XXIII - La esperanza
XXIII - LA ESPERANZA
—Vamos, señora —dijo sir Andrew, al ver que Marguerite parecía dispuesta a llamar a su malhumorado anfitrión para que volviera—. Creo que será mejor que lo dejemos en paz. No le sacaremos nada más, y quizá despertemos sus sospechas. No sabemos cuántos espías podrían estar acechándonos en este pueblo dejado de la mano de Dios.
—¡Y qué me importa ahora que sé que mi marido se encuentra bien y que voy a verle casi enseguida! —replicó Marguerite alegremente.
—¡Chist! —dijo sir Andrew, realmente preocupado, pues, llevada por su entusiasmo, Marguerite había hablado en voz bastante alta—. En los días que corren, hasta las paredes tienen oídos en Francia.
Sir Andrew se levantó precipitadamente de la mesa, y dio varias vueltas por aquella habitación miserable y desnuda, parándose a escuchar con atención junto a la puerta, por la que acababa de desaparecer Brogard, pero sólo distinguió unos juramentos mascullados y lentas pisadas.
Después se encaramó a los desvencijados escalones que subían hasta el desván, con el fin de asegurarse de que no había ningún espía de Chauvelin rondando por allí.
—¿Estamos solos, señor lacayo? —preguntó Marguerite animadamente cuando el joven volvió a sentarse a su lado—. ¿Podemos hablar?
—¡Con mucha cautela! —suplicó sir Andrew.
—¡Vamos, sir Andrew! ¡Qué cara tan triste! ¡Yo estoy tan contenta que me pondría a bailar! Ya no hay nada que temer. Nuestro barco está en la playa, el se encuentra a menos de tres kilómetros mar adentro, y mi marido estará aquí, bajo este mismo techo, quizá dentro de media hora. Ya nada puede detenernos. Chauvelin y su banda aún no han llegado.
—¡No, señora! Me temo que eso no lo sabemos.
—¿Qué quiere decir?
—Chauvelin estaba en Dover al mismo tiempo que nosotros.
—Atrapado por la misma tempestad que nos impedía zarpar.
—Efectivamente. Pero… No he querido decírselo antes, por temor a asustarla, pero lo vi en la playa unos cinco minutos antes de que embarcáramos. Al menos en ese momento hubiera jurado que era él. Iba disfrazado de curé, de tal modo que ni siquiera Satán, que es su protector, hubiera podido reconocerlo. Pero le oí hablar cuando intentaba alquilar un barco para que lo llevara rápidamente a Calais, y debió zarpar menos de una hora después que nosotros.
La expresión de alegría se borró inmediatamente del rostro de Marguerite. Comprendió bruscamente que Percy corría un riesgo terrible al encontrarse en suelo francés. Chauvelin le seguía, pisándole los talones; y allí, en Calais, el astuto diplomático era todopoderoso: una palabra suya y encontrarían a Percy, y lo apresarían, y…
Experimentó la sensación de que se le helaba hasta la última gota de sangre en las venas; ni siquiera en los momentos de peor angustia que había pasado en Inglaterra había comprendido con tanta claridad la inminencia del peligro que corría su marido. Chauvelin había jurado enviar a Pimpinela Escarlata a la guillotina, y en aquellos momentos, el audaz conspirador, cuyo anonimato le había servido hasta entonces de salvaguardia, había quedado al descubierto ante su enemigo más cruel e implacable, y todo por culpa de Marguerite.
Al apresar a lord Tony y sir Andrew Foulkes en el salón de , Chauvelin se había apoderado de los documentos que contenían todos los planes de la última expedición. Armand St. Just, el conde de Tournay, y los demás monárquicos fugitivos debían reunirse con Pimpinela Escarlata, o según se había decidido en un principio, con dos emisarios suyos, aquel mismo día, el dos de octubre, en un lugar que conocían los miembros de la Liga, al que de una forma un tanto vaga se denominaba «cabaña del ».
Armand, cuyos compatriotas aún no sabían que mantenía relaciones con Pimpinela Escarlata ni que condenaba la brutal política del Reinado del Terror, había partido de Inglaterra hacía algo más de una semana, con las instrucciones pertinentes que le permitirían encontrar a los demás fugitivos y llevarlos a lugar seguro.
Marguerite sabía esto desde el principio, y sir Andrew había confirmado sus conjeturas. También sabía que cuando sir Percy se enterase de que Chauvelin había robado los documentos de los planes y las instrucciones para sus camaradas, sería demasiado tarde para comunicarse con Armand o enviar nuevas instrucciones a los fugitivos.
Acudirían sin remedio al lugar señalado en la fecha acordada, inconscientes del grave peligro que aguardaba a su valiente salvador.
Blakeney, que había organizado y planeado toda la expedición, como tenía por costumbre, no permitiría que ninguno de sus camaradas más jóvenes corriera el riesgo de que lo capturasen casi con toda seguridad. Este era el motivo de la apresurada nota que les había enviado en el baile de lord Grenville: «Parto mañana, yo solo».
Y ahora que su enemigo más implacable conocía su identidad, vigilarían cada uno de sus pasos en cuanto pusiera el pie en Francia. Los emisarios de Chauvelin seguirían todos sus movimientos, lo perseguirían hasta que llegara a la misteriosa cabaña en que le esperaban los fugitivos, y allí la trampa se cerraría sobre él y sobre ellos.
Sólo disponían de una hora —la hora que Marguerite y sir Andrew sacarán de ventaja a su enemigo— para prevenir a Percy del inminente peligro, y para convencerle de que abandonara tan temeraria aventura, que sólo podía culminar en su muerte.
Pero al menos quedaba una hora.
—Chauvelin conoce esta posada, por los documentos que robó —dijo sir Andrew en tono apremiante—, y en cuanto desembarque vendrá directamente aquí.
—Aún no ha desembarcado —dijo Marguerite—. Le sacamos una hora de ventaja, y Percy llegará de un momento a otro. Ya habremos cruzado la mitad del canal cuando Chauvelin caiga en la cuenta de que hemos escapado de sus manos.
Pronunció estas palabras con nerviosismo y vehemencia, deseando transmitir a su joven amigo la esperanza y el optimismo que su corazón se empeñaba en alentar, pero sir Andrew movió la cabeza con pesar.
—¿También ahora guarda silencio, sir Andrew? —dijo Marguerite con un deje de impaciencia—. ¿Por qué mueve la cabeza y pone esa cara tan triste?
—Perdóneme, señora —replicó—, pero es que al trazar sus planes de color de rosa, está olvidando el factor más importante.
—¿A qué diablos se refiere? No he olvidado nada… ¿De qué factor está hablando? —añadió aún más impaciente.
—Mide casi dos metros —replicó sir Andrew pausadamente—, y lleva por nombre Percy Blakeney.
—No lo entiendo —musitó Marguerite.
—¿Acaso cree que Blakeney se marchará de Calais sin haber llevado a cabo la tarea que se ha impuesto?
—¿Quiere decir que…?
—Está el anciano conde de Tournay…
—¿El conde…? —repitió Marguerite en un susurro.
—Y St. Just… y más personas…
—¡Mi hermano! —exclamó Marguerite, sollozando de angustia y aflicción—. Que Dios me perdone, pero me temo que lo había olvidado.
—En este mismo momento, esos fugitivos esperan con absoluta confianza y una fe inamovible la llegada de Pimpinela Escarlata, que ha empeñado su honor en llevarlos sanos y salvos hasta la otra orilla del canal.
¡Efectivamente, Marguerite lo había olvidado! Con el sublime egoísmo de la mujer que ama con toda su alma, en las últimas veinticuatro horas había dedicado todos sus pensamientos únicamente a Percy. Su mente estaba ocupada por la vida de su marido, tan precoz, tan noble, y por el peligro que corría, él, su amado, el héroe valiente.
—¡Mi hermano! —murmuró, y, una a una, fueron agolpándose en sus ojos gruesas lágrimas de dolor, al recordar a Armand, el compañero adorado de su niñez, el hombre por el que había cometido el pecado mortal por cuya causa se encontraba en peligro la vida de su valiente esposo.
—Sir Percy no sería el jefe querido y venerado por un grupo de caballeros ingleses si abandonase a quienes han depositado su confianza en él —dijo sir Andrew con orgullo—. En cuanto a no mantener su palabra, la sola idea es ridícula.
Guardaron silencio durante unos instantes. Marguerite ocultó el rostro entre las manos, y dejó que las lágrimas se deslizaran lentamente entre sus dedos temblorosos. El joven no dijo nada: le partía el alma la inmensa aflicción de aquella hermosa mujer. Desde el principio había sentido el terrible impasse en que los había sumido a todos la imprudencia de Marguerite.
Conocía demasiado bien a su amigo y jefe, con su tremenda osadía, su valentía sin límites, la adoración que profesaba a su propia palabra de honor. Sir Andrew sabía que Blakeney arrostraría cualquier peligro y correría los mayores riesgos antes de quebrantarla, y, con Chauvelin pisándole los talones, habría una última tentativa, por desesperada que fuese, de rescatar a quienes confiaban en él plenamente.
—Sí, sir Andrew —dijo al fin Marguerite, haciendo valerosos esfuerzos por secar sus lágrimas—, tiene usted razón, y yo no me deshonraré intentando disuadirle de que cumpla con su deber. Como usted dice, mis ruegos serían vanos. Que Dios le dé fortaleza y habilidad —añadió con vehemencia y resolución—, para burlar a sus perseguidores. Quizá no se niegue a llevarle consigo cuando inicie su noble tarea. Entre los dos, reunirán astucia y valor. ¡Que Dios los proteja a ambos! Pero será mejor que no perdamos tiempo. Sigo pensando que la seguridad de Percy depende de que sepa que Chauvelin le sigue.
—Indudablemente. Blakeney posee unos recursos prodigiosos. En cuanto sea consciente del peligro que corre, obrará con mayor precaución, y su ingenio es verdaderamente portentoso.
—Entonces, ¿por qué no hace usted una expedición de reconocimiento por el pueblo mientras yo espero aquí a que regrese mi marido? A lo mejor se topa con Percy, y eso nos ahorraría un tiempo muy valioso. Si le encuentra, dígale que tenga cuidado. ¡Su peor enemigo viene pisándole los talones!
—Pero ¿cómo va a esperar usted en semejante cuchitril?
—¡No me importa lo más mínimo! Pero podría preguntarle a nuestro malhumorado anfitrión si me permitiría esperar en otra habitación, en la que estuviera a resguardo de las miradas curiosas de algún viajero que pasara por aquí. Ofrézcale una buena cantidad, para que no se olvide de avisarme en cuanto vuelva el inglés.
Pronunció estas palabras tranquilamente, incluso con cierto optimismo, trazando planes, preparada para lo peor en caso de que fuera necesario. Ya no cometería más errores; demostraría que era digna de su marido, que iba a sacrificar su vida por salvar a sus semejantes.
Sir Andrew la obedeció sin vacilar. Instintivamente, Marguerite sabía que en aquellas circunstancias su mente era la más poderosa. Sir Andrew estaba dispuesto a someterse a su dirección, a ser el instrumento, mientras que ella sería el cerebro rector.
El joven se dirigió a la puerta de la habitación interior, por la que habían desaparecido Brogard y su mujer momentos antes, y llamó. Como de costumbre, la respuesta consistió en una retahíla de juramentos en voz baja.
—¡Eh, amigo Brogard! —dijo el joven en tono imperioso—. Mi señora quisiera descansar un rato. ¿Puede darle otra habitación? Le gustaría estar sola.
Sacó dinero del bolsillo, y lo hizo tintinear significativamente en una mano. Brogard abrió la puerta y escuchó la petición de sir Andrew con la apatía y el mal humor habituales en él. Pero, a la vista del dinero, su actitud indolente sufrió un ligero cambio. Se quitó la pipa de la boca y entró en la habitación arrastrando los pies.
A continuación señaló hacia el desván por encima del hombro.
—¡Puede quedarse ahí arriba! —dijo, soltando un gruñido—. Es cómoda, y además, no tengo más habitaciones.
—Me parece perfecto —dijo Marguerite en inglés. Comprendió inmediatamente las ventajas que le brindaría un lugar como aquel, oculto a las miradas indiscretas—. Déle el dinero, sir Andrew. Ahí arriba estaré bien, y podré verlo todo sin que me vean a mí.
Asintió, dirigiéndose a Brogard, que, condescendiente, se dignó subir al desván y sacudir la paja que había en el suelo.
—Le ruego que no cometa ninguna imprudencia, señora —dijo sir Andrew cuando Marguerite se disponía a remontar los desvencijados escalones—. Recuerde que este lugar está infestado de espías. Le suplico que no se descubra ante sir Percy, a menos que tenga la absoluta certeza de que se encuentra a solas con él.
Mientras pronunciaba estas palabras, comprendió que era innecesario tomar esta precaución: Marguerite poseía la misma calma y claridad de ideas que cualquiera. No cabía ninguna posibilidad de que cometiera una imprudencia.
—No se preocupe —replicó, tratando de mostrarse alegre—. Le aseguro que no lo haré. No quisiera poner en peligro la vida de mi marido, ni sus planes, hablándole ante desconocidos. No tema. Esperaré a que se me presente la ocasión, y le ayudaré de la forma que considere más adecuada.
Brogard bajó las escaleras, y Marguerite se dispuso a subir a su escondite.
—No me atrevo a besarle la mano, señora —dijo sir Andrew cuando Marguerite empezó a remontar los escalones—, puesto que soy su lacayo, pero confío en que todo salga bien. Si no encuentro a Blakeney en el plazo de media hora, volveré con la esperanza de que esté aquí.
—Sí, eso será lo mejor. Podemos permitirnos el lujo de esperar media hora. Es imposible que Chauvelin llegue antes. Quiera Dios que o usted o yo hayamos visto a Percy para entonces. ¡Qué tenga buena suerte, amigo mío! No se preocupe por mí.
Marguerite remontó con ligereza los desvencijados escalones de madera que llevaban al desván. Brogard no le prestó la menor atención. Podía ponerse cómoda en la pequeña habitación o no; el posadero lo dejaba a su elección. Sir Andrew estuvo observándola hasta que llegó al desván y se sentó en la paja. Marguerite corrió las raídas cortinas, y el joven comprobó que se encontraba extraordinariamente bien situada para ver y oír sin que nadie notara su presencia.
Había pagado a Brogard con largueza; el malhumorado posadero no tendría motivo alguno para delatarla. Sir Andrew se dispuso a salir. Al llegar a la puerta se dio la vuelta y miró al desván. Por entre las deshilachadas cortinas divisó el dulce rostro de Marguerite, que lo observaba, y el joven se regocijó al ver que tenía una expresión serena y que incluso sonreía. Tras inclinar la cabeza a modo de despedida, sir Andrew salió a la oscuridad.