La Pimpinela Escarlata

XXV - El águila y el zorro

XXV - EL ÁGUILA Y EL ZORRO

A Marguerite se le cortó la respiración; experimentó la sensación de que su vida quedaba en suspenso mientras escuchaba aquella voz y aquella canción. Había reconocido al cantante: era su marido. También Chauvelin lo había oído, pues, tras lanzar una rápida mirada hacia la puerta, se apresuró a coger el sombrero de ala ancha y a encasquetárselo en la cabeza.

La voz se oía cada vez más cerca; durante breves instantes, se apoderó de Marguerite un deseo irrefrenable de correr escaleras abajo y atravesar la habitación, hacer callar aquella voz a cualquier precio, rogar al alegre cantante que huyera, que huyera para salvar su vida antes de que fuera demasiado tarde. Refrenó su impulso justo a tiempo. Chauvelin la apresaría antes de que llegara a la puerta, y, además, Marguerite no sabía si había apostado más soldados por allí cerca. Su impetuosa acción hubiera podido ser la señal que acabara con la vida del hombre por cuya salvación estaba dispuesta a morir.

«Que sea largo su reinado, Dios salve al rey» —cantaba la voz con más fuerza que antes—. Al poco tiempo se abrió la puerta y se hizo un silencio absoluto durante unos segundos.

Marguerite no podía ver la puerta; contuvo la respiración, tratando de imaginar lo que ocurría.

Naturalmente, nada más entrar, Percy Blakeney vio al curé sentado a la mesa; su vacilación no duró más de cinco segundos, y al poco Marguerite vio su alta figura atravesando la habitación, mientras decía en voz alta y animada:

—¡Eh! ¿No hay nadie en la casa? ¿Dónde está ese imbécil de Brogard?

No se había quitado aún el magnífico traje de montar que llevaba cuando Marguerite le viera por última vez en Richmond, hacía ya muchas horas. Como de costumbre, su atuendo era absolutamente impecable; los delicados encajes del cuello y puños se mantenían inmaculados, las manos eran blancas y delgadas, llevaba el pelo meticulosamente peinado y el monóculo con su habitual gesto de afectación. La verdad era que, en aquel momento, hubiera podido pensarse que sir Percy Blakeney se dirigía a una fiesta en casa del príncipe de Gales en lugar de estar metiendo la cabeza, deliberadamente y a sangre fría, en la trampa que le había tendido su más implacable enemigo.

Se quedó unos instantes en medio de la habitación, mientras que Marguerite, completamente paralizada de terror, parecía incapaz incluso de respirar.

A cada momento esperaba que Chauvelin hiciera una señal, que la posada se llenara de soldados, y deseaba echar a correr escaleras abajo para ayudar a Percy a vender cara su vida. Al verlo allí parado, totalmente ajeno al peligro, estuvo a punto de gritarle:

—¡Huye, Percy! ¡Es tu enemigo! ¡Escapa antes de que sea demasiado tarde!

Pero ni siquiera le dio tiempo a hacer eso, porque al momento siguiente Blakeney se dirigió lentamente a la mesa, y, dando unas palmaditas joviales en la espalda al curé, dijo, en su habitual tono afectado e indolente:

—¡Vaya, vaya!… Monsieur Chauvelin… Juro que jamás habría pensado que fuera a encontrármelo aquí.

Chauvelin, que iba a llevarse la sopa a la boca, casi se ahogó. Su delgado rostro se puso completamente rojo, y un fuerte ataque de tos impidió a aquel astuto representante de Francia delatar la sorpresa más grande que había experimentado en su vida. No cabía duda de que aquella atrevida jugada del enemigo absolutamente inesperada, y su osadía y descaro, le dejaron estupefacto momentáneamente.

Saltaba a la vista que no había tomado la precaución de ordenar que los soldados rodearan la posada. También saltaba a la vista que Blakeney lo había adivinado, y su ingenioso cerebro ya debía haber trazado algún plan para sacar partido a aquella entrevista inesperada.

En el desván, Marguerite no hizo el menor movimiento. Había prometido solemnemente a sir Andrew que no le dirigiría la palabra a su marido en presencia de extraños, y poseía suficiente autocontrol como para no entrometerse impulsiva e irracionalmente en los planes de sir Percy. Observar a aquellos dos hombres juntos en silencio supuso una terrible prueba de fortaleza para ella. Marguerite había oído a Chauvelin dar órdenes para que las carreteras estuvieran constantemente vigiladas. Sabía que si Percy salía en ese momento del , no podría llegar muy lejos sin que lo viera alguno de los hombres del capitán Jutley que patrullaban por los alrededores, cualquiera que fuese la dirección que tomara. Por otra parte, si se quedaba en la posada, Desgas tendría tiempo de volver con la media docena de hombres que había pedido Chauvelin.

La trampa empezaba a cerrarse, y lo único que podía hacer Marguerite era observar y pensar qué ocurriría. Los dos hombres formaban un tremendo contraste, y de los dos, era Chauvelin el que mostraba un cierto temor. Marguerite lo conocía lo suficiente como para adivinar lo que pasaba por su cabeza. No temía por sí mismo, a pesar de encontrarse a solas en una posada solitaria con un hombre muy corpulento y de una audacia y temeridad que parecían increíbles. Sabía que Chauvelin hubiera arrostrado de buena gana las situaciones más arriesgadas por el bien de la causa que defendía de corazón, pero de lo que sí tenía miedo era de que aquel inglés desvergonzado le derribara de un puñetazo y multiplicara así sus posibilidades de escapar. Probablemente sus esbirros no lograrían capturar a Pimpinela Escarlata si no los dirigía una mano astuta y un cerebro sagaz, cuyo incentivo era un odio implacable.

Pero el representante del gobierno francés no tenía ningún motivo de temor, al menos de momento, a manos de su poderoso adversario. Blakeney, con su risa más necia y una expresión bondadosa en el rostro, le dio unos golpecitos en la espalda con gran solemnidad.

—No sabe usted cuánto lo siento —dijo alegremente—. Lo siento muchísimo… Tengo la impresión de que le he molestado… y, encima, la sopa… Es que comer sopa es un lío… Sin ir más lejos, un amigo mío murió tomando sopa… ahogado… igual que usted… por una cucharada de sopa.

Y dirigió a Chauvelin una sonrisa tímida, bondadosa.

—¡Qué barbaridad! —prosiguió en cuanto el francés se hubo repuesto un poco—. ¡Qué garito tan repugnante éste! ¿No le parece?… Esto… ¿me permite? —añadió, en tono de disculpa, al tiempo que se sentaba en una silla que estaba junto a la mesa y acercaba hacia sí la sopera—. Ese imbécil de Brogard debe haberse quedado dormido o algo por el estilo.

Había otro plato en la mesa, y sir Percy se sirvió sopa tranquilamente; a continuación escanció vino en un vaso.

Marguerite no dejaba de pensar qué haría Chauvelin. Su disfraz era tan bueno que quizá tuviera la intención de negar su identidad en cuanto se repusiera por completo. Pero Chauvelin era demasiado astuto para dar un paso en falso tan evidente e infantil, y tendiéndole la mano a sir Percy, le dijo en tono afable:

—Estoy realmente encantado de verle, sir Percy. Le ruego que me disculpe… pensaba que estaba usted al otro lado del canal. La sorpresa casi me ha dejado sin aliento.

—¡Desde luego! —exclamó sir Percy, sonriendo amablemente—. Eso me ha parecido, ¿verdad… monsieur… esto… Chambertin?

—Perdone, pero es Chauvelin.

—Le pido disculpas… mil veces le pido disculpas. Sí, eso es, Chauvelin… Nunca se me quedan los nombres extranjeros…

Comía tranquilamente la sopa, y reía de buen humor, como si hubiera ido hasta Calais con el propósito exclusivo de cenar en aquella posada asquerosa, en compañía de su archienemigo.

Marguerite no acertaba a comprender por qué Percy no derribaba al francés de un puñetazo en aquel mismo momento… y sin duda, a su marido debió ocurrírsele algo parecido, pues de vez en cuando, brillaba en sus ojos un destello amenazador al posarlos en la breve figura de Chauvelin, que ya había recobrado el control de sí mismo y también comía tranquilamente.

Pero aquella mente perspicaz, que había trazado y llevado a término tantos planes audaces, era demasiado clarividente para arriesgarse innecesariamente. Al fin y al cabo, la posada podía estar infestada de espías, y cabía la posibilidad de que Chauvelin hubiera sobornado al posadero. A un grito del francés podían acudir veinte hombres que reducirían a Blakeney de inmediato y lo apresarían sin darle tiempo a ayudar, o al menos a prevenir, a los fugitivos. No podía arriesgarse a eso; estaba dispuesto a ayudarles, a sacarles de Francia sanos y salvos; porque les había dado su palabra, y la mantendría a toda costa. Y mientras comía y charlaba, no dejaba de pensar y planear, y arriba, en el desván, una pobre mujer angustiada se devanaba los sesos decidiendo qué debía hacer, sometida a la tortura de tener que refrenar el deseo de correr hasta él, sin atreverse a mover por temor a desbaratar los planes de su marido.

—No sabía que usted… esto… tuviera las órdenes sagradas —dijo Blakeney jovialmente.

—Pues… yo… —tartamudeó Chauvelin.

Saltaba a la vista que la tranquilidad y el descaro de su antagonista le había hecho perder su equilibrio habitual.

—Pero, de todos modos, le habría reconocido —prosiguió sir Percy afablemente, mientras se servía otro vaso de vino—, aunque el sombrero y la peluca le cambian mucho.

—¿Usted cree?

—¡Desde luego! Cualquier persona se transforma… Pero… espero que no le haya molestado este comentario… Tengo la mala costumbre de hacer comentarios sobre todo… Espero que no le haya molestado…

—¡No, no, en absoluto! En fin… Espero que lady Blakeney se encuentre bien —dijo Chauvelin, apresurándose a cambiar el tema de conversación.

Blakeney terminó la sopa con mucha lentitud, bebió el vaso de vino, y a Marguerite le pareció que recorría la habitación con una rápida mirada.

—Muy bien, gracias —replicó al fin, secamente.

Se hizo una pausa, durante la cual Marguerite pudo contemplar a los dos enemigos que debían estar midiendo sus fuerzas mentalmente. Vio a Percy sentado a la mesa, su rostro casi entero, a menos de diez metros de donde ella estaba agazapada, confundida, sin saber qué hacer ni qué pensar. Ya había dominado el impulso de bajar y revelar su presencia a sir Percy. Un hombre capaz de representar un papel con la maestría que él lo estaba haciendo en aquel momento no necesitaba que una mujer le aconsejara que obrase con cautela.

Marguerite se abandonó a un placer muy preciado por cualquier mujer enamorada, el de mirar al hombre que amaba. Por entre las raídas cortinas contempló la hermosa cara de su marido, en cuyos indolentes ojos azules y tras cuya necia sonrisa veía con toda claridad la fuerza, el valor y el ingenio que habían logrado que los seguidores de Pimpinela Escarlata confiaran en él y le venerasen. «Somos diecinueve hombres dispuestos a sacrificar nuestra vida por su marido, lady Blakeney», le había dicho sir Andrew; y al mirar la frente de Percy, baja pero amplia y cuadrada, los ojos, azules, hundidos y de mirada intensa, el continente en una palabra, de un hombre de brío indomable, que ocultaba, tras una comedia perfectamente representada, una fuerza de voluntad casi sobrehumana y un ingenio portentoso, comprendió la fascinación que ejercía sobre sus seguidores, pues, ¿acaso no había hechizado también el corazón y la imaginación de Marguerite?

Chauvelin, que trataba de disimular su impaciencia con sus amables modales, lanzó una rápida ojeada a su reloj. Desgas no tardaría mucho en aparecer; dos o tres minutos más, y aquel inglés desvergonzado estaría en las seguras manos de media docena de los hombres más leales del capitán Jutley.

—¿Se dirige usted a París, sir Percy? —preguntó con aire despreocupado.

—¡Ni hablar! —exclamó Blakeney, riendo—. Sólo llegaré hasta Lille… París no me gusta… Me parece un lugar repugnante e incómodo en estos momentos… monsieur Chambertin… perdone… ¡Chauvelin!

—No para un inglés como usted, sir Percy —replicó Chauvelin sarcásticamente—, a quien no le interesa el conflicto que lo asola.

—Sí, la verdad es que no es asunto mío, y nuestro maldito gobierno está de su parte en esta historia. El viejo Pitt no se atreve a matar una mosca. Pero parece que tiene usted prisa, señor —añadió al ver que Chauvelin volvía a sacar el reloj—. Una cita, tal vez… Le ruego que no se preocupe por mí… Yo dispongo de tiempo sobrado.

Se levantó de la mesa y arrastró una silla hasta la chimenea. Una vez más, Marguerite estuvo tentada de acercarse a él, porque el tiempo se agotaba; Desgas podía regresar en cualquier momento con sus hombres. Percy no lo sabía y… ¡Oh! ¡Qué terrible era aquello, y qué impotente se sentía!

—No tengo ninguna prisa —prosiguió Percy afablemente—, pero a fe mía que no quisiera pasar más tiempo del absolutamente imprescindible en este cuchitril dejado de la mano de Dios. Pero, señor —añadió, al ver que Chauvelin miraba disimuladamente el reloj por tercera vez—, ese reloj no andará más deprisa por mucho que lo mire. ¿Está esperando a un amigo?

—Sí, eso es. ¡A un amigo!

—Supongo que no será una dama, monsieur l’Abbé —dijo sir Percy, riendo—. Me imagino que la santa iglesia no permitirá… ¿eh?… Pero acérquese al fuego… Empieza a hacer un frío de mil demonios.

Dio una patada a la leña con el tacón de su bota, y los troncos soltaron una llamarada. Al parecer, sir Percy no tenía ninguna prisa por marcharse, y estaba totalmente ajeno al peligro que le acechaba. Arrastró otra silla hasta la chimenea, y Chauvelin, cuya impaciencia era ya incontrolable, se sentó junto al hogar, de tal modo que podía dominar la puerta desde su asiento. Desgas se había marchado hacía casi un cuarto de hora. En su dolor, Marguerite comprendió con toda claridad que, en cuanto llegara su subordinado, Chauvelin abandonaría todos los demás planes concernientes a los fugitivos para capturar al desvergonzado Pimpinela Escarlata de inmediato.

—Eh, monsieur Chauvelin —dijo sir Percy animadamente—, dígame, ¿es guapa su amiga? Hay que ver lo hermosas que son algunas francesitas… Pero, claro, no tengo por qué preguntar estas cosas —añadió, dirigiéndose con aire indolente hacia la mesa en la que habían cenado—. En materia de buen gusto, la iglesia nunca se ha quedado atrás…

Pero Chauvelin no le prestaba atención. Tenía los cinco sentidos clavados en la puerta por la que entraría Desgas de un momento a otro.

También los pensamientos de Marguerite estaban centrados allí, porque sus oídos habían percibido de repente, en medio del silencio de la noche, el ruido de numerosas pisadas rítmicas no muy lejos.

Eran Desgas y sus hombres. ¡Tres minutos más y entrarían en la posada! Tres minutos más y ocurriría algo espantoso: la valiente águila caería en la trampa. Marguerite hubiera querido gritar, pero no se atrevió ni siquiera a moverse; porque mientras oía a los soldados aproximarse, miraba a Percy, observando cada uno de sus movimientos. Estaba junto a la mesa, sobre la que estaban desparramados los restos de la cena; platos, vasos, cucharas, saleros y pimenteros. Se encontraba de espaldas a Chauvelin, y seguía charlando, afectada y neciamente, como de costumbre, pero sacó la caja de rapé del bolsillo, y vació rápidamente en ella el contenido del pimentero.

Se volvió hacia Chauvelin, riendo neciamente.

—¿Eh? ¿Ha dicho algo, señor?

Chauvelin estaba demasiado pendiente del ruido de los pasos que se aproximaban para observar lo que acababa de hacer su enemigo. Recuperó su aplomo, tratando de parecer despreocupado aun estando a punto de obtener la victoria.

—No —dijo—, o sea… como usted decía, sir Percy…

—Decía que el judío de Piccadilly me ha vendido esta vez el mejor rapé que he probado en mi vida —continuó Blakeney, dirigiéndose a Chauvelin, que estaba junto al fuego—. ¿Me hace usted el honor, monsieur l’Abbé?

Se acercó a Chauvelin, con su habitual actitud , despreocupada, y le ofreció la caja de rapé a su archienemigo.

A Chauvelin, que, como le había dicho a Marguerite en una ocasión, había visto más de uno o dos trucos en su vida, jamás se le hubiera ocurrido ninguno como aquél. Con un oído pendiente de las pisadas que se aproximaban cada vez más, y un ojo clavado en la puerta por la que entrarían Desgas y sus hombres de un momento a otro, tranquilizado por la actitud indolente del desvergonzado inglés, no podía sospechar ni remotamente la trampa que iba a tenderle.

Cogió un pellizco de rapé.

Sólo quien haya aspirado vigorosamente cierta cantidad de pimienta por accidente podrá hacerse una ligera idea del estado de impotencia al que queda reducido un ser humano.

Chauvelin experimentó la sensación de que la cabeza le iba a estallar; sin parar de estornudar, estuvo a punto de ahogarse; se quedó ciego, sordo y mudo durante unos instantes, instantes que Blakeney aprovechó para coger su sombrero tranquilamente, sin la menor prisa, sacar unas monedas del bolsillo, que dejó en la mesa, y abandonar la habitación con la misma calma.

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