La Pimpinela Escarlata

X - Palco de la opera

X - PALCO DE LA OPERA

Era noche de gala en el teatro del Covent Garden, la primera de la temporada del otoño de aquel memorable año de gracia de 1792.

El teatro estaba abarrotado, desde los elegantes palcos de la orquesta y la platea hasta los asientos y tribunas de arriba, de carácter más plebeyo. El Orfeo de Glück despertaba gran expectación entre los sectores más intelectuales del local, mientras que las mujeres de la alta sociedad, la gente elegante y de vistosos ropajes, llamaban más la atención a quienes no se interesaban demasiado por aquella «reciente importación de Alemania».

Selina Storace había recibido una gran ovación de sus numerosos admiradores tras una magnífica aria; Benjamín Incledon, el favorito de las damas, había sido objeto de especial reconocimiento desde el palco real; y en esos momentos bajaba el telón, tras el clamoroso final del tercer acto, y el público, que había seguido hechizado los mágicos compases del genial maestro, pareció proferir al unísono un prolongado suspiro de satisfacción, antes de sacar a paseo cientos de lenguas maledicentes y frívolas.

En los elegantes palcos de la orquesta se veían muchas caras conocidas. El señor Pitt, abrumado por los asuntos de estado, disfrutaba de unas horas de tranquilidad con aquel regalo musical; el príncipe de Gales, jovial, rechoncho y de aspecto un tanto vulgar y tosco, iba de palco en palco pasando breves minutos con sus amigos más íntimos.

También en el palco de lord Grenville, un personaje extraño e interesante llamaba la atención de todo el mundo, una figura delgada y pequeña de expresión astuta y sarcástica y ojos hundidos, pendiente de la música, contemplando con aire crítico al público, vestido impecablemente de negro, con el pelo oscuro, sin empolvar. Lord Grenville, secretario de Estado para Asuntos Exteriores, le dispensaba un trato sumamente cortés, pero frío.

Aquí y allá, repartidos entre las bellezas de corte claramente británico, destacaban algunos rostros extranjeros en marcado contraste: los semblantes altivos y aristocráticos de los múltiples monárquicos franceses emigrados que, perseguidos por la facción revolucionaria e implacable de su país, habían encontrado un pacífico refugio en Inglaterra. En aquellos rostros habían dejado profundas huellas la aflicción y las preocupaciones. Sobre todo las mujeres prestaban poca atención a la música y al deslumbrante público; sin duda, sus pensamientos se encontraban muy lejos, con el marido, el hermano, acaso el hijo, que aún corría peligro, o que había sucumbido recientemente a un cruel destino.

Entre ellos, la condesa de Tournay de Basserive, llegada de Francia hacía poco tiempo, era uno de los personajes más sobresalientes: vestida de seda negra, de pies a cabeza, con sólo un pañuelo de encaje blanco que aliviaba el aire de duelo que la rodeaba, estaba al lado de lady Portarles, que con ingeniosas ocurrencias y chistes un tanto subidos de tono trataba vanamente de llevar una sonrisa a los tristes labios de la condesa. Detrás de ella se encontraban la pequeña Suzanne y el vizconde, silenciosos y algo cohibidos entre tantos desconocidos. Los ojos de Suzanne parecían melancólicos; al entrar en el teatro abarrotado, había mirado ansiosamente a su alrededor, examinando todas las caras, escudriñando todos los palcos. Saltaba a la vista que la cara que buscaba no se encontraba allí, pues se había sentado detrás de su madre, y sin prestar la menor atención al público, escuchaba la música con expresión lánguida.

—Ah, lord Grenville —dijo lady Portarles, cuando, tras un discreto golpe, en la puerta del palco apareció la cabeza, interesante e inteligente, del secretario de Estado—. No podía usted haber llegado más . Madame la condesa de Tournay arde en deseos de conocer las últimas noticias de Francia.

El distinguido diplomático se adelantó hacia las señoras y les estrechó la mano.

—¡Ay! —exclamó tristemente—. Son muy malas. Continúan las matanzas; París literalmente está anegado en sangre, y la guillotina reclama cien víctimas diariamente.

Pálida y llorosa, la condesa estaba reclinada contra el respaldo del asiento, escuchando horrorizada el breve y gráfico resumen de lo que ocurría en su malhadado país.

—Ah, monsieur —dijo, emocionada—, es terrible oír eso… Y mi marido aún en ese país espantoso. Para mí es horrible estar aquí, en un teatro, a salvo y tan tranquila, mientras él corre tales peligros.

—Vamos, madame —terció lady Portarles, en su habitual tono franco y brusco—. Si usted estuviera en un convento, no por eso su marido se encontraría más seguro, y tiene que pensar en sus hijos: son demasiado jóvenes para someterlos a tanta angustia y tanta aflicción prematuramente.

La condesa sonrió entre sus lágrimas ante la vehemencia de su amiga. Lady Portarles, cuya voz y cuyos modales no hubieran desmerecido de los de un mozo de cuerda, tenía un corazón de oro, y ocultaba una auténtica simpatía y amabilidad bajo la actitud un tanto ruda que adoptaban las damas de la época.

—Además, madame —añadió lord Grenville—, ¿no me dijo usted ayer que la Liga de la Pimpinela Escarlata había prometido por su honor traer a monsieur el conde a Inglaterra?

—¡Sí, sí! —contestó la condesa—. Esa es mi única esperanza. Ayer vi a lord Hastings… y me lo confirmó una vez más.

—En ese caso, estoy seguro de que no debe temer nada. Si la liga jura algo, no cabe duda de que lo cumple. ¡Ah! —exclamó el anciano diplomático con un suspiro—, ojalá fuera yo unos años más joven…

—¡Vamos, lord Grenville! —le interrumpió lady Portarles con brusquedad—. Aún es lo suficientemente joven como para volverle la espalda a ese cuervo francés que tiene entronizado en su palco esta noche.

—Ojalá pudiera… pero su señoría debe recordar que para servir a nuestro país hay que dejar a un lado los prejuicios. Monsieur Chauvelin es el agente autorizado de su gobierno…

—¡Pero bueno! —replicó lady Portarles—. ¿Llama usted gobierno a esa pandilla de bandidos sedientos de sangre?

—Todavía no parece prudente que Inglaterra rompa relaciones diplomáticas con Francia —dijo el ministro con cautela—, y no podemos negarnos a recibir con cortesía al agente que este país decida enviarnos.

—¡Al diablo con las relaciones diplomáticas, señor mío! Ese zorro astuto que tiene usted ahí no es más que un espía; se lo garantizo, y, o mucho me equivoco, o dentro de poco descubrirá usted que no le importa absolutamente nada la diplomacia, y que lo que quiere es perjudicar a los refugiados monárquicos, a nuestro heroico Pimpinela Escarlata y a los miembros de ese valeroso grupo.

—Estoy segura —dijo la condesa, frunciendo sus delgados labios—, de que si ese Chauvelin quiere hacernos daño, encontrará una leal aliada en lady Blakeney.

—¡Pero qué mujer ésta! —exclamó lady Portarles—. ¿Habrase visto qué maldad? Lord Grenville, usted que tiene un pico de oro, ¿querría hacerme el favor de explicarle a madame la condesa que se está comportando como una imbécil? Madame, en la situación en que usted se encuentra aquí, en Inglaterra —añadió, volviéndose con expresión colérica y resuelta hacia la condesa—, no puede permitirse el lujo de darse esos aires a los que son tan aficionados ustedes los aristócratas franceses. Lady Blakeney simpatizará o no con esos bandidos franceses; es posible que haya tenido algo que ver o no con la detención y la ejecución de St. Cyr, o como se llamara ese buen señor, pero es el centro de la alta sociedad de este país. Sir Percy Blakeney tiene más dinero que media docena de hombres juntos, y está a partir un piñón con la realeza, y si usted intenta ofender a lady Blakeney, a ella no la perjudicará en absoluto, pero a usted la dejará en ridículo. ¿No es así, lord Grenville?

Pero lo que lord Grenville pensaba sobre el asunto, o a qué conclusiones podía llegar la condesa de Tournay tras la pequeña diatriba de lady Portarles, siguió siendo un misterio, porque acababa de alzarse el telón para dar comienzo al tercer acto de Orfeo, y por todas partes pedían silencio.

Lord Grenville se despidió apresuradamente de las damas y regresó sin ruido a su palco, en el que Chauvelin había permanecido durante todo el , con su eterna caja de rapé en la mano, y con sus perspicaces y pálidos ojos fijamente clavados en el palco de enfrente, en el que, entré frufrús de faldas de seda, risas y miradas de curiosidad del público, acababa de entrar Marguerite Blakeney acompañada por su marido, divina y hermosa con sus abundantes rizos entre dorados y rojizos, ligeramente espolvoreados y recogidos en la nuca, al final de su grácil cuello, con un gigantesco lazo negro. Siempre vestida a la última moda, Marguerite era la única dama que aquella noche había prescindido del chaleco de anchas solapas que estaba muy en boga desde hacía dos o tres años. Llevaba un vestido de talle bajo y corte clásico que pronto pasaría a ser el modelo más extendido en todos los países de Europa. Quedaba perfecto con su figura grácil, de porte regio, con los brillantes adornos que parecían una masa de bordados de oro.

Al entrar, se asomó unos momentos a la barandilla del palco para comprobar cuántos asistentes a la función conocía. Muchas personas le dedicaron una inclinación de cabeza, y también le enviaron un saludo rápido y cortés desde el palco real.

Chauvelin la estuvo observando atentamente durante el comienzo del tercer acto. Escuchaba arrobada la música, mientras su delicada manecita jugueteaba con un pequeño abanico adornado con joyas. Su cabeza regia, el cuello y los brazos estaban cubiertos de diamantes magníficos y raras gemas, regalo de un marido que la adoraba y que estaba cómodamente, arrellanado a su lado.

A Marguerite le apasionaba la música. Aquella noche, Orfeo la tenía hechizada. En su rostro dulce y joven se leía claramente la alegría de vivir, que chispeaba en sus brillantes ojos azules e iluminaba la sonrisa que acechaba en sus labios. Al fin y al cabo, sólo tenía veinticinco años; se encontraba en la flor de la juventud, era la favorita de la clase más elevada, que la idolatraba, la festejaba, la mimaba. El había vuelto de Calais hacía dos días, y le había traído la noticia de que su adorado hermano se encontraba sano y salvo, que pensaba en ella y sería prudente.

No es de extrañar que en aquellos momentos, escuchando los apasionados compases de Glück, olvidara sus decepciones, olvidara sus sueños de amor perdidos, olvidara incluso a aquella nulidad perezosa y afable que había compensado su falta de dotes espirituales prodigándole toda clase de privilegios mundanos.

Sir Percy se quedó en el palco el tiempo que exigían las convenciones, haciendo sitio a Su Alteza Real y a la multitud de admiradores que, en continua procesión, acudían a rendir tributo a la reina de la alta sociedad. Después se marchó, probablemente a hablar con amigos cuya compañía le resultaba más agradable. Marguerite ni siquiera se preguntó dónde habría ido; le importaba muy poco, y tenía a su alrededor a su pequeña corte, integrada por la de Londres, a la que despidió al poco tiempo, pues deseaba estar a solas con Glück un ratito.

Un discreto golpe en la puerta interrumpió su deleite.

—Adelante —dijo con cierta impaciencia, sin volverse a mirar al intruso.

Chauvelin, que esperaba la ocasión, había observado que se encontraba a solas, y, sin desanimarse por aquel impaciente «Adelante», se deslizó silenciosamente en el palco, y al cabo de unos instantes se situó tras el asiento de Marguerite.

—Quisiera hablar con usted un momento, ciudadana —dijo en voz baja.

Marguerite se volvió rápidamente, sin disimular su inquietud.

—¡Me ha asustado! —dijo, con una risita forzada—. Su llegada es de lo más inoportuna. Quiero escuchar a Glück, y no tengo el menor deseo de hablar.

—Pero ésta es la única oportunidad que tengo —replicó Chauvelin en el mismo tono, y sin esperar a que le dieran permiso, acercó una silla a la de Marguerite; la colocó tan cerca que podía susurrarle al oído, sin molestar al público y sin que lo vieran, en la oscuridad del palco—. Es la única oportunidad que tengo —repitió al ver que Marguerite no se dignaba contestarle—. Lady Blakeney siempre está tan rodeada de gente, tan aclamada por su corte, que un viejo amigo nunca encuentra ocasión de hablar con ella.

—Pues entonces, espere a otro momento —dijo Marguerite, aún más impaciente—. Esta noche iré al baile de lord Grenville, después de la ópera, y supongo que usted también. Allí le concederé cinco minutos…

—Tres minutos en la intimidad de este palco son más que suficientes para mí —replicó Chauvelin en tono afable—, y creo que haría bien en escucharme, ciudadana St. Just.

Marguerite se estremeció involuntariamente. La voz de Chauvelin no pasaba de un murmullo. Aunque estaba aspirando tranquilamente un pellizco de rapé, había algo en su actitud, en aquellos ojos pálidos y zorrunos que a Marguerite casi le heló la sangre en las venas, como si vislumbrara un peligro mortal que hasta ese momento no hubiera siquiera sospechado.

—¿Es una amenaza, ciudadano? —preguntó al fin.

—No, mi hermosa señora —contestó Chauvelin con galantería—. Sólo una flecha lanzada al aire.

Calló unos instantes, como el gato que ve al ratón corriendo despreocupado, listo para atacar, pero esperando con ese sentido felino del placer ante la inminencia de una maldad. A continuación dijo en voz muy baja:

—Su hermano, St. Just, está en peligro.

No se movió ni un solo músculo del hermoso rostro que tenía ante él. Chauvelin veía a Marguerite de perfil, pues parecía absorta en la contemplación del escenario, pero era un observador suspicaz, y notó la repentina rigidez de los ojos, el endurecimiento de la boca, la profunda tensión, casi como si se paralizara, del esbelto cuerpo.

—Muy bien —replicó Marguerite, con fingida despreocupación—. Como es una de sus intrigas imaginarias, será mejor que vuelva a su asiento y me deje disfrutar de la música.

Y se puso a marcar el ritmo golpeando nerviosamente con la mano contra la barandilla almohadillada del palco. Selina Storace cantaba ante un público hechizado, pendiente de los labios de la . Chauvelin no se levantó de su asiento; observaba en silencio la diminuta mano nerviosa, único indicio de que la flecha había dado en el blanco.

—¿Y bien? —dijo de repente Marguerite, fingiendo tranquilidad.

—¿Y bien, ciudadana? —replicó Chauvelin afablemente.

—¿Qué le ocurre a mi hermano?

—Le traigo noticias suyas que, según creo, le interesarán mucho; pero primero, quisiera explicarle una cosa… ¿Me permite?

La pregunta era innecesaria. Chauvelin notó que todos y cada uno de los nervios de Marguerite se encontraban en tensión, a la espera de sus palabras, aunque la muchacha mantenía el rostro vuelto hacia el escenario.

—El otro día le pedí ayuda, ciudadana… —dijo—. Francia la necesita, y yo creía que podía confiar en usted, pero ya me dio su respuesta… Desde ese día las exigencias de mi trabajo y sus compromisos no nos han permitido vernos… pero han ocurrido muchas cosas…

—Le ruego que no divague, ciudadano —dijo Marguerite, como quitándole importancia—. La música es fascinante, y el público se va a impacientar con su charla.

—Un momento, ciudadana. El día en que tuve el honor de verla en Dover, y poco menos de una hora después de que me diera su respuesta definitiva, cayeron en mi poder ciertos papeles que revelaban otro de esos sutiles planes para la fuga de una pandilla de aristócratas franceses —el traidor de Tournay entre otros—, organizada por ese maldito entrometido, Pimpinela Escarlata. También han llegado a mis manos varias pistas de esta misteriosa organización, pero no todas, y lo que quiero es que usted… ¡Mejor dicho!, tiene usted que ayudarme a reunirlas todas.

Marguerite había escuchado a Chauvelin con palpable impaciencia; cuando terminó el discurso se encogió de hombros y dijo alegremente:

—¡Bah! ¿Acaso no le he dicho ya que no me importan ni sus planes ni Pimpinela Escarlata? Pero me había dicho que mi hermano…

—Un poco de paciencia, se lo ruego, ciudadana —prosiguió, imperturbable—. Esa misma noche había dos caballeros en , lord Antony Dewhurst y sir Andrew Foulkes.

—Lo sé. Yo los vi.

—Mis espías ya sabían que son miembros de esa maldita liga. Fue sir Andrew Foulkes quien escoltó a la condesa de Tournay y a sus hijos para cruzar el Canal de la Mancha. Cuando los dos hombres se quedaron solos, mis espías entraron en el salón de la posada, amordazaron y ataron a esos dos caballeros tan valientes, se apoderaron de sus papeles y me los trajeron.

En pocos instantes Marguerite comprendió el peligro. ¿Papeles?… ¿Habría cometido Armand alguna imprudencia?… La idea la llenó de horror. Sin embargo, no dejó que Chauvelin viera que le tenía miedo; se echó a reír, alegre y despreocupadamente.

—¡Qué barbaridad! ¡Su descaro es increíble! —dijo animadamente—. ¡Robo y violencia… en Inglaterra! ¡En una posada llena de gente! ¡Podrían haber sorprendido a sus hombres en el acto!

—¿Y qué si hubiera sido así? Son hijos de Francia, y su humilde servidor es quien les ha enseñado todo lo que saben. Si los hubieran cogido, habrían ido a la cárcel, o incluso a la horca, sin una palabra de protesta ni una indiscreción. De todos modos, hubiera valido la pena correr el riesgo. Una posada llena de gente es más segura de lo que usted cree para llevar a cabo estas pequeñas operaciones, y mis hombres tienen experiencia.

—Bueno, ¿y esos papeles? —preguntó, como sin darle importancia al asunto.

—Por desgracia, aunque por ellos me he enterado de ciertos nombres…, de ciertos movimientos… datos suficientes, a mi juicio, para desbaratar de momento el golpe que tenían planeado, sólo será de momento, y sigo ignorando la identidad de Pimpinela Escarlata.

—¡Ah, amigo mío! —dijo Marguerite, con la misma ligereza fingida—, entonces está como antes, ¿verdad?, y podrá dejarme disfrutar de la última estrofa del aria. ¿De acuerdo? —añadió, sofocando ostensiblemente un bostezo imaginario—. Pero ¿qué decía sobre mi hermano?

—Enseguida llego a ese punto, ciudadana. Entre los papeles había una carta dirigida a sir Andrew Foulkes escrita por su hermano, St. Just.

—¿Y qué?

—Esa carta demuestra que no sólo simpatiza con los enemigos de Francia, sino que colabora con la Liga de la Pimpinela Escarlata, si es que no es miembro de ella.

Al fin había descargado el golpe. Marguerite lo estaba esperando desde hacía tiempo. No demostraría ningún temor; estaba decidida a que pareciera que no le preocupaba, que se lo tomaba a la ligera. Cuando recibiera el golpe final, deseaba estar preparada, ser dueña de su ingenio, de ese ingenio que había merecido el calificativo del más agudo de Europa. No se arredró. Sabía que lo que le había dicho Chauvelin era verdad; aquel hombre era demasiado vehemente, estaba demasiado convencido, ciegamente, de la errónea causa que defendía, y se sentía demasiado orgulloso de sus compatriotas, de aquellos hacedores de revoluciones, como para rebajarse a inventar falsedades ruines y absurdas.

La carta de Armand —del estúpido e imprudente Armand— se encontraba en manos de Chauvelin. Marguerite lo sabía como si la tuviera ante sus propios ojos; y Chauvelin la guardaría para lograr sus propósitos hasta que le conviniera destruirla o utilizarla contra Armand. Sabía todo eso y, sin embargo, siguió riendo, aún con más despreocupación y más fuerza que antes.

—¡Vamos, vamos! —exclamó, hablando por encima del hombro y mirando abiertamente a Chauvelin a la cara—. ¿No decía yo que eran invenciones suyas?… ¡Que Armand se ha unido al enigmático Pimpinela Escarlata!… ¡Y decir que Armand ayuda a esos aristócratas franceses que tanto detesta!… ¡Hay que reconocer que esta historia es digna de su gran imaginación!

—Permítame que deje bien claro este asunto, ciudadana —dicho Chauvelin, con la misma calma, sin inmutarse—. Le aseguro que St. Just está tan comprometido que no existe la menor posibilidad de que obtenga el perdón.

Durante unos instantes se hizo un silencio absoluto en el palco de la orquesta. Marguerite estaba muy erguida en su asiento, rígida e inmóvil, intentando pensar, intentando afrontar la situación, reflexionando sobre lo que debía hacer.

En el escenario, Storace había terminado de cantar el aria, y saludaba al público que la aclamaba enfervorizado, enfundada en ropajes clásicos pero con las reverencias que dictaban los usos del siglo .

—Chauvelin, —dijo Marguerite Blakeney al fin, tranquilamente, sin el envalentonamiento que había caracterizado su actitud hasta ese momento—. Chauvelin, amigo mío, vamos a tratar de comprendernos mutuamente. Me da la impresión de que mi ingenio se ha oxidado al contacto con este clima tan húmedo. Dígame una cosa. Usted está deseando descubrir la identidad de Pimpinela Escarlata, ¿no es así?

—El más acérrimo enemigo de Francia, ciudadana… y el más peligroso, pues trabaja en la oscuridad.

—Querrá decir el más noble… ¡Pero en fin…! Y usted va a obligarme a ejercer de espía para usted a cambio de la seguridad de mi hermano Armand, ¿no es así?

—¡Ah, hermosa señora, esas palabras son muy feas! —protestó Chauvelin cortésmente—. Por supuesto que nadie va a obligarla, y el servicio que le pido que me preste, en nombre de Francia, no puede llamarse con ese nombre tan desagradable: espionaje.

—Así es como se llama aquí —replicó Marguerite secamente—. Esa es su intención, ¿verdad?

—Mi intención es que usted obtenga el perdón para Armand St. Just prestándome un pequeño servicio.

—¿En qué consiste?

—Sólo vigilar por mí esta noche, ciudadana St. Just —se apresuró a contestar Chauvelin—. Verá; entre los papeles que se le encontraron a sir Andrew Foulkes, había una notita. ¡Mire! —añadió, sacando un minúsculo papel de su bolsillo y dándoselo a Marguerite.

Era el mismo papelito que, cuatro días antes, leían los dos jóvenes en el preciso momento en que fueron atacados por los esbirros de Chauvelin. Marguerite lo cogió mecánicamente y se inclinó para leerlo. Sólo había dos líneas, escritas con una caligrafía deformada. Leyó, casi en voz alta:

«Recuerden que no debemos vernos más de lo estrictamente necesario. Ya tienen todas las instrucciones para el día 2. Si quieren hablar conmigo, estaré en el baile de G.»

—¿Qué significa esto? —preguntó Marguerite.

—Mire con atención y lo comprenderá, ciudadana.

—En esta esquina hay un dibujo, una florecita roja…

—Sí.

—La Pimpinela Escarlata —dijo ansiosamente—, y el baile de G. se refiere al baile de Grenville… Estará en casa de lord Grenville esta noche.

—Así es como yo interpreto esta nota, ciudadana —concluyó Chauvelin—. Después de que mis espías redujeron y registraron a lord Antony Dewhurst y sir Andrew Foulkes, les di órdenes de que los llevaran a una casa solitaria en la carretera de Dover, que había alquilado con este fin. Allí han estado prisioneros hasta esta mañana. Pero al encontrar esta notita, pensé que lo mejor sería que llegaran a Londres a tiempo para asistir al baile de lord Grenville. Comprenderá usted que tienen muchas cosas que contarle a su jefe… y esta noche tendrán la oportunidad de hablar con él, tal y como les recomendó que hicieran. Por eso, esta mañana esos dos caballeros encontraron las puertas de esa casa de la carretera de Dover abiertas de par en par; sus carceleros habían desaparecido y había dos buenos caballos ensillados esperándolos en el jardín. Aún no los he visto, pero es de suponer que no habrán parado hasta llegar a Londres. ¿Ve qué sencillo es todo, ciudadana?

—Sí, parece muy sencillo —replicó Marguerite, haciendo un último y amargo esfuerzo por parecer alegre—. Cuando se quiere matar un pollito… se lo agarra y se le retuerce el cuello… Al único que no le parece tan sencillo es al pollito. Me pone usted una pistola en el pecho, y tiene usted un rehén para obligarme a obedecer… A usted le parece sencillo, pero a mí no.

—No, ciudadana. Le ofrezco la oportunidad de salvar al hermano que usted quiere tanto de las consecuencias de la estupidez que ha cometido.

El rostro de Marguerite se dulcificó, sus ojos se humedecieron, y murmuró, casi para sus adentros:

—El único ser en el mundo que siempre me ha querido de verdad… Pero ¿qué quiere que haga, Chauvelin? —preguntó, con una desesperación infinita en su voz ahogada por las lágrimas—. ¡En mi situación actual, yo no puedo hacer nada!

—Claro que sí, ciudadana —replicó Chauvelin seca, implacablemente, sin dejarse ablandar por aquella súplica desesperada e infantil que hubiera derretido incluso un corazón de piedra—. Siendo lady Blakeney, nadie sospecharía de usted, y con su ayuda, ¿quién sabe?, es posible que esta noche logre averiguar al fin la identidad de Pimpinela Escarlata… Usted estará en el baile… Observe, ciudadana; observe y escuche… Después me contará si ha oído algo, una frase suelta, cualquier cosa… Debe fijarse en todas las personas con las que hablen sir Andrew Foulkes o lord Antony Dewhurst. En la actualidad, usted se encuentra completamente libre de sospecha. Pimpinela Escarlata asistirá esta noche al baile de lord Grenville. Averigüe quién es, y me comprometo, en nombre de Francia, a garantizar la seguridad de su hermano.

Chauvelin la ponía entre la espada y la pared. Marguerite se sentía atrapada en una tela de araña en la que no había posibilidad de escapatoria. Aquel hombre tenía en su poder un rehén precioso, que intercambiaría por su obediencia; porque Marguerite sabía que sus amenazas jamás eran vanas. No cabía duda de que el Comité de Salud Pública ya había señalado a Armand como «sospechoso», no le permitirían salir de Francia y le castigarían implacablemente si Marguerite se negaba a obedecer a Chauvelin. Durante unos momentos, como mujer que era, albergó la esperanza de contemporizar con él. Tendió la mano a aquel hombre, a quien detestaba y temía.

—Chauvelin, si le prometo mi ayuda en este asunto —dijo afablemente—, ¿me dará la carta de St. Just?

—Si me presta un valioso servicio esta noche, le daré la carta… mañana —respondió él con una sonrisa sarcástica.

—¿Acaso no se fía de mí?

—Confío plenamente en usted, mi querida señora, pero es Francia quien tiene en prenda la vida de St. Just, y su salvación depende de usted.

—Quizá no pueda ayudarle —dijo Marguerite en tono suplicante—, por mucho que desee hacerlo.

—Eso sería terrible —replicó Chauvelin pausadamente—, para usted… y para St. Just.

Marguerite se estremeció. Sabía que no podía esperar misericordia de aquel hombre todopoderoso, que tenía la vida de su adorado hermano en un puño. Le conocía demasiado bien, y también sabía que, si no lograba sus fines, sería implacable.

Sintió frío a pesar de la atmósfera opresiva del teatro. Se le antojó que los sobrecogedores compases de la música llegaban hasta ella como de una tierra lejana. Se cubrió los hombros con el elegante chal de encaje, y contempló en silencio el brillante escenario, como en un sueño.

Durante unos segundos sus pensamientos se apartaron del ser querido que se encontraba en peligro, y volaron hasta el otro hombre que también tenía derecho a su confianza y su afecto. Se sintió sola y asustada por Armand; anheló el consuelo y el consejo de alguien que supiera cómo ayudarla y animarla. Sir Percy Blakeney le había amado en su día; era su marido; ¿por qué tenía que pasar sola aquella terrible prueba? Sir Percy tenía poco cerebro, eso era cierto, pero le sobraban músculos, y si ella ponía la inteligencia, y él la fuerza y el empuje masculino, juntos vencerían al astuto diplomático, y rescatarían al rehén de sus manos vengativas sin poner en peligro la vida del noble jefe de aquel grupo de héroes. Sir Percy conocía bien a St. Just, parecía tenerle cariño… Marguerite estaba segura de que podía ayudarle.

Chauvelin ya no le prestaba la menor atención. Había pronunciado la cruel fórmula: «O esto o…» y ahora le tocaba decidir a ella. El francés parecía absorto en las emocionantes melodías de Orfeo, y marcaba el ritmo de la música con su cabeza puntiaguda, como de hurón.

Un discreto golpecito en la puerta interrumpió las reflexiones de Marguerite. Era sir Percy Blakeney, erguido, somnoliento, afable, con su sonrisa a medio camino entre la timidez y la necedad, que en aquel momento irritó a Marguerite profundamente.

—Esto… tu coche está afuera, querida —dijo, arrastrando las palabras de una forma exasperante—. Supongo que querrás ir a ese dichoso baile… Perdone… esto… monsieur Chauvelin… No había reparado en usted…

Tendió dos dedos blancos y delgados hacia Chauvelin, que se puso en pie cuando sir Percy entró en el palco.

—¿Vienes, querida?

—¡Chist! ¡Chist! —se oyó protestar desde distintos rincones del teatro.

—¡Qué desvergüenza! —comentó sir Percy con una sonrisa afable.

Marguerite suspiró, impaciente. Su última esperanza acababa de desvanecerse bruscamente. Se puso la capa y, sin mirar a su marido, dijo: «Estoy preparada», al tiempo que se cogía de su brazo. Al llegar a la puerta del palco se dio la vuelta y miró a la cara a Chauvelin, que con su bajo el brazo y una extraña sonrisa rondándole por sus delgados labios, se disponía a seguir a la mal avenida pareja.

—Es sólo un , Chauvelin —dijo Marguerite cortésmente—. Nos veremos esta noche en el baile de lord Grenville.

Y, sin duda, el astuto francés leyó en los ojos de la mujer algo que le produjo una profunda satisfacción, pues, sonriendo sarcásticamente, tomó un pellizco de rapé y, después, tras sacudirse la corbata de delicado encaje, se frotó las manos delgadas y huesudas, muy animado.

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