir:

—Bien, ciudadana, si ha oído hablar de ese enigmático personaje, habrá adivinado que el hombre que oculta su identidad bajo ese extraño seudónimo es el más acérrimo enemigo de nuestra república, de Francia… de los hombres como Armand St. Just.

—¡Sí! —dijo Marguerite con un pequeño suspiro—. Supongo que así será… Francia tiene muchos enemigos acérrimos en los días que corren.

—Pero usted, ciudadana, es hija de Francia, y debería estar dispuesta a ayudarla en momentos de grave peligro.

—Mi hermano Armand está dedicado en cuerpo y alma a Francia —replicó orgullosamente—. Yo no puedo hacer nada… aquí, en Inglaterra.

—Sí, sí puede… —insistió Chauvelin, adoptando una expresión aún más grave, mientras su rostro delgado y zorruno parecía cubrirse de dignidad—. Aquí, en Inglaterra, sólo usted puede ayudarnos, ciudadana… ¡Escúcheme con atención! Estoy aquí en representación del gobierno republicano; mañana iré a Londres a presentar mis credenciales al señor Pitt. Una de las misiones que debo llevar a cabo es averiguar lo más posible sobre la Liga de la Pimpinela Escarlata, que se ha convertido en una constante amenaza para Francia, pues está empeñada en ayudar a nuestros malditos aristócratas —traidores a su patria y enemigos del pueblo— a escapar al justo castigo que merecen. Usted sabe tan bien como yo, ciudadana, que en cuanto llegan aquí, esos franceses intentan despertar sentimientos de animadversión hacia la República… Están dispuestos a unirse a cualquiera con la suficiente osadía como para atacar a Francia… En los últimos meses han logrado cruzar el canal decenas de esos ; algunos sólo eran sospechosos de traición, y otros ya habían sido condenados por el Tribunal de Seguridad Pública. La fuga de todos fue planeada, organizada y llevada a cabo por esa asociación de bribones ingleses, encabezados por un hombre cuyo cerebro parece tan ingenioso como misteriosa es su identidad. A pesar de todos los esfuerzos de mis espías, no han conseguido averiguar quién es. Los demás son simples instrumentos, mientras que él es el cerebro que, bajo un extraño anonimato, trabaja en silencio para aniquilar a Francia. Mi intención es destruir ese cerebro, para lo cual necesito su ayuda. Es probable que si le encuentro a él, pueda encontrar al resto de la banda. Es un joven cachorro de la alta sociedad inglesa; de eso estoy completamente seguro. Busque a ese hombre por mí, ciudadana —dijo en tono apremiante—; búsquelo en nombre de Francia.

Marguerite escuchó el apasionado discurso de Chauvelin sin pronunciar palabra, sin apenas moverse, sin atreverse casi a respirar. Antes le había dicho que aquel héroe misterioso de novela era el tema de conversación del selecto grupo al que ella pertenecía. Antes de oír las palabras de Chauvelin, su corazón y su imaginación se habían conmovido al pensar en aquel hombre valiente que, ajeno a la notoriedad y la fama, había rescatado cientos de vidas de un destino terrible e implacable. Sentía poca simpatía por aquellos altivos aristócratas franceses, insolentes con su orgullo de casta, de quienes la condesa de Tournay de Basserive era un ejemplo típico; pero, aun siendo republicana y de ideas liberales por principios, le repugnaban y detestaba los métodos que había elegido la joven República para establecerse. No vivía en París desde hacía varios meses; los horrores y el derramamiento de sangre del Reinado del Terror, que habían culminado en las matanzas de septiembre, le habían llegado como un débil eco desde el otro lado del Canal. A Robespierre, Danton y Marat no los había conocido con su nuevo disfraz de justicieros sangrientos y amos despiadados de la guillotina. Su alma se encogía de horror ante aquellos excesos, a los que temía que su hermano Armand —que era republicano moderado— fuera un día sacrificado.

Cuando oyó hablar por primera vez de aquel grupo de valientes ingleses, que, por puro amor a sus semejantes, libraban de una muerte espantosa a mujeres y niños, hombres viejos y jóvenes, su corazón se encendió de orgullo por ellos, y en esos momentos, mientras Chauvelin hablaba, su alma salió al encuentro del galante y misterioso jefe de la temeraria banda, que arriesgaba su vida a diario, que la entregaba gratuitamente y sin ostentación, en aras de la humanidad.

Cuando Chauvelin terminó de hablar, Marguerite tenía los ojos húmedos, el encaje de su pecho subía y bajaba a impulsos de la respiración rápida, agitada; ya no oía el ruido de los vasos del salón de la posada, no prestaba atención a la voz de su marido ni a su risa necia. Sus pensamientos habían volado hacia el misterioso héroe. ¡Ah! Él era un hombre al que podría haber amado, si se hubiera cruzado en su camino; todo en él excitaba su imaginación romántica: su personalidad, su fuerza, su valor, la lealtad de aquellos que servían bajo sus órdenes a la misma noble causa y, sobre todo, el anonimato que lo coronaba como con un halo de esplendor romántico.

—¡Búsquelo en nombre de Francia, ciudadana!

La voz de Chauvelin junto a su oído la despertó de sus sueños. El misterioso héroe se desvaneció y, a pocos metros de ella, un hombre bebía y reía, aquél a quien había jurado fidelidad y lealtad.

—¡Pero hombre, qué cosas dice! —exclamó volviendo a adoptar un aire de despreocupación—. ¿Dónde diablos quiere que lo busque?

—Usted va a todas partes, ciudadana —susurró Chauvelin, insinuante—. Según tengo entendido, lady Blakeney es el centro de la alta sociedad londinense… Usted lo ve todo, lo oye todo.

—Calma, amigo mío —replicó Marguerite, irguiéndose en toda su estatura y posando los ojos, con un leve gesto de desprecio, en la pequeña y delgada figura que tenía ante ella—. ¡Calma! Parece olvidar que entre lady Blakeney y lo que usted propone se interpone el metro ochenta y cinco de estatura de sir Percy Blakeney y una larga línea de antepasados.

—¡Tiene que hacerlo por Francia, ciudadana! —insistió Chauvelin, apremiante.

—No dice usted más que tonterías; porque incluso si llegara a saber quién es Pimpinela Escarlata, no podría hacerle nada… ¡Es inglés!

—Ya me encargaría yo de eso —replicó Chauvelin, con una risita seca, áspera—. En primer lugar, podríamos enviarlo a la guillotina para enfriar su entusiasmo, y después, cuando se organizara un gran revuelo diplomático nos disculparíamos —humildemente, claro está— ante el gobierno británico y, si fuera necesario, compensaríamos a la afligida familia.

—Lo que me propone es monstruoso, Chauvelin —dijo Marguerite, apartándose de él como si fuera un insecto asqueroso—. Quienquiera que sea ese hombre, es noble y valiente, y yo jamás me prestaría a una villanía como ésa. Jamás, ¿me oye?

—¿Prefiere que la insulte cada aristócrata francés que venga a este país?

Chauvelin había elegido cuidadosamente el objetivo para disparar la diminuta flecha. Las jóvenes y frescas mejillas de Marguerite palidecieron ligeramente y se mordió el labio inferior, porque no quería que viera que la flecha había dado en el blanco.

—Eso no tiene nada que ver —replicó finalmente, con indiferencia—. Sé defenderme. Pero me niego a hacer trabajos sucios para usted… o para Francia. Cuenta usted con otros medios; utilícelos, amigo mío.

Y sin dirigir otra mirada a Chauvelin, Marguerite Blakeney le volvió la espalda y entró en la posada.

—Esa no es su última palabra, ciudadana —dijo Chauvelin, en el momento en que un torrente de luz procedente del pasillo iluminaba la figura elegante y suntuosamente vestida de Marguerite—. ¡Espero que nos veamos en Londres!

—Nos veremos en Londres —dijo Marguerite, hablando por encima del hombro—, pero es mi última palabra.

Abrió resueltamente la puerta del salón y desapareció, pero Chauvelin se quedó bajo el porche unos momentos, cogiendo un pellizco de rapé. Había recibido una negativa y un desaire, pero su rostro astuto y zorruno no mostraba ni decepción ni desánimo; por el contrario, en las comisuras de sus delgados labios asomó una extraña sonrisa, medio sarcástica, de absoluta satisfacción.

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