La Pimpinela Escarlata

VI - Un exquisito de 1792

VI - UN EXQUISITO DE 1792

Como cuentan las crónicas de la época, en el año de gracia de 1792, a sir Percy Blakeney aún le faltaban uno o dos para cumplir los treinta. Más alto que la media, aun para ser inglés, ancho de hombros y de proporciones gigantescas, se hubiera podido calificar de extraordinariamente apuesto de no haber sido por cierta expresión de vaguedad en sus ojos hundidos y la continua risa necia que parecía desfigurar su boca firme y bien dibujada.

Hacía casi un año que sir Percy Blakeney, uno de los hombres más ricos de Inglaterra, árbitro de todas las modas, y amigo íntimo del príncipe de Gales, había sorprendido a la alta sociedad de Londres y Bath regresando a su país tras uno de sus viajes por el extranjero casado con una mujer hermosa, inteligente y francesa. Sir Percy, el más aburrido y soporífero, el más británico de los británicos capaz de hacer bostezar a una mujer guapa, había ganado un brillante premio matrimonial para el cual, según afirman los cronistas, había habido múltiples competidores.

Marguerite St. Just había hecho su entrada en los círculos artísticos de París en el preciso momento en que tenía lugar el mayor levantamiento social que jamás ha conocido el mundo. Con apenas dieciocho años, generosamente dotada por la naturaleza de belleza y talento, y con la única compañía de un hermano joven que la adoraba, al poco tiempo reunía en su encantador piso de la Rue Richelieu un grupo tan brillante como exclusivo, es decir, exclusivo sólo desde cierto punto de vista. Marguerite St. Just era republicana por principios y convicción —su lema era igualdad de nacimiento—; para ella, la desigualdad de fortuna era un simple accidente de la adversidad, y la única desigualdad que admitía era la del talento. «El dinero y los títulos pueden ser hereditarios», decía, «pero la inteligencia no», y así, su salón estaba reservado a la originalidad y el intelecto, la brillantez y el ingenio, a los hombres inteligentes y las mujeres con talento, y al poco tiempo, ser admitido en él empezó a considerarse en el mundo intelectual —que aun en aquellos tiempos de confusión giraba en torno a París— el sello de cualquier carrera artística.

Hombres inteligentes, distinguidos, e incluso hombres de elevada posición, formaban una corte selecta alrededor de la fascinante y joven actriz de la Comédie Française, y ella se deslizaba por el París republicano, revolucionario y sediento de sangre como un cometa radiante cuya cola estaba formada por lo más exquisito y lo más interesante de la Europa intelectual.

Y de repente ocurrió lo inesperado. Algunas personas sonrieron con indulgencia y lo calificaron de extravagancia artística; otras lo consideraron una decisión prudente, en vista de los múltiples acontecimientos que se precipitaban en París en aquellos días; pero el verdadero motivo de aquel clímax siguió siendo un misterio y un rompecabezas para todos. Sea como fuere, un buen día Marguerite St. Just se casó con sir Percy Blakeney, así, por las buenas, sin ni ninguno de los accesorios de las bodas francesas al uso.

Nadie se podía explicar cómo aquel inglés estúpido y aburrido había logrado ser admitido en el seno del círculo intelectual que giraba en torno a «la mujer más inteligente de Europa», como la llamaban unánimemente sus amigos…

Una llave de oro abre todas las puertas, dice el refrán al que recurrían los maliciosos.

En fin; se casó con él, y «la mujer más inteligente de Europa» unió su destino al de aquel «maldito imbécil» de Blakeney, y ni siquiera los amigos más íntimos de Marguerite pudieron atribuir el extraño paso que había dado a otra causa que no fuera una extravagancia en grado sumo. Las personas que la conocían bien se reían burlonamente ante la idea de que Marguerite St. Just se hubiera casado con un idiota por las ventajas sociales que pudiera reportarle. Sabían a ciencia cierta que a Marguerite St. Just no le importaba el dinero, y aún menos los títulos; además, había al menos media docena de hombres en el mundo cosmopolita en que vivía de tan buena cuna como Blakeney, si no tan acaudalados, que hubieran sido felices de dar a Marguerite St. Just la posición que ella hubiera deseado.

En cuanto a sir Percy, todo el mundo opinaba que no estaba en absoluto preparado para desempeñar el difícil papel que había asumido. Al parecer, las únicas prendas que poseía para esta tarea consistían en una adoración ciega por Marguerite, sus inmensas riquezas y la gran aceptación de que gozaba en la corte inglesa; pero la sociedad londinense pensaba que, teniendo en cuenta sus limitaciones intelectuales, hubiera actuado más sensatamente otorgando estos privilegios sociales a una mujer menos brillante e ingeniosa.

Aunque últimamente era un personaje muy destacado en la alta sociedad inglesa, había pasado la mayor parte de sus primeros años de vida en el extranjero. Su padre, el difunto sir Algernon Blakeney, había tenido la terrible desgracia de ver cómo su joven esposa, a la que idolatraba, se volvía irremediablemente loca tras dos años de feliz matrimonio. Percy nació precisamente cuando la difunta lady Blakeney cayó víctima de la terrible enfermedad que en aquella época se consideraba incurable y poco menos que una maldición divina para toda la familia. Sir Algernon se llevó a su esposa enferma al extranjero, y allí debió educarse Percy, creciendo entre una madre idiota y un padre distraído, hasta que alcanzó la mayoría de edad. La muerte de sus padres, que tuvo lugar con escaso intervalo de tiempo entre uno y otro, lo convirtió en un hombre libre, y como sir Algernon se había visto obligado a llevar una vida sencilla y retirada, la cuantiosa fortuna familiar se había multiplicado por diez.

Sir Percy Blakeney había viajado mucho por el extranjero antes de llevar a su país a su joven y hermosa esposa francesa. Los círculos más selectos de la época los recibieron a ambos con los brazos abiertos, sin el menor reparo. Sir Percy era rico, su esposa encantadora, y el príncipe de Gales les tomó gran cariño. Al cabo de seis meses, se les consideraba árbitros de la moda y la elegancia. Las chaquetas de sir Percy estaban en boca de todos, se repetían sus necedades, la juventud dorada de Almack’s o el paseo del Mall imitaba su risa tonta. Todos sabían que era irremediablemente estúpido, pero no era de extrañar, teniendo en cuenta que todos los Blakeney eran célebres por su torpeza desde varias generaciones atrás, y que la madre de sir Percy había muerto loca.

La buena sociedad le aceptaba, le mimaba, le tenía en gran estima, pues sus caballos eran los mejores del país, y sus fiestas y vinos los más celebrados. Con respecto a su matrimonio con «la mujer más inteligente de Europa»… Bueno, lo inevitable llegó con pasos rápidos y seguros. Nadie sintió lástima de él, pues él mismo se había buscado su suerte. En Inglaterra había gran número de damas jóvenes, de elevado rango y notable belleza, que hubieran contribuido de buena gana a gastar la fortuna de los Blakeney y que hubieran sonreído indulgentemente ante las necedades y las estupideces bien intencionadas de sir Percy. Además, nadie sintió lástima de Blakeney porque, al parecer, no la necesitaba: parecía muy orgulloso de su inteligente esposa, y le importaba poco que ella no se tomara la menor molestia por ocultar el benévolo desprecio que a todas luces le inspiraba, y que incluso se divirtiera aguzando su ingenio a costa de su marido.

Pero Blakeney era demasiado estúpido para darse cuenta del ridículo en que le ponía su brillante esposa, y si las relaciones conyugales con la fascinante joven parisina no habían resultado como deseaban sus esperanzas y su adoración perruna, la sociedad sólo podía hacer conjeturas sobre el tema.

En su hermosa casa de Richmond desempeñaba un papel secundario frente a su esposa con una imperturbable; la rodeaba literalmente de lujo y joyas, que ella aceptaba con una gracia inimitable, ofreciendo la hospitalidad de su soberbia mansión con la misma gentileza con que recibía al grupo de intelectuales de París.

No se podía negar que sir Percy Blakeney era apuesto, con la salvedad de aquella expresión de vaguedad y aburrimiento habitual en él. Iba siempre impecablemente vestido y seguía las exageradas modas «Incroyable» de París que acababan de llegar a Inglaterra, con el perfecto buen gusto que caracteriza al caballero inglés. Aquella tarde de septiembre, a pesar del largo viaje en carruaje, a pesar de la lluvia y el barro, llevaba el abrigo elegantemente ajustado a los hombros, sus manos parecían casi femeninas de puro blancas, asomando bajo los ondulantes volantes del mejor encaje; la chaqueta de satén extravagantemente corta, a la altura de la cintura, el chaleco de anchas solapas y los calzones de rayas muy ajustados realzaban su gigantesca figura y, en reposo, aquel magnífico ejemplar de virilidad inglesa despertaba admiración hasta que sus gestos amanerados, sus movimientos afectados y aquella risa necia que jamás abandonaba sus labios la destruían.

Entró en el antiguo salón de la posada con aire indolente, sacudiéndose el agua de su bonito abrigo; después, colocándose un monóculo con montura de oro en su perezoso ojo azul, observó a los allí presentes, sobre los que bruscamente había descendido un silencio embarazoso.

—¿Qué tal, Tony? ¿Qué tal, Foulkes? —dijo al reconocer a los dos jóvenes, estrechándoles las manos a continuación—. ¡Qué barbaridad! —añadió, conteniendo un ligero bostezo—. ¿Han visto qué día tan asqueroso? ¡Qué maldito clima éste!

Con una risita afectada, mitad de turbación y mitad de sarcasmo, Marguerite se volvió hacia su marido y se puso a examinarlo de pies a cabeza, con un destello de burla en sus alegres ojos.

—¡Pero bueno! —exclamó sir Percy, tras unos segundos de silencio, al ver que nadie decía nada—. Qué calladitos están todos… ¿Es que ocurre algo?

—Oh, nada, sir Percy —replicó Marguerite, con cierto desenfado que, no obstante, sonó un poco forzado—. Nada que pueda perturbarle… Solamente que han insultado a su esposa.

Sin duda, la intención de la carcajada con que acompañó este comentario era asegurar a sir Percy que el incidente revestía cierta gravedad, y debió surtir efecto, pues, imitando la risa de su mujer, sir Percy dijo plácidamente:

—No es posible, querida mía. ¿Quién ha osado molestarla? ¿Eh?

Lord Tony quiso intervenir, pero no le dio tiempo a hacerlo, pues el joven vizconde ya se había adelantado hacia sir Percy.

—Monsieur —dijo, preludiando su discurso con una aparatosa reverencia y hablando en un inglés algo atropellado—, mi madre, la condesa de Tournay de Basserive, ha ofendido a madame quien, según veo, es su esposa. No puedo pedirle excusas en nombre de mi madre. A mi entender, obra correctamente, pero estoy dispuesto a ofrecerle la reparación habitual entre hombres de honor.

El joven irguió su pequeña figura en toda su estatura, exaltado, orgulloso y acalorado, mirando fijamente aquel metro ochenta y pico de magnificencia representados por sir Percy Blakeney.

—¡Mire, sir Andrew! —dijo Marguerite, con una de sus carcajadas alegres y contagiosas—. Mire qué cuadro: el pavo inglés y el gallito francés.

La comparación era perfecta, y el pavo inglés contempló perplejo al delicado gallito francés, que le rondaba con aire amenazador.

—Pero, buen señor —dijo al fin sir Percy, volviendo a colocarse el monóculo y observando al joven francés con asombro ilimitado—, ¿se puede saber dónde demonios ha aprendido usted inglés?

—¡Monsieur!

El vizconde se sintió profundamente humillado por la forma en que aquel inglés gigantesco se tomaba su actitud belicosa.

—¡Es fantástico! —prosiguió sir Percy, imperturbable—. ¡Sencillamente fantástico! ¿No le parece, Tony, eh? Juro que yo no sé hablar la jerga francesa así de bien.

—¡Desde luego que no! Puedo garantizarlo —dijo Marguerite—. Sir Percy tiene tal acento británico que podría cortarse con un cuchillo.

—Monsieur —terció el vizconde, nervioso y en un inglés aún más atropellado—, me temo que no me ha entendido. Le ofrezco la única reparación posible entre caballeros.

—¿Y qué diablos es eso? —preguntó sir Percy dulcemente.

—Mi espada, monsieur —contestó el vizconde, que, aunque seguía perplejo, empezaba a perder la paciencia.

—Usted es deportista, lord Tony —dijo Marguerite alegremente—. Apuesto uno contra diez por el gallito.

Pero sir Percy miró distraídamente al vizconde unos momentos con los pesados párpados entornados; después contuvo otro bostezo, estiró sus largos miembros y se dio la vuelta tranquilamente.

—Es usted muy amable, señor —murmuró despreocupadamente—, pero ¿me quiere explicar para qué demonios me va a servir su espada?

Con lo que el vizconde pensó y sintió en aquel momento en que el inglés de largas piernas le trató con tan extraordinaria insolencia se podrían llenar varios libros de profundas reflexiones… Lo que le dijo puede resumirse en una sola palabra inteligible, pues el resto quedó ahogado en su garganta por una ira incontenible.

—Un duelo, monsieur —tartamudeó.

Una vez más Blakeney se dio la vuelta y, desde su aventajada estatura, miró al hombrecillo colérico que tenía ante él; pero no perdió su imperturbabilidad y buen humor ni un segundo. Soltó la necia carcajada de costumbre y, hundiendo sus manos largas y finas en los amplios bolsillos de su abrigo, dijo pausadamente:

—¿Un duelo? ¡Vaya! ¿A eso se refería? ¡Qué cosas! Es usted un rufián sediento de sangre, joven. ¿Acaso quiere hacerle un agujero a un hombre que respeta la ley?… Yo jamás me bato en duelo —añadió, al tiempo que se sentaba y estiraba perezosamente sus largas piernas—. Eso de los duelos es incomodísimo, ¿verdad, Tony?

Sin duda, el vizconde había oído hablar de que en Inglaterra la moda de batirse entre caballeros había sido suprimida por la ley con mano dura; sin embargo, a él, un francés cuyas ideas sobre la valentía y el honor se basaban en un código respaldado por largos siglos de tradición, el espectáculo de un caballero negándose a aceptar un duelo se le antojaba poco menos que monstruoso. Reflexionaba vagamente sí debía abofetear en la cara al inglés de largas piernas y llamarle cobarde, o si tal conducta en presencia de una dama se consideraría impropia de caballeros, cuando, felizmente, intervino Marguerite.

—Se lo ruego, lord Tony —dijo con su voz dulce y melodiosa—. Le ruego que imponga paz. Este niño está furioso y —añadió con un de sarcasmo— podría hacerle daño a sir Percy.

Soltó una carcajada burlona que, sin embargo, no perturbó lo más mínimo la placidez de su marido.

—El pavo británico ya se ha divertido suficiente —añadió—. Sir Percy es capaz de provocar a todos los santos del calendario sin perder el buen humor.

Pero Blakeney, tan cordial como de costumbre, también se reía de sí mismo.

—Eso ha estado muy bien, sí señora —dijo, volviéndose tranquilamente hacia el vizconde—. Mi esposa es muy inteligente, señor… Ya lo comprobará usted, si vive lo suficiente en Inglaterra.

—Sir Percy tiene razón, vizconde —terció lord Antony, posando amistosamente una mano en el hombro del joven francés—. No sería muy apropiado que iniciase su carrera en Inglaterra provocándole a batirse en duelo.

El vizconde se quedó vacilante unos momentos; después, encogiéndose ligeramente de hombros, gesto que dedicó al extraordinario código del honor que imperaba en aquella isla cubierta de niebla, dijo con gran dignidad:

—¡Ah, bien! Si monsieur se da por satisfecho, yo no tengo inconveniente. Usted, señor, es nuestro protector. Si he actuado mal, me retiro.

—¡Estupendo! —exclamó Blakeney, con un prolongado suspiro de satisfacción—. Eso es; retírese usted por ahí. Maldito cachorro irritable —añadió para sus adentros—. Oiga, Foulkes, si éste es un ejemplar de las mercancías que sus amigos y usted traen de Francia, le aconsejo que las tiren en mitad del canal, amigo mío, porque si no tendré que ir a ver al viejo Pitt a decirle que imponga una tarifa restrictiva y que les encarcele a ustedes por contrabando.

—Vamos, sir Percy, su caballerosidad le pierde —dijo Marguerite con coquetería—. No olvide que usted mismo ha importado ciertas mercancías francesas.

Blakeney se puso de pie lentamente y, haciendo una profunda y complicada reverencia a su esposa, dijo con suma galantería:

—Pero yo tuve la oportunidad de elegir, madame, y mi gusto es exquisito.

—Me temo que más que su caballerosidad —replicó ella con sarcasmo.

—¡Por favor, querida mía, sea razonable! ¿Cree que voy a permitir que cualquier comedor de ranas de tres al cuarto al que no le guste la forma de su nariz me deje el cuerpo como un acerico?

—¡Quede tranquilo, sir Percy! —rió lady Blakeney, devolviéndole la reverencia—. ¡No tema! No es a los hombres a quienes no les gusta la forma de mi nariz.

—¡Yo no temo a nadie! ¿Acaso pone en duda mi valor, madame? No tengo por costumbre crear conflictos gratuitamente, ¿verdad, Tony? En más de una ocasión he tenido que medir mis puños con alguien… Y le aseguro que ese alguien no salió muy bien parado…

—Le creo, sir Percy —dijo Marguerite, con una alegre y penetrante carcajada que resonó en las viejas vigas de roble del salón—. Me hubiera gustado verle… ¡Ja, ja, ja!… Debía tener usted un aspecto fantástico… ¡Y… mira que asustarse de un chiquillo francés…!¡Ja, ja, ja!

—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! —rió sir Percy, como un eco—. ¡Ah, madame, me hace usted un gran honor! Fíjese, Foulkes: he hecho reír a mi esposa… ¡a la mujer más inteligente de Europa!… ¡Esto merece un brindis! —Y, diciendo esto, golpeó vigorosamente la mesa que estaba a su lado—. ¡Eh, Jelly! ¡Venga aquí inmediatamente!

La armonía volvió a instaurarse. Con un poderoso esfuerzo, el señor Jellyband se recobró de las múltiples emociones que había experimentado en el transcurso de la última media hora.

—Un cuenco de ponche, Jelly. Que esté calentito y bien fuerte, ¿eh? —dijo sir Percy—. Hay que aguzar el ingenio que ha hecho reír a una mujer inteligente. ¡Ja, ja, ja! ¡Deprisa, mi buen Jelly!

—No tenemos tiempo, sir Percy —dijo Marguerite—. El patrón del barco vendrá aquí directamente, y mi hermano tiene que subir a bordo, o el no aprovechará la marea.

—¿Que no tenemos tiempo, querida mía? Un caballero siempre tiene tiempo de emborracharse y embarcar antes de que cambie la marea.

—Su señoría —dijo Jellyband respetuosamente—, creo que el joven caballero ya viene con el patrón del barco de sir Percy.

—Muy bien —dijo Blakeney—. Así Armand podrá beber con nosotros un poco de ponche. Tony, ¿cree que ese mequetrefe amigo suyo querrá tomar un vaso? —añadió, volviéndose hacia el vizconde—. Dígale que brindaremos en señal de reconciliación.

—Están ustedes tan animados —dijo Marguerite— que confío en que sabrán disculparme si me despido de mi hermano en otra habitación.

Hubiera sido de mala educación protestar. Tanto lord Antony como sir Andrew comprendieron que lady Blakeney no estaba de humor para diversiones en aquel momento. El cariño que profesaba a su hermano, Armand St. Just, era extraordinariamente profundo y conmovedor. Había pasado unas semanas en Inglaterra, en casa de Marguerite, y regresaba a su país para ponerse a su servicio en unos momentos en que la muerte era la recompensa que habitualmente recibía la dedicación y el entusiasmo.

Tampoco sir Percy hizo la menor tentativa de retener a su esposa. Con aquella galantería perfecta y un tanto afectada que caracterizaba todos sus movimientos, le abrió la puerta del salón y le dedicó la reverencia más aparatosa que dictaba la moda de la época, mientras ella abandonaba majestuosamente la habitación sin concederle más que una mirada distraída y ligeramente despectiva. Sólo sir Andrew Foulkes, cuyo pensamiento parecía más agudo, más dulce y más comprensivo desde que conociera a Suzanne de Tournay, observó la extraña mirada de indecible melancolía, de intensa y desesperada pasión con que el necio y frívolo sir Percy siguió la figura de su brillante esposa.

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