La Pimpinela Escarlata

XXVII - La persecución

XXVII - LA PERSECUCIÓN

Marguerite Blakeney no vaciló ni un instante. Afuera, junto a la puerta del , se habían desvanecido los últimos ruidos en la noche. Oyó a Desgas dar órdenes a sus hombres, y a continuación dirigirse hacia el fuerte para pedir otros doce hombres de refuerzo: pensaban que seis no serían suficientes para capturar al astuto inglés, cuya ingeniosa mente era aún más peligrosa que su valor y fortaleza.

Al cabo de unos minutos, volvió a oír la ronca voz del judío, azuzando a su jaca, y a continuación el retumbar de unas ruedas y el ruido de un carro desvencijado que avanzaba a trompicones por la desigual carretera.

Todo estaba en silencio en la posada. Brogard y su mujer, aterrorizados de Chauvelin, no habían dado la menor señal de vida: esperaban que se olvidara de ellos y pasar desapercibidos. Marguerite ni siquiera oyó el habitual torrente de juramentos entre dientes.

Esperó unos momentos más, y descendió silenciosamente las viejas escaleras, se ciñó la oscura capa y salió de la posada sin hacer ruido.

Era noche cerrada, y la negrura impedía distinguir su oscura silueta. Sus agudos oídos seguían con atención el carro que iba delante de ella. Caminando por las sombras de la zanja que bordeaba la carretera, confiaba en que no la descubrieran los hombres de Desgas cuando se acercaran allí, ni las patrullas que, según creía, debían estar aún de servicio.

Así inició la última etapa de su desesperado y angustioso viaje, ella sola, por la noche, y a pie. Faltaban casi tres leguas para llegar a Miquelon, y después tendría que continuar hasta la cabaña del , dondequiera que se encontrase aquel lugar fatídico, caminando seguramente por senderos escabrosos; pero no le importaba.

La jaca del judío no avanzaba muy deprisa, y aunque Marguerite se sentía agotada, de cansancio mental y tensión nerviosa, sabía que podría mantenerse fácilmente al mismo paso que el carro por una carretera empinada en la que el pobre animal, que sin duda estaría medio muerto de hambre, tendría que descansar cada poco trecho. La carretera discurría a cierta distancia del mar, rodeada a ambos lados de arbustos y árboles achaparrados, cubiertos de escaso follaje, inclinados por los efectos del viento del norte, con las ramas como cabellos fantasmales y rígidos en la semioscuridad, azotados por vientos continuos.

Por suerte, la luna no mostraba el menor deseo de asomarse entre las nubes, y Marguerite, pegándose al borde de la carretera, agachada junto a la hilera de arbustos, quedaba oculta a las miradas indiscretas. Todo a su alrededor respiraba un silencio absoluto: sólo a lo lejos, muy a lo lejos, se oía el ruido del mar, como un tenue gemido.

El aire era fresco y tonificante; tras el prolongado período de inactividad en la miserable posada llena de olores repugnantes, Marguerite hubiera disfrutado de los dulces aromas de aquella noche de otoño, y del lejano tronar melancólico de las olas, se hubiera deleitado con la tranquilidad y el silencio de aquel solitario paisaje, de la calma que sólo interrumpía de vez en cuando el grito estridente y lastimero de una gaviota lejana y el rechinar de las ruedas, carretera abajo; hubiera gozado de la tranquila atmósfera, de la sosegada inmensidad de la Naturaleza en aquella zona solitaria de la costa, pero su corazón rebosaba de crueles presentimientos, de un intenso dolor y una profunda nostalgia por un ser que era infinitamente importante para ella.

Sus pies resbalaban en la hierba del borde de la carretera, pues le parecía más seguro no ir por el centro, y le costaba trabajo caminar a buen paso por la pendiente enfangada. También pensó que sería mejor no acercarse demasiado al carro; el silencio era tan profundo que el crujir de las ruedas le serviría de guía.

La desolación era absoluta. Ya había dejado muy atrás las débiles luces de Calais, y en la carretera no se veía el menor rastro de habitación humana, ni siquiera una cabaña de pescador o de leñador; a la derecha, muy lejos, se extendía el borde de un acantilado, y más abajo, la accidentada playa, contra la que se estrellaba la marea creciente con su distante y continuo murmullo. Y delante de Marguerite, el crujir de las ruedas, que llevaba a su enemigo implacable camino de la victoria.

Marguerite se preguntó en qué punto de la solitaria costa se encontraría Percy en aquellos momentos. Sin duda no podía andar muy lejos, pues le sacaba menos de un cuarto de hora de ventaja a Chauvelin. Pensó si sabría que en aquel trocito de Francia fresco y aromatizado por el océano acechaban muchos espías, todos ellos impacientes por avistar su alta silueta, por seguirle hasta donde le esperaban sus amigos, que no sospechaban nada, y por arrojar sobre él y sobre ellos una red mortal.

Chauvelin, que avanzaba en el renqueante carro del judío, estaba absorto en pensamientos muy agradables. Se frotó las manos, satisfecho, al pensar en la tela de araña que había tejido, y de la que aquel inglés audaz y ubicuo no tenía la menor posibilidad de escapar. A medida que transcurría el tiempo, mientras el viejo judío le llevaba sin prisa pero sin pausa por la oscura carretera, se sentía más y más impaciente por el grandioso final de aquella excitante persecución del misterioso Pimpinela Escarlata.

La captura del valeroso conspirador sería la hoja más destacada de la corona de gloria del ciudadano Chauvelin. Sorprendido con las manos en la masa, en el momento preciso en que ayudaba a unos traidores a la república de Francia, el inglés no podría pedir protección a su país. Además, Chauvelin estaba decidido a que cualquier intercesión llegara demasiado tarde.

No sintió el menor escrúpulo ni un segundo, al pensar en la terrible situación en que había colocado a una esposa desgraciada que había traicionado involuntariamente a su marido. La verdad era que Chauvelin ni siquiera pensaba en ella: había sido un instrumento útil y nada más.

La famélica jaca del judío apenas podía hacer algo más que caminar. Trotaba pesadamente, y el conductor tenía que pararla con frecuencia.

—¿Falta mucho para Miquelon? —preguntaba Chauvelin de cuando en cuando.

—Ya no está lejos, Excelencia —contestaba invariablemente el judío, muy tranquilo.

—Todavía no nos hemos topado con tu amigo y el mío, tirados en mitad de la carretera, como tú decías —comentó Chauvelin sarcásticamente.

—Paciencia, Excelencia —replicó el hijo de Moisés—. Van delante de nosotros. Distingo las huellas de las ruedas del carro que lleva ese traidor, ese hijo de Amalaquita.

—¿Estás seguro de que no te has equivocado de carretera?

—Tan seguro como de la presencia de esas diez monedas de oro en los bolsillos de su Excelencia, que confío en que acaben pasando a los míos.

—No te quepa duda de que serán tuyas en cuanto le haya estrechado la mano a mi amigo el inglés.

—¿Eh? ¿Qué ha sido eso? —exclamó el judío de repente.

En medio del silencio, que hasta entonces había sido absoluto, se distinguía claramente el ruido de cascos de caballo sobre la enfangada carretera.

—Son soldados —añadió medroso, en un susurro.

—Espera un momento. Quiero comprobarlo —dijo Chauvelin.

Marguerite también había oído el ruido de unos cascos al galope, que se aproximaban al carro y hacia ella. Prestó atención durante unos segundos a los ruidos circundantes, pensando que Desgas y su escuadrón pronto los alcanzarían, pero aquello procedía de la dirección contraria, probablemente de Miquelon. La oscuridad le proporcionaba suficiente protección. Se dio cuenta de que el carro se detenía, y con suma cautela, pisando sin ruido sobre la carretera reblandecida, se acercó un poco.

El corazón le latía muy deprisa, y temblaba de pies a cabeza; ya había adivinado las noticias de que eran portadores aquellos jinetes: «Hay que vigilar a cualquier extranjero que pase por estas carreteras o por la playa, sobre todo si es muy alto o si va encorvado, para disimular su estatura; cuando se le descubra, que venga inmediatamente un mensajero a caballo a comunicármelo». Esas eran las órdenes de Chauvelin. ¿Habrían descubierto al extranjero alto, y sería aquél el mensajero a caballo portador de la gran noticia, que la liebre acosada al fin había metido la cabeza en el lazo corredizo?

Al ver que el carro se había detenido, Marguerite se deslizó hacia él en la oscuridad, con cuidado, para situarse a la distancia conveniente para enterarse de las noticias que traía el mensajero.

Oyó las palabras de la contraseña, pronunciadas apresuradamente: «», y, a continuación, la rápida pregunta de Chauvelin:

—¿Qué novedades hay?

Dos hombres a caballo se habían detenido junto al vehículo.

Marguerite vio sus siluetas recortadas contra el cielo de medianoche. Oyó sus voces, y el bufido de sus caballos, y de pronto, detrás de ella, no muy lejos, las pisadas regulares y rítmicas de un grupo de soldados desfilando: Desgas y sus hombres.

Se hizo un largo silencio, durante el cual Chauvelin debió demostrar su identidad a los soldados, pues al cabo de unos momentos se sucedió una serie de preguntas y respuestas:

—¿Han visto al extranjero? —preguntó Chauvelin impacientemente.

—No, ciudadano, no hemos visto a ningún extranjero de elevada estatura. Hemos venido siguiendo el borde del acantilado.

—¿Y bien?

—A menos de un cuarto de legua, pasado Miquelon, encontramos un edificio de madera muy burdo, que parecía una cabaña de pescador, para guardar redes y herramientas. Al principio, nos dio la impresión de que estaba vacía, y pensábamos que no tenía nada sospechoso hasta que vimos que salía humo por una abertura en un lateral. Desmonté y me acerqué a la casa sin hacer ruido. Estaba vacía, pero en un rincón había una hoguera de carbón, y un par de taburetes. Consulté a mis camaradas, y decidimos que ellos se ocultaran con los caballos, a una distancia que no pudieran verlos desde la cabaña, y que yo me quedara vigilando, y eso es lo que hice.

—¡Muy bien! ¿Y vio algo?

—Al cabo de media hora, oí unas voces, ciudadano, y a los pocos momentos aparecieron dos hombres en el borde del acantilado. Me pareció que venían de la carretera de Lille. Uno era joven, y el otro bastante viejo. Iban hablando en voz muy baja, y no pude oír lo que decían.

Uno era joven, y el otro bastante viejo. El atribulado corazón de Marguerite casi dejó de latir al oír las palabras de aquel hombre: el joven, ¿sería Armand, su hermano? Y el viejo, ¿de Tournay? ¿Serían los dos fugitivos que, sin que ellos lo supieran, iban a servir de cebo para atrapar a su noble e intrépido salvador?

—Los dos entraron en la cabaña —prosiguió el soldado, mientras Marguerite, con los nervios en tensión, creyó percibir la risa triunfal de Chauvelin—, y yo me acerqué un poco más. La casa tiene unas paredes muy delgadas, y me enteré de algunos retazos de la conversación que mantenían.

—¡Vamos, deprisa! ¿Qué oyó?

—El viejo preguntó al joven si estaba seguro de que estaban en el lugar convenido. «Sí, claro» contestó el joven; «estoy completamente seguro». Le enseñó a su compañero un papel que llevaba a la luz de la hoguera. «Este es el plan que me dio antes de que yo saliera de Londres», le dijo. «Nosotros debíamos seguir este plan al pie de la letra, a menos que recibiera órdenes contrarias, y no las he recibido. Mire, ésta es la carretera por la que hemos venido… Aquí está la bifurcación… Este es el atajo de la carretera de St. Martin… y éste es el sendero por el que hemos llegado al borde del acantilado». En ese momento debí hacer algún ruido, porque el joven fue hasta la puerta de la cabaña, y miró a su alrededor muy preocupado. Cuando volvió a reunirse con su compañero, hablaron en voz tan baja que no pude oírles.

—¿Y qué pasó después? —preguntó Chauvelin, impaciente.

—Los que patrullábamos por esa parte de la playa éramos seis en total. Entre todos decidimos que lo mejor sería que se quedaran cuatro para vigilar la cabaña, y que mi camarada y yo volviésemos aquí inmediatamente para comunicarle lo que habíamos visto.

—¿Y no encontraron ni rastro del extranjero?

—Ni rastro, ciudadano.

—Si sus camaradas le vieran, ¿qué harían?

—No perderle de vista ni un momento, y si diera muestras de querer huir, o si apareciese una barca, le rodearían, y, si fuera necesario, dispararían contra él, y al oír el ruido de los disparos, el resto de la patrulla iría rápidamente a la cabaña. Pero, en cualquier caso, no le dejarían escapar.

—Sí, muy bien, pero no quiero que el extranjero resulte herido… todavía no —dijo Chauvelin con ferocidad—. Pero han cumplido ustedes con su deber. Quiera el destino que no sea demasiado tarde…

—Ahora mismo acabamos de ver a seis hombres que llevan varias horas patrullando por esta carretera.

—¿Y qué dicen?

—Que tampoco han visto a ningún extranjero.

—Sin embargo, tiene que ir delante de nosotros, en un carro o algo parecido… ¡Vamos! ¡No podemos perder ni un minuto! ¿A qué distancia está esa cabaña de aquí?

—A unas dos leguas, ciudadano.

—¿Podrá encontrarla otra vez… sin ninguna vacilación?

—Sin duda alguna, ciudadano.

—¿Por el sendero al borde del acantilado… y a pesar de la oscuridad?

—No es una noche demasiado oscura, ciudadano, y sé que seré capaz de encontrar el camino perfectamente —repitió con firmeza el soldado.

—Entonces, vámonos. Que su camarada lleve los caballos de los dos hasta Calais, porque no los van a necesitar. Camine junto al carro, y dígale al judío que continúe; después, cuando lleguen a un cuarto de legua del sendero, dígale que pare, y asegúrese de que coge el camino más directo.

Mientras Chauvelin pronunciaba estas palabras, Desgas y sus hombres se aproximaban rápidamente, y Marguerite oyó sus pisadas a unos cien metros detrás de ella. Pensó que sería imprudente quedarse donde estaba, además de innecesario, pues ya había oído suficiente. Experimentaba la sensación de haber perdido toda capacidad de sufrimiento: le parecía como si su corazón, sus nervios y su cerebro se hubieran insensibilizado tras tantas horas de incesante angustia que habían culminado en una terrible desesperación.

Pues ya no había la menor esperanza. A dos leguas escasas del lugar en que se encontraba, los fugitivos esperaban a su valiente libertador. Estaba en algún punto de aquella solitaria carretera, y al poco tiempo se reuniría con ellos; entonces se cerraría la trampa, hábilmente tendida, y dos docenas de hombres, al frente de otro cuyo odio era tan implacable como malvada su astucia, rodearían al pequeño grupo de fugitivos y a su audaz jefe. Los capturarían a todos. Como Chauvelin le había dado su palabra de honor, Armand quedaría libre, pero Percy, su marido, a quien Marguerite quería y adoraba cada vez más, caería en manos de su despiadado enemigo, que no albergaba ni un ápice de misericordia por un corazón valiente, ni el menor vestigio de admiración por un alma noble, y que únicamente mostraría un odio mortal a su astuto antagonista, que se había burlado de él tanto tiempo.

Marguerite oyó al soldado dar unas breves indicaciones al judío, y a continuación se retiró rápidamente al borde de la carretera, y se agazapó bajo unos arbustos, al tiempo que Desgas y sus hombres se aproximaban.

Todos siguieron al carro sin hacer ruido, caminando lentamente por la oscura carretera. Marguerite esperó hasta que calculó que no la oirían, y echó a andar silenciosamente en medio de la oscuridad, que parecía haberse intensificado repentinamente.

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