La Pimpinela Escarlata

XVII - La despedida

XVII - LA DESPEDIDA

Cuando Marguerite llegó a su habitación, encontró a la doncella terriblemente preocupada por ella.

—Su señoría estará muy cansada —dijo la pobre mujer, con los ojos medio cerrados de sueño—. Son más de las cinco.

—Sí, Louise, la verdad es que me siento cansadísima —replicó Marguerite en tono amable—; pero también lo estarás tú, de modo que ve a acostarte inmediatamente. Puedo arreglármelas yo sola.

—Pero señora…

—No discutas, Louise, y ve a acostarte. Ponme una bata y déjame sola.

Louise obedeció de buena gana. Le quitó a su señora el bonito vestido de baile, y la envolvió en una bata suave y ondulante.

—¿Desea algo más su señoría? —preguntó a continuación.

—No, nada más. Apaga las luces cuando salgas.

—Sí, señora. Buenas noches, señora.

—Buenas noches, Louise.

Cuando la doncella se hubo marchado, Marguerite descorrió las cortinas y abrió las ventanas de par en par. El jardín y el río estaban inundados de luz rosada. A lo lejos, por oriente, los rayos del sol naciente habían transformado el color rosa en un dorado resplandeciente. El césped estaba desierto, y Marguerite contempló la terraza en la que unos momentos antes había intentado vanamente recuperar el amor de un hombre, que en el pasado había sido enteramente suyo.

Resultaba extraño que en medio de tantos problemas y tanta preocupación por Armand lo que dominara su corazón en aquellos momentos fuera una profunda pena amorosa.

Parecía como si hasta sus brazos y sus piernas anhelaran el amor de un hombre que la había rechazado, que se había resistido a su ternura, mostrando frialdad ante sus ruegos, y que no había respondido a la llamarada de pasión que la había hecho creer y esperar que los felices días de París no estaban muertos y olvidados por completo.

¡Qué extraño era todo! Marguerite seguía amándole. Y al mirar atrás, al recordar los últimos meses de malentendidos y soledad, comprendió que nunca había dejado de amarle; que en lo más profundo de su corazón siempre había sabido que las necedades de su marido, su risa vacía y su perezosa indiferencia no eran más que una máscara; que aún seguía existiendo el hombre de verdad, fuerte, apasionado, voluntarioso, el hombre que ella amaba, cuya intensidad la había fascinado, cuya personalidad la atraía, pues siempre había pensado que tras su aparente estupidez había algo, que ocultaba a todo el mundo, y especialmente a ella.

El corazón de una mujer es un problema sumamente complejo y, en ocasiones, su dueña es precisamente la menos indicada para solucionar el rompecabezas.

Marguerite Blakeney, «la mujer más inteligente de Europa», ¿amaba realmente a un imbécil? ¿Era amor lo que sentía por él un año antes, cuando se casó? ¿Era amor lo que sentía en aquellos momentos, al comprender que seguía amándola, pero que no quería ser su esclavo, su amante ardiente y apasionado? Marguerite no podía saberlo; al menos no en aquellas circunstancias. Quizá fuera que su orgullo había bloqueado su mente, impidiéndole comprender los sentimientos de su propio corazón. Pero eso sí lo sabía… que deseaba recuperar aquel corazón obstinado, conquistarlo una vez más… y no volver a perderlo jamás… Lo mantendría, mantendría su amor, se haría merecedora de él, y lo cuidaría. Porque había una cosa cierta: que la felicidad ya no era posible sin el amor de aquel hombre.

Los pensamientos y emociones más contradictorios se agolpaban en su mente. Absorta en ellos, dejó que el tiempo pasara sin sentir; quizá, agotada por la prolongada excitación, cerró los ojos y se sumió en un sueño intranquilo, en el que las visiones rápidamente cambiantes parecían continuación de sus pensamientos angustiados, pero se despertó bruscamente, fuera sueño o meditación, al oír ruido de pasos junto a la puerta de su habitación.

Se levantó de un salto, nerviosa, y prestó oídos: la casa estaba tan silenciosa como antes; los pasos habían cesado. Los brillantes rayos del sol matutino entraban a raudales por las ventanas abiertas. Miró el reloj que había en la pared: eran las seis y media, demasiado temprano para que los criados anduvieran por la casa.

No cabía duda de que se había quedado dormida sin darse cuenta. La habían despertado el ruido de pisadas y de voces susurrantes y apagadas… ¿De quién serían?

Despacio, de puntillas, cruzó la habitación, abrió la puerta y prestó oídos una vez más. No percibió el menor ruido en ese silencio especial que acompaña a las primeras horas de la mañana, cuando la humanidad entera está sumida en el sueño más profundo. Pero el ruido la había puesto nerviosa, y cuando, al llegar al umbral, vio una cosa blanca a sus pies —una carta, evidentemente— casi no se atrevió a tocarla. Tenía un aspecto fantasmal. No le cabía duda de que no estaba allí cuando subió a su habitación. ¿Se le habría caído a Louise? ¿O se trataría de un espectro provocador que desplegaba cartas imaginarias, inexistentes?

Finalmente se agachó para recogerla y, sorprendida, completamente atónita, comprobó que la carta en cuestión iba dirigida a ella, y que estaba escrita con la caligrafía grande y seria de su marido. ¿Qué tendría que decirle a esas horas de la madrugada para no poder esperar hasta la mañana?

Rasgó el sobre y leyó lo siguiente:

Circunstancias totalmente imprevistas me obligan a ir al Norte de inmediato, y presento mis disculpas a su señoría por no poder tener el honor de despedirme personalmente. Como es posible que el asunto que reclama mi atención me tenga ocupado una semana, no podré disfrutar del privilegio de asistir a la fiesta que ofrecerá su señoría el miércoles. Su siempre fiel y humilde servidor:

P B

A Marguerite debió contagiársele la torpeza intelectual de su marido, pues tuvo que leer aquellas sencillas líneas varias veces para comprender su significado.

Se quedó inmóvil en el rellano de la escalera, dando vueltas y más vueltas a la misteriosa y breve misiva, con la mente en blanco, agitada, con los nervios en tensión y un presentimiento que no hubiera podido explicar.

Sir Percy poseía numerosas fincas en el Norte, y en muchas ocasiones iba allí él solo y se quedaba una semana entera; pero era muy extraño que precisamente entre las cinco y las seis de la mañana surgieran circunstancias tales que lo obligaran a partir con semejante premura.

Marguerite intentó borrar una sensación de nerviosismo poco habitual en ella, pero en vano; temblaba de pies a cabeza. La invadió un deseo irrefrenable de volver a ver a su marido, inmediatamente, si es que aún no se había marchado.

Olvidando que únicamente iba cubierta con una ligera bata, y que el pelo le caía en desorden sobre los hombros, corrió escaleras abajo, y, atravesando el vestíbulo, llegó hasta la puerta.

Como de costumbre, estaban echados los cerrojos, pues los criados aún no se habían levantado; pero sus agudos oídos percibieron ruido de voces y el patear de los cascos de un caballo sobre las losas.

Con dedos trémulos, Marguerite descorrió los cerrojos uno por uno, rasguñándose las manos, arañándose las uñas, pues las barras eran pesadas, pero no prestó la menor atención a estas molestias; su cuerpo entero se agitaba de inquietud sólo con pensar que quizá fuera demasiado tarde, que quizá sir Percy ya se había marchado sin que ella lo hubiera visto y le hubiera deseado buen viaje.

Por último hizo girar la llave y abrió la puerta. Sus oídos no la habían engañado. Frente a la puerta, un mozo sujetaba dos caballos. Uno de ellos era Sultán, el animal favorito de sir Percy, y también más rápido, ensillado y listo para iniciar el viaje.

A los pocos instantes, sir Percy dobló una esquina de la casa y se dirigió apresuradamente hacia los caballos. Se había quitado el llamativo traje que había llevado al baile, pero, como de costumbre, iba impecable y suntuosamente vestido, con un traje de buen paño, corbata y puños de encaje, botas altas y calzones de montar.

Marguerite se adelantó unos pasos. Sir Percy alzó los ojos y la vio. Su entrecejo se frunció ligeramente.

—¿Se marcha? —preguntó Marguerite atropelladamente—. ¿A dónde va?

—Como ya he tenido el honor de comunicar a su señoría, un asunto inesperado requiere mi presencia en el Norte —respondió sir Percy, con su habitual tono frío e indolente.

—Pero… mañana tenemos invitados…

—En la nota ruego a su señoría que presente mis más sinceras disculpas a Su Alteza Real. Usted es una anfitriona perfecta, y no creo que nadie me eche de menos.

—Pero estoy segura de que podría haber pospuesto el viaje… hasta después de la fiesta —dijo Marguerite nerviosamente—. Ese asunto no será tan importante… y hace un momento no me dijo nada…

—Como ya he tenido el honor de comunicarle, señora, se trata de un asunto totalmente inesperado y muy urgente… Por tanto, le ruego que me dé permiso para partir de inmediato. ¿Desea algo de la ciudad… cuando regrese?

—No, gracias… No quiero nada… Pero ¿volverá pronto?

—Muy pronto.

—¿Antes de que acabe la semana?

—No se lo puedo asegurar.

Saltaba a la vista que estaba deseando marcharse, mientras que Marguerite hacía todo lo posible por retenerlo unos momentos más.

—Percy —dijo—, ¿no quiere decirme por qué se marcha hoy? Como esposa suya, creo que tengo derecho a saberlo. No le han llamado del Norte; lo sé. Anoche no llegó ninguna carta ni ningún mensajero antes de que saliéramos para ir a la ópera, y cuando regresamos del baile no había nada esperándole… Estoy segura de que no va al Norte… Es un misterio, y yo…

—No hay misterio alguno, señora —replicó sir Percy, con un leve deje de impaciencia en la voz—. El asunto que me ocupa está relacionado con Armand… Bien, ¿tengo su permiso para partir?

—Armand… Pero no correrá usted ningún riesgo, ¿verdad?

—¿Riesgo yo?… No, señora, pero su preocupación me honra. Como usted dice, poseo ciertas influencias, y tengo la intención de ejercerlas, antes de que sea demasiado tarde.

—Permita al menos que le exprese mi gratitud…

—No, señora —replicó sir Percy con frialdad—. No es necesario. Mi vida está a su entera disposición, y me siento sobradamente recompensado.

—Y la mía estará a su disposición si usted la acepta, a cambio de lo que va a hacer por Armand —dijo Marguerite, al tiempo que le tendía impulsivamente las manos—. Pero ¡en fin!, no quiero retenerlo más… Mi pensamiento irá con usted… Adiós.

¡Qué hermosa estaba a la luz del sol matutino, con su cabello deslumbrante derramándose sobre los hombros! Sir Percy se inclinó profundamente y le besó la mano; al sentir el ardiente beso, el corazón de Marguerite se emocionó, rebosante de alegría y esperanza.

—¿Regresará usted? —preguntó con ternura.

—¡Muy pronto! —contestó sir Percy, mirando anhelante a los ojos azules de Marguerite.

—Y… ¿lo recordará? —añadió Marguerite, mientras en sus ojos destellaban una infinidad de promesas en respuesta a la mirada de sir Percy.

—Siempre recordaré que usted me ha honrado requiriendo mis servicios, señora.

Sus palabras fueron frías y formales, pero en esta ocasión no dejaron helada a Marguerite. Su corazón de mujer interpretó las emociones del hombre bajo la máscara de impasibilidad que su orgullo le obligaba a adoptar.

Sir Percy le hizo otra reverencia y le pidió permiso para partir.

Marguerite se quedó a un lado mientras su marido subía a lomos de Sultán y, cuando atravesó la verja al galope, le dio el último adiós, agitando la mano.

Al poco quedó oculto por una curva del camino; su mozo de confianza se veía en dificultades para mantenerse al mismo paso que él, pues Sultán corría como un rayo, respondiendo a la excitación de su jinete. Marguerite, con un suspiro casi de felicidad, se dio la vuelta y entró en la casa. Volvió a su habitación porque de repente, como una niña cansada, sentía mucho sueño.

Parecía como si su espíritu disfrutara de una paz absoluta y, aunque aún estaba inflamado por una melancolía indefinible, lo aliviaba una esperanza vaga y deliciosa, como un bálsamo.

Ya no se sentía angustiada por Armand. El hombre que acababa de partir, y que estaba decidido a ayudar a su hermano, le inspiraba una confianza absoluta por su fuerza y su poder. Se sorprendió al pensar que le había considerado un necio; naturalmente, se trataba de una máscara que adoptaba para ocultar la dolorosa herida que Marguerite había infligido a su fe y su amor. Su pasión lo hubiera dominado, y no quería que ella viera lo mucho que le importaba y cuán profundamente sufría.

Pero a partir de ese momento todo iría bien; Marguerite mataría su propio orgullo, lo sometería ante él, se lo contaría todo, confiaría en él completamente, y volverían los días felices en que paseaban por los bosques de Fontainebleau, hablando poco, pues sir Percy siempre había sido un hombre silencioso, pero en que Marguerite sabía que siempre encontraría consuelo y felicidad en aquel corazón lleno de fortaleza.

Cuanto más pensaba en los acontecimientos de la noche anterior, menos temía a Chauvelin y sus planes. El francés no había logrado averiguar la identidad de Pimpinela Escarlata; de eso estaba segura. Tanto lord Fancourt como Chauvelin le habían asegurado que a la una de la noche no había nadie en el comedor, salvo el francés y Percy… ¡Sí! ¡Percy! Hubiera podido preguntarle a él, pero no se le había ocurrido. De todos modos, no sentía el menor temor de que el héroe valiente y desconocido cayera en la trampa de Chauvelin y, al menos, la muerte de Pimpinela no recaería sobre su conciencia.

Sin duda, Armand aún se encontraba en peligro, pero Percy le había dado su palabra de que lo salvaría, y mientras Marguerite lo veía alejarse al galope, no se le pasó por la cabeza que existiera la más remota posibilidad de que no llevara a término cualquier empresa que emprendiera. Cuando Armand estuviera sano y salvo en Inglaterra, Marguerite no le permitiría que regresase a Francia.

Se sentía casi feliz, y tras correr las cortinas para protegerse del sol cegador, se acostó, apoyó la cabeza en la almohada y, como una niña cansada, enseguida se sumió en un sueño tranquilo y sosegado.

Download Newt

Take La Pimpinela Escarlata with you