La Pimpinela Escarlata

XXVIII - La cabaña del Pére Blanchard

XXVIII - LA CABAÑA DEL

Marguerite siguió caminando, como en sueños; la tela de araña iba estrechándose a cada momento sobre la vida del ser amado, que era lo más importante para ella. Su único objetivo consistía en volver a ver a su marido, decirle cuánto había sufrido, cómo se había equivocado, cuán poco le había comprendido. Había renunciado a la esperanza de salvarle: lo veía cercado por todas partes, y, desesperada, miró a su alrededor, en la oscuridad, preguntándose si finalmente caería en la trampa mortal que le había tendido su implacable enemigo.

El distante bramido de las olas la hizo estremecer; de cuando en cuando, el tétrico grito de un búho o de una gaviota la llenaban de un horror inexpresable. Pensó en aquellas bestias voraces —con forma humana— que acechaban a su presa y la aniquilaban tan despiadadamente como un lobo hambriento para satisfacer su apetito de odio. Marguerite no tenía miedo a la oscuridad; sólo temía a aquel hombre que iba delante de ella, sentado en el fondo de un burdo carro de madera, deleitándose en unos pensamientos de venganza que hubieran hecho reír encantados a los mismísimos demonios del infierno.

Tenía los pies doloridos. Le temblaban las rodillas, de puro cansancio corporal. Desde hacía días vivía en un auténtico torbellino de excitación; llevaba tres noches sin dormir como era debido; caminaba por una carretera resbaladiza desde hacía casi dos horas, y a pesar de todo, su resolución no había flaqueado ni un momento. Vería a su marido, se lo contaría todo, y, si estaba dispuesto a perdonar el delito que había cometido en su ciega ignorancia, tendría la dicha de morir a su lado.

Debía caminar sumida casi en un trance, sostenida y guiada únicamente por el instinto, a la zaga del enemigo, cuando de repente sus oídos, armonizados con el más leve sonido por aquel instinto ciego, le dijeron que el carro se había parado y que los soldados habían hecho un alto. Habían llegado al punto de destino. Sin duda, no muy lejos, a la derecha, discurría el sendero que llevaba a los acantilados y a la cabaña.

Sin importarle los riesgos, se aproximó silenciosamente al lugar en que se encontraba Chauvelin, rodeado por la pequeña tropa: había bajado del carro y estaba dando órdenes a los hombres. Marguerite quería oírlas: las pocas posibilidades que aún le quedaban de ser útil a Percy radicaban en oír todos y cada uno de los detalles de los planes de su enemigo.

El punto en que se había detenido el grupo debía estar situado a unos ochocientos metros de la costa; el ruido del mar llegaba hasta allí muy débilmente. Chauvelin y Desgas, seguidos por los soldados, torcieron a la derecha de la carretera, seguramente para internarse en el sendero que llevaba al acantilado. El judío se quedó en la carretera, con el carro y la jaca.

Con infinita cautela, literalmente arrastrándose sobre manos y rodillas, Marguerite también torció a la derecha. Para ello, tuvo que gatear entre los arbustos de ásperas ramas, intentando hacer el menor ruido posible al avanzar, desgarrándose las manos y la cara con las ramas secas, pendiente tan sólo de oír sin que la vieran ni la oyeran. Por suerte, como es habitual en esa zona de Francia, el sendero estaba flanqueado por un seto bajo y desigual, tras el cual había un arroyo seco, lleno de hierba áspera. Marguerite se refugió allí; nadie la vería, y podría intentar acercarse unos tres metros al lugar en que estaba Chauvelin, dando órdenes a los soldados.

—Bueno, ¿dónde está la cabaña del ? —dijo en voz baja e imperiosa.

—A unos ochocientos metros de aquí, siguiendo el sendero —contestó el soldado que encabezaba el grupo desde hacía un rato—, y bajando después por el acantilado.

—Muy bien. Llévenos hasta allí. Antes de empezar a descender el acantilado, acérquese a la cabaña, haciendo el menor ruido posible, y compruebe si están dentro esos traidores monárquicos. ¿Entendido?

—Entendido, ciudadano.

—Y ahora, escúchenme todos con mucha atención —prosiguió Chauvelin gravemente, dirigiéndose a los soldados que le rodeaban—, pues es posible que a partir de ahora no podamos intercambiar palabra. Recuerden cada sílaba que yo pronuncie, como si su vida dependiera de su memoria. Además, es probable que así sea —añadió secamente.

—Le escuchamos, ciudadano —dijo Desgas—, y un soldado de la República jamás olvida una orden.

—Ustedes, los que han llegado hasta la cabaña, intentarán asomarse a ella. Si ven a un inglés con esos traidores, un hombre mucho más alto de lo normal, o que está encorvado como para disimular su estatura, silben rápidamente para avisar a sus camaradas. Entonces, los demás —añadió, dirigiéndose una vez más a todos los soldados— rodearán rápidamente la cabaña y entrarán en ella, y cada uno de ustedes se encargará de apresar a uno de los hombres que estén dentro, sin darles tiempo a que cojan sus armas de fuego. Si alguno se resiste, dispárenle a los brazos o las piernas, pero no maten el inglés bajo ninguna circunstancia. ¿Han entendido?

—Sí, ciudadano.

—El hombre que tiene una estatura superior a la media seguramente tendrá también una fuerza superior a la media. Harán falta cuatro o cinco hombres para reducirlo.

Chauvelin hizo una breve pausa, y continuó:

—Si esos traidores monárquicos están solos todavía, cosa más que probable, avisen a los soldados que están esperando allí. Pónganse todos a cubierto tras las rocas que hay alrededor de la cabaña y esperen en completo silencio hasta que aparezca el inglés alto; ataquen la cabaña cuando se hayan asegurado de que él se encuentra dentro. Pero recuerden que deben ser tan cautelosos como lo es el lobo por la noche, cuando merodea junto a los corrales. No quisiera que esos monárquicos dieran la voz de alarma, y con que dispararan una pistola o dieran un grito sería suficiente para avisar a ese personaje tan alto de que se alejara del acantilado y de la cabaña, y —añadió con vehemencia—, es precisamente al inglés al que tienen ustedes la obligación de capturar esta noche.

—Sus órdenes serán obedecidas sin reservas, ciudadano.

—Bien. Empiecen a andar haciendo el menor ruido posible, y yo les seguiré.

—¿Qué hacemos con el judío, ciudadano? —preguntó Desgas, mientras los soldados enfilaban el sendero silenciosamente, como sombras sigilosas.

—¡Ah, sí! Me había olvidado de él —dijo Chauvelin, y volviéndose hacia el judío, lo llamó en tono imperioso.

—¡Eh, tú… Aarón, Moisés, Abraham, o como demonios te llames! —le dijo al viejo, que se había quedado junto a su famélica jaca, lo más lejos posible de los soldados.

—Benjamín Rosenbaum, para servirle, Excelencia —repuso humildemente.

—No me gusta oír tu voz, pero sí me gusta darte ciertas órdenes, que, si eres un hombre prudente, más te valdrá obedecer.

—Servidor de usted, Excelencia…

—Cierra esa repulsiva boca. Vas a quedarte aquí, ¿me oyes?, con el carro y el caballo, hasta que nosotros volvamos. No se te ocurra, bajo ninguna circunstancia, hacer el menor ruido, ni siquiera respirar más fuerte de lo necesario. Y no abandones tu puesto por nada del mundo, hasta que yo te lo ordene. ¿Entendido?

—Pero, Excelencia… —protestó el judío con voz lastimera.

—No hay «peros» que valgan, y no discutas —dijo Chauvelin en un tono que hizo temblar al tímido anciano de pies a cabeza—. Si, cuando yo vuelva, no te encuentro aquí, te juro solemnemente que, por mucho que intentes escapar y esconderte, te encontraré, y que sobre ti recaerá un castigo espantoso, tarde o temprano. ¿Me has oído?

—Pero, Excelencia…

—He dicho que si me has oído.

Todos los soldados se habían marchado, caminando sigilosamente, y los tres hombres estaban solos en la oscura y desolada carretera. Marguerite, oculta tras el seto, escuchaba las órdenes de Chauvelin como si fuera su sentencia de muerte.

—Le he oído, Excelencia —contestó el judío, tratando de acercarse a Chauvelin—, y juro por Abraham, Isaac, y Jacob, que obedeceré a su Excelencia absolutamente en todo, y que no me moveré del sitio hasta que su Excelencia se digne iluminar con la luz de su semblante a su humilde siervo; pero recuerde, Excelencia, que soy un pobre viejo; mis nervios no son tan fuertes como los de un soldado joven. Si acertaran a pasar por esta desolada carretera unos merodeadores nocturnos, es posible que me pusiera a gritar o que echara a correr del susto, y sería mi vida lo que estaría en juego si cayera sobre mi cabeza un castigo terrible por algo que no puedo evitar.

El judío parecía verdaderamente angustiado; temblaba de pies a cabeza. Saltaba a la vista que no se le podía dejar sólo en aquella carretera oscura. El pobre hombre estaba en lo cierto; cabía la posibilidad de que, involuntariamente, movido por el terror, diera un alarido que sirviera de aviso al escurridizo Pimpinela Escarlata.

Chauvelin reflexionó unos instantes.

—¿Crees que si dejamos aquí el carro y el caballo no les pasará nada? —le preguntó secamente.

—A mi juicio —intervino Desgas— estarán más seguros sin ese judío sucio y cobarde que con él, ciudadano. No cabe duda de que, si se asusta, saldrá corriendo o se pondrá a chillar como un loco.

—Pero ¿qué puedo hacer con ese animal?

—¿Y si le ordena que vuelva a Calais, ciudadano?

—No, porque lo necesitaremos para que lleve a los heridos más tarde —replicó Chauvelin, con un gesto significativo.

Volvió a hacerse el silencio. Desgas esperaba la decisión de su jefe, y el judío gemía junto a su jaca.

—Bueno, viejo gandul y cobarde —dijo Chauvelin al fin—, será mejor que vengas detrás de nosotros. Tome, ciudadano Desgas, tápele la boca a ese tipo con este pañuelo.

Chauvelin le tendió un pañuelo a Desgas, que se puso a atarlo alrededor de la boca del judío con aire solemne. Benjamín se dejó amordazar dócilmente; saltaba a la vista que prefería aquella molestia a que lo dejaran solo en la oscura carretera de St. Martin. A continuación, los tres hombres echaron a andar en fila.

—¡Deprisa! —dijo Chauvelin, impaciente—. Ya hemos perdido demasiado tiempo.

Y al poco rato, las pisadas firmes de Chauvelin y Desgas y los pasos vacilantes del viejo judío se desvanecieron en el sendero.

Marguerite no se había perdido ni una sola palabra de las órdenes de Chauvelin. Sus nervios estaban en tensión, con el objeto de comprender la situación en primer lugar y, a continuación, recurrir al ingenio que tantas veces había merecido el calificativo del más agudo de Europa, y que era lo único que podía resultarle útil en aquellos momentos.

En verdad, la situación era desesperada; un minúsculo grupo de hombres desprevenidos esperaba tranquilamente la llegada de su salvador, igualmente ajeno a la trampa que les habían tendido. Parecía tan terrible aquella red, extendida formando un círculo en mitad de la noche, en una playa solitaria, en torno a un puñado de hombres indefensos, indefensos porque estaban desprevenidos; y uno de ellos era el esposo al que Marguerite idolatraba, y otro el hermano al que quería. Pensó vagamente quiénes serían los demás… que también esperaban a Pimpinela Escarlata, con la muerte acechándoles detrás de cada roca del acantilado.

De momento Marguerite no podía hacer nada, salvo seguir a los soldados y a Chauvelin. Por temor a perderse no echó a correr para buscar aquella cabaña de madera y quizá llegar a tiempo de prevenir a los fugitivos y a su valiente libertador.

Durante unos segundos le pasó por la cabeza la idea de emitir un agudo grito —lo que tanto temía Chauvelin— para avisar a Pimpinela Escarlata y sus amigos, con la descabellada esperanza de que lo oyeran y huyeran antes de que fuera demasiado tarde. Pero no sabía a qué distancia del borde del acantilado se encontraba; no sabía si sus gritos llegarían a oídos de los hombres condenados. Quizá fuera demasiado prematuro, y no tendría ocasión de hacer otra tentativa. La amordazarían, como al judío, y sería una prisionera impotente en manos de los hombres de Chauvelin.

Como un fantasma, avanzó sigilosamente bajo el seto; se había quitado los zapatos y llevaba las medias desgarradas. No sentía ni cansancio ni dolor; la indomable voluntad de reunirse con su marido, a pesar del destino adverso y de un enemigo astuto, anulaban toda sensación de molestia corporal y agudizaban sus instintos.

Sólo oía las pisadas rítmicas de los enemigos de Percy delante de ella; sólo veía, mentalmente, la cabaña de madera, y a él, a su marido, que caminaba ciegamente hacia su suerte.

De repente, sus instintos, agudizados, le dijeron que se detuviera y se agazapara aún más a la sombra del seto. La luna, que había sido su aliada, manteniéndose oculta tras unas nubes, apareció en todo el esplendor de la noche otoñal, y a los pocos instantes inundó aquel paisaje misterioso y desolado como un torrente de brillante luz.

Ante ella, a menos de doscientos metros, estaba el borde del acantilado, y debajo, extendiéndose hasta la feliz y libre Inglaterra, el mar, que se mecía lenta y apaciblemente. La mirada de Marguerite se posó unos instantes en las aguas brillantes, planteadas, y sintió que su corazón, insensibilizado por el dolor desde hacía tantas horas, se ablandaba y distendía, y que sus ojos se llenaban de lágrimas ardientes: a menos de cinco kilómetros, con las blancas velas desplegadas, estaba anclada una grácil goleta.

Más que reconocerla, Marguerite adivinó su presencia. Era el , el yate preferido de Percy, con Briggs, el rey de los capitanes, a bordo, y con toda su tripulación de marineros británicos. Sus velas blancas, que relucían a la luz de la luna, parecían querer transmitir a Marguerite un mensaje de alegría y esperanza, que ella temía que jamás se hiciera realidad. Esperaba mar adentro, esperaba a su dueño, como un hermoso pájaro blanco a punto de emprender el vuelo, y su dueño jamás llegaría hasta ella, jamás volvería a ver su lisa cubierta, jamás volvería a avistar los blancos acantilados de Inglaterra, la tierra de la libertad y la esperanza.

La visión del yate pareció infundir a aquella pobre mujer angustiada la fuerza sobrehumana de la desesperación. Allí estaba el borde del acantilado y, un poco más abajo, la cabaña en que, dentro de pocos momentos, su marido encontraría la muerte. Pero había salido la luna; Marguerite la vio perfectamente; también vería la cabaña, a lo lejos, correría hasta ella, despertaría a sus ocupantes, les prevendría para que se preparasen a vender cara su vida, en lugar de dejarse atrapar como ratas en un agujero.

Continuó avanzando a trompicones, tras el seto, pisando la hierba corta y gruesa de la zanja. Debió ir muy deprisa y adelantar a Chauvelin y Desgas, pues al cabo de poco tiempo llegó al borde del acantilado, y oyó sus pisadas claramente detrás de ella. Pero a sólo unos metros de distancia, ahora que la luna había salido por completo, su silueta debió recortarse nítidamente contra el fondo plateado del mar.

Pero tan sólo unos momentos, pues en seguida se agazapó, como un animal asustado. Se asomó al borde del acantilado: el descenso resultaría bastante fácil, pues no era escarpado, y las enormes rocas le proporcionarían buenos asideros. De repente, mientras lo contemplaba, vio allá abajo, a la izquierda, un tosco edificio de madera por cuyas paredes se filtraba una lucecita roja, como un faro. Experimentó la sensación de que el corazón le dejaba de latir; la emoción y la alegría eran tan intensas que se asemejaban a un terrible dolor.

No podía calcular a qué distancia se encontraba la cabaña, pero sin permitirse ni un segundo de vacilación empezó a bajar, arrastrándose de una roca a otra, sin preocuparse del enemigo que estaba detrás de ella, ni de los soldados, que sin duda se habrían escondido, pues aún no había aparecido el inglés. Siguió avanzando, olvidando a su mortal enemigo, que le pisaba los talones, corriendo, tropezando, con los pies destrozados, aturdida; pero a pesar de todo, siguió avanzando… Cuando, de pronto, la hacía caer una grieta, o una piedra, o una roca resbaladiza, se levantaba trabajosamente, y echaba a correr de nuevo, con la intención de avisar a los fugitivos, de rogarles que huyeran antes de que llegara Percy, y de decirle a su marido que se alejara, que se alejara del espantoso destino que le aguardaba. Pero súbitamente se dio cuenta de que unos pasos más rápidos que los suyos la seguían de cerca, y a los pocos instantes, una mano la agarró por la falda, y volvió a caer de rodillas, mientras le rodeaban la boca con algo para impedir que soltara un grito.

Aturdida, furiosa por la amargada decepción, miró a su alrededor, impotente, y, agachado junto a ella, vio entre la niebla que parecía rodearla dos ojos malvados y penetrantes, que a su cerebro excitado se le antojaron dotados de una luz verdosa, extraña y sobrenatural.

Estaba tendida a la sombra de una gran roca; Chauvelin no podía distinguir sus rasgos, pero le pasó los dedos largos y blancos por la cara.

—¡Una mujer! —susurró—. ¡Por todos los santos del cielo! Desde luego, no podemos soltarla —murmuró para sus adentros—. Me gustaría saber quién…

Se calló bruscamente, y tras unos segundos de silencio absoluto, emitió una risita larga y extraña, mientras Marguerite volvía a sentir, con un estremecimiento de horror, los delgados dedos del hombre deslizándose por su rostro.

—¡No es posible! ¡Pero qué sorpresa tan agradable! —susurró, con falsa galantería, y Marguerite notó que Chauvelin llevaba su mano, que no podía oponer resistencia, a los finos y burlones labios.

La situación hubiera resultado realmente grotesca de no haber sido porque al mismo tiempo era terriblemente trágica: la pobre mujer, angustiada, destrozada, furiosa por la amarga decepción que había sufrido, recibiendo de rodillas las banales galanterías de su mortal enemigo.

A punto de desvanecerse, medio asfixiada por la mordaza, no tenía fuerzas ni para moverse ni para gritar. Era como si la excitación que había mantenido hasta entonces su delicado cuerpo hubiera cesado repentinamente, como si la sensación de absoluta desesperación hubiera paralizado por completo su cerebro y sus nervios.

Chauvelin debió dar ciertas órdenes, que Marguerite no pudo oír por estar demasiado aturdida, pues notó que la levantaban del suelo; apretaron aún más la mordaza, y unos fuertes brazos la llevaron hacia la lucecita roja, que para ella había sido como un faro y el último destello de esperanza.

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