La Pimpinela Escarlata

XXII - Calais

XXII - CALAIS

Aun la noche más angustiosa o el día más largo tarde o temprano toca inevitablemente a su fin.

Marguerite pasó más de quince horas sometida a una tortura mental tan espantosa que a punto estuvo de volverse loca. Tras una noche de insomnio, se levantó temprano, incapaz de dominar su nerviosismo, ardiendo en deseos de iniciar el viaje, horrorizada ante la posibilidad de que se interpusieran más obstáculos en su camino. Temía tanto perder su única oportunidad de partir, que se levantó antes de que ningún habitante de la casa se hubiera puesto en movimiento.

Cuando bajó al salón, encontró a sir Andrew Foulkes allí sentado. Había salido media hora antes para ir al malecón del Almirantazgo, donde había comprobado que ni el paquebote francés ni ningún barco fletado por un particular podía zarpar todavía de Dover. La tempestad estaba en su apogeo, y estaba cambiando la marea. Si el viento no amainaba o cambiaba de dirección, se verían obligados a esperar otras diez o doce horas hasta la siguiente marea para iniciar la travesía. Y ni la tormenta había amainado, ni el viento había cambiado, y la marea bajaba rápidamente.

Al enterarse de tan pésimas noticias, Marguerite se sumió en negra desesperación. Únicamente su inquebrantable resolución evitó que se desmoronase, lo que hubiera aumentado la preocupación de sir Andrew, que era ya muy profunda.

Aunque trataba de disimularlo, Marguerite observó que el joven estaba tan ansioso como ella por encontrar a su camarada y amigo. La inactividad forzosa era terrible para ambos.

Marguerite jamás hubiera podido explicar cómo pasaron aquel angustioso día en Dover. Como le horrorizaba dejarse ver, pues los espías de Chauvelin podía andar por allí cerca, pidió en la posada que le dejaran un salón privado, y sir Andrew y ella estuvieron allí sentados incontables horas, forzándose a tomar, muy de cuando en cuando, las comidas que les servía la pequeña Sally, sin otra cosa en que ocuparse más que pensar, hacer conjeturas, y sólo en contadas ocasiones, albergar cierta esperanza.

La tempestad había amainado cuando ya era demasiado tarde; la marea estaba demasiado baja para que una embarcación pudiese levar anclas. El viento había cambiado, y se estaba transformado en una favorable brisa del noroeste, una auténtica bendición del cielo para realizar una travesía rápida hasta Francia.

Y allí siguieron esperando, preguntándose cuándo llegaría la hora en que pudieran partir. Aquel día largo y angustioso había tenido sus momentos de alegría: sir Andrew bajó de nuevo al malecón, y volvió inmediatamente para contarle a Marguerite que había alquilado una goleta muy veloz, cuyo capitán estaba preparado para zarpar en cuanto la marea les fuese favorable.

Desde aquel instante, las horas se les antojaron menos pesadas; la espera fue menos angustiosa hasta que al fin, a las cinco de la tarde, Marguerite, cubierta por un tupido velo y seguida por sir Andrew Foulkes, que, con atuendo de lacayo, llevaba varios bultos de equipaje, se dirigieron al malecón.

Una vez a bordo, el aire fresco y penetrante del mar reanimó a lady Blakeney; la brisa era lo suficientemente fuerte como para hinchar las velas del , que navegaba alegremente hacia alta mar.

Tras la tormenta, el sol era esplendoroso, y Marguerite, al contemplar los blancos acantilados de Dover que desaparecían de su vista poco a poco, se sintió más tranquila, y casi esperanzada.

Sir Andrew era todo amabilidad con ella, y Marguerite pensó que era muy afortunada por tenerle a su lado en aquella situación tan difícil.

Poco a poco, entre las brumas vespertinas, que cerraban rápidamente, fue destacándose la gris costa de Francia. Se veía el destello de una o dos luces, y las torres de varias iglesias, que asomaban por entre la niebla.

Al cabo de media hora Marguerite desembarcaba en territorio francés. Había regresado a un país en que, en aquel mismo instante, los hombres asesinaban a sus semejantes a centenares, y enviaban al matadero a miles de mujeres y niños inocentes.

El propio aspecto del país y sus habitantes, aun en aquel remoto pueblo costero, daba testimonio de la bullente revolución que se desarrollaba a casi quinientos kilómetros de distancia, en la hermosa ciudad de París, que se había convertido en un lugar repugnante a causa del constante fluir de la sangre de sus hijos más nobles, de los gemidos de las viudas, de los gritos de los niños huérfanos.

Todos los hombres llevaban gorros rojos —con diversos grados de limpieza—, con la escarapela tricolor prendida a la izquierda. Marguerite observó, con un estremecimiento, que en lugar del semblante risueño y alegre a que estaba acostumbrada, en el rostro de sus compatriotas había una invariable expresión de desconfianza y disimulo.

En los tiempos que corrían, cada persona espiaba a los demás: la palabra más inocente, pronunciada en son de broma, podía esgrimirse en cualquier momento como prueba de tendencias aristocráticas, o de traición al pueblo. Incluso las mujeres iban con una extraña mirada de temor y odio acechando en sus ojos oscuros, y contemplaron a Marguerite cuando bajó a tierra, seguida por sir Andrew, murmurando a su paso: «» o «».

Por lo demás, la presencia de ambos no despertó ningún otro comentario. En aquellos días, Calais mantenía comunicaciones comerciales constantes con Inglaterra, y en sus costas se veían con frecuencia comerciantes ingleses. Todo el mundo sabía que, debido a los fuertes impuestos que había que pagar en Inglaterra, se pasaban de contrabando grandes cantidades de vinos y coñacs franceses. Este hecho complacía enormemente al francés; le encantaba ver cómo el gobierno y el rey inglés, a los que odiaba, perdían de esta forma una parte de sus ingresos. Un contrabandista inglés era siempre bien recibido en las tabernuchas de mala muerte de Calais y Bolonia.

Seguramente por eso, mientras sir Andrew llevaba a Marguerite por las tortuosas calles de Calais, muchos de sus habitantes, que volvían la cabeza soltando un terno al paso de aquellos extranjeros vestidos a la moda inglesa, pensarían que estaban allí para adquirir objetos por los que había que pagar derechos de aduana en su país de nieblas, y apenas se fijaban en ellos.

Pero Marguerite no dejaba de pensar en cómo habría podido pasar desapercibido en Calais sir Percy, con su enorme estatura, en qué disfraz habría adoptado para realizar su noble tarea sin llamar demasiado la atención.

Sin intercambiar más que unas cuantas palabras, sir Andrew atravesó con ella toda la ciudad, hasta llegar al extremo opuesto del que habían desembarcado, y a continuación se dirigieron al cabo Gris-Nez. Las calles eran angostas, tortuosas, y en la mayoría había un hedor insoportable, una mezcla de pescado podrido y de sótano húmedo. La noche anterior había llovido intensamente, y a veces, Marguerite se hundía hasta el tobillo en el barro, pues las calles carecían de iluminación, a no ser por la luz tenue de la lámpara de una casa de trecho en trecho.

Pero no hizo el menor caso a aquellas molestias insignificantes: «Es posible que veamos a Blakeney en la posada del », le había dicho sir Andrew al desembarcar, y experimentaba la sensación de caminar sobre una alfombra de pétalos de rosa, pues iba a ver a su marido muy pronto.

Finalmente llegaron a su destino. Saltaba a la vista que sir Andrew conocía el camino, porque se movía con seguridad en medio de la oscuridad, y no había preguntado a nadie por dónde debían ir. Estaba tan oscuro que Marguerite no observó el aspecto exterior de la casa. El , como lo había llamado sir Andrew, era una pequeña posada de las afueras de Calais, por la que había que pasar para ir al Gris-Nez. Se encontraba a cierta distancia de la costa, pues el ruido del mar se oía a lo lejos.

Sir Andrew golpeó la puerta con la empuñadura de su bastón, y en el interior Marguerite distinguió un leve gruñido y el murmullo de una retahíla de juramentos. Sir Andrew volvió a llamar, en esta ocasión con mayor vehemencia: se oyeron más juramentos, y a continuación unas pisadas que se arrastraban hacia la puerta. Al cabo de unos instantes se abrió de par en par, y Marguerite comprobó que se encontraba en el umbral de la habitación más miserable y destartalada que había visto en su vida.

El papel de las paredes colgaba, hecho jirones; al parecer, no había ni un solo mueble en la estancia del que pudiera decirse, aun haciendo gala de una gran imaginación, que estuviera «entero». La mayor parte de las sillas tenían el respaldo roto, otras carecían de asiento; una esquina de la mesa estaba apoyada sobre un montón de astillas, en sustitución de la pata.

En un rincón de la habitación había un enorme hogar, sobre el que colgaba un puchero, del que emanaba un aroma a sopa caliente no demasiado desagradable. A un lado, en lo alto de la pared, había una especie de desván, ante el que colgaba una andrajosa cortina de cuadros blancos y azules. Al desván se accedía por un tramo de escalones desvencijados.

En las paredes desnudas, con el papel descolorido y salpicadas de manchas de diversa procedencia, habían escrito con tiza, en caracteres grandes y gruesos, las siguientes palabras: «Liberté, Egalité, Fraternité».

El sórdido cuchitril estaba débilmente iluminado por una lámpara de aceite apestosa, que colgaba de las desvencijadas vigas del techo. Todo tenía un aspecto tan miserable, tan sucio y desalentador, que Marguerite casi no se atrevió a traspasar el umbral.

Sin embargo, sir Andrew entró sin la menor vacilación.

—¡Viajeros ingleses, ciudadano! —dijo enérgicamente, en trances.

El individuo que había acudido a la puerta para responder a la llamada de sir Andrew, y que, presumiblemente era el propietario de aquel miserable cuchitril, era un campesino de edad, muy corpulento, que llevaba una sucia blusa azul, unos pesados zuecos, de los que sobresalían briznas de paja, unos raídos pantalones azules, y el inevitable gorro rojo con la escarapela tricolor, que proclamaba sus opiniones políticas del momento. Llevaba una pipa corta de madera, que despedía un olor a tabaco rancio. Miró con cierto recelo y enorme desprecio a los viajeros, murmuró «Sacrrréés Anglais» y escupió en el suelo para dar otra muestra de su independencia de espíritu, no obstante lo cual se apartó para dejarles paso, muy consciente, sin duda, de que aquellos sacrrréés Anglais siempre llevaban la bolsa bien llena.

—¡Dios mío! —exclamó Marguerite, cruzando la habitación con un pañuelo pegado a su delicada nariz—. ¡Qué garito tan espantoso! ¿Está seguro de que éste es el sitio que buscábamos?

—Sí, estoy completamente seguro —contestó el joven, sacudiendo una silla para que se sentara Marguerite con su pañuelo ribeteado de encaje, muy a la moda—. Pero juro que jamás había visto una pocilga tan infame.

—Hay que reconocer que no resulta muy acogedor —dijo Marguerite, mirando a su alrededor con cierta curiosidad, horrorizada ante las paredes destartaladas, las sillas rotas y la mesa desvencijada.

El posadero del —que se llamaba Brogard— no volvió a prestar atención a sus huéspedes. Llegó a la conclusión de que pedirían la cena de un momento a otro, pero hasta entonces, un ciudadano libre no tenía por qué mostrar deferencia, ni siquiera cortesía, a nadie, por elegantemente que fuera vestido.

Junto al hogar había una figura agazapada, vestida, al parecer, enteramente con harapos: debía ser una mujer, aunque hubiera resultado difícil asegurar ese extremo, a no ser por el gorro, que en sus buenos tiempos había sido blanco, y por algo que vagamente recordaba a unas enaguas. Mascullaba algo para sus adentros, y de vez en cuando removía la pócima del puchero.

—Eh, amigo —dijo al fin sir Andrew—, quisiéramos cenar algo… Juraría que la ciudadana —añadió, señalando al montón de harapos agazapado junto al fuego— está confeccionando una sopa deliciosa, y mi ama no prueba bocado desde hace varias horas.

Brogard tardó varios minutos en atender la petición. ¡Un ciudadano libre no se precipita así como así a cumplir los deseos de quienes le piden algo!

—¡Sacrrréés aristos! —murmuró, y volvió a escupir en el suelo.

A continuación se dirigió con mucha calma a un aparador que había en un rincón de la habitación; sacó una vieja sopera de peltre y, lentamente, sin pronunciar palabra, se la dio a su media naranja, que, igualmente silenciosa, se puso a llenar el recipiente con la sopa del puchero.

Marguerite contempló estos preparativos horrorizada; de no haber sido por la gravedad del asunto que la había llevado hasta allí, hubiera escapado sin el menor pudor de aquel cuchitril lleno de suciedad y espantosos olores.

—¡Vaya! La verdad es que nuestros anfitriones no son precisamente alegres —dijo sir Andrew, al ver la expresión de horror del rostro dé Marguerite—. Ojalá pudiera ofrecerle una comida más abundante y apetitosa… pero creo que la sopa es comestible y el vino bueno. Estas gentes se revuelcan en la suciedad, pero por lo general viven bien.

—Le ruego que no se preocupe por mí, sir Andrew —dijo con dulzura—. Mi cabeza no se encuentra en condiciones de darle demasiadas vueltas a un asunto como la comida.

Brogard prosiguió lentamente con sus preparativos: colocó en la mesa un par de cucharas y dos vasos, que sir Andrew tuvo la precaución de limpiar cuidadosamente.

El mesonero también puso una botella de vino y un trozo de pan, y Marguerite hizo un esfuerzo para acercar su silla a la mesa y simular que comía. Sir Andrew, como convenía a su papel de lacayo, se quedó de pie detrás de la silla de lady Blakeney.

—Por favor, señora —dijo, al ver que Marguerite parecía incapaz de comer—, le ruego que intente tomar aunque sea un bocado. Recuerde que va a necesitar todas sus fuerzas.

La verdad es que la sopa no estaba demasiado mala; olía y sabía bien. A Marguerite le hubiera gustado, a no ser por el terrible entorno. No obstante, partió el pan, y bebió un poco de vino.

—Sir Andrew, no puedo verle de pie —dijo—. Usted necesita comer tanto como yo. Este individuo pensará que soy una inglesa excéntrica que se ha fugado con su lacayo si usted se sienta a mi lado y comparte conmigo este remedo de cena.

Efectivamente; después de dejar en la mesa lo absolutamente imprescindible, Brogard no volvió a ocuparse de sus huéspedes. La mére Brogard abandonó la habitación en silencio, arrastrando los pies, y el hombre se quedó allí holgazaneando y sacando humo a su apestosa pipa, a veces bajo las mismísimas narices de Marguerite, como debe hacer cualquier ciudadano libre que se precie.

—¡Maldito animal! —exclamó sir Andrew, con auténtica indignación británica, cuando Brogard se apoyó en la mesa, fumando y mirando con aire de suficiencia a aquellos dos sacrés Anglais.

—En el nombre del cielo, sir Andrew —le reprendió Marguerite rápidamente, al ver que el joven, con un instinto netamente británico, apretaba el puño amenazadoramente—, recuerde que está usted en Francia, y que en este año de gracia, la gente actúa así.

—¡Me encantaría retorcerle el pescuezo a ese animal! —murmuró sir Andrew, enfurecido.

Siguiendo el consejo de Marguerite, se había sentado a su lado, y los dos hacían nobles esfuerzos para engañarse mutuamente, simulando que comían y bebían.

—Le ruego que no despierte las iras de ese individuo —dijo Marguerite—, para que conteste a las preguntas que tenemos que hacerle.

—Haré lo posible, pero le aseguro que preferiría retorcerle el pescuezo a hacerle preguntas. ¡Eh, amigo! —dijo afablemente en francés, dando un ligero golpecito a Brogard en el hombro—. ¿Vienen muchos de nuestra clase por aquí? Quiero decir viajeros ingleses.

Brogard miró a su alrededor, por encima del hombro, dio un par de chupadas a la pipa, pues no tenía ninguna prisa por contestar, y murmuró:

—Pues… a veces.

—¡Ah! —exclamó sir Andrew, con aire despreocupado—. Los viajeros ingleses saben dónde se puede beber buen vino, ¿eh, amigo? Pero dígame una cosa… Mi señora quisiera saber si por casualidad ha visto usted a un buen amigo suyo, un caballero inglés, que viene a Calais con frecuencia por asuntos de negocios. Es muy alto, y hace unos días partió hacia París… Mi señora esperaba reunirse con él aquí, en Calais.

Marguerite intentó no mirar a Brogard, para no delatar la terrible ansiedad con que esperaba su respuesta. Pero un ciudadano francés libre nunca tiene prisa por contestar a una pregunta; Brogard tardó unos momentos en responder con mucha calma:

—¿Inglés alto? ¿Hoy? ¡Sí!

—¿Le ha visto? —preguntó sir Andrew, en tono despreocupado.

—Sí, hoy —masculló Brogard, de mal humor. A continuación quitó tranquilamente el sombrero de sir Andrew de una silla que estaba a su lado, se lo puso, se estiró la sucia blusa, e intentó expresar con una pantomima que el individuo en cuestión llevaba unas ropas muy elegantes—. ¡ ese inglés tan alto! —masculló.

Marguerite apenas pudo reprimir un grito.

—No cabe duda de que es sir Percy —murmuró—, ¡y sin disfraz!

Sonrió, a pesar de la preocupación y de las lágrimas que empezaban a agolparse en sus ojos, al pensar en «la pasión dominante llevada hasta la muerte»; en Percy, enfrentándose a los peligros más terribles con una chaqueta de última moda y los encajes de la camisa impecables.

—¡Ah, qué temerario es! —suspiró—. ¡Deprisa, sir Andrew! Pregúntele a ese hombre cuándo se marchó.

—Ah, sí, amigo mío —añadió sir Andrew, con la misma actitud de indiferencia—, mi señor siempre lleva una ropa muy bonita. No cabe duda de que el caballero que usted ha visto es el amigo de mi señora. ¿Y dice que se ha marchado?

—Sí, se fue… pero volverá… aquí. Ha encargado la cena…

Sir Andrew puso rápidamente la mano en el brazo de Marguerite para prevenirla; el gesto llegó justo a tiempo, pues al momento siguiente, la loca alegría que experimentaba lady Blakeney la hubiera delatado. Se encontraba bien, a salvo, y volvería en cualquier momento, lo vería quizá al cabo de unos instantes… ¡Ah! Pensó que no podría soportar tanta alegría.

—¿Aquí? —le preguntó a Brogard, que de repente se había transformado a sus ojos en un mensajero celestial de felicidad—. ¿Dice que el caballero inglés volverá aquí?

El mensajero celestial escupió en el suelo para expresar su desprecio por todos y cada uno de los que se empeñaban en frecuentar el .

—¡Que sí! —masculló—. Ha encargado la cena… y volverá… ¡Sacrés Anglais! —añadió, a modo de protesta contra el lío que armaban por un simple inglés.

—Pero ¿dónde está ahora? ¿No lo sabe? —preguntó Marguerite impaciente, posando su mano blanca y delicada en la sucia manga de la camisa del hombre.

—Se fue a buscar un caballo y un carro —respondió Brogard lacónicamente, al tiempo que, con un gesto agrio, se quitaba del brazo aquella hermosa mano que muchos príncipes habían besado con orgullo.

—¿A qué hora salió?

Pero saltaba a la vista que Brogard estaba harto de tantas preguntas. Pensaba que no estaba bien que a un ciudadano —que era el igual de cualquiera— le interrogasen de aquella forma unos , aunque fueran ingleses ricos. Lo propio de su dignidad recién adquirida era mostrarse lo más grosero posible, pues sin duda responder dócilmente a unas preguntas respetuosas era señal inequívoca de servilismo.

—No lo sé —replicó secamente—. Ya he hablado bastante, Llegó hoy. Encargó la cena. Salió. Volverá.

Y tras esta última declaración de sus derechos de ciudadano y hombre libre, es decir, ser tan grosero como le viniera en gana, Brogard salió de la habitación arrastrando los pies y dando un portazo.

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