IV - Marguerite
IV - MARGUERITE
Transcurridos unos momentos, el tranquilo salón con vigas de roble de la posada fue escenario de una confusión y un desasosiego indescriptibles. Cuando el mozo de cuadra anunció la llegada de los huéspedes, lord Antony, soltando un juramento muy en boga por aquellos días, se levantó de su asiento de un salto y se puso a dar órdenes confusas al pobre Jellyband que, aturdido, no sabía qué hacer.
—¡Por lo que más quiera, buen hombre —le amonestó su señoría—, intente distraer a lady Blakeney hablando afuera unos momentos mientras se retiran las señoras! ¡Maldición! —exclamó, y añadió otro juramento aún más enfático—. ¡Qué mala suerte!
—¡Deprisa, Sally! ¡Las velas! —gritó Jellyband, corriendo de aquí para allá, ora brincando sobre una pierna, ora sobre la otra, contribuyendo a aumentar el nerviosismo reinante.
También la condesa se había puesto de pie; erguida, rígida, trataba de disimular su excitación bajo una decorosa , repitiendo mecánicamente:
—¡No quiero verla! ¡No quiero verla!
Afuera, la confusión que había desencadenado la llegada de tan importantes huéspedes crecía sin cesar.
«¡Buen día, sir Percy! ¡Buen día, su señoría! ¡A su disposición, sir Percy!», se oía entonar a un coro ininterrumpido en el que se intercalaban, con tono más débil, frases como: «¡Una caridad para este pobre ciego, señora y caballero!».
De repente, en medio del estruendo se oyó una voz singularmente dulce.
—Dejen a ese pobre hombre, y que le den de comer. Yo corro con los gastos.
La voz era grave y musical, con un timbre ligeramente cantarín y un leve de acento extranjero en la pronunciación de las consonantes.
Al oírla, todos los que estaban en el salón guardaron silencio y se quedaron escuchando involuntariamente unos momentos. Sally se detuvo con las velas ante la puerta que daba a los dormitorios del piso de arriba, y la condesa se retiró apresuradamente ante la aparición de aquella enemiga que poseía una voz tan dulce y musical; Suzanne se disponía a seguir a su madre de mala gana, y lanzaba miradas de pesar hacia la puerta de entrada, en la que esperaba ver a su antigua y querida compañera de colegio.
Jellyband abrió la puerta, aún con la absurda y vana esperanza de evitar la catástrofe que flotaba en el aire, y la misma voz grave y musical dijo con una alegre risa y un tono de consternación burlona:
—¡Brrr! ¡Me he puesto como una sopa! ¿Han visto ustedes qué clima más odioso?
—Suzanne, ven conmigo inmediatamente. Te lo ordeno —dijo la condesa imperiosamente.
—¡Oh! ¡Mamá! —exclamó Suzanne, suplicante.
—¡Mi señora… esto… mi señora! —tartamudeó Jellyband, que trataba de cortarle el paso a lady Blakeney torpemente.
—Pardieu, buen hombre —dijo lady Blakeney, un poco impaciente—, ¿por qué se pone usted en medio, saltando a la pata coja como una cigüeña? Deje que me acerque al fuego. Voy a morirme de frío.
Empujó suavemente al posadero y entró en el salón.
Existen muchos retratos y miniaturas de Marguerite St. Just —lady Blakeney, como se llamaba en aquella época—, pero dudo que ninguno de ellos haga justicia a su singular belleza. De estatura superior a la media, figura magnífica y porte regio, no es de extrañar que incluso la condesa se detuviera involuntariamente unos segundos para admirarla antes de volver la espalda a tan fascinante aparición.
Por entonces, Marguerite St. Just contaba apenas veinticinco años, y su belleza se encontraba en todo su esplendor. El gran sombrero, con sus plumas ondeantes, arrojaba una suave sombra sobre la frente clásica con una aureola de pelo rojizo, libre de polvo en esos momentos; la dulce boca infantil, la nariz recta, como cincelada, la barbilla redonda y el delicado cuello, todo ello parecía realzado por los pintorescos ropajes de la época. El traje de terciopelo, de un azul intenso, moldeaba el grácil contorno de su figura, y una manita minúscula sujetaba con dignidad el largo bastón adornado con un gran manojo de cintas que se había puesto de moda recientemente entre las damas de la alta sociedad.
Con una rápida ojeada a la habitación Marguerite Blakeney reconoció a cuantos había en ella. Hizo una cortés inclinación de cabeza a sir Andrew Foulkes, y le tendió la mano a sir Antony.
—¡Hola, lord Tony! ¡Vaya! ¿Qué hace usted aquí, en Dover? —le preguntó cordialmente.
Sin esperar la respuesta, se volvió hacia la condesa y Suzanne. Su rostro se iluminó, pareciendo aún más radiante, al tender ambos brazos hacia la muchacha.
—¡Pero si es mi pequeña Suzanne! Pardieu, querida ciudadana, ¿cómo es que estás en Inglaterra? ¡Y con madame!
Se acercó efusivamente a ambas, sin el menor indicio de azoramiento ni en sus ademanes ni en su sonrisa. Lord Tony y sir Andrew contemplaban la escena preocupados y anhelantes. A pesar de ser ingleses, habían estado varias veces en Francia, y habían tratado lo suficiente con los franceses como para saber que la rancia noblesse de ese país albergaba un desprecio infinito y un odio mortal hacia todos aquellos que habían contribuido a su caída. Armand St. Just, el hermano de la hermosa lady Blakeney, aunque de ideas moderadas y conciliadoras, era un ferviente republicano, y su disputa con la antigua familia de los St. Cyr —cuyos detalles no conocía ningún extraño— habían culminado en la caída y casi total extinción de esta última. En Francia habían triunfado St. Just y los suyos, y en Inglaterra, cara a cara con aquellos tres refugiados que habían sido expulsados de su país, que habían escapado para salvar la vida y habían sido despojados de todo cuanto le habían proporcionado largos siglos de lujo, se encontraba un vástago representativo de aquellas mismas familias republicanas que habían depuesto a un rey y habían desarraigado a una aristocracia cuyo origen se perdía en la niebla y la lejanía de los siglos pasados.
Estaba ante ellos, con toda la insolencia inconsciente de la belleza, ofreciéndoles su delicada mano, como si con ese gesto pudiera solucionar el conflicto y el derramamiento de sangre de la última década.
—Suzanne, te prohíbo que hables con esa mujer —dijo la condesa severamente, poniendo una mano represora en el brazo de su hija.
Pronunció estas palabras en inglés, para que todos las oyeran y las comprendieran, los dos caballeros ingleses y el mesonero y su hija, gentes plebeyas. Sally sofocó una exclamación de espanto ante la insolencia de la extranjera, ante aquella desvergüenza para con su señoría, que era inglesa, puesto que era la esposa de sir Percy y, además, amiga del príncipe de Gales.
En cuanto a lord Antony y sir Andrew, casi se les paró el corazón de horror ante aquella afrenta gratuita. Uno de ellos soltó una exclamación de súplica; el otro de admonición, y ambos miraron instintiva y rápidamente hacia la puerta, en la que ya se oía una voz pesada y lenta, aunque no desagradable.
Las únicas que no mostraron turbación de entre los allí presentes fueron Marguerite Blakeney y la condesa de Tournay. Esta, rígida, erguida y desafiante, aún con la mano sobre el brazo de su hija, parecía la personificación del orgullo más indomeñable. Durante unos segundos el dulce rostro de Marguerite se puso tan blanco como el suave encaje que rodeaba su cuello, y un observador muy avisado quizá hubiese notado que la mano con que sujetaba el largo bastón adornado con cintas estaba agarrotada y ligeramente temblorosa.
Pero aquello sólo duró unos segundos; enseguida se alzaron levemente las delicadas cejas, los labios se curvaron sarcásticamente, los ojos, azul claro, se clavaron en la rígida condesa, y con un leve encogimiento de hombros…
—¡Vaya, vaya, ciudadana! —dijo en tono desenfadado—. ¿Se puede saber qué mosca le ha picado?
—Ahora estamos en Inglaterra, madame —replicó la condesa fríamente—, y soy libre de prohibir a mi hija que le estreche la mano amistosamente. Vamos, Suzanne.
Hizo una seña a su hija, y sin volver a mirar a Marguerite Blakeney, pero haciendo una profunda reverencia a la vieja usanza a los dos jóvenes, abandonó la habitación con paso majestuoso.
En el salón de la posada se hizo el silencio durante unos momentos, mientras el frufrú de las faldas de la condesa se desvanecía por el pasillo. Marguerite, rígida como una estatua, siguió con mirada glacial a la erguida figura hasta que desapareció tras el umbral, pero cuando la pequeña Suzanne se disponía a seguir a su madre, humilde y obediente, se borró la dureza del rostro de lady Blakeney y en sus ojos se posó una expresión afligida, casi patética e infantil.
La pequeña Suzanne vio aquella expresión; el carácter dulce de la niña salió al encuentro de la hermosa mujer, apenas un poco mayor que ella; la obediencia filial dio paso a la simpatía juvenil, y al llegar a la puerta, se dio la vuelta, corrió hasta Marguerite, y abrazándola, la besó efusivamente, y a continuación fue en pos de su madre, con Sally a la zaga, mientras una amable sonrisa le formaba hoyuelos en el rostro y hacía una última reverencia a lady Blakeney.
El gesto de delicadeza de Suzanne rompió la desagradable tensión reinante. Sir Andrew siguió su bonita figura con los ojos hasta que se perdió de vista, y después se encontró con los de Marguerite, con una expresión de regocijo.
Marguerite, con remilgada afectación, hizo un ademán como de besar la mano a las damas cuando éstas traspasaron el umbral, y una sonrisa festiva asomó a las comisuras de sus labios.
—¡Bueno, ya está! —dijo desenfadadamente—. ¡Dios mío! Sir Andrew, ¿ha visto usted qué persona tan desagradable? Espero que cuando me haga vieja no sea así.
Se recogió las faldas, y adoptando un aire majestuoso, se dirigió muy digna hacia la chimenea.
—Suzanne —dijo, imitando la voz de la condesa—. ¡Te prohíbo que hables con esa mujer!
La carcajada que siguió a aquella broma sonó un poco forzada, pero ni sir Andrew ni lord Antony eran observadores demasiado perspicaces. La imitación fue tan perfecta, el tono de voz tan fielmente reproducido, que los dos jóvenes exclamaron al unísono, entusiasmados: «¡Bravo!».
—¡Ah, lady Blakeney! —añadió lord Tony—, cómo deben echarla de menos en la Comédie Française, y cómo deben odiar los parisinos a sir Percy por habérsela llevado de allí.
—Ni hablar —replicó Marguerite, encogiendo sus gráciles hombros—. Es imposible odiar a sir Percy por nada. Es tan ingenioso que desarmaría a la mismísima condesa.
El joven vizconde, que no había seguido el ejemplo de su madre y de su digna retirada, se adelantó un paso, dispuesto a defender a la condesa si lady Blakeney volvía a burlarse de ella, pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra de protesta, afuera se oyó una risa simpática pero inequívocamente necia, y al cabo de unos segundos apareció en el umbral una figura de una estatura inusual y elegantemente vestida.