El misterio de la Casa Roja

XIX

XIX

EL SUMARIO

Después de algunas observaciones poco originales acerca del espantoso carácter de la tragedia sometida al examen de los jurados, el coroner comenzó por explicarles los hechos esenciales. Citaríanse testigos para identificar la víctima y certificar que ésta era Robert Ablett, hermano de Marc Ablett, propietario de la Casa Roja. Se establecería que el muerto tenía reputación de mal sujeto, que había pasado la mayor parte de su vida en Australia y que había anunciado su visita a su hermano, el día mismo en que tuvo lugar el drama, por medio de una carta que podía casi ser considerada como amenazante. Los testigos precisarían las circunstancias de su llegada, de su introducción por la camarera en el escenario del crimen —una pieza de la Casa Roja llamada comúnmente el escritorio— y de la entrada de su hermano en dicha pieza. El jurado tendría que formarse una opinión acerca de lo que había ocurrido después, o puede decirse que casi instantáneamente. Los testimonios mostrarían, en efecto, que menos de dos minutos después de la entrada de Marc Ablett, un disparo fue oído y que, alrededor de cinco minutos más tarde, habiendo sido la pieza abierta por la fuerza, hallóse el cadáver de Robert Ablett extendido sobre el piso. En cuanto a Marc Ablett, nadie lo había vuelto a ver a partir del momento en que penetró en el escritorio; pero la instrucción establecería que llevaba bastante dinero consigo para ir a refugiarse en alguna provincia alejada, y que un hombre que respondía a su filiación fue advertido en el andén de la estación de Stanton, pareciendo esperar el tren de las 3 h. 55, para Londres. El jurado no ignora que estas identificaciones fortuitas a cargo del público suelen estar sujetas a caución y que a veces ocurre que un fugitivo sea visto al mismo tiempo en una docena de sitios diferentes. En todo caso, un hecho capital queda fuera de duda, a saber: que, actualmente, Marc Ablett ha desaparecido. Antonio murmuró al oído de Bill: —Este hombre parece lleno de sentido común. Evita aventurarse en los detalles.

Antonio no esperaba que la instrucción le hiciera saber gran cosa, conocía ya los hechos mejor que nadie. Se preguntaba solamente si el inspector Birch habría llegado, por su parte, a nuevas comprobaciones. Si así era, se reflejaría en la conducción de los interrogatorios por el coroner a quien la policía no habría dejado de aleccionar, señalándole los hechos más importantes a destacar en cada testimonio.

Bill fue el primero a quien llamaron. Cuando la parte principal de su deposición quedó terminada, le preguntó el coroner:

—Esa carta, señor Beverley, ¿la vio usted?

—Marc no nos mostró el texto. No vi más que el revés, mientras la sostenía en la mano levantada, hablándonos de su hermano.

—Entonces, ¿ignora usted lo que contenía?

Bill sufrió una conmoción. Había leído la carta la mañana misma, conocía perfectamente el texto; pero no quería confesarlo, ni mentir. A punto de cometer un perjurio, recordó lo que Antonio había oído a Cayley responderle al inspector:

—Vine a saberlo después, por lo que me ha sido referido; pero Marc no nos la leyó en el desayuno.

—¿Comprendió usted, sin embargo, que era una carta desagradable?

—Oh, sí.

—¿Cree usted que Marc Ablett se haya atemorizado?

—No. Más bien… diría que más bien pareció experimentar una mezcla de amargura y de resignación, como si hubiera pensado: "¡Señor!, no teníamos verdaderamente necesidad de él…"

Risas ahogadas dejáronse oír aquí y allá en la sala. El propio coroner sonrió; mas, confiando en que nadie lo hubiera advertido, recobró un aire más grave aun.

—Gracias, señor Beverley.

El siguiente testigo fue llamado bajo el nombre de Andrés Amos. Antonio lo miró con interés, preguntándose quién era.

—Habita en el pabellón interior a la entrada de la propiedad —le explicó Bill en voz baja.

Todo lo que sabía Amos era que, la tarde en cuestión, un extraño había pasado delante del pabellón un poco antes de las tres y le había hablado. Reconoció al desconocido en el cadáver que le habían mostrado más tarde.

—¿Qué le dijo ese hombre?

—Me preguntó: "¿Es éste el camino para la Casa Roja?", o algo por el estilo.

—¿Qué le respondió usted?

—Le dije: "Es aquí la Casa Roja. ¿A quién quiere ver?" Tenía aire rústico, y me pregunté qué hacía allí.

—¿Y luego?

—Me preguntó entonces: "¿El señor Marc Ablett vive aquí?" Repetidas por mí, estas palabras parecen naturales; pero las pronunció en un tono que no tenía nada de amistoso. Así que me planté delante de él, interrogando: "¿Qué desea?" Rió en son de burla y me respondió: "Quiero ver a mi querido hermano Marc". Lo miré más atentamente y observé que bien podría ser verdaderamente su hermano. Repuse: "Si quiere seguir la avenida, señor, llegará directamente a la casa. Pero no puedo decirle si el señor Ablett está en este momento". Después de reír otra vez con malignidad, comentó: "¡Marc Ablett ha encontrado aquí un lindo nido! No se priva de nada. ¡No le falta el dinero, eh!" Bastante confuso, principié a examinarlo, pues su lenguaje no era el de un caballero y verdaderamente si era el hermano del señor Ablett… Pero antes que yo pudiera decidirme, siguió su camino. Es todo cuanto puedo decir. —Andrés Amos abandonó la barra y volvió al fondo de la sala. Pero Antonio no lo perdió de vista hasta no haberse asegurado de que no manifestaba ninguna intención de salir antes del término de la sesión.

—¿A quién habla Amos en este momento? —murmuró, dirigiéndose a Bill.

—A Parsons, uno de los jardineros. Habita el pabellón exterior, sobre el camino de Stanton. Todos están hoy aquí: es como un consejo para ellos.

"Me gustaría saber si también lo llamarán a testimoniar", pensó Antonio.

Parsons fue llamado, en efecto, poco después de Amos. Mientras trabajaba en el césped, delante de la casa, había presenciado la llegada de Robert Ablett. Un poco sordo, no había oído la detonación, o al menos no la advirtió. Vio llegar también a un señor, unos cinco minutos después de Robert.

—¿Ve usted a ese señor en la sala? —preguntó el coroner.

Parsons buscó atentamente en derredor. Antonio le sostuvo la mirada y sonrió.

—Allí está —dijo Parsons, señalándolo. Todos los ojos se clavaron en Antonio.

—¿Fue cinco minutos después?

—Sí, aproximadamente.

—¿Salió alguien de la casa antes de la llegada de este señor?

—No, o mejor dicho, yo no vi a nadie.

Audrey Stevens vino después. Repitió lo que ya había dicho al inspector y su testimonio no aportó nada de nuevo. Luego le llegó el turno a Elsie. Por primera vez desde la apertura de la sesión, los reporteros que garrapateaban las palabras que decía haber oído, añadieron entre paréntesis: "Viva sensación entre la asistencia".

—¿Cuánto tiempo después de oír esas palabras resonó el disparo de revólver? —preguntó el coroner.

—Casi inmediatamente.

—¿Un minuto?

—No puedo decirlo con exactitud. Fue tan rápido…

—¿Estaba usted todavía en el hall?

—Oh, no, señor; llegaba a la puerta de la señora Stevens, el ama de llaves de la casa.

—¿No pensó usted en volver al hall para ver lo que había ocurrido?

—No, señor; entré enseguida en la habitación de la señora Stevens. "Oh"; me dijo, muy asustada. "¿Qué es eso?" "Es en la casa, señora Stevens", le respondí, "estoy segura. Parece como algo que hubiera estallado."

—Gracias —dijo el coroner.

Hubo todavía un vivo movimiento en la sala cuando Cayley avanzó hacia la barra; no una "sensación", esta vez, sino más bien un interés curioso y, parecióle a Antonio, simpático. Llegaban al corazón mismo del drama.

Cayley depuso pausadamente, sin emoción, mezclando lo falso con lo verdadero con la misma resolución calma. Antonio lo observaba con la mayor atención, preguntándose por qué una extraña seducción parecía emanar de aquel hombre. Antonio sabía que estaba mintiendo y que muy probablemente mentía por su propia cuenta, no para hacerle un servicio a Marc. A pesar de ello, no podía menos de participar en cierto modo, a su respecto, de la simpatía general.

—¿Marc Ablett tenía siempre un revólver al alcance de la mano? —preguntó el coroner.

—Que yo sepa, no. Pero creo que si lo hubiera tenido, yo habría estado al tanto.

—¿Se quedó usted solo con él toda la mañana? ¿Habló de la visita que Robert Ablett iba a hacerle?

—Casi no lo vi en toda la mañana. Estuve continuamente ocupado en mi cuarto o en otro lado. Desayunamos juntos. En ese momento, habló un poco.

—¿En qué términos?

—Bueno…

Vaciló antes de continuar:

—Con mal humor, no encuentro otra expresión más exacta. Tan pronto decía: "¿Qué crees que pretende?", como: "¿Por qué no se habrá quedado donde estaba?", o si no: "No me gusta el tono de su carta; ¿piensas que intenta provocar un incidente?" Ahí tiene.

—¿Se mostró sorprendido de saber que su hermano estaba en Inglaterra?

—Creo que siempre temió verlo regresar un día.

—¿No oyó usted nada de la conversación de los dos hermanos cuando estuvieron juntos en el escritorio?

—No. Tuve necesidad de ir a la biblioteca enseguida de la llegada de Robert y me quedé después allí.

—¿La puerta de la biblioteca estaba abierta?

—Oh, sí.

—¿Vio usted u oyó en ese momento al testigo precedente?

—No.

—Si alguien hubiera salido del escritorio mientras estuvo usted en la biblioteca, ¿lo habría oído?

—Supongo que sí, a menos que de propósito no haya salido muy despacio.

—Sí… ¿Considera usted a Marc como un hombre muy impulsivo?

Cayley pesó con cuidado la pregunta antes de responder:

—Es de carácter impulsivo; sí; pero no violento.

—¿Era musculoso, activo, pronto en sus gestos?

—Activo y pronto, sí; no fuerte, físicamente.

—Una pregunta todavía: ¿tenía Marc costumbre de llevar consigo una gruesa suma de dinero?

—Sí, llevaba siempre un billete de cien libras y quizá diez o veinte libras más.

—Gracias, señor Cayley.

Cayley tornó a su sitio con pesado paso.

—¡Es increíble! —pensó Antonio—, ¿quién me dirá por qué siento inclinación, a pesar de todo, hacia este muchacho?

—¡Antonio Gillingham!

De nuevo, la asistencia manifestó un vivo interés. ¿Quién era aquel desconocido tan misteriosamente mezclado al asunto?

Antonio sonrió a Bill y se aproximó para aportar su testimonio. Explicó cómo había venido a Woodham a pasar una temporada en el George Hotel, cómo había sabido que la Casa Roja se encontraba en las cercanías, cómo vino a ver a su amigo Beverley y llegó justo después de la tragedia. Por los recuerdos que acudieron después a su memoria, estaba seguro de haber oído el disparo; pero no tuvo conciencia de ello en el momento. Como abordó la casa por el lado de Woodham, no podía encontrarse con Robert Ablett, quien, por otra parte, había llegado unos minutos antes que él. A partir de ese instante, el resto de su declaración coincidía con la de Cayley.

—¿Usted y el testigo precedente llegaron juntos a la puerta-ventana y la hallaron cerrada?

—Sí.

—Fue entonces que forzaron ustedes esa ventana y se hallaron en presencia del cuerpo. Naturalmente ¿no tenía usted ninguna idea acerca de su identidad?

—No.

—¿Dijo el señor Cayley alguna cosa?

—Volvió el cuerpo, justo para ver el rostro; después de haberlo visto, dijo: "¡Gracias a Dios!"

Por segunda vez, los reporteros escribieron: "Viva sensación".

—¿Comprendió usted lo que significaban esas palabras?

—Le pregunté quién era el muerto. Me respondió que Robert Ablett. Después me explicó que había temido en el primer instante que fuese Marc, el primo con quien vivía.

—Sí. ¿Parecía muy turbado?

—Muy turbado, al principio; menos, cuando advirtió que no se trataba de Marc.

En aquel momento, un espectador enervado, oculto en el fondo de la sala, lanzó algunos cloqueos de una risa ahogada. El coroner se puso sus lentes e inspeccionó con aire severo en la dirección de donde venía el ruido. El espectador enervado juzgó más prudente bajarse para anudar, sin pérdida de momento, la cinta de su zapato. El coroner depositó sus lentes y continuó: —¿Salió alguien de la casa mientras avanzaba usted por la avenida?

—Nadie.

—Gracias, señor Gillingham.

El inspector sucedió a Antonio en la barra. Birch, comprendiendo que aquella tarde del crimen era de su pertenencia profesional y que los ojos del mundo entero estaban puestos en él, comenzó por presentar un plano de la casa, explicando la ubicación de las diferentes piezas. Este plano fue entregado después al jurado.

El inspector, no podía el mundo ignorarlo por más tiempo, había llegado a la Casa Roja, la tarde en cuestión, a las 4 h. 42. Fue recibido por el señor Mateo Cayley, que le dio un suscinto informe de los acontecimientos, y al punto procedió a un examen del lugar del crimen. La puerta-ventana había sido forzada desde el exterior. La puerta que conducía al hall estaba cerrada con llave. Revisó a fondo el escritorio sin hallar ningún rastro de llave. En el dormitorio contiguo al escritorio, estaba abierta una ventana. No encontró huellas en el borde de la ventana; pero era ésta tan baja que, según hiciera él mismo la prueba, se la podía fácilmente trasponer sin tocar el borde con los zapatos.

A algunas yardas de la ventana se alza un bosquecillo. No había trazas recientes de pasos entre la ventana y el bosque; pero debía tenerse en cuenta el hecho de que el suelo estaba sumamente duro en razón de la sequía. En el bosque, sin embargo, el inspector había hallado en el suelo numerosas ramitas recientemente quebradas y algunos otros indicios reveladores de que alguien debió abrirse paso por allí. Había interrogado a todas las personas de la casa o que trabajaban en la propiedad: ninguna había penetrado recientemente. Deslizándose en la espesura del bosquecillo, es posible dar a distancia la vuelta de la casa y alcanzar la salida del parque, del lado de Stanton, sin pasar en momento alguno a la vista de la casa.

El inspector no había descuidado las investigaciones concernientes a la víctima. Robert había partido para Australia, hacía unos quince años, a consecuencia de dificultades financieras. Dejó una mala reputación en el pueblo de que él y su hermano eran originarios. Nunca los dos hermanos habían estado en buenos términos, y el súbito enriquecimiento de Marc fue una nueva causa de animosidad entre ambos. Era poco después que Robert se embarcó para Australia.

El inspector había investigado también en la estación de Stanton. El día del crimen, hubo feria en Stanton, y fluyeron a la estación muchos más pasajeros que de costumbre. Como las llegadas fueron particularmente numerosas, esa tarde, en el tren de las 2 h. 10, en el cual vino seguramente Robert Ablett de Londres, nadie advirtió su presencia. Por otra parte, un testigo, sin embargo, declararía dentro de poco, que había notado en la estación, ese mismo día, a las 3 h. 53, a un hombre que se parecía a Marc Ablett. Ese hombre había tomado el tren de las 3 h. 55 para Londres.

Había un estanque en los terrenos pertenecientes a la Casa Roja. El inspector lo había hecho dragar, sin resultado…

Antonio lo escuchó sin prestarle mucha atención, absorto como estaba en sus propios pensamientos.

Siguió la deposición de los médicos. No aportó nada nuevo. Antonio se sentía tan cerca de la verdad… En cualquier momento, una indicación insignificante en apariencia podía situar su cerebro en la vía del último detalle que aún le faltaba para adueñarse de la solución del problema. El inspector Birch limitaba sus pesquisas a la esfera de lo ordinario. Y cualquiera que fuese aquella solución del enigma, salía ciertamente de lo ordinario. Había en todo aquello algo extraño, excepcional…

Oían ahora la declaración de John Borden. Estaba en el andén, el martes por la tarde, acompañando a un amigo al tren de las 3 h. 55. Su atención se vio allí atraída por un hombre cuya solapa estaba levantada y cubierta la parte inferior de la cara por una bufanda, lo que parecía muy extraño en un día tan caluroso. El hombre parecía esforzarse en pasar inadvertido. Apenas detenido el tren, se había precipitado en el vagón…

"Siempre hay un John Borden en todos los procesos criminales", pensó Antonio.

—¿Había visto usted antes a Marc Ablett?

—Una o dos veces.

—¿Era él?

—No examiné a ese hombre verdaderamente de cerca. Con su solapa levantada, su bufanda y lo demás, casi no se distinguían sus rasgos. Sólo cuando oí hablar de este triste caso y supe la desaparición del señor Ablett le dije a mi mujer: "Me pregunto si no sería él a quien vi en la estación". Discutimos la situación y resolvimos que más valía que yo fuese a poner al inspector Bich al corriente. En todo caso, el hombre que yo vi era de la misma altura que el señor Ablett.

Antonio tornó a sumirse en sus meditaciones.

El Coroner resumió la situación. El jurado, dijo, ha oído todos los testimonios y debe ahora tomar una decisión. ¿Cómo la víctima halló la muerte? El jurado considerará probablemente como probatorio el informe de los médicos, atribuyendo la muerte de Robert Ablett a la herida causada por una bala en la cabeza. ¿Una bala disparada por quién? Si por Robert mismo, los jurados emitirían evidentemente un veredicto de suicidio; pero, en tal caso, ¿dónde estaría el revólver y qué se había hecho Marc Ablett? Si el jurado rechaza la eventualidad de un suicidio, ¿qué queda? ¿La muerte accidental, el homicidio justificable, o el asesinato? ¿La víctima pudo haber sido muerta accidentalmente? Era posible. Mas, si fuera así, ¿Marc habría huido? El argumento que suministra contra él su fuga enseguida del crimen, tiene una fuerza indiscutible. Su primo lo vio entrar en el escritorio; la criada Elsie Wood lo oyó reñir con su hermano en esa misma pieza; la puerta estaba cerrada con llave desde dentro; la ventana estaba abierta, y, en el exterior, aparecen en el bosquecillo rastros recientes. Fuera de Marc, ¿quién podría ser acusado? Alguien atravesó el bosque. ¿Quién sería, sino Marc? El jurado considerará si, inocente de la muerte de su hermano, Marc habría emprendido así la fuga. Evidentemente, ocurre a veces que los inocentes pierdan la cabeza. No es imposible que después se pruebe que Marc mató a su hermano en circunstancias que justificarían su acto; que, por consiguiente, cuando enloqueció al punto de abandonar así el cuerpo de su hermano, no tenía, en realidad, nada que temer de los rigores de la ley. A este respecto, apenas es necesario recordar al jurado que no constituye sino una primer tribunal y que, si declara a Marc culpable de asesinato, su decisión no prejuzga en nada las decisiones finales del proceso que podrá tener lugar en el sitio en que Marc sea arrestado, si lo es… Ha llegado el momento, para el jurado, de dictaminar qué veredicto entiende emitir.

Tras maduras deliberaciones, el jurado declaró que la víctima había muerto de una herida causada por una bala, y que el disparo había sido hecho por su hermano: Marc Ablett.

Bill se volvió hacia Antonio, a quien creía aún sentado junto a él; pero Antonio había partido. En el fondo de la sala percibió a Andrés Amos y Parsons, que salían juntos. Antonio marchaba entre ellos.

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