XV - La duda
XV - LA DUDA
Marguerite Blakeney contempló la estilizada figura vestida de negro de Chauvelin abriéndose paso entre la multitud que abarrotaba el salón. Después no le quedó más remedio que esperar, con los nervios a punto de estallar por la excitación.
Estaba sentada lánguidamente en la pequeña cámara, que seguía vacía, mirando por entre las cortinas de la puerta a las parejas que bailaban en el salón. Miraba sin ver, oía la música, mas sólo era consciente de una sensación de expectación, de la angustia de la espera.
En su mente apareció la visión de lo que quizá estuviera ocurriendo en el piso de abajo en aquel mismo momento. El comedor casi vacío, la hora fatídica —¡con Chauvelin al acecho!—; después, a la hora en punto, la entrada de un hombre, de él, de Pimpinela Escarlata, el misterioso héroe que para Marguerite había adquirido visos de irrealidad, tan extraña era su personalidad oculta.
Sintió deseos de estar ella también en el comedor, para verle al entrar; sabía que, con su intuición femenina, reconocería inmediatamente en el rostro del desconocido —quienquiera que fuese— la fuerte personalidad que caracteriza al dirigente de hombres, al héroe, al águila poderosa que vuela en las alturas, cuyas altivas alas iban a enredarse en la trampa del hurón.
Mujer al fin y al cabo, pensó en él con profunda tristeza; la ironía de la suerte que aquel hombre correría era cruel: ¡permitir que el valeroso león sucumbiera al mordisco de una rata! ¡Ah! ¡Si no hubiera estado en peligro la vida de Armand…!
—¡Perdóneme, señoría! Debe haber pensado que soy muy negligente —oyó decir de repente a su lado—. Me he topado con grandes dificultades para dar su recado, porque no encontraba a Blakeney por ninguna parte…
Marguerite se había olvidado por completo de su marido y de su recado; cuando lord Fancourt pronunció aquel nombre, se le antojó extraño y desconocido, pues en los últimos cinco minutos se había sumergido en su antigua vida en la Rue de Richelieu, con Armand siempre a su lado, para amarla y protegerla, para defenderla de las múltiples intrigas que plagaban París en aquellos días.
—Afortunadamente lo he encontrado —prosiguió lord Fancourt—, y le he dejado su recado. Me ha dicho que daría órdenes inmediatamente para que enganchasen los caballos.
—¡Ah! —exclamó Marguerite, distraída—. ¿Ha encontrado a mi marido y le ha dado mi recado?
—Sí; estaba en el comedor, profundamente dormido. Al principio no pude despertarle.
—Muchas gracias —dijo Marguerite mecánicamente, intentando poner sus ideas en orden.
—¿Me hará su señoría el honor de concederme este baile hasta que su coche esté listo? —preguntó lord Fancourt.
—No, se lo agradezco mucho, caballero, pero debe usted perdonarme. Estoy muy cansada, y el calor del salón de baile es realmente opresivo.
—El invernadero está deliciosamente fresco. Permítame acompañarla hasta allí, y después le llevaré un refresco. Me parece que no se encuentra usted muy bien, lady Blakeney.
—Es sólo que estoy muy cansada —insistió Marguerite en tono de hastío, mientras permitía que lord Fancourt la acompañara hasta el invernadero, donde las luces amortiguadas y las plantas daban frescor al aire. Le llevó una silla, y Marguerite se desplomó en ella. La larga espera le resultaba insoportable. ¿Por qué no iba Chauvelin a contarle el resultado de su vigilancia?
Lord Fancourt era muy atento. Marguerite apenas prestaba atención a lo que decía, y de repente le sorprendió espetándole:
—Lord Fancourt, ¿se fijó usted en quién había en el comedor hace un momento, además de sir Percy Blakeney?
—Sólo el agente del gobierno francés, monsieur Chauvelin, que también estaba dormido en otro rincón —contestó—. ¿Por qué me lo pregunta su señoría?
—No lo sé… ¿Se fijó en la hora que era cuando estaba allí?
—Debían ser la una y cinco o y diez… Me pregunto en qué está pensando su señoría —añadió, pues saltaba a la vista que los pensamientos de la hermosa dama se encontraban muy lejos, y que no estaba prestando atención a su elevada conversación.
Pero en realidad sus pensamientos no se encontraban muy lejos: sólo un piso más abajo, en aquella misma casa, en el comedor en que Chauvelin seguía vigilando. ¿Le habrían salido mal las cosas? Durante unos instantes, acarició aquella posibilidad como una esperanza, la esperanza de que sir Andrew hubiera prevenido a Pimpinela Escarlata, y de que el pájaro no hubiera caído en la trampa de Chauvelin. Pero la esperanza se desvaneció enseguida, dejando lugar al temor. ¿Le habrían salido mal las cosas? Pero entonces… ¡Armand!
Lord Fancourt renunció a seguir hablando al darse cuenta de que no tenía oyentes. Quería una oportunidad para marcharse discretamente; pues estar frente a una dama que, por hermosa que sea, no responde a los enormes esfuerzos que se realizan para entretenerla no es precisamente halagador, ni siquiera para un ministro del Gabinete.
—¿Quiere que vaya a ver si ya está preparado el coche de su señoría? —dijo el ministro, un tanto inseguro.
—Sí… gracias, muchas gracias… Si fuera usted tan amable… Me temo que no es muy agradable estar conmigo esta noche… Pero es que me encuentro muy cansada… y quizá lo mejor sea que me quede sola.
Marguerite llevaba un buen rato deseando librarse del ministro, pues suponía que, al igual que el zorro al que tanto se asemejaba, Chauvelin andaría rondando allí cerca, a la espera de que se quedara a solas.
Pero cuando lord Fancourt se marchó, Chauvelin no apareció. ¿Qué había ocurrido? Marguerite pensó que el destino de Armand temblaba en la balanza… Temía —y era el suyo un miedo mortal— que Chauvelin no hubiera logrado su propósito, y que el misterioso Pimpinela Escarlata se le hubiera escapado de las manos una vez más, en cuyo caso sabía que no podía albergar ninguna esperanza de compasión, de misericordia por parte del francés.
Chauvelin ya había pronunciado la fórmula: «O eso o…», y no se conformaría con menos. Era rencoroso, y se empeñaría en creer que Marguerite le había engañado a propósito, y al no haber logrado atrapar al águila, su espíritu vengativo se conformaría con capturar una presa insignificante: ¡Armand!
Sin embargo, Marguerite había hecho cuanto estaba en su mano; había puesto en juego todos sus recursos para salvar a Armand. No soportaba la idea de que todo se hubiera frustrado. No podía quedarse quieta en su asiento; deseaba enterarse de que había ocurrido lo peor inmediatamente. No acertaba a entender por qué Chauvelin no había ido aún a descargar su ira y sus sarcasmos sobre ella.
Lord Grenville fue a decirle que su coche estaba listo, y que sir Percy la estaba esperando, ya con las riendas en la mano. Marguerite se despidió de su distinguido anfitrión, y mientras cruzaba el salón la detuvieron un sin fin de amigos para hablar con ella e intercambiar corteses .
El ministro dijo adiós a la hermosa lady Blakeney en el piso de arriba; abajo, en el rellano de la escalera, esperaba un verdadero ejército de galantes caballeros para despedirse de la reina de la belleza, mientras que afuera, bajo el enorme pórtico, los magníficos bayos de sir Percy pateaban impacientemente el suelo.
Marguerite acababa de despedirse de su anfitrión en el piso de arriba, cuando de repente vio a Chauvelin. El francés subía la escalera lentamente, frotándose las delgadas manos con parsimonia.
En su inquieto rostro había una extraña expresión, entre regocijada y perpleja, y cuando sus penetrantes ojos se encontraron con los de Marguerite, el sarcasmo asomó a ellos.
—Monsieur Chauvelin —dijo lady Blakeney cuando el francés llegó al final de la escalera y le hizo una aparatosa reverencia—, mi coche está afuera. ¿Quiere darme el brazo?
Galante como de costumbre, Chauvelin le ofreció el brazo y la acompañó hasta abajo. Aún había una gran multitud; algunos de los invitados del ministro se preparaban para salir; otros estaban apoyados en las barandillas, contemplando al grupo que subía y bajaba por la ancha escalera.
—Chauvelin —dijo Marguerite, desesperada—, tengo que saber qué ha ocurrido.
—¿Qué ha ocurrido, mi querida señora? —replicó el francés, fingiendo sorpresa—. ¿Dónde? ¿Cuándo?
—No me atormente, Chauvelin. Le he prestado mi ayuda esta noche… Tengo derecho a saberlo. ¿Qué ha ocurrido en el comedor hace unos momentos, a la una en punto?
Habló en un susurro, confiando en que, gracias al murmullo de la multitud, sólo el hombre que iba a su lado prestaría atención a sus palabras.
—Todo era paz y quietud, mi hermosa dama. A esa hora yo estaba durmiendo en un sofá y sir Percy Blakeney en otro.
—¿Y no entró nadie en la habitación?
—Nadie.
—Entonces, usted y yo no hemos conseguido nada…
—Así es, no hemos conseguido nada… seguramente.
—Pero ¿y Armand? —dijo Marguerite en tono suplicante.
—¡Ah! La suerte de Armand St. Just pende de un hilo… Ruegue al cielo que ese hilo no se rompa, mi querida señora.
—Chauvelin, le he prestado un servicio de corazón, sinceramente… Recuerde que…
—Recuerdo mi promesa —replicó Chauvelin en voz baja—. El día en que Pimpinela Escarlata y yo nos encontremos en suelo francés, St. Just estará en los brazos de su encantadora hermana.
—Y eso significa que tendré las manos manchadas con la sangre de un hombre valiente —dijo Marguerite, estremeciéndose.
—O la sangre de ese hombre o la de su hermano. Seguro que en estos momentos usted desea tanto como yo que el enigmático Pimpinela Escarlata parta para Calais hoy mismo…
—Yo sólo deseo una cosa, ciudadano.
—¿De qué se trata?
—Que Satán, su amo, requiera su presencia en otro sitio antes de que salga el sol.
—Me halaga usted, ciudadana.
Marguerite se detuvo unos instantes en medio de la escalera, para intentar adivinar los pensamientos que ocultaba aquella máscara delgada y zorruna. Pero Chauvelin mantuvo su actitud cortés, sarcástica y misteriosa, sin dejar entrever a la pobre mujer angustiada el menor indicio de si debía albergar temores o esperanzas.
Al llegar abajo, un nutrido grupo la rodeó inmediatamente. Lady Blakeney jamás abandonaba una casa sin una escolta de revoloteantes mariposas humanas atraídas por su deslumbrante belleza. Pero antes de separarse definitivamente de Chauvelin, le tendió una mano minúscula, con aquel gesto de súplica infantil tan suyo.
—Déme alguna esperanza, por favor, Chauvelin —le rogó.
Con una galantería inigualable, Chauvelin se inclinó ante aquella manecita, tan blanca y delicada, que se transparentaba por el guante de encaje negro, y besó las yemas de los dedos rosados…
—Ruegue al cielo que no se rompa el hilo —repitió, con su enigmática sonrisa.
Y, haciéndose a un lado, dejó que las mariposas revoloteantes se aproximaran a la llama, y el brillante grupo formado por la , pendiente de cada movimiento de lady Blakeney, ocultó el rostro de zorro del francés.