La Pimpinela Escarlata

XVI - Richmond

XVI - RICHMOND

Unos minutos más tarde, Marguerite estaba acomodada y envuelta en costosas pieles en el pescante del magnífico carruaje, junto a sir Percy Blakeney, y los cuatro espléndidos bayos galopaban estrepitosamente por la calle desierta.

La noche era cálida a pesar de la suave brisa que abanicaba las mejillas ardientes de Marguerite.

Al poco dejaron atrás las casas de Londres, y sir Percy condujo velozmente sus caballos, que trapaleaban por el viejo punto de Hammersmith, camino de Richmond.

El río aparecía y desaparecía, formando hermosas y delicadas curvas, como una serpiente de plata bajo los rutilantes rayos de la luna. Las sombras alargadas que proyectaban los árboles tendían espesos mantos de negrura sobre la carretera de trecho en trecho. Los caballos galopaban a una velocidad desenfrenada, mientras que las manos fuertes y certeras de sir Percy los sujetaban sin esfuerzo.

Los paseos nocturnos tras los bailes y cenas en Londres eran una fuente inagotable de placer para Marguerite, y le gustaba en grado sumo aquellas extravagancias de su marido de llevarla de esta forma a casa todas las noches, a su hermosa casa a la orilla del río, en lugar de vivir en una incómoda casa de la ciudad. A sir Percy le encantaba conducir sus briosos corceles por las carreteras solitarias e iluminadas por la luna, y a Marguerite le encantaba sentarse en el pescante, con el suave aire nocturno de finales de verano acariciándole el rostro, después de la atmósfera sofocante de un baile o una fiesta. El recorrido no era muy largo; a veces, menos de una hora, cuando los caballos estaban bien descansados y sir Percy les daba rienda suelta.

Aquella noche, parecía que sir Percy llevara al mismísimo diablo entre los dedos, y que el carruaje volara por la carretera, que discurría junto al río. Como de costumbre, no hablaba con Marguerite; miraba fijamente al frente, con las riendas entre sus manos blancas y delgadas. Marguerite lo miró con disimulo una o dos veces; vio su hermoso perfil, y un ojo indolente, la frente alta y recta y el párpado pesado y semicerrado.

El rostro de sir Percy parecía extraordinariamente serio a la luz de la luna, y al corazón doliente de Marguerite le recordó los días felices de su noviazgo, antes de que se convirtiera en un bobo perezoso, en un petimetre amanerado que pasaba la vida entre partidas de naipes y fiestas.

Pero esa noche, a la luz de la luna, no distinguía la expresión de los indolentes ojos azules; sólo veía el contorno de la firme barbilla, la comisura de los fuertes labios; la forma bien dibujada de la frente despejada. En verdad, la Naturaleza se había portado bien con sir Percy, y sus defectos sólo podían atribuirse a su pobre madre, medio loca, y al padre, distraído y apenado, ninguno de los cuales se había preocupado por la joven vida que brotaba entre ellos, y que, quizá a causa de su descuido, ya empezaba a torcerse.

De repente, Marguerite sintió una profunda simpatía por su marido. La crisis moral que acababa de atravesar la hacía juzgar con indulgencia los defectos y las debilidades de los demás.

Había comprendido, con fuerza devastadora, hasta qué punto puede golpear y dominar el destino a un ser humano. Si una semana antes le hubieran dicho que ella se rebajaría a espiar a sus amigos, que traicionaría a un hombre valiente y desprevenido para ponerlo en manos de un enemigo implacable, se hubiera reído despectivamente.

Y sin embargo, eso era lo que había hecho: era posible que al día siguiente cayera sobre su cabeza el peso de la muerte de un hombre valiente, igual que el marqués de St. Cyr había muerto dos años antes a causa de unas palabras que ella había pronunciado al descuido; pero en aquel caso, Marguerite era inocente desde el punto de vista moral, pues no quería perjudicar gravemente a nadie, y fue el destino el que se encargó de todo. Mas en esta ocasión, había hecho algo que a todas luces era una vileza, y lo había hecho deliberadamente, por un motivo que los moralistas más puros quizá no aprobarían.

Al sentir el contacto del fuerte brazo de su marido, pensó que si llegaba a enterarse de su actuación de aquella noche la odiaría y despreciaría aún más. Pues los seres humanos se juzgan unos a otros de una forma superficial, insustancial, despectiva. Sin racionalizar los hechos, sin caridad. Despreciaba a su marido por sus necedades y sus actividades vulgares, sin el menor atisbo de intelectualidad; y pensaba que él la despreciaría aún más por no haber tenido la suficiente fortaleza para obrar bien por el bien en sí mismo, y haber sacrificado a su hermano a los dictados de su conciencia.

Absorta en sus pensamientos, aquella hora de paseo en la fresca noche estival se le antojó a Marguerite demasiado breve; y experimentó una profunda decepción al darse cuenta de repente de que los caballos estaban traspasando la verja de su hermosa casa inglesa.

La casa de sir Percy Blakeney, situada a orillas del río, es ya histórica: de nobles dimensiones, se alza en medio de unos jardines de diseño exquisito, con terraza y una de las fachadas de cara al río. Construida en la época Tudor, los viejos ladrillos rojos de los muros resultan sumamente pintorescos entre la enramada verde, el cuidado césped, con un reloj de sol, antiguo, que añade una nota de armonía al entorno. Grandes árboles seculares prestan su fresca sombra a la tierra, y en aquella cálida noche de principios de otoño, las hojas se teñían levemente de color bermejo y dorado, y el antiguo jardín tenía un aire singularmente poético y apacible a la luz de la luna.

Con certera precisión, sir Percy hizo detenerse a los cuatro bayos justo enfrente de la hermosa entrada de estilo isabelino. A pesar de lo avanzado de la hora, apareció un verdadero ejército de criados, como si surgieran del suelo, en cuanto el carruaje se aproximó ruidosamente a la casa, y lo rodearon en actitud respetuosa.

Sir Percy bajó rápidamente, y después ayudó a su mujer a descender. Marguerite se quedó afuera unos instantes, mientras sir Percy daba órdenes a uno de sus hombres. Marguerite dio la vuelta a la casa y se internó en el césped, contemplando soñadora el paisaje plateado. La Naturaleza se le antojaba exquisitamente sosegada en comparación con las tumultuosas emociones que había experimentado: se oía el débil murmullo del río y, de cuando en cuando, el suave y fantasmal susurro de una hoja muerta al caer.

Todo lo demás era silencio a su alrededor. Antes, había oído el piafar de los caballos cuando los llevaban hasta las lejanas cuadras, los pasos apresurados de los criados que se retiraban a descansar; también la casa estaba en silencio.

Aún había luz en varias habitaciones, sobre los magníficos salones; eran sus aposentos y los de sir Percy, situados en extremos opuestos de la casa, tan separados como sus vidas. Marguerite suspiró involuntariamente; en aquel preciso momento no hubiera sabido decir por qué.

Su aflicción era infinita. Se compadecía de sí misma, profunda y dolorosamente. Jamás se había sentido tan completamente sola, ni había necesitado tan desesperadamente consuelo y simpatía. Con otro suspiro, se alejó de la orilla del río y se dirigió hacia la casa, pensando vagamente si, después de aquella noche, sería capaz de volver a dormir y descansar.

De repente, antes de llegar a la terraza, oyó unas firmes pisadas sobre la arena crujiente, y al cabo de unos instantes surgió de las sombras la figura de su marido. También él había rodeado la casa y deambulaba por el césped, camino del río. Aún llevaba el grueso abrigo con múltiples cuellos y solapas que él había puesto de moda, pero se lo había echado hacia atrás, hundiendo las manos en los amplios bolsillos de sus calzones de satén, como era su costumbre. El deslumbrante traje de color crema que llevaba en el baile de lord Grenville, con su chorrera de valiosísimo encaje, tenía un aspecto extrañamente fantasmal, recortado contra el fondo oscuro de la casa.

No pareció reparar en Marguerite, pues tras detenerse unos momentos, volvió hacia la casa y se dirigió a la terraza.

—¡Sir Percy!

Blakeney ya había puesto el pie en el peldaño inferior de la escalera, pero al oír la voz de su mujer se sobresaltó y se detuvo, y después miró inquisitivamente las sombras desde las que Marguerite le había llamado.

Marguerite se acercó a él rápidamente, iluminada por la luna, y, en cuanto sir Percy la vio, dijo, con aquel aire de galantería consumada que siempre adoptaba cuando se dirigía a ella:

—¡A su disposición, señora!

Pero su pie siguió en el escalón, y en su actitud había un vago indicio, que Marguerite apreció claramente, de que quería marcharse y no tenía el menor deseo de iniciar una conversación a media noche.

—El aire está deliciosamente fresco —dijo Marguerite—. La luz de la luna es poética, y el jardín realmente incitante. ¿No le gustaría quedarse aquí un rato? No es demasiado tarde, ¿o es que mi compañía le resulta tan desagradable que tiene prisa por librarse de ella?

—No, señora —replicó sir Percy en todo afable—; es justo lo contrario, pero le garantizo que encontrará el aire nocturno más excitante sin mi compañía, de modo que, cuanto antes aparte ese obstáculo, más disfrutará su señoría.

Se dio la vuelta y empezó a subir la escalera.

—Le aseguro que se confunde, sir Percy —se apresuró a decir Marguerite, y aproximándose a él, añadió—: Recuerde que la barrera que se ha alzado entre nosotros no es culpa mía.

—¡Ah! Le pido disculpas, señora —protestó sir Percy con frialdad—. Siempre he tenido pésima memoria.

La miró a los ojos, con la actitud de indolente despreocupación que se había convertido en su segunda naturaleza. Marguerite le mantuvo la mirada unos instantes; y al acercarse a él al pie de la escalera, sus ojos se dulcificaron.

—¿Pésima, sir Percy? ¡Vaya! ¡Entonces debe haber cambiado mucho! ¿Fue hace tres años cuando nos vimos por espacio de una hora en París, cuando usted se dirigía a Oriente? Cuando volvió, al cabo de dos años, no me había olvidado.

A la luz de la luna, la belleza de Marguerite era prodigiosa, con la capa de pieles sobre sus hermosos hombros, rodeada por el halo destellante del bordado de oro de su vestido, y los infantiles ojos azules clavados en él.

Sir Percy se quedó inmóvil y rígido unos instantes; su mano se aferraba con fuerza a la barandilla de piedra de la terraza.

—Señora, confío en que no requiera mi presencia con la intención de sumergirse en tiernos recuerdos —dijo en tono glacial.

Su voz era fría, impersonal; su actitud ante Marguerite, rígida e implacable. El decoro femenino hubiera debido dictarle que pagara con frialdad la frialdad con que él la trataba, con una simple inclinación de cabeza; pero el instinto femenino le aconsejaba seguir allí, ese agudo instinto por el que una mujer hermosa consciente de sus poderes se empeña en hacer que un hombre que no le rinde homenaje caiga de rodillas ante ella. Le tendió la mano.

—¿Y por qué no, sir Percy? El presente no es tan esplendoroso como para que no sienta deseos de remover un poco el pasado.

Sir Percy doblegó su alta figura, y cogiendo las yemas de los dedos que Marguerite le ofrecía, los besó ceremoniosamente.

—Confío en que sepa perdonar que mi torpe intelecto no la acompañe en esa actividad, señora —dijo.

Intentó marcharse una vez más, y una vez más lo detuvo Marguerite, con su voz dulce, infantil, casi tierna.

—Sir Percy.

—A sus pies, señora.

—¿Es posible que el amor muera? —dijo lady Blakeney con una vehemencia súbita, impremeditada—. Yo creía que la pasión que sentía por mí duraría toda una vida. Percy, ¿acaso no queda nada de ese amor que… pueda ayudarle a saltar esa triste barrera?

Mientras Marguerite pronunciaba estas palabras, pareció como si la enorme figura de sir Percy adquiriese aún mayor rigidez; la fuerte boca se endureció, y a aquellos ojos azules, normalmente indolentes, asomó una expresión de indomable obstinación.

—¿Le importaría decirme con qué objeto, señora? —preguntó con frialdad.

—No le comprendo.

—Pues es muy sencillo —replicó sir Percy con una amargura que pareció sacudir literalmente sus palabras, a pesar de que saltaba a la vista que hacía grandes esfuerzos por reprimirla—. Se lo pregunto humildemente, porque mi torpe mente es incapaz de comprender la causa de todo esto, de la nueva actitud de su señoría. ¿Es que siente la necesidad de volver a practicar el diabólico juego al que se dedicó el año pasado con tan excelentes resultados? ¿Acaso quiere verme de nuevo a sus pies, rendido de amor, para darse el gusto de echarme de su lado como si fuera un perro faldero un poco pesado?

Marguerite había logrado exaltarlo momentáneamente; y volvió a mirarle a los ojos, porque así era como lo recordaba el año anterior.

—¡Se lo ruego, Percy! —susurró—. ¿No podemos enterrar el pasado?

—Perdóneme, señora, pero creo haber entendido que lo que usted desea es removerlo.

—¡No! ¡No me refería a ese pasado, Percy! —dijo con la voz velada por la ternura—. ¡Me refería a los días en que aún me amaba…! ¡Oh, yo era frívola y vanidosa, y me dejé seducir por sus riquezas y su posición!. Me casé con usted, con la esperanza de que el gran amor que usted sentía engendraría el amor en mí… ¡Pero, ay!…

La luna se había ocultado tras un montón de nubes. Por el oeste, una suave luz grisácea empezaba a disolver el pesado manto de la noche. Sir Percy sólo podía distinguir el grácil contorno de Marguerite, su cabeza regia, con una cascada de rizos dorados y rojizos, y las rutilantes joyas que formaban la florecilla roja, en forma de estrella, que llevaba en el pelo a modo de diadema.

—Veinticuatro horas después de nuestra boda, señora, el marqués de St. Cyr y toda su familia murieron en la guillotina, y llegó a mis oídos el rumor de que era la esposa de sir Percy Blakeney quien había ayudado a que acabaran así.

—¡No! Yo misma confesé lo que había de cierto en esa odiosa historia.

—No hasta después de que me lo contaran los extraños, con todos sus espantosos detalles.

—Y usted los creyó sin más —replicó Marguerite con vehemencia—, sin pedir pruebas ni hacer preguntas… creyó que yo, a quien había jurado amar más que a su propia vida, a quien había asegurado que adoraba, había sido capaz de hacer algo tan vil como lo que le contaron esas gentes. Pensó que le había engañado, que debía haber hablado antes de casarme con usted. Pero, si hubiera querido escucharme, le hubiera dicho que hasta la mañana misma en que St. Cyr fue a la guillotina, me desviví por salvarlos a él y a su familia, recurriendo a todas las influencias que tenía. Pero el orgullo selló mis labios al ver que su amor había muerto, como si hubiera caído bajo la cuchilla de esa misma guillotina. Le hubiera contado que me embaucaron. ¡Sí, a mí, a quien, también según los rumores, se le ha atribuido la inteligencia más aguda de toda Francia! Hice aquello porque caí en la trampa que me tendieron unos hombres que sabían cómo jugar con el amor que sentía por mi único hermano y mi deseo de venganza. ¿No es natural que lo hiciese?

Su voz quedó ahogada por las lágrimas. Guardó silencio unos instantes, tratando de recobrar el aplomo. Miró a su marido con expresión de súplica, como si la estuviera juzgando. Sir Percy la había dejado hablar vehemente, apasionadamente, sin hacer ningún comentario, sin ofrecerle una palabra de simpatía, y mientras Marguerite guardaba silencio, intentando tragarse las ardientes lágrimas que anegaban sus ojos, se quedó a la espera, impasible e inmóvil. A la tenue luz grisácea del alba, su figura parecía aún más erguida, más rígida. El rostro indolente y afable había experimentado una extraña transformación. En su excitación, Marguerite vio que los ojos de su marido ya no tenían una expresión lánguida, y que había desaparecido el gesto afable y un poco necio de su boca. Bajo sus párpados semicerrados destelló una extraña mirada de intensa pasión; tenía los labios apretados, como si sólo la fuerza de voluntad refrenara aquella pasión desbocada.

Por encima de todo, Marguerite Blakeney era una mujer, con todas las debilidades más fascinantes y los defectos más adorables de una mujer. En un instante comprendió que había estado equivocada durante los últimos meses; que aquel hombre que estaba ante ella, frío como una estatua cuando su voz melodiosa llegó a sus oídos, la amaba, como la había amado el año anterior; que quizá su pasión había estado dormida pero allí seguía, tan fuerte, intensa y poderosa como cuando sus labios se unieron por primera vez en un beso prolongado y enloquecedor.

El orgullo le había impedido acercarse a ella, y Marguerite, como mujer que era, estaba dispuesta a recuperar aquella conquista que una vez había sido suya. De repente, se le antojó que la única felicidad que podía ofrecerle la vida sería sentir de nuevo el beso de aquel hombre sobre sus labios.

—Lo que ocurrió fue lo siguiente, sir Percy —dijo en voz baja, dulce, infinitamente dulce—. ¡Armand lo era todo para mí! No teníamos padres, y nos cuidamos el uno al otro. Él era para mí un padre en pequeño, y yo para él una madre en miniatura, y nos queríamos mucho. Un día… ¿me escucha, sir Percy?, un día, el marqués de St. Cyr ordenó que azotaran a mi hermano, que lo azotaran sus lacayos, ¡a ese hermano al que quería más que a nadie en el mundo! ¿Y qué delito había cometido? Que, siendo plebeyo, había osado amar a la hija del aristócrata; por eso lo apalearon, y lo azotaron… ¡como a un perro, y estuvo a punto de perder la vida! ¡Ah, cuánto sufrí! ¡Su humillación me partió el alma! Cuando se me presentó la oportunidad de vengarme, la aproveché. Pero mi intención era únicamente humillar al orgulloso marqués. Conspiró con Austria contra su propio país. Me enteré por pura casualidad, y hablé de ello, sin saber —¿cómo podía haberlo adivinado?— que me habían engañado, que me habían tendido una trampa. Cuando comprendí lo que había hecho, era demasiado tarde.

—Quizá sea un poco difícil volver al pasado, señora —dijo sir Percy, tras unos momentos de silencio—. Ya le he confesado que tengo muy mala memoria, pero siempre he creído que, cuando murió el marqués, le rogué que me explicara ese rumor que corría de boca en boca. Si mi escasa memoria no me juega una mala pasada, creo recordar que se negó a darme cualquier clase de explicación, y exigió a mi amor una connivencia humillante que no estaba dispuesto a dar.

—Deseaba probar su amor por mí, y no superó la prueba. En los viejos tiempos me decía que sólo vivía para mí, para amarme.

—Y, para demostrarle ese amor, me pidió que renunciase a mi honor —replicó sir Percy, dando la impresión de que, poco a poco, lo abandonaba su imperturbabilidad y se relajaba su rigidez—, que aceptase sin rechistar ni preguntar todos los actos de mi dueña, como un esclavo tonto y obediente. Como mi corazón rebosaba de amor y pasión, no pedí ninguna explicación; pero naturalmente, esperaba que me la diera. Con una sola palabra que hubiera dicho, yo hubiera aceptado cualquier explicación, y la hubiera creído. Pero tras la confesión de los hechos, terribles, usted se marchó sin añadir nada; volvió orgullosamente a casa de su hermano, y me dejó solo… durante semanas… sin saber a quién tenía que creer, pues el relicario que contenía mi única ilusión estaba hecho pedazos, a mis pies.

Marguerite no podía quejarse de la frialdad e imperturbabilidad de su marido en aquellos momentos; la voz de sir Percy temblaba por la intensa pasión que trataba de dominar con esfuerzos sobrehumanos.

—¡Sí! ¡El orgullo me cegó! —exclamó Marguerite, afligida—. En cuanto me marché de su lado, lo lamenté, pero cuando regresé, ¡le encontré tan cambiado…! Ya llevaba esa máscara de indolente indiferencia que no se ha quitado hasta… hasta ahora.

Estaba tan cerca de él que su suave pelo, que llevaba suelto, rozaba la mejilla de sir Percy; sus ojos, relucientes de lágrimas, lo enloquecieron, la música de su voz le prendió fuego en las venas. Pero no estaba dispuesto a rendirse al encanto mágico de aquella mujer a la que había amado tan profundamente, y a cuyas manos su orgullo había sufrido un golpe terrible. Sir Percy cerró los ojos para borrar la delicada visión de aquella dulce cara, de aquel cuello níveo y de aquella figura grácil, alrededor de la cual empezaba a juguetear la luz rosada del amanecer.

—No, señora, no es una máscara —dijo en tono glacial—. Le juré… hace tiempo, que mi vida era suya. Desde hace meses es un juguete en sus manos… Ha cumplido su objetivo.

Pero en aquel instante Marguerite comprendió que aquella frialdad era una máscara. La angustia y la aflicción que había experimentado la noche anterior volvieron de pronto a su mente, pero no con amargura, sino con la sensación de que aquel hombre, que la quería, la ayudaría a sobrellevar su carga.

—Sir Percy —dijo impulsivamente—, Dios sabe que ha hecho todo lo posible para que la tarea que me había impuesto a mí misma resultara terriblemente difícil. Ahora mismo acaba de hablar de mi actitud. De acuerdo, llamémoslo así, si quiere. Yo quería hablar con usted porque… porque… tenía ciertos problemas… y necesitaba su comprensión.

—Estoy a sus órdenes, señora.

—¡Qué frío es usted! —suspiró Marguerite—. Le aseguro que me cuesta trabajo creer que hace unos meses una sola lágrima mía lo hubiera enloquecido por completo. Ahora me acerco a usted… con el corazón destrozado… y… y…

—Dígame, señora —la interrumpió sir Percy, con la voz casi tan temblorosa como la de ella—, ¿en qué puedo servirla?

—Percy… Armand se encuentra en peligro de muerte. Una carta escrita por él… impetuosa, imprudente, como todos sus actos, y dirigida a sir Andrew Foulkes, ha caído en poder de un fanático. Armand está irremediablemente comprometido… Quizá lo detengan mañana… y después irá a la guillotina… a menos que… a menos que… ¡Ah, es terrible! —dijo Marguerite con un gemido de angustia, mientras en su mente se agolpaban bruscamente los acontecimientos de la noche anterior—. ¡Es horrible!… Usted no lo entiende, no puede entenderlo… y no puedo acudir a nadie… para que me preste ayuda, ni siquiera comprensión.

Las lágrimas se negaron a contenerse. Vencieron las preocupaciones, las luchas consigo misma, la espantosa incertidumbre por la suerte de Armand. Se tambaleó, como si fuera a desplomarse, y apoyándose en la barandilla de piedra, ocultó el rostro entre las manos y sollozó amargamente.

Al oír el nombre de Armand St. Just y enterarse de que corría peligro, el rostro de sir Percy adquirió un tinte levemente pálido, y en sus ojos apareció la expresión de decisión y obstinación más marcada que nunca. Pero guardó silencio, y se limitó a observarla, mientras el delicado cuerpo de Marguerite se agitaba con los sollozos; la observó hasta que el rostro de sir Percy se dulcificó inconscientemente, y en sus ojos destelló algo parecido a las lágrimas.

—¿De modo que el perro asesino de la revolución se revuelve contra la mano que le daba de comer? —dijo con profundo sarcasmo—. Por favor, señora —añadió con gran dulzura, mientras Marguerite seguía sollozando histéricamente—, le ruego que seque sus lágrimas. Nunca he podido ver llorar a una mujer hermosa, y yo…

Instintivamente, a la vista del desamparo y la aflicción de Marguerite, sir Percy tendió los brazos con una pasión repentina, irrefrenable, y a continuación la hubiera cogido y acercado a sí, para protegerla de todo mal con su propia vida, con su propia sangre… Pero el orgullo salió victorioso en esta lucha una vez más; se contuvo con un tremendo esfuerzo de voluntad, y dijo con frialdad, mas con gran dulzura:

—¿No quiere confiarse a mí y decirme cómo puedo tener el honor de servirla, señora?

Marguerite hizo un esfuerzo supremo por dominarse y, volviendo un rostro bañado en lágrimas hacia él, le tendió la mano, que sir Percy besó con la consumada galantería de costumbre; pero en esta ocasión, los dedos de Marguerite se demoraron en su mano unos segundos más de lo absolutamente necesario, y esto ocurrió porque Marguerite comprobó que la mano de su marido temblaba perceptiblemente y le ardía, mientras que sus labios estaban fríos como el mármol.

—¿Puede hacer algo por Armand? —preguntó Marguerite, dulce y sencillamente—. Usted tiene muchas influencias en la corte… muchos amigos…

—Pero, señora, ¿no sería mejor que se procurase la influencia de su amigo francés monsieur Chauvelin? Si no me equivoco, su influencia puede llegar hasta el gobierno republicano de Francia.

—No puedo pedírselo a él, Percy… ¡Ah, ojalá me atreviera a contarle a usted…! pero… pero… Chauvelin ha puesto precio a la cabeza de mi hermano, y…

Marguerite hubiera dado cualquier cosa por reunir valor suficiente para contárselo todo… lo que había hecho aquella noche, cuánto había sufrido y por qué se había visto obligada a hacerlo. Pero no se atrevió a ceder al impulso… no en aquel momento, en que estaba empezando a comprender que su marido aún la amaba, en que esperaba recuperar su amor. No se atrevía a hacerle otra confesión. Quizá no lo entendería; cabía la posibilidad de que no comprendiera sus luchas y sus tentaciones. Era posible que el amor de sir Percy, aún adormecido, durmiera el sueño de la muerte.

Quizá adivinara lo que pasaba por su mente. Su actitud reflejaba una profunda nostalgia, era una auténtica oración por aquella confianza que el estúpido orgullo de Marguerite le negaba. Como ella siguió en silencio, sir Percy suspiró, y dijo con enorme frialdad:

—Bueno, señora, puesto que tanto la aflige, no hablaremos sobre el tema… Con respecto a Armand, le ruego que no tenga ningún miedo. Le doy mi palabra de que no le ocurrirá nada. Y ahora, ¿me da usted su permiso para retirarme? Se está haciendo tarde, y…

—¿Aceptará al menos mi gratitud? —le interrumpió Marguerite con verdadera ternura, acercándose a él.

Con un esfuerzo rápido, casi involuntario, sir Percy la hubiera cogido entre sus brazos en ese mismo momento, pues los ojos de Marguerite estaban anegados en lágrimas que hubiera querido secar con sus besos; pero ya en otra ocasión le había seducido de la misma forma, para después dejarlo a un lado, como si se tratara de un guante inservible. Sir Percy pensó que se trataba de un simple capricho pasajero, y era demasiado orgulloso para caer en la trampa una vez más.

—Es demasiado pronto, señora —dijo en voz queda—. Aún no he hecho nada. Es muy tarde, y estará usted cansada. Sus doncellas estarán esperándola arriba.

Se apartó para dejarla pasar. Marguerite suspiró. Fue un suspiro rápido, de decepción. El orgullo de sir Percy y la belleza de Marguerite habían entrado en conflicto, y el orgullo había vencido. Marguerite pensó que, al fin y al cabo, era posible que se hubiera engañado, que lo que había tomado por la chispa del amor en los ojos de su marido no fuera más que la pasión del orgullo, o incluso de odio en lugar de amor. Se quedó mirándole unos instantes. Sir Percy estaba tan rígido e impasible como antes. Había vencido el orgullo y Marguerite no le importaba en absoluto. Poco a poco el gris del alba iba cediendo su lugar a la luz rosada del sol naciente. Los pájaros empezaron a piar. La Naturaleza se despertó, respondiendo con una sonrisa feliz al calor de la esplendorosa mañana de octubre. Sólo entre aquellos dos corazones se alzaba una barrera infranqueable, hecha de orgullo por ambas partes, y ninguno de los dos estaba dispuesto a dar el primer paso para derribarla.

Sir Percy doblegó su elevada figura en una reverencia ceremoniosa, y Marguerite, con un último suspiro de amargura, empezó a subir la escalera de la terraza.

La larga cola de su vestido bordado en oro barrió las hojas muertas de los escalones, produciendo un susurro débil y armonioso al remontarlos con ligereza, con una mano apoyada en la barandilla, y la luz rosada del amanecer formando una aureola dorada alrededor de su pelo y arrancando destellos de los rubíes que llevaba en la cabeza y los brazos. Llegó a las altas puertas de cristal de la casa. Antes de entrar, se detuvo una vez más para mirar a sir Percy, esperando contra toda esperanza ver que le tendía los brazos, y oír su voz llamándola. Pero sir Percy no se movió; su enorme figura parecía la personificación del orgullo indomable, de la obstinación más recalcitrante.

Las lágrimas ardientes acudieron a los ojos de Marguerite, y como no quería que él las viera, se volvió bruscamente, y corrió hacia sus habitaciones con toda la rapidez que pudo.

Si en aquel momento hubiera vuelto al lugar que acababa de abandonar, y hubiera mirado una vez más el jardín teñido de luz rosada, hubiera visto algo ante lo que sus propios sufrimientos hubieran parecido livianos y llevaderos: un hombre fuerte, dominado por la pasión y la desesperación. Al fin había cedido el orgullo; la obstinación había desaparecido, la voluntad era impotente. No era más que un hombre enamorado locamente, ciega y apasionadamente enamorado, y en cuanto el ruido de las leves pisadas de Marguerite se desvaneció en el interior de la casa, sir Percy se arrodilló en la escalera de la terraza y, loco de amor, besó uno a uno los puntos que habían pisado los piececitos de Marguerite, y la barandilla de piedra en la que había posado su mano.

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