El misterio de la Casa Roja

VIII

VIII

"¿ME SIGUES, WATSON?"

El cuarto de Antonio tenía vista al parque, detrás de la casa. Los postigos no estaban aún cerrados cuando principió a vestirse para la comida. En varias ocasiones, interrumpió su tocado para echar a la ventana una mirada distraída, tan pronto sonriente como frunciendo el ceño, únicamente enfrascado, a decir verdad, en sus reflexiones acerca de los extraños acontecimientos de aquel día. Sentado en mangas de camisa sobre su lecho, peinaba con un movimiento maquinal sus espesos cabellos negros pensando en otra cosa, cuando un llamado de Bill a través de la puerta, seguido de su entrada, lo volvió a la realidad.

—Vamos, viejo, apúrate, tengo hambre… —Antonio cesó de cepillarse y lo miró, preocupado.

—¿Dónde está Marc? —preguntó.

—¿Marc? ¿Quieres decir Cayley? —Antonio rectificó con una risita:

—Cierto, quise decir Cayley. ¿Bajó? No tardaré más que un segundo, Bill.

Se levantó y principió a vestirse rápidamente.

—A propósito —dijo Bill, tomando sobre el lecho el sitio que su amigo acababa de abandonar—, tu idea respecto a las llaves no vale absolutamente nada.

—Ah, ¿por qué?

—Acabo de dar expresamente una vuelta por abajo. La llave de la biblioteca está fuera, pero todas las otras están en el interior.

—Sí, ya sé.

—¿Cómo? ¡Diablo de hombre! Creía que no habías pensado en ello.

—Pues sí, Bill —respondió Antonio con el tono de quien se excusa humildemente.

—Vaya, vaya, esperaba tanto que te hubieras olvidado… En todo caso, esta comprobación derriba completamente tu teoría.

—Jamás tuve una teoría. Dije sencillamente que si las llaves estaban fuera, eso implicaría probablemente también que lo mismo sería con la llave del escritorio y que entonces la hipótesis de Cayley hacíase inaceptable.

—Sí, pero como no es el caso, no estamos más avanzados. Las unas están fuera, las otras dentro, y seguimos en lo mismo. Esto se hace mucho menos apasionante. Por tu modo de exponer la cuestión, hoy, en el césped, me dejé seducir por la idea de la llave colocada fuera, que Marc había tomado consigo al entrar…

—Esto promete ponerse bastante apasionante —dijo con suavidad Antonio, transfiriendo su pipa y su tabaco al bolsillo de su smoking.

—Descendamos, heme aquí preparado.

Cayley los esperaba en el hall. Preguntó cortésmente a sus huéspedes si no carecían de nada en sus cuartos, y los tres se enzarzaron en una conversación relativa a las moradas en general y a la Casa Roja en particular.

—Tenía usted toda la razón acerca de las llaves —intervino Bill, en cuanto pudo aprovechar un momento de silencio.

Menos circunspecto que los otros dos, sin duda porque era el más joven, no podía soportar permanecer mudo acerca de un tema que constituía, a decir verdad, la gran preocupación de todos.

—¿Las llaves? —preguntó Cayley, sin parecer comprender.

—Nos preguntábamos si estaban fuera o dentro.

—Ah, sí.

Paseó una mirada circular sobre las diferentes puertas del hall, luego sonrió amistosamente a Antonio:

—Parece que los dos tenemos razón, señor Gillingham. Así que no podemos inferir nada.

—No, en efecto —dijo Antonio, encogiéndose de hombros—. Oh, me limité a plantear la cuestión. Pensé que ofrecía algún interés.

—Sí, sin duda. Pero de todas maneras no me habría usted convencido, como no me ha convencido el testimonio de Elsie.

—¿Elsie? —preguntó Bill con curiosidad. También Antonio lo interrogó con los ojos, no sabiendo quién era Elsie. Cayley explicó:

—Una de las camareras. ¿No oyeron hablar de lo que declaró al inspector? Evidentemente, como lo he dicho a Birch, las muchachas de esta clase son propensas a imaginarse toda clase de cosas. Pero, aun así, pareció tomar el relato bastante en serio.

—¿Qué dijo? —insistió Bill.

Cayley les repitió lo que Elsie pretendía haber oído a través de la puerta del escritorio, por la tarde.

—En ese momento estaba usted en la biblioteca —murmuró Antonio—; pudo atravesar el hall sin que usted la oyese.

—No tengo ninguna razón para dudar que haya estado ahí y que realmente haya oído voces, quizá hasta las palabras que refiere. Pero…

Se detuvo, para continuar luego en tono de impaciencia:

—Un accidente, les digo. Estoy seguro que el acontecimiento ha sido puramente accidental. ¿Para qué hablar como si Marc fuese un asesino?

La comida fue anunciada en ese momento y, cuando entraban, dijo todavía:

—¿Por qué perder tiempo en comentarios, cuando se llegará fatalmente a esa conclusión?

—Sí, ¿por qué? —repitió Antonio, y con gran desencanto de Bill, se habló de literatura y de política durante toda la comida.

Apenas encendidos sus cigarros, Cayley se excusó, invocando sus numerosas ocupaciones, de lo cual a nadie se le ocurrió asombrarse. Bill cuidaría de su amigo. No deseaba otra cosa. Ofreció a Antonio batirlo al billar o a los cientos, mostrarle el jardín al claro de luna, o que señalara él mismo la distracción que fuese de su agrado.

—No sabes hasta qué punto agradezco al Cielo el haberte enviado aquí —le confió en tono conmovido—; jamás habría soportado permanecer solo.

—Salgamos, ¿quieres? —propuso Antonio—; hace tanto calor… Indícame un sitio donde podamos sentarnos, lejos de la casa. Quiero hablarte.

—Con mucho gusto. ¿Qué dirías del terreno de bochas?

—En efecto. Me habías prometido mostrármelo. ¿Y estaremos al abrigo de oídos indiscretos?

—El escondrijo ideal para las confidencias. Ya verás.

Saliendo por la puerta principal, se internaron hacia la derecha por la avenida. Era por el otro costado que Antonio, viniendo de Woodham por la tarde, había abordado la casa. El camino que acababan de tomar conducía, por el contrario, al extremo opuesto del parque, sobre la ruta de Stanton, pequeña ciudad distante unas tres millas. Atravesaron una barrera y una casilla de jardinero que señalaban los límites de lo que los tasadores llamaban "los terrenos de esparcimiento contiguos a la habitación". Luego el parque propiamente dicho se abrió ante ellos.

—¿Estás seguro que vas a encontrar un cuadro de césped por aquí? —preguntó Antonio.

El parque, apacible, se expendía a ambos lados de la senda bajo el claro de luna, desenvolviendo hasta donde alcanzaba la vista la uniformidad de su superficie, que un espejismo parecía hacer retroceder, más plana cada vez a medida que avanzaban.

—Curioso, ¿no? —dijo Bill—. Un curioso emplazamiento para un terreno de bochas. Supongo que lo han dejado ahí porque estaba desde tiempos muy antiguos.

—¿Que lo dejaron dónde? ¡Oh!

Era allí, en efecto. Sin ir hasta el camino que formaba un codo a su derecha, continuaron recto, siguieron una veintena de yardas por un sendero apenas abierto en la espesa hierba y se hallaron frente al sitio que buscaban: un campito a bajo nivel, que rodeaba completamente una zanja de unos diez pies de ancho y seis de profundidad, salvo en un costado, al que se llegaba por el sendero y algunos peldaños herbosos. Un gran banco de madera estaba destinado a servir de asiento a los espectadores.

—La verdad que está bien oculto —dijo Antonio—. ¿Dónde guardan las bochas?

—En una cabaña, ahí, al lado.

Costearon la zanja y llegaron a una pequeña construcción de madera establecida en un hueco de la pared.

—¡No está mal para una linda vista! —bromeó Antonio.

—Pero nadie se sienta ahí —respondió Bill riendo—. Su único objeto es preservar las cosas de la lluvia.

—Concluyamos de dar la vuelta por el terreno —insistió Antonio—; convendría asegurarse de que nadie se ocultó en la zanja.

Luego se sentaron en el banco.

—Ahora —dijo Bill—, henos aquí solos. Veamos, di.

Antonio permaneció un momento todavía sumido en sus reflexiones. Después extrajo una última bocanada de su pipa, se volvió hacia su amigo y le preguntó:

—¿Te sientes dispuesto a convertirte en mi Watson?

—¿Tu Watson?

—Sí, ya sabes: el compañero, el confidente de Sherlock Holmes. "¿Me sigues, Watson?" ¿Estás dispuesto a oírme demostrarte con toda una retahíla de argumentos complicados las cosas más evidentes, a formularme toda clase de preguntas inútiles, a suministrarme ocasión de espetarte embustes, a hacer por ti mismo brillantes descubrimientos dos o tres días después que yo, y así sucesivamente? Todo esto, aunque en apariencia no conduzca a nada, es sumamente provechoso.

—¿Dudas de mi entusiasta aceptación? —respondió Bill, al que esta nueva perspectiva encantaba.

Como Antonio guardara silencio, continuó alegremente, por el placer de hablar:

—Las huellas de fresas que advierto en tu pechera me permiten concluir que tuviste fresas de postre… Holmes, ¡eres un hombre sorprendente! Basta de bromas. Conoces mi método: ¿dónde está el tabaco? No puede estar sino en la pantufla persa… ¿Crees que pueda abandonar a mi clientela durante toda una semana? No, ¿no es cierto? Pues bien, sí, puedo perfectamente.

Antonio, que se había puesto de nuevo a fumar, sonrió de buena gana; pero en vano aguardó Bill su respuesta. Después de dos minutos de silencio, continuó éste con voz firme:

—Bueno, Holmes, mi papel me obliga a preguntarte cuáles son tus conclusiones y, en particular, qué sospechas…

Antonio se resolvió por último.

—¿Recuerdas una de las preguntas embarazosas que Sherlock Holmes formuló a Watson? Se trataba del número de escalones a subir para llegar al departamento de Baker Street. El pobre Watson los había subido y bajado un millar de veces, pero nunca había pensado en contarlos, mientras que Holmes los contó y sabía que eran diecisiete. Aquí parecía residir la diferencia entre la observación y la no observación. Watson debió confesarse vencido una vez más y Holmes se le antojó más sorprendente que nunca. Pues bien, siempre he creído que en esa ocasión era Holmes quien se mostró ridículo y Watson quien dio pruebas de sentido común. ¿Qué interés puede haber en atiborrarse el cerebro con hechos tan insignificantes? Si necesitas conocer en cualquier momento el número de peldaños de tu escalera, siempre tienes el recurso de llamar por teléfono a tu portera para preguntarle. Yo he subido y bajado miles de veces la escalera del club, pero si quisieras que te dijese inmediatamente cuántos peldaños hay, te respondería que no lo sé. ¿Y tú?

—¿Yo? Ni lo sospecho.

—Empero, si te empeñas en que te suministre la indicación precisa —continuó Antonio con tan inesperado acento que su compañero lo miró sorprendido—, podría hacerlo sin tomarme el trabajo de telefonear al portero.

Bill se preguntaba qué tendrían que ver todas estas consideraciones acerca de la escalera del club; pero sintió que era su deber declarar que necesitaba a toda costa el número exacto de los peldaños.

—Espera —dijo Antonio—. Voy a decírtelo. Cerró los ojos y comenzó lentamente:

—Subo por la calle Saint James. Llego al club. Dejo atrás las ventanas del salón de fumar. Uno, dos, tres, cuatro pasos. Heme aquí en los peldaños. Giro. Comienzo a trepar… Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Un rellano… Siete, ocho, nueve. Otro rellano… diez, once… Ahí está, once, y entro: "Buen día, Rogers; otra tarde hermosa…"

Con un ligero sobresalto reabrió los ojos y volvió a tomar posesión del paisaje que lo rodeaba. Luego, volviéndose hacia Bill:

—Once, ya ves. Cuéntalos la próxima vez que vayas. Once… y ahora, confío olvidarlos. —Bill estaba vivamente interesado.

—Pero ¡si es extraordinario! Explícame.

—Casi no puede explicarse. ¿Es una particularidad de mi visión o un automatismo del cerebro? Tengo una curiosa facultad para registrar muchas cosas inconscientemente. Tú conoces ese juego que consiste en mirar durante tres minutos una bandeja llena de objetos menudos, y después, con la espalda vuelta, tratar de hacer una lista lo más completa posible. Esto exige un enorme esfuerzo de concentración a las personas ordinarias si no quieren cometer errores u omisiones. En cuanto a mí, por extraño que parezca, lo consigo sin siquiera tomarme el trabajo de concentrar mi atención. Quiero decir que mis ojos se encargan de la tarea, sin que mi cerebro tome conscientemente parte alguna. Podría, por ejemplo, mirar la bandeja y discutir de golf contigo al mismo tiempo sin que ello impidiera que mi lista fuese exacta.

—Debe ser una cualidad inapreciable para un detective aficionado. Hubieras debido abrazar antes esta carrera.

—En efecto, es bastante útil, y bastante sorprendente también para los que no están al corriente. ¿Quieres que la aprovechemos para tomar a Cayley desprevenido?

—¿De qué modo?

—Bueno, preguntémosle…

Un fulgor de malicia cruzó por la mirada que echó a Bill.

—Preguntémosle qué pensaba hacer con la llave del escritorio.

Bill no comprendió de inmediato.

—¿La llave del escritorio? ¿Por qué? No querrás decir… ¡Señor! ¿Crees que Cayley…? ¿Pero Marc, entonces?

—Ignoro dónde está Marc. Es otra cuestión que habrá que resolver a su tiempo; pero estoy seguro que no fue él quien se llevó la llave del escritorio, porque ha sido Cayley quien la tomó.

—¿Estás seguro?

—Absolutamente.

—Por favor —declaró Bill en tono de cómica súplica—, no vayas a contarme que ves hasta en los bolsillos de las personas, que tus mágicos dones…

Antonio se echó a reír y negó con ardor.

—Entonces, ¿cómo sabes?

—Eres un excelente Watson, Bill. Desempeñas tu papel con toda naturalidad. A decir verdad, el mío consistiría en no explicar nada antes del último capítulo; pero siempre he encontrado este procedimiento desleal. Oye, pues. Desde luego, no afirmo que Cayley tenga en este momento la llave en su bolsillo, pero sé que la tuvo. Sé que cuando yo llegué esta tarde, acababa de cerrar la puerta y apoderarse de la llave.

—¿Quieres decir que lo viste en el momento, pero que no lo has recordado, sino después, al reconstruir la escena en tu memoria por el procedimiento que hace un instante me explicabas?

—No, no es eso lo que vi, sino otra cosa: vi la llave de la sala de billar.

—¿Dónde?

—¿En el exterior? Pero si acabamos de comprobar que estaba en el interior…

—Precisamente.

—¿Quién pudo cambiarla de lado?

—Cayley, evidentemente.

—Pero…

—Remontémonos a esta tarde. No recuerdo haber prestado atención de momento a la llave del billar; debo haberlo hecho sin darme cuenta. Al ver a Cayley golpear tan duramente a la puerta, sin duda me pregunté, en la penumbra de mi subconsciente, si no serviría la llave de la puerta vecina. Algo así debió ocurrir en mi interior. Más tarde, sentado solo en el banco en que viniste a reunírteme, reviví en espíritu toda la escena, y allí, delante mío, vi con toda claridad la llave del billar fuera. Empecé entonces a preguntarme si la llave del escritorio no estaba también afuera. A la llegada de Cayley, les participé mi idea, que pareció interesarles a los dos, y hasta mostró Cayley una cierta excitación que no era enteramente normal… Oh, un matiz, que sin duda tú no advertiste.

—¡Es posible!

—Esto no probaba todavía nada y mi historia misma de la llave, tampoco, pues cualquiera que hubiera sido la colocación de las otras llaves, Marc podría haber experimentado de vez en cuando la necesidad de encerrarse en una pieza reservada a sus trabajos personales. Pero magnifiqué la cosa, afecté atribuirle una enorme importancia y, luego de haber hecho nacer una viva inquietud en el espíritu de Cayley, le anuncié que lo libraríamos de nuestra presencia durante una hora, que íbamos a dejarlo solo en la casa para que hiciese lo que le viniera en ganas. Tal como yo lo esperaba, no resistió a la tentación; cambió de lado las llaves y, con ese gesto, se traicionó.

—Pero la llave de la biblioteca, que ha quedado fuera, ¿por qué no la cambió también?

—No es tan tonto. Primero, el inspector había entrado en la biblioteca y no era imposible que hubiese notado la colocación de la llave. Después…

Antonio vaciló.

—¿Después?

—Esto lo adivino únicamente: me imagino que Cayley debió quedar trastornado por ese problema de las llaves que surgía de improviso. Se dio cuenta bruscamente que había cometido una imprudencia. Pero le faltaba tiempo para examinar la cosa bajo todos sus aspectos. Le pareció preferible no atarse las manos definitivamente por la comprobación de que las llaves estaban todas en el interior o en el exterior. Más valía permanecer en la vaguedad. La impresión era el medio más seguro.

—Sí, comprendo —dijo Bill lentamente.

Pero su pensamiento estaba en otra parte. La personalidad de Cayley acababa de plantearle un terrible interrogante. En fin, Cayley no era más que un hombre ordinario, como él mismo. A veces habían bromeado, a pesar de que Cayley no era inclinado, en general, a las chanzas. Se había sentado a la mesa junto a él, lo había tenido como compañero en el tenis; le había facilitado tabaco, en ocasiones sus palos de golf. Y he aquí que Antonio ya no veía en él… un hombre ordinario, ante todo, sino un hombre que ocultaba un espantoso secreto, quizá… un asesino. Oh, no, era imposible, ¡un asesino, no! Absurdo sencillamente absurdo. Desde que jugaron al tenis juntos…

—Vamos, Watson —continuó de pronto Antonio—, a ti te toca ahora hablar.

—Oye, Antonio, ¿pretendes…?

—Pretendo, ¿qué?

—Respecto a Cayley.

—No pretendo sino lo que te he dicho, Bill.

—¿Y a dónde nos conduce eso, exactamente?

—Simplemente a esto: Robert Ablett ha muerto en el escritorio esta tarde y Cayley sabe con exactitud cómo ha muerto. Eso es todo. No se sigue que Cayley lo haya matado.

—No, no, por supuesto, no se sigue… —repitió Bill con un suspiro de alivio—. Sólo quiere proteger a Marc, ¿no?

—Está por verse.

—¿No es la explicación más simple?

—Es la más simple si por amistad hacia Cayley tú intentas particularmente limitar su papel en el caso. Pero yo no soy su amigo.

—¿En qué no es simple, dime?

—Veamos primero tu explicación; te daré después otra más simple. ¡Vamos! Solamente no olvides, para empezar, que la llave está en el lado exterior de la puerta.

—Bien. Esto no me inquieta. Marc entra para ver a su hermano; disputan; todo ocurre como lo dice Cayley. Cayley oye la detonación y, para dar a Marc el tiempo de huir, echa llave a la puerta, guarda la llave en su bolsillo y representa después una comedia para hacer creer que es Marc quien ha cerrado y que él mismo no puede entrar. ¿Qué dices?

—¡Lastimoso, Watson, lastimoso!

—¿Por qué?

—¿Cómo Cayley podía saber que fue Marc quien mató a Robert, y no a la inversa?

—Sí, es verdad —murmuró Bill, desconcertado.

—Entonces —prosiguió Antonio tras de reflexionar un momento—, di que Cayley comenzó por entrar en la pieza y vio a Robert en el suelo.

—¿Y luego?

—A eso vamos. ¿Piensas que haya podido decirle a Marc: "¡Qué deliciosa tarde!" O si no: "¿Tienes un pañuelo para prestarme?"? ¿No le habrá preguntado más bien: "¿Qué ha pasado?"?

—Sin duda que sí —concedió Bill a regañadientes.

—¿Y qué le responde Marc?

—Le explica que el revólver se disparó accidentalmente mientras luchaban.

—Entonces, Cayley no halla nada mejor para protegerlo que… ¿Qué medio encuentra, Bill? Lo anima a hacer la cosa más insensata que un hombre pudiera hacer, recurrir a la fuga, que es la más peligrosa de las confesiones de culpabilidad. La explicación es insostenible, reconócelo.

Bill buscó otra cosa.

—Bueno —continuó resignado—, supongamos que Marc haya confiado a Cayley que acababa de matar a su hermano.

—Esto ya es mejor, Bill. No tenías alejarte de la tesis del accidente. En suma, tu nueva teoría conduce a lo siguiente: Marc confiesa a Cayley que ha matado a Robert voluntariamente, y Cayley, a despecho del falso testimonio que habrá de suministrar bajo juramento ante la justicia, a despecho de todos los riesgos que pueden resultar para él mismo, decide ayudar a Marc a huir. ¿Está bien?

Bill hizo una señal de asentimiento.

—Ahora, quisiera formularte dos preguntas. Primero, ¿es posible, como lo subrayé antes de comer, que un hombre cometa deliberadamente un crimen tan tonto, un crimen que equivale a ponerse a sí mismo la cuerda al cuello? Segundo, si Cayley resolvió llegar hasta el perjurio por Marc —lo que ahora está obligado a hacer de todos modos—, ¿no sería más sencillo para él declarar que no había abandonado el escritorio y que fue testigo de la muerte accidental de Robert?

Bill sopesó con cuidado los argumentos de su amigo y se vio obligado a confesar:

—En efecto, mi explicación no sirve. Pero, al menos, hazme conocer la tuya.

Antonio no le respondió. Sus pensamientos acababan de tomar otra dirección.

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