XXVI - El judío
XXVI - EL JUDÍO
Marguerite tardó un buen rato en poner sus dispersas ideas en orden; el episodio que se cuenta en el capítulo anterior se había desarrollado en el plazo de menos de un minuto, y Desgas y los soldados se encontraban aún a unos doscientos metros del .
Cuando se dio cuenta de lo que había ocurrido, su corazón se llenó de una extraña mezcla de alegría y asombro. Había sido tan limpio, tan ingenioso… Chauvelin seguía inmovilizado, impotente, mucho más que si hubiera recibido un puñetazo, pues ni podía ver, ni oír ni hablar, mientras que su astuto enemigo se le había escapado de las manos tranquilamente.
Blakeney se había marchado; sin duda intentaría reunirse con los fugitivos en la cabaña del . De momento, Chauvelin había quedado completamente inutilizado; también de momento, Desgas y sus hombres no habían apresado al audaz Pimpinela Escarlata. Pero las patrullas rondaban por todas las carreteras y la playa. Todo esta vigilado, y no se perdía de vista a ningún extranjero. ¿Hasta dónde podría llegar Percy con sus vistosas ropas sin que lo descubrieran y lo siguieran?
Marguerite se lamentó de no haber salido a su encuentro antes para decirle las palabras de aviso y amor que probablemente necesitaba. Percy no podía conocer las órdenes que Chauvelin había dado para su captura, y quizá en aquel mismo momento…
Pero antes de que estos terribles pensamientos adoptaran una forma concreta en el cerebro de Marguerite, oyó estruendo de armas afuera, junto a la puerta, y la voz de Desgas que gritaba: «¡Alto!» a sus hombres.
Chauvelin se había repuesto un poco; los estornudos eran menos fuertes, y se puso de pie con dificultad. Logró llegar a la puerta justo cuando Desgas llamaba.
Chauvelin abrió la puerta de golpe, y antes de que su secretario pudiera pronunciar palabra, tartamudeó entre estornudo y estornudo:
—El extranjero alto… ¡Deprisa!… ¿Lo ha visto alguien?
—¿Dónde, ciudadano? —preguntó Desgas, sorprendido.
—¡Aquí mismo! ¡Acaba de salir por esa puerta, no hace ni cinco minutos!
—Nosotros no hemos visto nada, ciudadano. Todavía no ha salido la luna, y…
—Y usted ha llegado con cinco minutos de retraso, amigo mío —replicó Chauvelin, con furia reconcentrada.
—Ciudadano… yo…
—Ha hecho lo que le ordené —le interrumpió Chauvelin, con impaciencia—. Ya lo sé. Pero ha tardado demasiado tiempo. Por suerte, no ha ocurrido nada irreparable, pues en otro caso le irían muy mal las cosas, ciudadano Desgas.
Desgas empalideció ligeramente. La actitud de su superior denotaba una ira y un odio terribles.
—El extranjero alto, ciudadano… —tartamudeó.
—Estaba aquí, en esta misma habitación, hace cinco minutos, cenando en esa mesa. ¡Qué desvergüenza la suya! Por razones evidentes, no me atreví a enfrentarme a él yo solo. Brogard es un imbécil, y ese maldito inglés da la impresión de tener la fuerza de un toro, así que se ha escapado delante de mis narices.
—No puede ir muy lejos sin que lo descubran, ciudadano.
—¿Ah, no?
—El capitán Jutley ha enviado cuarenta hombres de refuerzo a la patrulla de servicio, veinte de ellos a la playa. Me ha asegurado una vez más que ha habido vigilancia constante durante todo el día, y que es imposible que un desconocido llegue a la playa o coja una barca sin que le vean.
—Muy bien. ¿Saben los hombres lo que tienen que hacer?
—Han recibido órdenes muy claras, ciudadano; y he hablado yo mismo con los que iban a partir. Deben seguir, con la mayor discreción posible, a cualquier extranjero que vean, especialmente si es alto o si va encorvado para disimular su estatura.
—No deben detenerlo bajo ninguna circunstancia, naturalmente —se apresuró a añadir Chauvelin—. Ese desvergonzado Pimpinela Escarlata se escaparía de unas manos torpes. Tenemos que dejarle llegar a la cabaña del , y una vez allí, rodearle y capturarle.
—Los hombres lo saben, ciudadano, y también que, en cuanto descubran a un extranjero de elevada estatura, deben seguirlo, mientras que un hombre viene inmediatamente aquí a comunicárselo a usted.
—Eso es —dijo Chauvelin, frotándose las manos con gran satisfacción.
—Traigo más noticias, ciudadano.
—¿De qué se trata?
—Un inglés muy alto ha mantenido una larga conversación hace unos tres cuartos de hora con un judío, llamado Rubén, que vive a poca distancia de aquí.
—¿Y qué? —preguntó Chauvelin, con impaciencia.
—La conversación giró en torno a un caballo y un carro que el inglés quería alquilar, y que el judío debía tenerle preparados para las once.
—Ya son más de las once. ¿Dónde vive el tal Rubén?
—A unos minutos a pie de aquí.
—Envíe a un hombre para que averigüe si el inglés se ha marchado en el carro del tal Rubén.
—Sí, ciudadano.
Desgas fue a dar las órdenes pertinentes a uno de los hombres. Marguerite no se había perdido ni una sola palabra de la conversación mantenida entre Chauvelin y su secretario, y experimentó la sensación de que cada palabra que pronunciaban se clavaba en su corazón, llenándolo de impotencia y de oscuros presentimientos.
Había ido hasta allí con grandes esperanzas y una firme resolución, dispuesta a ayudar a su marido, y hasta entonces no había podido hacer nada, salvo observar, con el corazón transido de angustia, las mallas de la red mortal que se iba estrechando en torno al audaz Pimpinela Escarlata.
Percy no podía dar muchos pasos sin que los ojos que le espiaban le descubrieran y denunciaran. Su propia impotencia despertó en ella una terrible sensación de decepción absoluta. Las posibilidades de resultar útil a su marido eran casi nulas, y su única esperanza radicaba en que le permitieran compartir su suerte, cualquiera que ésta fuera.
De momento, incluso las posibilidades de volver a ver al hombre que amaba eran muy remotas. Sin embargo, estaba decidida a vigilar estrechamente a su enemigo, y en su corazón nació la débil esperanza de que, mientras no perdiese de vista a Chauvelin, la balanza del destino aún podría inclinarse a favor de Percy.
Desgas dejó a Chauvelin paseando taciturno por la habitación, y salió a esperar a que regresara el hombre que había enviado a buscar a Rubén. Transcurrieron varios minutos, durante los cuales Chauvelin dio claras muestras de estar consumido por la impaciencia. Parecía como si no confiara en nadie; la última faena que le había hecho Pimpinela Escarlata le hacía dudar repentinamente de que fuera a obtener la victoria final a menos que él mismo dirigiera y supervisara la captura de aquel inglés desvergonzado.
Al cabo de unos cinco minutos regresó Desgas, seguido por un judío de edad con una gabardina sucia y raída, desgastada y grasienta en los hombros. Su pelo rojizo, que llevaba peinado al estilo de los judíos polacos, con una especie de tirabuzones a ambos lados de la cara, estaba salpicado de gris en muchos puntos, y la capa de mugre de las mejillas y la barbilla le daban un aspecto insólitamente desaliñado y repulsivo. Tenía la chepa que habitualmente adoptaban los de su raza para mostrar una falsa humildad en siglos pasados, antes del advenimiento de la igualdad y la libertad en materia de fe, y caminaba detrás de Desgas con esa forma especial de arrastrar los pies que siempre ha distinguido al mercader judío del continente europeo hasta nuestros días.
Chauvelin, que albergaba los mismos prejuicios que todos los franceses hacia esa raza tan despreciada, le hizo un gesto a aquel individuo para indicarle que se mantuviera a una distancia respetuosa. El grupo integrado por los tres hombres se encontraba justo debajo de la lámpara de aceite que colgaba del techo, y Marguerite podía verlos con toda claridad.
—¿Es éste el hombre que buscábamos? —preguntó Chauvelin.
—No, ciudadano —contestó Desgas—. No hemos encontrado a Rubén, pero, al parecer, este hombre sabe algo que está dispuesto a vender a cambio de cierta cantidad.
—¡Ah! —dijo Chauvelin, apartándose con repugnancia del odioso ejemplar humano que tenía frente a él.
El judío, con una paciencia característica, se quedó humildemente a un lado, apoyado en un bastón grueso y nudoso, con el grasiento sombrero de ala ancha oscureciendo su mugrienta cara, a la espera de que su Excelencia se dignara hacerle alguna pregunta.
—El ciudadano asegura —le dijo Chauvelin en tono imperioso— que sabes algo sobre mi amigo, ese inglés tan alto, y yo quisiera verle… ¡Mantén las distancias! —añadió de inmediato, al ver que el judío se apresuraba a dar unos pasos hacia él ansiosamente.
—Sí, Excelencia —replicó el judío, que hablaba con ese ceceo especial que denota los orígenes orientales—. Rubén Goldstein y yo hemos visto esta noche a un inglés muy alto en la carretera, cerca de aquí.
—¿Hablasteis con él?
—El vino a hablar con nosotros, Excelencia. Quería saber si podía alquilar un caballo y un carro para ir a un sitio al que quería llegar esta noche por la carretera de St. Martin.
—¿Qué le dijisteis?
—Yo no dije nada —repuso el judío en tono ofendido—. Rubén Goldstein, ese maldito traidor, ese hijo de Belial…
—Déjate de tonterías —le interrumpió Chauvelin bruscamente—, y sigue contando qué ocurrió.
—Me quitó la palabra de la boca, Excelencia. Estaba yo a punto de ofrecerle al acaudalado inglés mi caballo y mi carro, para llevarlo a donde se le antojara, cuando Rubén se me adelantó y ofreció su jaca, que está famélica, y su carro desvencijado.
—¿Y qué hizo el inglés?
—Le hizo caso a Rubén Goldstein, Excelencia, y sin pensárselo dos veces, se metió la mano en el bolsillo, sacó un puñado de monedas de oro, y se las enseñó a ese descendiente de Belcebú, diciéndole que todo aquello sería suyo si le tenía preparado el caballo y el carro a las once.
—Y, naturalmente, el caballo y el carro estaban listos a esa hora…
—¡Bueno, por decirlo de alguna manera, estaban listos, Excelencia! La jaca de Rubén andaba coja, como de costumbre, y al principio se negaba a moverse. Hasta pasado un rato, después de darle muchas patadas, no echó a andar —dijo el judío con una risita maliciosa.
—¿Y se marcharon?
—Sí, se marcharon hace cinco minutos, más o menos. Yo estoy muy enfadado por la estupidez del extranjero ese. ¡Inglés tenía que ser! Debería haber visto que la jaca de Rubén no estaba en condiciones de tirar de un carro…
—Pero no tenía otra elección…
—¿Que no tenía otra elección, Excelencia? —protestó el judío ásperamente—. ¿Acaso no le repetí cien veces que con mi caballo y mi carro iría más rápido y más cómodo que con ese saco de huesos que tiene Rubén? Pero no me hizo caso. Rubén es un embustero que sabe embaucar a la gente. Engañó al extranjero. Si tenía prisa, hubiera empleado mejor su dinero alquilando mi carro.
—Entonces, ¿tú también tienes un caballo y un carro? —preguntó Chauvelin en tono imperioso.
—Claro que sí, Excelencia, y si su Excelencia desea usarlos…
—¿No sabrás por casualidad por dónde se fue mi amigo con el carro de Rubén Goldstein?
El judío se frotó la barbilla pensativamente. El corazón de Marguerite latía tan deprisa que parecía que estuviera a punto de estallar. Había oído la imperiosa pregunta; miró angustiada al judío, pero no pudo distinguir su rostro ensombrecido por el ancho ala del sombrero. Pensó vagamente que aquel hombre tenía la suerte de Percy en sus largas y sucias manos.
Se hizo un largo silencio, durante el cual Chauvelin miró con el ceño fruncido, impaciente, a la encorvada figura que estaba frente a él. Al fin, el judío se metió lentamente la mano en el bolsillo del pecho y de sus profundidades sacó varias monedas de plata. Las contempló, pensativo, y a continuación dijo quedamente:
—Esto es lo que me dio el extranjero, antes de marcharse con Rubén, para que mantuviera la boca cerrada y no hablara de él. Chauvelin se encogió de hombros, impaciente.
—¿Cuánto hay ahí? —preguntó.
—Veinte francos, Excelencia —contestó el judío—, y he sido un hombre honrado toda mi vida.
Sin añadir palabra, Chauvelin sacó unas monedas de oro de su bolsillo, las puso en la palma de su mano y las hizo tintinear al tendérselas al judío.
—¿Cuántas monedas de oro tengo en la palma de la mano? —preguntó en voz baja.
Saltaba a la vista que no quería asustar al hombre, sino ganárselo para que sirviera a sus propósitos, pues su actitud era afable y tranquila. Sin duda temía que la amenaza de la guillotina y otros métodos de persuasión similares no hicieran mella en la mente del viejo, y sospechaba que era más probable que le resultara útil movido por la avaricia que por el miedo a la muerte.
Los ojos del judío lanzaron una mirada rápida y penetrante al oro que brillaba en la mano de su interlocutor.
—Yo diría que al menos cinco, Excelencia —contestó en tono servil.
—¿Crees que serán suficientes para soltar esa lengua tan honrada que tienes?
—¿Qué desea saber, Excelencia?
—Si tu caballo y tu carro pueden llevarme hasta donde se encuentra mi amigo, ese extranjero tan alto, que se ha marchado en el carro de Rubén Goldstein.
—Mi caballo y mi carro pueden llevar allí a su Excelencia cuando lo desee.
—¿A un lugar llamado la cabaña del ?
—¿Cómo lo ha adivinado su Excelencia? —preguntó el judío, atónito.
—¿Conoces ese sitio?
—Sí lo conozco, Excelencia.
—¿Por qué carretera se va?
—Por la de St. Martin, Excelencia, y después hay que coger un sendero que lleva a los acantilados.
—¿Conoces la carretera? —repitió Chauvelin secamente.
—Hasta la piedra y el hierbajo más pequeño que hay en ella, Excelencia —contestó el judío en voz baja.
Sin añadir ningún comentario, Chauvelin arrojó las cinco monedas de oro, una tras otra, ante el judío, que se arrodilló y las recogió dificultosamente a gatas. Una salió rodando, y le costó mucho trabajo recuperarla, pues había quedado oculta bajo el aparador. Chauvelin esperó tranquilamente mientras el viejo se arrastraba por el suelo para buscarla.
Cuando el judío logró ponerse de pie trabajosamente, Chauvelin dijo:
—¿Cuánto tardarías en preparar el caballo y el carro?
—Ya están preparados, Excelencia.
—¿Dónde?
—A menos de diez metros de esta casa. Si su Excelencia tiene a bien echarles una ojeada…
—No necesito verlos. ¿Hasta dónde puedes llevarme?
—Hasta la cabaña del , Excelencia, y más lejos de lo que la jaca de Rubén ha llevado a su amigo. Estoy seguro de que a menos de dos leguas de aquí nos toparemos con ese tramposo de Rubén, su jaca, su carro y el extranjero tirados en mitad de la carretera.
—¿A qué distancia está el pueblo más cercano?
—Por la carretera que sigue el inglés, el pueblo más cercano es Miquelon, a menos de dos leguas de aquí.
—¿Podría coger otro medio de transporte si quisiera ir más lejos?
—Sí que podría… si es que ha llegado hasta allí.
—Y tú, ¿podrías llevarme?
—¿Quiere intentarlo su Excelencia?
—Esa es mi intención —contestó Chauvelin en voz baja—, pero recuerda que si me has engañado, ordenaré a dos de mis soldados más fornidos que te den una paliza de tal calibre que te molerán todos los huesos de tu feo cuerpo. Pero si encontramos a mi amigo el inglés, en la carretera o en la cabaña del , recibirás otras diez monedas de oro. ¿Aceptas el trato?
El judío volvió a frotarse la barbilla pensativamente. Miró el dinero que tenía en la mano, y a continuación a su severo interlocutor y a Desgas, que estaba detrás de él.
—En silencio —añadió Chauvelin—. Y recuerda que, o cumples tu parte del trato, o te juro que yo cumpliré la mía.
Tras una última reverencia, servil y medrosa, el viejo judío abandonó la habitación arrastrando los pies. Chauvelin parecía complacido con los resultados de la entrevista, pues se frotó las manos con aquel gesto suyo de maligna satisfacción.
—Mi chaqueta y mis botas —le dijo a Desgas.
Desgas fue hasta la puerta, y debió dar las órdenes pertinentes, pues al cabo de breves instantes entró un soldado con la capa, las botas y el sombrero de Chauvelin.
Este se quitó la sotana, bajo la cual llevaba unos calzones ajustados y un chaleco de paño, y procedió a cambiarse de atuendo.
—Mientras tanto, ciudadano —le dijo a Desgas—, vaya usted a ver al capitán Jutley lo más deprisa posible, y dígale que le dé doce soldados más. Llévelos por la carretera de St. Martin, y dentro de poco tiempo alcanzarán el carro del judío en el que partiré ahora mismo. O mucho me equivoco, o se va a armar una buena en la cabaña del . Le garantizo que al llegar allí acorralaremos a nuestra presa, pues ese desvergonzado Pimpinela Escarlata ha tenido la osadía, o la estupidez, no sabría decir cuál de las dos cosas, de mantener el plan que había preparado al principio. Ha ido a reunirse con De Tournay, St. Just y los demás traidores, algo que yo pensaba que de momento no tenía intención de hacer. Cuando los encontremos, serán una banda de hombres desesperados y cercados. Supongo que algunos de nuestros hombres quedarán fuera de combate. Esos monárquicos son buenos espadachines, y el inglés es endiabladamente astuto, y parece muy fuerte. De todos modos, seremos al menos cinco contra uno. Usted puede seguir al carro de cerca con sus hombres, por la carretera de St. Martin, pasando por Miquelon. El inglés va delante de nosotros, y no creo que se le ocurra mirar hacia atrás.
Mientras daba las órdenes, concisa y secamente, terminó de cambiarse de atuendo. Se había desprendido del traje de sacerdote, y estaba vestido de nuevo con las ropas oscuras y ajustadas de costumbre. Por último cogió el sombrero.
—Voy a poner en sus manos un prisionero muy interesante —dijo soltando una risita, al tiempo que tomaba del brazo a Desgas con una familiaridad inusitada y le acompañaba hasta la puerta—. No lo mataremos inmediatamente, ¿eh, amigo Desgas? La cabaña del —estoy seguro de no equivocarme— se encuentra en un lugar solitario de la playa, y nuestros hombres tendrán la oportunidad de hacer un poco de deporte cazando el zorro herido. Elija bien los hombres que va a llevar, amigo Desgas… de la clase que disfruta con ese tipo de deporte, ¿eh? Tenemos que asegurarnos de que Pimpinela Escarlata sufre un poco… pero ¿qué digo?… que se asusta y tiembla, ¿eh?… antes de que le… —hizo un gesto expresivo, al tiempo que soltaba una carcajada maligna, que a Marguerite le llenó el alma de un terror mortal.
—Elija bien a sus hombres, ciudadano Desgas —repitió, mientras acompañaba a su secretario a la puerta.