XXXI - La huída
XXXI - LA HUÍDA
Marguerite se quedó escuchando, aún medio aturdida, las firmas pisadas de los cuatro hombres, que se alejaban rápidamente.
La Naturaleza respiraba tal calma que, apoyando el oído en el suelo, pudo percibir con toda claridad el ruido de los pasos cuando se internaron en la carretera, y el débil resonar de las ruedas del viejo carro y de los cascos de la jaca le indicaron que su enemigo se encontraba a un cuarto de legua. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Había perdido la noción del tiempo; alzó la mirada hacia el cielo iluminado por la luz de la luna, como en sueños, y prestó oídos al monótono vaivén de las olas.
El vigorizante aroma del mar fue como un néctar para su cuerpo fatigado; la inmensidad de los acantilados solitarios era silenciosa, como de ensueño. Su cerebro sólo permanecía consciente a la tortura incesante e insoportable de la incertidumbre.
¡No sabía qué había ocurrido…!
No sabía si Percy estaría en aquellos momentos en manos de los soldados de la República, sometido a las mofas y los improperios de su malvado enemigo. Por otra parte, tampoco sabía si el cuerpo de Armand yacía sin vida en la cabaña, mientras que Percy había escapado para enterarse de que la mano de su esposa había guiado a aquellos sabuesos humanos para dar muerte a Armand y sus amigos.
El dolor físico del agotamiento absoluto era tan grande que hubiera deseado que su fatigado cuerpo pudiera descansar allí para siempre, después de la confusión, la pasión y las intrigas de los últimos días… allí, bajo el cielo claro, oyendo el mar, y con la dulce brisa otoñal susurrándole una última canción de cuna. Todo era soledad y silencio, como en un país de ensueño. Incluso el débil eco del carro se había desvanecido hacía tiempo, a lo lejos.
De repente… un ruido… sin duda el más extraño que jamás habían oído aquellos desolados acantilados de Francia, rompió la silenciosa solemnidad de la playa.
Tan extraño era el ruido, que la suave brisa dejó de murmurar, y las piedrecillas de rodar por la cuesta. Tan extraño, que Marguerite, extenuada, agotada como estaba, pensó que la inconsciencia benévola de la muerte próxima le estaba gastando una broma sutil a sus sentidos medio dormidos.
Era el sonido de un «¡Maldita sea!» clara y absolutamente británico.
Las gaviotas se despertaron en sus nidos y miraron a su alrededor, asombradas; un búho lejano y solitario ululó en mitad de la noche, y los grandes acantilados contemplaron, ceñudos y majestuosos, aquel sacrilegio insólito.
Marguerite no daba crédito a sus oídos. Alzándose sobre las manos, puso en tensión todos sus sentidos, para intentar ver y oír, para entender el significado de aquel ruido tan terrenal.
Durante unos segundos todo volvió a quedar en calma; el mismo silencio descendió una vez más sobre la inmensidad desolada.
Después, Marguerite, que había prestado atención como en un trance, que pensaba que debía estar soñando con la dura y magnética luz de la luna sobre su cabeza, volvió a oírlo; y en esta ocasión, su corazón cesó de latir; sus ojos, desorbitados, miraron a su alrededor, sin atreverse a dar crédito a sus otros sentidos.
—¡Qué barbaridad! ¡Ojalá no me hubieran pegado con tanta fuerza esos tipos!
Ya no cabía duda posible; sólo unos labios concretos, británicos hasta la médula, podían haber pronunciado aquellas palabras, con tono somnoliento, afectado y pesado.
—¡Maldita sea! —repitieron con vehemencia aquellos mismos labios británicos—. ¡Estoy más débil que la gelatina!
Marguerite se puso de pie inmediatamente.
¿Estaría soñando? ¿Serían aquellos enormes acantilados rocosos las puertas del paraíso? ¿Sería aquella brisa fragante obra del batir de alas de los ángeles, que le llevaban oleadas de alegrías sobrenaturales tras tantos sufrimientos, o, débil y enferma como estaba, acaso era víctima de un delirio?
Volvió a prestar oídos, y una vez más oyó los sonidos terrenales del hermoso idioma británico, sin el menor parecido con los susurros del paraíso o el batir de alas de los ángeles.
Miró a su alrededor, anhelante, hacia los grandes acantilados, a la cabaña solitaria, a la playa pedregosa. En alguna parte, encima o debajo de ella, tras una roca o en una hendidura, pero oculto a sus ojos febriles, debía estar el propietario de aquella voz, que en días pasados la irritaba, pero que en aquellos momentos la harían la mujer más feliz de Europa en cuanto lo encontrara.
—¡Percy! ¡Percy! —gritó histéricamente, torturada entre la esperanza y la duda—. Estoy aquí. ¡Ven! ¿Dónde estás? ¡Percy! ¡Percy!
—Me encanta que me llames, querida —dijo la misma voz somnolienta y afectada—, pero que me aspen si puedo moverme. Esos malditos comedores de ranas me han dado más palos que a una estera, y me siento muy débil… No puedo moverme.
Pero Marguerite seguía sin comprender. Tardó al menos otros diez segundos en darse cuenta de dónde provenía aquella voz, tan somnolienta, tan querida, pero ¡ay!, con un extraño deje de debilidad y sufrimiento. No se veía a nadie… excepto junto a una roca… ¡Dios del cielo!… ¡El judío!… ¿Se había vuelto loca o estaba soñando?
La espalda del hombre estaba iluminada por la luz de la luna. Estaba agazapado, intentando en vano levantarse con los brazos atados. Marguerite corrió hasta él, le cogió la cabeza entre las manos… y miró a unos ojos azules, bondadosos, con expresión de cierto regocijo, destacándose en la máscara deformada y extraña del judío.
—¡Percy!… ¡Percy!… ¡Esposo mío! —dijo con voz entrecortada, a punto de desvanecerse de alegría—. ¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias, Dios mío!
—Vamos, querida —replicó sir Percy animadamente—, ya daremos gracias más tarde. Ahora, ¿crees que podrías aflojar estas malditas cuerdas y librarme de esta situación tan poco elegante?
Marguerite no tenía cuchillo, sus dedos estaban entumecidos y débiles, pero atacó las cuerdas con los dientes, mientras que de sus ojos brotaron grandes lágrimas que cayeron sobre aquellas pobres manos atadas.
—¡Qué barbaridad! —exclamó sir Percy cuando, tras los frenéticos esfuerzos de Marguerite, cedieron las cuerdas—. No creo que jamás haya ocurrido una cosa semejante: que un inglés se deje dar una tunda por un maldito extranjero y no haga nada por devolvérsela.
Saltaba a la vista que el dolor físico le había dejado agotado, y cuando cedió la última cuerda, se desplomó sobre la roca, encogido.
Marguerite miró a su alrededor, impotente.
—¡Daría cualquier cosa por encontrar una gota de agua en esta playa espantosa! —exclamó, desesperada, al ver que sir Percy iba a desmayarse de nuevo.
—No, querida mía —murmuró él con su sonrisa bondadosa—. ¡Personalmente, preferiría una gota de buen coñac Francés! Y si metes la mano en estas sucias ropas, encontrarás mi petaca… Que me aspen si puedo moverme.
Cuando hubo bebido un poco de coñac, obligó a Marguerite a imitarle.
—¡Esto es otra cosa! ¿Eh, mujercita? —dijo con un suspiro de satisfacción—. ¡Bonita situación para sir Percy Blakeney, que lo encuentre su esposa en este estado! ¡Qué barbaridad! —añadió, pasándose la mano por la barbilla—. Llevo sin afeitarme casi veinte horas; debo tener un aspecto repulsivo. Y estos rizos…
Y, riendo, se quitó la peluca que tanto lo desfiguraba, y estiró sus largas piernas, que estaban entumecidas tras las largas horas de ir encorvado. Después se agachó y miró larga e inquisitivamente a los azules ojos de su esposa.
—Percy —susurró Marguerite, mientras por sus delicadas mejillas se extendía un profundo rubor—, si tú supieras…
—Lo sé, cariño… lo sé todo —dijo sir Percy con dulzura infinita.
—¿Y podrás perdonarme algún día?
—No tengo nada que perdonar, cariño mío. Tu heroísmo, tu amor, que tan poco merezco, han expiado con creces el desgraciado incidente del baile.
—Entonces, ¿lo has sabido todo el tiempo? —susurró Marguerite.
—Sí —contestó sir Percy con ternura—. Lo he sabido… todo el tiempo… Pero ¡ay!, si hubiera sabido que tu corazón era tan noble, Margot mía, hubiera confiado en ti, como tú te mereces, y no hubieras tenido que padecer los terribles sufrimientos de las últimas horas, corriendo en pos de un marido que ha hecho tantas cosas que habrás de perdonarle.
Estaban sentados uno junto, al otro, apoyados contra una roca, y sir Percy posó su dolorida cabeza en el hombro de su mujer. En aquellos momentos, Marguerite sin duda merecía el calificativo de «la mujer más feliz de Europa».
—En esta ocasión, el ciego tendrá que guiar al cojo, ¿no crees, cariño? —dijo sir Percy con su bondadosa sonrisa de siempre—. ¡Qué barbaridad! No sé qué estarán peor, si mis hombros o tus piececitos.
Se inclinó para besarlos, pues asomaban por las medias desgarradas, dando patético testimonio de los padecimientos y el heroísmo de Marguerite.
—Pero Armand —dijo Marguerite, con miedo y arrepentimiento repentinos, como si, en medio de su felicidad, se le presentara la imagen de su hermano adorado, por el que había cometido una falta tan grave.
—Ah, no te preocupes por Armand, cariño —dijo sir Percy con ternura—. ¿Acaso no te di mi palabra de honor de que no le ocurriría nada? Él, De Tournay y los demás están en estos momentos a bordo del .
—Pero ¿cómo? —preguntó Marguerite con voz entrecortada—. No entiendo nada.
—Pues es muy sencillo —replicó sir Percy con su risa tímida y banal—. Verás. Cuando descubrí que ese animal de Chauvelin tenía la intención de aplastarme como a una sanguijuela, pensé que lo mejor que podía hacer, ya que no podía quitármelo de encima, era llevarlo conmigo. Tenía que reunirme con Armand y los demás como fuera, y todas las carreteras estaban vigiladas, todo el mundo buscaba a tu humilde servidor. Sabía que, después de escaparme de sus manos en el , vendría a buscarme aquí, cualquiera que fuese el camino que eligiera. No quería perderle de vista, y un cerebro británico es tan bueno como uno francés mientras no se demuestre lo contrario.
Lo cierto era que se había demostrado que era infinitamente superior, y el corazón de Marguerite se llenó de júbilo y admiración cuando su marido siguió contándole de qué forma tan osada había rescatado a los fugitivos ante las mismísimas narices de Chauvelin.
—Sabía que no me reconocerían si me vestía con las ropas sucias del viejo judío —dijo alegremente—. Había visto a Rubén Goldstein en Calais aquella misma tarde. A cambio de unas cuantas monedas de oro me dio estos trapos, y se comprometió a quitarse de en medio, mientras que yo me llevé su carro y su jaca.
—Pero si Chauvelin te hubiera descubierto… —dijo Marguerite con voz entrecortada—. El disfraz era muy bueno, pero él es tan listo…
—Entonces, el juego hubiera tocado a su fin —replicó sir Percy tranquilamente—. Pero tenía que arriesgarme. Conozco la naturaleza humana bastante bien —añadió, con un deje de tristeza en su voz joven y alegre—, y me conozco de memoria a estos franceses. Detestan tanto a los judíos, que no se acercan a ellos a más de dos metros, y ¡francamente!, creo que logré el aspecto más repulsivo del mundo…
—¡Sí!… ¿Y después? —preguntó Marguerite, impaciente.
—Pues después llevé a cabo el plan que tenía, es decir, al principio estaba decidido a dejar todo al azar, pero cuando oí a Chauvelin dar órdenes a los soldados, pensé que el Destino y yo podíamos trabajar juntos. Confié en la obediencia ciega de los soldados. Chauvelin les había ordenado, so pena de muerte, que no se movieran hasta que llegara el inglés alto. Desgas me había dejado atado cerca de la cabaña; y los soldados no se fijaban en el judío que había llevado hasta allí al ciudadano Chauvelin. Logré desatarme las manos. Siempre llevo papel y lápiz a dondequiera que vaya, y garrapateé a toda prisa unas cuantas instrucciones en un trozo de papel. Después miré a mi alrededor; me arrastré hasta la cabaña, ante las mismísimas narices de los soldados, que estaban escondidos, sin hacer el menor movimiento, tal y como les había ordenado Chauvelin, tiré la nota por una rendija de la pared, y esperé. En la nota les decía a los fugitivos que salieran de la cabaña en silencio, bajaran el acantilado y continuaran a la izquierda hasta llegar a la primera cala, y que dieran cierta señal, ante la cual acudiría a recogerlos el bote del , que les esperaba no muy lejos. Por suerte para ellos y para mí, me obedecieron al pie de la letra. Los soldados que los vieron obedecieron igualmente las órdenes de Chauvelin. ¡No se movieron! Esperé casi media hora, y cuando comprendí que los fugitivos estarían a salvo, di la señal que produjo tanto alboroto.
Y ésa era toda la historia. Parecía muy sencilla, y Marguerite no pudo por menos que asombrarse del prodigioso ingenio, del arrojo y la audacia sin límites que habían trazado y llevado a cabo aquel plan tan osado.
—¡Pero esos animales te han pegado! —gritó horrorizada, al recordar el ultraje.
—¡Bueno, eso no he podido evitarlo! —dijo dulcemente sir Percy—. Mientras la suerte de mi mujercita fuera tan incierta, tenía que quedarme aquí, a su lado. ¡Pero no te preocupes! —añadió alegremente—. Te garantizo que Chauvelin no perderá nada esperando. ¡Ya verás cuando lo coja en Inglaterra! Pagará la paliza que me ha dado con interés compuesto, te lo prometo.
Marguerite se echó a reír. Era tan maravilloso estar junto a él, oír su animada voz, ver el centelleo de sus ojos azules mientras estiraba sus fuertes brazos, pensando en su enemigo y en el castigo que tan merecido se tenía…
Pero de pronto, se sobresaltó; el rubor de felicidad abandonó sus mejillas, se apagó el brillo de alegría de sus ojos: había oído unos pasos sigilosos, y una piedra había caído rodando desde el borde del acantilado hasta la playa.
—¿Qué ha sido eso? —susurró, asustada.
—Nada, querida mía —musitó sir Percy, con una suave carcajada—. Es que te habías olvidado de una cosa… de mi amigo, Foulkes.
—¡Sir Andrew! —exclamó Marguerite.
Efectivamente; se había olvidado del amigo y compañero, que había confiado en ella y había estado a su lado durante todas aquellas horas de angustia y sufrimiento. Lo recordó de repente, con una punzada de remordimiento.
—Te habías olvidado de él, ¿verdad, querida mía? —dijo sir Percy alegremente—. Por suerte, le vi, no lejos del , antes de la agradable cena con mi amigo Chauvelin… Pero, maldita sea; tengo que ajustarle las cuentas a ese joven réprobo… En fin, el caso es que le dije que viniera aquí por una carretera muy larga, que da un gran rodeo y que a los hombres de Chauvelin jamás se les hubiera ocurrido seguir, para que llegara justo en el momento en que lo necesitáramos, ¿eh, mujercita mía?
—¿Y te obedeció? —preguntó Marguerite, completamente atónita.
—Sin rechistar. Mira, ahí viene. No se puso en medio cuando no lo necesité, y ahora llega justo en el momento crítico. ¡Ah! Será un marido excelente y muy metódico para la pequeña Suzanne.
Mientras tanto, sir Andrew Foulkes había descendido con sumo cuidado por el acantilado: se detuvo una o dos veces, prestando oídos a los susurros que le guiarían hasta el escondite de Blakeney.
—¡Blakeney! —se arriesgó a decir—. ¡Blakeney! ¿Está usted ahí?
Rodeó la roca en que se apoyaban sir Percy y Marguerite, y al ver la extraña figura cubierta con la gabardina del judío, se detuvo, confuso.
Pero Blakeney ya se había puesto de pie, trabajosamente.
—¡Estoy aquí, amigo! —dijo con su necia risa—. ¡Todos vivos! Aunque con este chisme parezco un espantapájaros.
—¡Diantres! —exclamó sir Andrew con ilimitado asombro al reconocer a su jefe—. ¡Por todos los…!
El joven se percató de la presencia de Marguerite y por suerte pudo dominar las palabras subidas de tono que se le vinieron a los labios al ver al exquisito sir Percy con aquel extraño y sucio atuendo.
—¡Sí! —dijo Blakeney tranquilamente—. ¡Por todos los… ejem! ¡Amigo mío! Aún no he tenido tiempo de preguntarle qué está haciendo en Francia, cuando le ordené que se quedara en Londres… ¿Qué es esto? ¿Insubordinación? ¡Espere a que tenga la espalda en condiciones, y verá el castigo que recibe!
—¡Lo aceptaré de buena gana, con tal de que esté usted vivo para impartirlo! —replicó sir Andrew, riendo alegremente—. ¿Hubiera preferido que dejara a lady Blakeney hacer el viaje sola? Pero, en el nombre del cielo, ¿de dónde ha sacado esa ropa tan curiosa?
—¿A que es muy original? —dijo sir Percy, con igual jovialidad—. Pero ahora que está aquí, no debemos perder ni un minuto, Foulkes —añadió con autoridad y vehemencia repentinas—. Ese animal de Chauvelin puede enviar a alguien a buscarnos.
Marguerite se sentía tan feliz que hubiera podido quedarse allí para siempre, oyendo la voz de su marido, haciéndole mil preguntas. Pero al oír el nombre de Chauvelin se sobresaltó, asustada, temerosa por la vida del hombre por el que habría dado la suya gustosa.
—Pero ¿cómo vamos a volver? —preguntó con voz entrecortada—. Las carreteras hasta Calais están llenas de soldados y…
—No vamos a volver a Calais, cariño —replicó sir Percy—. Iremos al otro extremo de Gris-Nez, que está a menos de media legua de aquí. El bote del nos recogerá allí.
—¿El bote del ?
—Sí —dijo sir Percy, riendo alegremente—. Otro truquito mío. Tendría que haberte dicho que cuando eché esa nota en la cabaña, la acompañé de otra dirigida a Armand, en la que le decía que dejara la primera en la casa. Por eso, Chauvelin y sus hombres han vuelto a toda velocidad al a buscarme; pero en la nota de Armand iban las verdaderas instrucciones, entre ellas algunas dirigidas al viejo Briggs. Ya le había ordenado que se internara mar adentro, y que se dirigiera al oeste. Cuando se encuentren lejos de Calais, enviará el bote a una pequeña cala que conocemos él y yo y que está justo detrás de Gris-Nez. Los hombres me buscarán —ya hemos concertado una señal— y subiremos a bordo, mientras Chauvelin y sus hombres vigilan solemnemente la cala que está frente al .
—¿Al otro lado de Gris-Nez? Pero yo… no puedo andar, Percy —gimió Marguerite, impotente, cuando, al intentar levantarse, descubrió que no podía ni mantenerse en pie.
—Yo te llevaré, cariño —dijo sir Percy con sencillez—. Ya sabes: el ciego llevando al cojo.
También sir Andrew estaba dispuesto a prestar ayuda con aquella preciosa carga, pero sir Percy no quería confiar a su amada a otros brazos que no fueran los suyos.
—Cuando ustedes dos estén a bordo del —le dijo a su joven camarada—, y esté convencido de que mademoiselle Suzanne no me recibirá al llegar a Inglaterra con miradas de reproche, entonces me tocará a mí descansar.
Y sus brazos, aún vigorosos a pesar de la fatiga y los sufrimientos, se cerraron en torno al cansado cuerpo de Marguerite, y lo levantaron con tanta delicadeza como si fuera una pluma.
Después, cuando sir Andrew se alejó discretamente, se dijeron muchas cosas —o más bien las susurraron— que ni siquiera la brisa otoñal oyó, porque se había ido a descansar.
Percy olvidó su fatiga; debía tener los hombros muy doloridos, pues los soldados le habían pegado con saña; pero tenía unos músculos como de acero, y una fuerza casi sobrenatural. Resultaba muy fatigoso caminar media legua por aquel acantilado rocoso, pero su coraje no cedió ni un momento, ni sus músculos se cansaron. Continuó andando, con firmes pisadas, con sus potentes brazos rodeando la preciosa carga, y… sin duda, mientras Marguerite se dejaba llevar, tranquila y feliz, adormilada a ratos, observando en otras ocasiones, a través de la luz creciente de la mañana, aquel rostro benévolo de ojos indolentes y azules, siempre alegres, siempre iluminados por una sonrisa de buen humor, le susurró muchas cosas, que ayudaron a acortar el largo camino y que actuaron como un bálsamo para los excitados nervios de Blakeney.
La luz del alba, con sus múltiples colores, apuntaba por oriente, cuando al fin llegaron a la cala que se extendía detrás de Gris-Nez. El bote les estaba esperando, y a una señal de sir Percy se acercó a ellos, y dos robustos marineros británicos tuvieron el honor de llevar a su señora al barco.
Al cabo de media hora se encontraban a bordo del . A la tripulación, que inevitablemente compartía los secretos de su amo y que estaba dedicada a él en cuerpo y alma, no le sorprendió verle llegar con tan extraordinario disfraz.
Armand St. Just y los demás fugitivos esperaban impacientemente la llegada de su valiente salvador; sir Percy, en lugar de quedarse a oír sus muestras de gratitud, se dirigió a su camarote lo más rápidamente posible, dejando a Marguerite muy feliz en brazos de su hermano.
Todo a bordo del respiraba aquel lujo exquisito que tanto apreciaba sir Percy Blakeney, y cuando desembarcaron en Dover ya se había puesto las ropas suntuosas que tanto le gustaban y que siempre llevaba en abundancia a bordo de su yate.
Pero surgió la dificultad de buscar un par de zapatos para Marguerite, y grande fue la alegría del grumete cuando la señora pudo poner pie en suelo inglés calzada con su mejor par.
El resto es silencio, silencio y alegría por los que habían padecido tantos sufrimientos y habían encontrado al fin una felicidad grande y duradera.
Pero cuentan las crónicas que en la brillante boda de sir Andrew Foulkes y mademoiselle Suzanne de Tournay de Basserive, ceremonia a la que asistieron Su Alteza Real el príncipe de Gales y toda la élite de la alta sociedad, la mujer más hermosa, sin lugar a dudas, fue lady Blakeney, mientras que las ropas que llevaba sir Percy Blakeney fueron tema de comentario de la de Londres durante muchos días.
También se sabe que monsieur Chauvelin, el agente acreditado del gobierno republicano francés, no estuvo presente ni en esa ni en ninguna otra ceremonia celebrada en Londres, tras la memorable noche del baile de lord Grenville.