La Pimpinela Escarlata

XIX - La Pimpinela Escarlata

XIX - LA PIMPINELA ESCARLATA

Marguerite no hubiera podido decir en qué momento concreto empezó a deslizarse en su mente la primera sospecha. Con el anillo apretado con fuerza en la mano, salió apresuradamente de la habitación, corrió escaleras abajo y salió al jardín, y allí, tranquila y a solas con las flores, el río y los pájaros, pudo contemplar el anillo a su sabor y examinar el emblema con mayor detenimiento.

Estúpidamente, sentada a la sombra de un sicomoro, se puso a contemplar el sello del anillo, con la florecilla en forma de estrella grabada.

¡Bah! ¡Era completamente ridículo! Estaba soñando. Tenía los nervios sobreexcitados, y veía simbolismos y misterios en las coincidencias más triviales. ¿Acaso no se había puesto de moda en la ciudad que todo el mundo luciera el emblema del misterioso y heroico Pimpinela Escarlata?

¿Acaso no lo llevaba ella misma bordado en los vestidos, engastados en joyas y esmaltes para el pelo? ¿Qué tenía de raro el hecho de que sir Percy hubiera elegido aquel emblema como sello? Era muy probable que hubiera ocurrido eso… sí… muy probable, y además… ¿qué relación podía existir entre su marido, un petimetre exquisito, con sus ropas de buena calidad y sus ademanes refinados e indolentes, y el audaz conspirador que rescataba a las víctimas francesas ante las mismísimas narices de los dirigentes de una revolución sedienta de sangre?

Sus pensamientos se acumulaban vertiginosamente, dejándole la mente en blanco… No veía nada de lo que ocurría a su alrededor, y se sobresaltó cuando una voz joven y fresca gritó desde el otro extremo del jardín: «¡! ¿Dónde estás?», y la pequeña Suzanne, fresca como un capullo de rosa, con los ojos radiantes de júbilo y los rizos castaños ondeando a la suave brisa matutina corrió hacia ella por el césped.

—Me han dicho que estabas en el jardín —exclamó alegremente, al tiempo que se arrojaba con impulso juvenil en brazos de Marguerite—, y he venido corriendo para darte una sorpresa. No me esperabas tan pronto, ¿verdad, Margot chérie?

Marguerite, que había escondido apresuradamente el anillo entre los pliegues de su pañuelo, intentó responder con la misma alegría y despreocupación a la impulsividad de la muchacha.

—Claro que no, cielo —replicó con una sonrisa—. Me encanta tenerte toda para mí, y durante un día entero… ¿No te aburrirás?

—¡Aburrirme! Margot, ¿cómo puedes decir cosas tan horribles? Pero si cuando estábamos juntas en el convento siempre nos gustaba que nos dejaran quedarnos las dos solas.

—Y contarnos secretos.

Las dos jóvenes entrelazaron los brazos y se pusieron a pasear por el jardín.

—¡Ah, qué casa tan bonita tienes, Margot! —dijo la pequeña Suzanne entusiasmada—. ¡Y qué feliz debes ser!

—¡Sí, desde luego! Debería ser feliz, ¿no? —replicó Marguerite con un leve suspiro de melancolía.

—Lo dices con mucha tristeza, chérie… Bueno, supongo que ahora que eres una mujer casada ya no te apetecerá contarme secretos. ¡Ah, cuántos secretos teníamos cuando estábamos en el colegio! ¿Te acuerdas? Algunos no se los confiábamos ni siquiera a la hermana Teresa de los Santos Ángeles, a pesar de que era encantadora.

—Y ahora tienes un secreto importantísimo, ¿eh, pequeña? —dijo Marguerite en tono animoso—, que vas a contarme inmediatamente. No, no tienes por qué sonrojarte, chérie —añadió, al ver que la bonita cara de Suzanne se teñía de carmesí—. ¡Vamos, no hay nada de que avergonzarse! Es un hombre noble y bueno, del que se puede una sentir orgullosa como amante, y… como marido.

—No, chérie, si no me avergüenzo —replicó Suzanne dulcemente—, y me siento muy orgullosa al oírte hablar tan bien de él. Creo que mamá dará su aprobación —añadió pensativa— y yo ¡seré tan feliz…! Pero, naturalmente, no se puede pensar en nada de eso hasta que papá se encuentre a salvo…

Marguerite se sobresaltó. ¡El padre de Suzanne! ¡El conde de Tournay, una de las personas cuya vida correría peligro si Chauvelin lograba averiguar la identidad de Pimpinela Escarlata!

Por mediación de la condesa y de algunos miembros de la Liga, Marguerite se había enterado de que su misterioso jefe había empeñado su palabra de honor en sacar de Francia al fugitivo conde de Tournay sano y salvo. Mientras la pequeña Suzanne seguía charlando, ajena a todo lo que no fuera su secretillo importantísimo, los pensamientos de Marguerite volvieron a los acontecimientos de la noche anterior.

La peligrosa situación de Armand, la amenaza de Chauvelin, su cruel disyuntiva «O eso o…», que ella había aceptado.

Y el papel que ella había desempeñado en el asunto, que hubiera debido culminar a la una de la noche en el comedor de la casa de lord Grenville, momento en que el implacable agente del gobierno francés seguramente averiguó al fin quién era el misterioso Pimpinela Escarlata, que tan abiertamente desafiaba a un verdadero ejército de espías y defendía a los enemigos de Francia con tal audacia y por simple deporte.

Desde entonces, Marguerite no había tenido noticias de Chauvelin, y había llegado a la conclusión de que el francés no había logrado su objetivo. Sin embargo, no sentía preocupación por Armand, porque su marido le había prometido que a su hermano no le ocurriría nada.

Pero de repente, mientras Suzanne continuaba su alegre charla, le invadió un horror espantoso por lo que había hecho. Era cierto que Chauvelin no le había dicho nada; pero recordó su expresión sarcástica y malvada al despedirse de ellos tras el baile. ¿Habría descubierto algo? ¿Habría trazado ya planes precisos para coger al osado conspirador con las manos en la masa, en Francia, y enviarlo a la guillotina sin remordimientos ni demoras?

Marguerite se puso enferma de puro terror, y su mano apretó convulsivamente el anillo que llevaba en el vestido.

—No me estás escuchando, chérie —dijo Suzanne en tono de reproche, interrumpiendo su narración, larga y sumamente interesante.

—Claro que sí, cielo. Te estoy escuchando —replicó Marguerite haciendo un esfuerzo, obligándose a sonreír—. Me encanta oírte… y tu felicidad me llena de alegría… No tengas miedo. Ya nos las arreglaremos para convencer a mamá. Sir Andrew Foulkes es un noble caballero inglés; tiene dinero y una buena posición, y la condesa dará su consentimiento… Pero…, dime una cosa, pequeña… ¿Qué noticias tenéis de tu padre?

—¡Ah, no podrían ser mejores! —contestó Suzanne, loca de contento—. Lord Hastings vino a ver a mamá a primeras horas de esta mañana y le dijo que todo va bien, y que podemos confiar en que llegue a Inglaterra dentro de menos de cuatro días.

—Sí —dijo Marguerite, con los brillantes ojos prendidos de los labios de Suzanne, que continuó alegremente:

—¡Ahora ya no tenemos ningún temor! ¿No sabes que el mismísimo Pimpinela Escarlata, tan noble y bueno, ha ido a rescatar a papá, chérie? Ha ido allí, chérie… ya se ha marchado —añadió Suzanne con excitación—. Estaba en Londres esta mañana, y quizá mañana llegue a Calais… Allí se reunirá con papá… y después… y después…

Las palabras de Suzanne fueron como un golpe. Marguerite lo esperaba desde hacía tiempo, aunque en el transcurso de la última media hora había intentado engañarse y borrar sus temores. Había ido a Calais, se encontraba en Londres por la mañana… él… Pimpinela Escarlata… Percy Blakeney… su marido, al que había delatado ante Chauvelin la noche anterior…

Percy… Percy… su marido… Pimpinela Escarlata… ¡Ah! ¿Cómo había estado tan ciega? En aquel momento lo comprendió, lo comprendió todo de repente… El papel que representaba, la máscara que llevaba… para despistar al mundo entero.

Y todo por puro deporte y juego: salvar de la muerte a hombres, mujeres y niños, como otras personas destruyen y matan animales por placer, por gusto. Aquel hombre rico y ocioso necesitaba un objetivo en la vida… Él y el puñado de jóvenes cachorros que se habían alistado bajo su bandera llevaban varios meses entreteniéndose en arriesgar la vida por unos cuantos inocentes.

Quizá sir Percy tenía intención de decírselo cuando se casaron, pero cuando la historia del marqués de St. Cyr llegó a sus oídos, se alejó bruscamente de ella, pensando, sin duda, que algún día podía traicionarlos, a él y a sus camaradas, que habían jurado seguirle. Y por eso la había engañado, como había engañado a todos los demás, mientras que cientos de personas le debían la vida, y muchas familias le debían la vida y la felicidad.

La máscara de petimetre necio resultaba muy eficaz, y había representado su papel con consumada maestría. No era de extrañar que los espías de Chauvelin no hubieran logrado descubrir, en aquel ser aparentemente estúpido y sin cerebro, al hombre que con increíble audacia e infinito ingenio había burlado a los espías franceses más habilidosos, tanto en Francia como en Inglaterra. La noche anterior, cuando Chauvelin fue al comedor de la casa de lord Grenville a buscar al osado Pimpinela Escarlata, sólo vio al necio de sir Percy Blakeney profundamente dormido en un sofá.

¿Habría adivinado el secreto Chauvelin con su gran astucia? En eso radicaba el rompecabezas, terrible, espantoso. Al delatar a un desconocido sin nombre para salvar a su hermano, ¿habría condenado a muerte Marguerite Blakeney a su propio esposo?

¡No, no, no! ¡Mil veces no! El Destino no podía descargar un golpe así; la propia Naturaleza se rebelaría; su mano, cuando sujetaba el minúsculo trozo de papel la noche anterior, se hubiera paralizado antes de cometer un acto tan horrible y espantoso.

—¿Qué te ocurre, chérie? —preguntó la pequeña Suzanne, realmente preocupada, pues el rostro de Marguerite había adquirido un tinte pálido y ceniciento—. ¿Te sientes mal, Marguerite? ¿Qué te ocurre?

—Nada, nada, bonita mía —murmuró Marguerite, como en sueños—. Espeta un momento… Déjame pensar… ¿Dices… dices que Pimpinela Escarlata se ha marchado hoy?

—Marguerite, chérie, ¿qué ocurre? No me asustes…

—Te digo que no es nada, de verdad… Nada… Quiero quedarme a solas un momento y… es posible que tengamos que reducir el tiempo que íbamos a pasar juntas… A lo mejor tengo que irme… Lo entiendes, ¿verdad?

—Lo que comprendo es que ha ocurrido algo, chérie, y que quieres estar sola. No seré un estorbo. No te preocupes por mí. Lucile, mi doncella, aún no se ha ido… Volveremos juntas… No te preocupes por mí.

Rodeó impulsivamente a Marguerite con sus brazos. A pesar de ser una niña, comprendió que su amiga estaba profundamente afligida, y con el infinito tacto de su ternura juvenil, no intentó entrometerse y se dispuso a desaparecer discretamente.

Besó a Marguerite una y otra vez, y atravesó el jardín con expresión de tristeza. Marguerite no se movió; se quedó en el mismo sitio en que estaba, pensando… preguntándose qué debía hacer.

En el momento en que la pequeña Suzanne iba a remontar la escalera de la terraza, un criado rodeó la casa y se dirigió corriendo hacia su ama. Llevaba una carta lacrada en la mano. Suzanne se volvió instintivamente; su corazón le decía que quizá fueran malas noticias para su amiga, y pensaba que su pobre Margot no se encontraba en condiciones de recibir ninguna más.

El criado saludó respetuosamente a su ama, y a continuación le dio la carta lacrada.

—¿Qué es esto? —preguntó Marguerite.

—Acaba de llegar con un mensajero, señora.

Marguerite cogió la carta con gesto mecánico, y le dio la vuelta con dedos temblorosos.

—¿Quién la envía? —dijo.

—El mensajero ha dicho que tenía orden de entregar la carta, señora, y que su señoría sabría de dónde proviene —contestó el criado.

Marguerite rompió el sobre. Su instinto ya le había dicho qué contenía, y sus grandes ojos se limitaron a lanzarle una mirada rápida.

Era una carta escrita por Armand St. Just a sir Andrew Foulkes, la carta que los espías de Chauvelin habían robado en y que Chauvelin había empuñado como una vara para obligarla a obedecer.

Había cumplido su palabra: le devolvía la comprometedora carta de St. Just… porque estaba tras la pista de Pimpinela Escarlata.

Los sentidos de Marguerite desfallecieron, y experimentó la sensación de que el alma abandonaba su cuerpo; se tambaleó, y hubiera caído a no ser por el brazo de Suzanne, que le rodeó la cintura. Con un esfuerzo sobrehumano recuperó el control de sí mismo. Aún quedaba mucho por hacer.

—Tráeme al mensajero —dijo al criado, con gran calma—. No se habrá marchado ya, ¿verdad?

—No, señora.

—Y tú, pequeña, entra en casa, y dile a Lucile que se prepare. Me temo que voy a tener que enviarte con tu madre. Ah, sí, y dile a una de mis doncellas que me prepare un vestido y una capa de viaje.

Suzanne no replicó. Besó a Marguerite con ternura, y obedeció sin pronunciar palabra. La muchacha se sentía abrumada por la terrible aflicción que reflejaba el rostro de su amiga.

Al cabo de unos instantes regresó el criado, seguido por el mensajero que había llevado la carta.

—¿Quién le ha dado este sobre? —preguntó Marguerite.

—Un caballero, señora —respondió el hombre—. Me lo dio en la posada de , enfrente de Charing Cross. Me dijo que usted entendería de qué se trataba.

—¿En ? ¿Qué hacía allí?

—Estaba esperando el carruaje que había alquilado, su señoría.

—¿Un carruaje?

—Sí, señora. Había encargado un carruaje especial. Según me dijo su criado, se dirigía a Dover en posta.

—Está bien. Puede marcharse. —A continuación se volvió hacia su criado—: Que preparen inmediatamente mi coche y los cuatro caballos más veloces que haya en las cuadras.

El criado y el mensajero se apresuraron a obedecer. Marguerite se quedó unos momentos a solas. Su esbelta figura estaba rígida como una estatua, sus ojos miraban sin ver, tenía las manos fuertemente apretadas sobre el pecho, y sus labios se movían, murmurando con una persistencia patética y conmovedora:

—¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer? ¿Dónde puedo encontrarlo? ¡Oh, Dios mío, dame lucidez…!

Pero no era momento para la desesperación ni el arrepentimiento.

Involuntariamente, había hecho algo terrible: a sus ojos, el peor delito que jamás cometió mujer alguna. En ese instante lo comprendió en todo su horror. Su ceguera al no haber adivinado el secreto de su marido se le antojaba otro pecado mortal. ¡Tenía que haberlo comprendido! ¡Tenía que haberlo comprendido!

¿Cómo podía haber pensado que un hombre capaz de amar con la intensidad con que la había amado Percy Blakeney desde el principio, que un hombre así podía ser el imbécil sin cerebro que deliberadamente aparentaba ser? Al menos ella tenía que haber comprendido que se trataba de una máscara, y al descubrirlo, debía habérsela arrancado en un momento en que se encontrasen los dos a solas.

Su amor por él había sido insignificante y débil, y su orgullo no había tardado en aplastarlo. También ella había utilizado una máscara, adoptando una actitud de desprecio hacia su marido, cuando lo que en realidad ocurría era que no había sabido comprenderlo.

Pero no había tiempo para recordar el pasado. Marguerite había cometido un terrible error a causa de su ceguera; tenía que rectificarlo, no con vanos remordimientos, sino con una actuación rápida y eficaz.

Percy se dirigía a Calais, totalmente ajeno al hecho de que su enemigo más implacable le seguía pisándole los talones. Había zarpado del Puente de Londres a primeras horas de aquella mañana. Si encontraba viento favorable, no cabía duda de que llegaría a Francia en el plazo de veinticuatro horas, y tampoco cabía duda de que había contado con el viento favorable y había elegido aquella ruta.

Por su parte, Chauvelin iría a Dover en coche de posta, fletaría allí un barco y llegaría a Calais más o menos al mismo tiempo. Una vez en Calais, Percy se reuniría con todas aquellas personas que esperaban con impaciencia al noble y valiente Pimpinela Escarlata, que había ido a rescatarlas de una muerte terrible e inmerecida. Con los ojos de Chauvelin pendientes de cada uno de sus movimientos, Percy no sólo pondría en peligro su propia vida, sino la del padre de Suzanne, el anciano conde de Tournay, y la de los demás fugitivos que le esperaban y confiaban en él. También estaba Armand, que había ido a reunirse con De Tournay, con la seguridad que le daba el saber que Pimpinela Escarlata se ocupaba de su seguridad.

Marguerite tenía en sus manos todas aquellas vidas, y la de su marido; tenía que salvarlos, contando con que el valor y el ingenio humanos estuvieran a la altura de la tarea que iba a acometer.

Por desgracia, Marguerite no sabía dónde encontrar a su marido, mientras que Chauvelin, al haber robado los documentos de Dover, conocía el itinerario completo. Lo que deseaba Marguerite, por encima de todo, era poner a Percy sobre aviso.

Ya lo conocía lo suficiente como para tener la certeza de que no abandonaría a quienes habían depositado su confianza en él, de que no se arredraría ante el peligro y no permitiría que el conde de Tournay cayera en unas manos asesinas que no conocían la misericordia. Pero si le avisaba, quizá pudiera trazar otros planes, actuar con más cautela y más prudencia.

Inconscientemente, podía caer en una trampa, pero, si le ponían sobre aviso, aún cabía la posibilidad de que llevara a cabo su empresa.

Y si no lo lograba, si el destino, y Chauvelin, con tantos recursos como tenía a su alcance, resultaban demasiado poderosos para el audaz conspirador, Marguerite al menos estaría a su lado, para consolarlo, amarlo y cuidarlo, para burlar a la muerte en el último momento haciéndola parecer dulce, si morían los dos juntos, el uno en brazos del otro, con la felicidad suprema de saber que la pasión había respondido a la pasión, y que todos los malentendidos habían tocado a su fin.

El cuerpo de Marguerite se puso rígido, rebosante de una firme decisión. Eso era lo que pensaba hacer, si Dios le daba inteligencia y fortaleza. Desapareció la mirada perdida de sus ojos, que se iluminaron con una llama interior al pensar que volvería a verle tan pronto, en medio de peligros mortales: despidieron destellos con la alegría de compartir aquellos peligros con él, de ayudarle tal vez, de estar con él en el último momento… si no lograba su propósito.

El rostro dulce e infantil adquirió una expresión dura y decidida, y la boca curvada se cerró con fuerza sobre los dientes apretados. Estaba dispuesta a triunfar o morir, con él y por él. Entre las cejas rectas apareció un frunce, que denotaba una voluntad de hierro y una resolución indomable; ya había trazado sus planes. En primer lugar, iría a buscar a sir Andrew Foulkes, era el mejor amigo de Percy, y Marguerite recordó emocionada el ciego entusiasmo con que siempre hablaba el joven de su misterioso jefe.

Le ayudaría en todo lo que necesitara; el coche de lady Blakeney estaba preparado. Se cambiaría de ropa, se despediría de Suzanne, y partiría de inmediato.

Sin prisas, pero sin la menor vacilación, entró silenciosamente en la casa.

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