El misterio de la Casa Roja

II

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EL SEÑOR GILLINGHAM DESCIENDE ANTES DE SU ESTACIÓN DE DESTINO

¿Marc era fastidioso o no? Es una cuestión de punto de vista pero la justicia exige aclarar inmediatamente que jamás fatigaba a sus compañeros refiriéndoles sus recuerdos de juventud. Empero, circulaban historias. Siempre existe alguien que está al tanto. Sabíase de cierto, por propia confesión de Marc, que era hijo de un cura, de campaña. Contábase que muy niño aún, se había atraído la simpatía, y luego la protección, de una rica solterona de la vecindad, que asumió todos los gastos de su educación en el colegio y más tarde en la Universidad. Por la época en que abandonó Cambridge, su padre había muerto, dejando algunas deudas como advertencia a su familia, y la reputación de un orador de brevísimos sermones, como ejemplo para su sucesor. Pero la advertencia no pareció ser más eficaz que el ejemplo. Marc se trasladó a Londres, donde, a despecho de algunos subsidios enviados por su bienhechora, todos estaban de acuerdo en reconocer que debió trabar conocimiento con diversos prestamistas. Suponíase, tanto por parte de su protectora como de otras personas que procuraron informarse, que "escribía"; pero la naturaleza de sus escritos, fuera de las cartas en que solicitaba plazo a sus acreedores, nunca pudo averiguarse. Sin embargo, frecuentaba asiduamente los teatros y los music-halls, quizá en la intención de dar algún día a luz en el Spectator un artículo decisivo acerca de la decadencia de la literatura inglesa contemporánea.

Por fortuna (si nos colocamos en el punto de vista de Marc), su protectora murió en el curso de su tercer año de permanencia en Londres y le dejó todo el dinero que hasta entonces echara tan de menos. Fue a partir de ese instante que su vida perdió su carácter legendario y penetró en el dominio histórico. Arregla sus cuentas con sus acreedores, abandona sus juramentos familiares a quienes quieran prolongar después de él la tradición y se convierte a su vez en un protector. Concedió su patronazgo a las artes. No fueron sólo los usureros quienes descubrieron que Marc Ablett había cesado de escribir por el dinero, sino también los editores, que se vieron ofrecer generosas subvenciones acompañadas de almuerzos gratuitos, de que beneficiáronse de vez en cuando, por la publicación de algún folleto o la celebración de contratos en que el autor cargaba con todos los gastos y renunciaba a toda participación. Los jóvenes pintores de porvenir y los poetas tuvieron asiento en sus comidas y hasta condujo en gira a una compañía teatral, gira en cuyo transcurso desempeñó un papel del repertorio.

No era, propiamente hablando, lo que mucha gente llama un esnob. El esnob ha sido definido un poco sumariamente "como un hombre que admira perdidamente la nobleza" y, de un modo más preciso, como "un adorador mezquino de las cosas mezquinas", lo cual, entre paréntesis, de ser exacta la primera definición, no sería muy amable para nuestra aristocracia. Marc tenía incontestablemente su modo de querer brillar; mas prefería la sociedad de un director de teatro a la de un conde y con mayor gusto habría hablado de su amistad con Dante (si la cronología no hubiese constituido un obstáculo insuperable), que de su amistad con un duque. Llamadle esnob, si queréis, pero no de la especie más peligrosa; un parásito, pero aferrado a los faldones del arte, no de la sociedad mundana; un advenedizo, pero de los que procuran acercarse al Parnaso, en vez de exhibirse en los sitios de placer a la moda.

Su protección no se detenía en las artes. Extendíase también a Mateo Cayley, un primito de trece años tan desprovisto de recursos como lo había sido Marc antes de hallar una generosa benefactora. Envió a su primo al colegio, luego a Cambridge. Al principio, esta liberal decisión le fue ciertamente dictada por consideraciones asaz desinteresadas: no permanecer deudor para con la Providencia de los beneficios de que lo había ésta colmado, acumular para el Cielo un tesoro de méritos que le serían tenidos más tarde en cuenta. Pero, a medida que el joven avanzaba en edad, Marc principió a fundar las previsiones del porvenir en sus propios intereses antes que en los de su primo y a decirse que un Mateo Cayley convenientemente educado merced a sus cuidados, podría convertirse en un instrumento útil para un hombre de su posición, un hombre a quien mil futilezas de amor propio dejaban poco tiempo para dedicar a sus negocios.

Cayley, de veintitrés años entonces, fue así encargado de los intereses de su primo. Marc acababa de efectuar la adquisición de la Casa Roja y de una vasta extensión de tierras en derredor. Cayley asumió la dirección del personal. Sus funciones eran múltiples: no era exclusivamente un secretario, ni un administrador, ni un consejero técnico, sino un poco de todo eso a la vez. Marc descansaba en él, y antes que llamarlo Mateo, prefería darle el nombre más familiar de "Cay". Sentía que Cay pertenecía a esa clase de hombres con quienes se puede contar por completo: un robusto mocetón, bien plantado, enemigo de palabras inútiles, el auxiliar ideal para una persona cuya pasión era justamente discurrir a todo trapo.

A los veintiocho años, Cayley no parecía más joven que su protector, que tenía cuarenta. Recibíase mucho, con intermitencias, en la Casa Roja, y las preferencias de Marc —llamadlas tontería o vanidad, como queráis—, iban hacia los huéspedes que no estaban en condiciones de devolverle su hospitalidad. Pongámonos en contacto con los que descendieron esa mañana al comedor para participar en aquel desayuno de que Audrey Stevens, la camarera, ya nos dio noticias. El primero en aparecer fue el mayor Rumbold, alto, taciturno, de bigote y cabellos grises, vestido con un Norfolk y un pantalón de franela, que vivía de una pensión de retiro y escribía para los diarios artículos de historia natural. Inspeccionó los platos expuestos sobre el aparador, escogió tras madura reflexión los huevos con jamón y principió a consumirlos. Continuaba con un chorizo cuando llegó Bill Beverley, un joven de rostro abierto y simpático, en traje de sport.

—Buen día, mayor —dijo al entrar—. ¿Cómo va su gota esta mañana?

—No es la gota —respondió el mayor secamente.

—Bueno, sus pequeños tropiezos de salud. —El mayor remitió un gruñido.

—Siempre he hecho cuestión de honor el mostrarme particularmente amable en el breakfast —continuó Bill, adjudicándose una generosa porción de porridge—. ¡Es tan común en las personas la falta de urbanidad! Por eso me he informado de lo que le concierne; pero, si es un secreto, me guardaré de insistir. ¿Café? —preguntó, sirviéndose a sí mismo una taza.

—No, gracias, nunca bebo antes del fin de la comida.

—Perfectamente, mayor, lo hice por pura cortesía… —Se sentó al otro lado de la mesa antes de continuar—: Hermoso día para nuestra partida de golf. Va a hacer un calor de todos los diablos, pero justamente en estos casos es que Betty y yo ganamos. Al quinto hoyo, su vieja herida, ya sabe usted, esa que recibió en aquella escaramuza de las Indias, en el 43, principiará a molestarlo; al octavo, su hígado, minado durante años por las especias coloniales, caerá en polvo; al duodécimo…

—¡Cállese, so estúpido!

—No, de veras que no hacía más que advertirle. ¡Ah!, buen día, señorita Norris. Me ocupaba en predecirle al mayor la suerte que lo aguarda con usted esta mañana. ¿Me permite ayudarla, o prefiere servirse usted misma?

—Por favor, no se moleste —respondió la señorita Norris—, me serviré yo. Buen día, mayor —añadió con una gentil sonrisa.

El mayor inclinó la cabeza, respondiendo:

—Buen día, va a hacer mucho calor…

—Como iba precisamente a explicarle —comenzó Bill—, es justamente con temperaturas como ésta que… Ah, he aquí a Betty. Eh, buen día, Cayley.

Betty Caladine y Cayley habían hecho su entrada juntos. Betty, en la primavera de sus dieciocho años, era la hija de la señora Jean Calladine, viuda del pintor. Esta última, encargada por Marc de hacer los honores de la casa a sus invitados, llenaba perfectamente sus funciones de huésped. En cuanto a Ruth Norris, tomaba tan a lo serio su papel de actriz como de jugadora de golf.

—A propósito —dijo Cayley, apartando los ojos de su correspondencia—, el coche pasará a buscarlos a las diez y media. Almorzarán allá y volverán enseguida. ¿Les conviene?

—No veo por qué no hemos de hacer dos partidas —insistió Bill.

—Demasiado calor por la tarde —cortó el mayor—. Mejor es que regresemos a tomar aquí el té confortablemente.

Marc entró. Llegaba generalmente el último. Saludó a sus huéspedes y se sentó ante una taza de té acompañada de algunas tostadas. Los otros pusiéronse a charlar a media voz mientras despachaba él su correspondencia.

—¡Pues vaya!

Todos los rostros se volvieron instintivamente hacia Marc, que acababa de dejar escapar aquella súbita exclamación. Se recobró al punto:

—Discúlpeme, señorita Norris; perdón, Betty. —La señorita Norris sonrió con indulgencia.

—Cay —prosiguió Marc, blandiendo una carta—, ¿imaginas de quién proviene esta misiva?

Cayley, desde el otro extremo de la mesa, respondió con un encogimiento de hombros. ¿Cómo hubiera podido adivinar?

—De Robert —explicó Marc.

—¿Robert? Ah, bueno.

Cayley no era hombre de sorprenderse fácilmente.

—La verdad que es muy sencillo eso de responder así. "Ah, bueno" —replicó Marc, sin disimular su mal humor—. Llega aquí esta tarde.

—Lo creía en Australia.

—Yo también, por supuesto.

Luego, dirigiéndose a Rumbold, inquirió:

—¿Tiene usted hermanos, mayor?

—No.

—Bueno, siga mi consejo: no los tenga nunca.

—No es muy probable ahora —se contentó con responder el mayor.

Bill se echó a reír; mientras la señorita Norris preguntaba cortésmente:

—Pero ¿tenía usted un hermano, señor Ablett?

Marc precisó en tono pesaroso:

—Sí, tengo uno. Si regresan temprano esta tarde, lo verán. Sus primeras palabras serán probablemente para pedirles que le presten cinco libras. Cuídense de ello.

Un vago malestar pesó sobre los convidados. Para disimularlo, Bill se chanceó:

—Yo también tengo un hermano, pero soy yo quien le pide dinero.

—Entonces hace usted como Robert —dijo Marc.

—¿Cuándo vino a Inglaterra por última vez? —preguntó Cayley.

—Debe hacer unos quince años, sí, más o menos. Naturalmente, tú no eras entonces más que un niño.

—En efecto, recuerdo haberlo visto una vez, cuando tenía yo diez años. Pero no sabía si reapareció desde entonces.

—No, al menos que yo sepa.

Visiblemente contrariado aún, Marc reanudó la lectura de su carta.

—Personalmente —intervino Bill—, opino que la familia es un gran error de la naturaleza.

—Pero —observó Betty, no sin cierta audacia—, debe ser tan divertido tener un pariente fastidioso, secretos de familia…

Marc alzó hasta ella unos ojos severos.

—Si encuentra usted eso divertido, Betty, será para mí un gran placer regalarle el personaje. Si siempre es el mismo, aquél que se expresaba en las escasas cartas que a veces he recibido de él… En fin, Cay lo sabe bien…

Cayley aprobó:

—Lo que sé, sobre todo, es que más valía no hacer nunca preguntas a su respecto.

Esta observación pareció formulada a título de simple comprobación, pero también podía ser un discreto aviso dirigido a las personas demasiado curiosas que hubiesen deseado ahondar en el interrogatorio, o un modo discreto de sugerir al dueño de casa que sería peligroso hablar con demasiada libertad en presencia de extraños. Así fue que se apresuraron de común acuerdo a abandonar aquel tema escabroso para trasladar la conversación a las perspectivas más risueñas del entre cuatro que se preparaba. La señora Calladine debía utilizar el coche en unión de los jugadores para ir a almorzar por su parte en casa de una antigua amiga cuyo domicilio quedaba cerca del campo de golf, mientras Marc y Cayley, retenidos por sus asuntos, permanecerían en la vivienda. Sus "asuntos" iban aparentemente a complicarse con la vuelta de aquel hermano pródigo. Pero no era esto una razón para que los otros hallasen menos placer en la práctica de su deporte favorito.

*

En el preciso instante en que el mayor, por razones todavía desconocidas, marraba su salida del decimosexto hoyo, y en que Marc y su primo despachaban sus asuntos en la Casa Roja, un seductor caballero de nombre Antonio Gillingham entregaba su boleto al empleado de la estación de Woodham, preguntándole por el camino de la ciudad. Provisto de los deseados informes, confió su valija al jefe de estación y se alejó sin prisa. Como su papel en este relato será muy importante, haremos su descripción antes de arrojarlo en las aventuras que lo esperan. Detengámoslo, pues, en la cumbre de la colina, con un pretexto cualquiera, y observémoslo, de cerca. Un detalle nos llamará desde el primer momento la atención: tiene menos aire de sufrir nuestro examen que de hacernos sufrir el suyo. En su cara de rasgos regulares, enteramente afeitada, una cara franca de marino, dos ojos grises parecen absorber cada uno de los detalles característicos de vuestra persona. A los extraños, esa mirada parece al pronto un poco inquietante, hasta el momento en que perciben que bien que continúa brillando intensamente, el pensamiento de su propietario se halla ocupado a menudo en otra parte, como si hubiera dejado sus ojos de centinela mientras su espíritu ha tomado otra dirección. Es bastante frecuente en ciertas personas, cuando, por ejemplo, hablan con alguien procurando escuchar en otro lado otra conversación; pero sus ojos los traicionan. Los de Antonio jamás lo traicionan.

Esos ojos tan vivos han visto una gran porción del mundo, por más que nunca haya sido él marino. Cuando a la edad de veintiún años entró en posesión de una renta legada por su madre, cuatrocientas libras anuales, el anciano señor Gillingham, padre, interrumpió un instante su lectura de El Diario de los Ganaderos para preguntarles cuáles eran sus intenciones.

—Ver el mundo —respondió simplemente Antonio.

—Entonces, escríbeme unas líneas desde América, o en fin, desde el sitio donde estés.

—Prometido —afirmó Antonio.

Y el viejo Gillingham volvió a sumirse en su lectura. Antonio no era para él más que un chicuelo, menos interesante para su padre, en última instancia, que los vástagos de algunas otras familias, de la familia de Champion Birket particularmente. Champion Birket era el más magnífico toro de Hereford que jamás hubiera salido de sus harás.

Antonio, por otra parte, no se proponía en absoluto ir más allá de Londres. Ver el mundo no era para él ver países, sino ejemplares de humanidad, y verlos desde tantos ángulos diferentes como le fuera posible. Los casos a estudiar en Londres son innumerables para quien sepa observarlos. Antonio recurrió, para verlos mejor, a los puntos de vista mas variados y aun los más extraños: al del criado, del repórter, del mozo de café, del comisionista… Con la independencia que le aseguraban sus cuatrocientas libras anuales de renta, cada una de las nuevas perspectivas que así se le ofrecían lo llenaba de júbilo. No conservaba nunca mucho tiempo el mismo empleo y, contrariamente a todos los usos establecidos entre servidores y patrón, solía separarse de este último diciéndole con exactitud lo que pensaba de él. Jamás le era difícil hallar después otra ocupación. A falta de experiencia o de buenas referencias, se recomendaba por el atractivo de su personalidad y por un ardor semejante al que hubiera puesto en ganar una apuesta deportiva. No pedía ningún salario por el primer mes, pero salario doble por el segundo si quedaban satisfechos de sus servicios. Siempre obtenía su doble mensualidad.

Antonio Gillingham tenía treinta años. Había escogido Woodham para pasar sus vacaciones porque el sonriente aspecto de la estación le había gustado. Su boleto le daba derecho a un recorrido más largo, pero estaba habituado en estas cosas a no escuchar más que a su fantasía: ¿por qué no descender en Woodham, puesto que aquel lugar lo sedujo?

La patrona del George Hotel lo acogió con solicitud y prometió que su marido iría por la tarde en busca de los equipajes.

—¿Supongo que querrá almorzar, señor?

—Sí, pero no se moleste por mí. ¿Tiene preparado algún plato frío?

—¿Le agradaría un poco de carne asada? —preguntó la hotelera, como si pudiendo escoger entre un centenar de viandas, ofreciese lo mejor.

—Encantado. Con un jarro de cerveza, hágame el favor.

Cuando estaba concluyendo de almorzar, vino el propietario a pedirle instrucciones para el equipaje. Antonio pidió otra cerveza y se apresuró a entablar conversación, diciendo:

—Debe ser muy agradable tener una posada en la campaña.

Estaba pensando que ya era tiempo para él de lanzarse a un nuevo oficio.

—¿Agradable? Nos permite ganar nuestra vida, a veces un poco más de lo estrictamente necesario.

—Debiera usted retirarse —continuó Antonio, con la mayor seriedad.

—Es muy curioso lo que acaba usted de decirme —dijo el hotelero sonriendo—. Hace justo veinticuatro horas que otro señor, que venía de la Casa Roja, me hizo la misma reflexión. Me ofreció tomar mi sitio y encargarse de todo.

Dejó escapar una risilla seca que interrumpió la pregunta de Antonio:

—¿Dice usted la Casa Roja? ¿No la Casa Roja, de Stanton?

—Pues sí, señor, precisamente. Stanton es la estación vecina de Woodham. La Casa Roja está a cosa de una milla de aquí. Es en lo del señor Marc Ablett.

Antonio sacó una carta de su bolsillo. Llevaba como dirección del expedidor: "La Casa Roja, estación Stanton", y como firma: "Bill".

—Este bueno de Bill, siempre fiel —murmuró, hablándose a sí mismo.

Antonio había encontrado a Bill Beverley dos años antes, en un comercio de tabaco. Gillingham se hallaba de un lado del mostrador y Beverley del otro. Algo debió atraer la atención de Antonio, quizá la juventud y la fresca tez de Bill. Sea lo que fuese, mientras esperaba el momento de indicarle la dirección a que debían ser enviados los cigarrillos que pedía, recordó haber sido presentado en otro tiempo, en el transcurso de un paseo campestre, a una tía de Beverley. Algo más tarde, la casualidad los puso frente a frente en un restaurante: ambos estaban de frac, pero el uso que uno y otro hacía de su servilleta era muy diferente, y Antonio se mostró el más cumplido de los dos. Sin embargo, Bill continuó interesándole. Por ello, poco después, aprovechando una de sus frecuentes vacaciones entre dos empleos, obtuvo de un amigo en común una presentación en regla. Beverley quedó al principio un tanto molesto cuando le recordó el otro las circunstancias de sus precedentes encuentros, pero pronto se disipó su confusión y no tardaron en ser íntimos amigos. Empero, Bill, cada vez que tenía que escribirle, nunca empezaba su carta de otro modo que con esta simple y expresiva fórmula: "Mi querido loco…"

Antonio adoptó inmediatamente la decisión de ir tan pronto hubiese terminado su almuerzo, a la Casa Roja, para visitar a Bill. Luego de inspeccionar rápidamente el cuarto que le ofrecían, y que sin parecerse en nada a esas poéticas habitaciones de posadas rústicas, impregnadas de efluvios de alhucemas, que suelen describirse en las novelas, era lo bastante limpio y confortable, partió a través del campo.

En el momento de desembocar en la avenida que dominaba la vieja fachada de ladrillos rojos de la casa, oíase el indolente murmullo de las abejas en los cuadros de flores, el gracioso arrullo de las palomas en la copa de los olmos y, más lejos, el suave ronroneo de una segadora, esa canción campestre, sedante si las hay… mientras que en el hall un hombre sacudía y golpeaba furiosamente una puerta cerrada con llave, chillando: "¡Abre esta puerta! ¡Abre! ¡Abre, te digo!"

—Buen día —dijo Antonio, apareciendo muy sorprendido.

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