XVIII - El emblema misterioso
XVIII - EL EMBLEMA MISTERIOSO
Ya estaba muy avanzado el día cuando se despertó Marguerite, descansada tras el largo sueño. Louise le llevó leche fresca y un plato de fruta, y su ama dio cuenta del frugal desayuno con buen apetito.
Mientras masticaba las uvas, en la mente de Marguerite se agolpaban frenéticamente los pensamientos más dispares, pero en su mayoría, acompañaban a la figura erguida de su marido, que había contemplado mientras se alejaba al galope hacía ya más de cinco horas.
En respuesta a sus impacientes preguntas, Louise le dio la noticia de que el criado había vuelto a casa con Sultán y había dejado a sir Percy en Londres. El criado pensaba que su amo tenía intención de embarcar en su yate, que estaba anclado bajo el puente de Londres. Sir Percy había ido a caballo hasta aquel lugar, en el que se había reunido con Briggs, el patrón del , y a continuación había ordenado al mozo que volviera a Richmond con Sultán y la montura vacía.
La noticia dejó a Marguerite más confusa que antes. ¿Adónde iría sir Percy en el ? Según él, se trataba de algo relacionado con Armand. ¡Claro! Sir Percy tenía amigos influyentes en todas partes. Quizá se dirigiera a Greenwich, o… Pero al llegar a este punto, Marguerite dejó de hacer conjeturas. Pronto quedaría todo explicado: sir Percy le había dicho que regresaría, y que se acordaría.
Ante Marguerite se presentaba un largo día de ocio. Esperaba la visita de su antigua compañera de colegio, la pequeña Suzanne de Tournay. Con sana malicia, la noche anterior le había pedido a la condesa que le permitiera disfrutar de la compañía de Suzanne en presencia del príncipe de Gales. Su Alteza Real aprobó la idea entusiasmado, y declaró que iría a ver a las dos damas con sumo gusto en el transcurso de la tarde. La condesa no se atrevió a denegar su permiso, y, dadas las circunstancias, se vio obligada a prometer que enviaría a la pequeña Suzanne a pasar un alegre día en Richmond con su amiga.
Marguerite la esperaba impaciente; ardía en deseos de hablar largo y tendido sobre los viejos tiempos del colegio con la joven. Prefería su compañía a la de cualquier otra persona, y confiaba en pasar varias horas con ella, deambulando por el hermoso y antiguo jardín y el frondoso parque, o paseando a la orilla del río.
Pero Suzanne aún no había llegado, y Marguerite, después de vestirse, se dispuso a bajar. Aquella mañana parecía una muchacha, con su sencillo vestido de muselina con un ancho fajín azul alrededor de la esbelta cintura y un delicado chaleco cruzado en cuyo pecho había prendido unas rosas tardías de color carmesí.
Cruzó el rellano al que daban sus aposentos, y se quedó inmóvil unos instantes junto a la escalera de roble que descendía hasta el piso inferior. A la izquierda estaban los aposentos de su marido, varias estancias en las que Marguerite casi nunca entraba.
Consistían en el dormitorio, el recibidor y el vestidor y, en el extremo del rellano, un pequeño despacho, que, cuando no lo utilizaba sir Percy, siempre estaba cerrado con llave. Frank, su ayuda de cámara de confianza, era el responsable de aquella habitación. No se permitía a nadie entrar en ella. A lady Blakeney jamás se le había ocurrido hacerlo y, naturalmente, los demás criados no se atrevían a quebrantar norma tan estricta.
Con el amable desprecio que había adoptado recientemente en la relación con su marido, Marguerite le tomaba el pelo por el secreto que rodeaba su estudio privado. Aseguraba burlonamente que sir Percy lo protegía de las miradas curiosas por temor a que alguien descubriese el poco «estudio» que se realizaba entre sus cuatro paredes: sin duda, el mueble más llamativo era un cómodo sillón para las dulces siestas de sir Percy.
En esto pensaba Marguerite aquella radiante mañana de octubre, mientras miraba cautelosamente el pasillo. Frank debía andar muy ocupado ordenando las habitaciones de su amo, pues la mayoría de las puertas estaban abiertas, y también la del despacho.
A Marguerite le embargó una curiosidad repentina e infantil por echar una ojeada a la guarida de sir Percy. Naturalmente, a ella no le afectaba la prohibición y, como era lógico, Frank no se atrevería a negarle la entrada. Sin embargo, prefirió esperar a que el criado fuese a arreglar otra habitación para investigar rápidamente y en secreto, sin que nadie la molestara.
Despacio, de puntillas, cruzó el rellano y, como la mujer de Barbazul, temblando de excitación y asombro, se detuvo unos segundos en el umbral, extrañamente perturbada e indecisa.
La puerta estaba entornada, y no distinguió nada en el interior. La empujó con cuidado. Como no se oía ningún ruido, dedujo que Frank no debía encontrarse allí, y entró audazmente.
Inmediatamente le sorprendió la sencillez de cuanto la rodeaba: las cortinas oscuras y pesadas, los enormes muebles de roble, los mapas colgados en la pared no le recordaron al hombre indolente y mundano, al amante de las carreras de caballos, al sofisticado árbitro de la moda, que era la imagen que presentaba sir Percy Blakeney al exterior.
En la estancia no había el menor indicio de una partida apresurada. Todo estaba en su sitio; no se veía ni un solo trozo de papel en el suelo, ni un armario o cajón abierto. Las cortinas estaban descorridas, y por la ventana abierta entraba libremente el fresco aire matutino.
Frente a la ventana, en el centro de la habitación, había un gigantesco escritorio de aspecto severo, que sin duda se utilizaba constantemente. En la pared situada a la izquierda del escritorio, alzándose casi desde el suelo hasta el techo, colgaba el retrato de cuerpo entero de una mujer, de factura exquisita y magnífico marco, con la firma de Boucher. Era la madre de Percy.
Marguerite sabía muy poco de ella; únicamente que había muerto en el extranjero, enferma física y mentalmente, cuando Percy era un muchacho. Debió ser una mujer muy hermosa, cuando la pintó Boucher, y al contemplar el retrato, Marguerite se quedó asombrada ante el extraordinario parecido que existía entre madre e hijo: la misma frente baja y cuadrada, coronada por una cabellera abundante y rubia, suave y sedosa; los mismos ojos azules, hundidos y un tanto somnolientos, bajo las cejas rectas, de trazo bien definido; y en los ojos, la misma vehemencia disimulada tras una aparente indolencia, la misma pasión latente que iluminaba el rostro de Percy en los días anteriores a su matrimonio, que Marguerite había vuelto a percibir aquella mañana, al amanecer, cuando se acercó a él, y que le había incitado a dar un cierto tono de ternura a su voz.
Marguerite examinó el retrato, pues le interesaba; después se dio la vuelta y miró una vez más el enorme escritorio. Estaba cubierto de papeles, que parecían recibos y facturas, todos cuidadosamente atados y etiquetados, metódicamente distribuidos. Hasta ese momento, a Marguerite no se le había ocurrido —ni siquiera había pensado que mereciera la pena averiguarlo— cómo administraba sir Percy la inmensa fortuna que le había dejado su padre, cuando todos pensaban que carecía por completo de inteligencia.
Desde que entrara en la habitación ordenada y cuidada, se sentía tan sorprendida que aquella prueba palpable de la gran habilidad de su marido para los negocios no despertó en ella más que un asombro pasajero, pero reforzó su convicción de que, con sus necedades mundanas, su amaneramiento y su conversación baladí, no sólo llevaba una máscara, sino que representaba un papel muy bien estudiado.
Marguerite no acertaba a comprenderlo. ¿Por qué se tomaría tantas molestias? ¿Por qué un hombre que sin duda era serio y formal se empeñaba en presentarse ante sus semejantes como un bobo de cabeza hueca?
Probablemente quería ocultar su amor por una mujer que lo despreciaba… pero hubiera podido cumplir su objetivo con menos sacrificio, y con muchos menos problemas que los que debía costarle representar constantemente un papel que no se correspondía con su verdadero carácter.
Miró a su alrededor sin propósito concreto; estaba terriblemente confundida, y ante aquel misterio inexplicable empezó a apoderarse de ella un temor innombrable. De repente experimentó una sensación de frío e incomodidad en la habitación oscura y austera. En las paredes no había cuadros, salvo el hermoso retrato de Boucher; sólo dos mapas, ambos de Francia. Uno representaba la costa septentrional y el otro los alrededores de París. ¿Para qué los querría sir Percy?
Empezó a dolerle la cabeza, y abandonó aquel extraño escondite de Barbazul que había invadido y que no comprendía. No quería que Frank la viese allí, y tras lanzar una última mirada a su alrededor, se dirigió a la puerta. Y en ese momento su pie tropezó con un pequeño objeto que debía encontrarse junto a la mesa, sobre la alfombra, y que echó a rodar por la habitación.
Marguerite se agachó para cogerlo. Era un anillo de oro macizo, con un sello plano en el que había un emblema grabado.
Le dio vueltas entre los dedos, y examinó el pequeño grabado. Representaba una florecilla en forma de estrella, la misma que había visto con toda claridad en otras dos ocasiones: una vez en la ópera, y otra en el baile de lord Grenville.