El misterio de la Casa Roja

XI

XI

EL REVERENDO TEODORO USSHER

—Hay una verdad de la que debemos compenetrarnos inmediatamente —explicó Antonio—: y es que si no hallamos la entrada con facilidad, ya no la encontraremos de ningún modo.

—¿Quieres decir que ya no tendremos tiempo?

—Ni tiempo ni ocasiones favorables, lo que en el fondo es un consuelo para un perezoso como yo.

—Pero así se hace mucho más difícil, si las circunstancias necesarias a nuestras pesquisas son de reunión tan complicada…

—Más difícil de hallar, sí; pero tanto más fácil de buscar. Suponte que el pasaje comience en el dormitorio de Cayley. De antemano sabemos que para nosotros no puede comenzar ahí.

—¡No lo sabemos en absoluto! —protestó Bill.

—Lo sabemos en relación a las posibilidades de investigación de que disponemos. No nos es posible buscar huellas en el dormitorio de Cayley y sondear el fondo de sus armarios. Por tanto, si nos quedan probabilidades de descubrir la entrada, debemos sentar en principio que no es ahí donde se encuentra.

—Ah, comprendo.

Bill masticó una brizna de hierba, meditando, antes de continuar:

—De todos modos, el pasaje no comenzaría en uno de los pisos altos, ¿no te parece?

—No, probablemente. Ya ves que progresamos.

—Puedes eliminar la cocina y todo el lado vecino —siguió Bill tras nueva reflexión—, porque no podemos ir allí.

—De acuerdo. Y también los sótanos, si hay.

—Después de esto no nos queda gran cosa.

—No, en efecto. Por supuesto, no tenemos más que una probabilidad de éxito, sobre cien. Lo que necesitamos es preguntarnos cuál sería el sitio más probable, entre los varios a donde podemos conducir nuestras pesquisas en paz y seguridad.

—Se reduce a las piezas de la planta baja: el comedor, la biblioteca, el hall, el billar y el escritorio.

—Sí, es todo.

—¿Las mayores probabilidades no estarán por el escritorio?

—Sí, salvo un punto.

—¿Cuál?

—El escritorio no está en buen lugar de la casa: han debido tratar de no prolongar inútilmente el subterráneo. ¿Por qué empezar por hacerlo pasar bajo el edificio?

—Es cierto. Entonces el comedor, o la biblioteca.

—Sí, la biblioteca, de preferencia; quiero decir en relación a nuestras comodidades. Siempre hay criados que van y vienen por el comedor: apenas tendríamos posibilidades de explorar convenientemente. Y luego, hay otra cosa que no debemos olvidar: Marc guardó el secreto durante un año. ¿Habría podido tomar durante todo ese tiempo las precauciones necesarias en un comedor? ¿La señorita Norris habría podido, con su disfraz, abrir una puerta secreta justo después de la comida, sin ser vista? No ha debido exponer su combinación hasta ese punto. —Impaciente, Bill se levantó: —Vamos enseguida a examinar la biblioteca. Si aparece Cayley, fingiremos buscar un libro.

Antonio se levantó lentamente, lo tomó del brazo y se dirigió con él hacia la casa.

Aparte de toda cuestión del pasaje, la biblioteca era verdaderamente digna de una visita. Cuando Antonio concurría a casa de alguien la simple vista de los estantes cargados de libros constituía para él una tentación irresistible. Apenas llegado, ya estaba ocupado en recorrer los títulos para ver qué libros leía el propietario o (más probablemente) no leía, pero conservaba por el aire de dignidad que su sola presencia confería a la casa. En todo tiempo, Marc se había enorgullecido de su biblioteca. Había acumulado las más variadas obras: las unas herederas de su padre o de su bienhechora; otras, que había comprado porque le interesaban o porque, sin interesarle, tenían por autores a personas que le placía patrocinar; otras, todavía, porque había querido de ellas ejemplares suntuosamente encuadernados, mitad porque producían gran efecto en sus estantes, mitad porque eran de esas que todo hombre cultivado debe poseer. Ediciones antiguas o recientes, obras caras y publicaciones a bajo precio, había allí para todos los gustos.

—¿Qué género prefieres, Bill? —preguntó Antonio, echando una primera ojeada de conjunto—. ¿O bien estás constantemente ocupado en jugar al billar?

—Me ha ocurrido a veces abrir Badminton —respondió Bill—; está allí, en aquel rincón. Con un gesto señaló el sitio.

—Por aquí, dices —insistió Antonio, que ya lo buscaba.

—Sí.

Se rectificó enseguida:

—Oh, no, ya no está ahí. Ahora está allí a la derecha. Marc hizo sufrir a su biblioteca un cambio importante, hace cosa de un año. Nos refirió que este trabajo le había costado más de una semana. ¡Tiene tan formidable cantidad de libros!

—He aquí una indicación interesante —observó Antonio, sentándose para llenar otra vez su pipa.

No era exagerado hablar de una "cantidad formidable" de volúmenes. Las cuatro paredes estaban literalmente cubiertas de ellos, de arriba abajo, con la sola excepción de la puerta y de las dos ventanas que persistían en prodigar su aire y su luz, aun al visitante más iletrado. Desesperado, Bill tenía la impresión que buscar en tal sitio la abertura de un pasaje secreto equivalía a querer descubrir una aguja en un pajar.

—Tendremos que bajar todos estos malditos libros —gimió—, uno por uno, antes de estar seguros de que no hemos pasado de lado.

—En todo caso —respondió Antonio—, si los bajamos uno por uno, nadie nos podrá atribuir designios sospechosos. Después de todo, ¿para qué iríamos a una biblioteca si no es para escoger libros?

—Sí, ¡pero hay tantos!

La pipa de Antonio tiraba ahora de un modo satisfactorio. Se incorporó y marchó sin prisa hacia la extremidad de la pared que daba frente a la puerta, diciendo:

—Veamos un poco si hay realmente tantos como dices. Ah, he aquí tu Badminton. ¿Lo lees a menudo, decías?

—Pues… cuando me ocurre, por azar, leer alguna cosa.

—Sí…

Inspeccionó los compartimientos de arriba abajo.

—Aquí Deportes y Viajes, principalmente. Adoro los libros de viajes, ¿y tú?

—Son generalmente muy aburridos.

—Todos no son de tu opinión —repuso Antonio en tono de reproche, pasando al panel siguiente—. El Drama, los Dramaturgos de la Restauración. La mayoría pertenece al género teatral, los que tendería a probar que hay todavía lectores que saben apreciarlos. Shaw, Wilde, Robertson… Siempre me ha gustado leer piezas de teatro, Bill; es un gusto bastante poco difundido, quizá, pero reservado a los espíritus superiores. Continuemos.

—Oye, disponemos de muy poco tiempo —hizo notar Bill, que se inquietaba.

—Por eso, en efecto, no perderemos un instante… Poesía. ¿Quién habla todavía de poemas, hoy en día? Bill, ¿cuándo leíste por última vez el ?

—¡Si nunca lo he leído!

—Lo sospechaba. ¿Y cuándo oíste por última vez la lectura de hecha en alta voz por la señorita Calladine?

—En efecto, Betty —la señorita Calladine— tiene una pasión por… ¿cómo se llama el autor?

—Poco importa su nombre. Ya has dicho bastante. Sigamos. —Se aproximó al siguiente compartimiento.

—Biografía. Oh, ¡qué cantidad! Soy un gran amante de la biografía. ¿Eres miembro del Johnson Club, Bill? Memorias de las Cortes de numerosos soberanos. Estoy seguro que la señorita Calladine lee esto. Hay muchas biografías tan interesantes como una novela; es indiscutible, e inútil, pues, que nos retardemos.

Llegado a la serie de compartimientos vecinos, dejó escapar un brusco silbido.

—¡He aquí! ¡He aquí!

—He aquí, ¿qué? —preguntó Bill, de bastante mal humor.

—Calma, Bill. Ha llegado el momento de contener a la multitud. El instante es decisivo: los Sermones. Tan cierto como que estamos aquí: los Sermones. ¿El padre de Marc era clérigo, o reunió esto por placer personal?

—Su padre era pastor, creo; sí, tengo seguridad de ello.

—Ah, entonces éstos son los libros de su padre, Tendré que pedirle esto a mi librero, cuando regrese. Oh, Bill, ¡nos quemamos! El estrecho sendero reservado a los Elegidos, compilación de sermones por el reverendo Teodoro Ussher. ¡Henos aquí en pleno!

—Oye, Antonio, ¿qué tienes?

—William, me siento transportado por la inspiración. Ven en mi ayuda.

Tomó las obras del reverendo Teodoro Ussher, las contempló un momento con una sonrisa embelesada, se las alargó después a Bill:

—Ten un segundo, ¿quieres? —Bill tomó dócilmente el volumen.

—Ahora devuélmelo, abre la puerta del hall y escucha si se oye a Cayley por los alrededores. Si está, no tendrás más que gritarme: "¡Alo!"

Bill salió vivamente, escuchó y regresó diciendo que todo iba bien.

—Perfectamente.

Antonio sacó de nuevo el libro del estante:

—Tenme otra vez este pobre Ussher, pero tómalo con la mano izquierda, de esta manera. Con la mano derecha empuñarás fuertemente el compartimiento, como voy a mostrarte. Ahora, cuando diga "tira", tirarás progresivamente, ¿comprendes?

Bill hizo seña que sí, con aire radiante. Antonio colocó su mano en el espacio que dejara el enorme Ussher y tocó con el dedo el fondo del compartimiento; después ordenó:

—¡Tira! Bill tiró.

—Prosigue ahora el mismo esfuerzo de tracción… un momento de paciencia… no demasiado fuerte, sin embargo…

Sus ágiles dedos reanudaron enseguida, contra la pared, un trabajo invisible… De súbito, todo el panel, de arriba abajo, giró suavemente y se abrió ante ellos…

—¡Santo Dios! —exclamó Bill, tan estupefacto que su mano soltó presa.

Antonio volvió a cerrar el panel, tomó el volumen de las manos de Bill y lo colocó otra vez en su sitio. Luego, tomando a Bill por el brazo, lo condujo al sofá y lo hizo sentar de un empujón. Entonces, de pie, delante de él, se inclinó gravemente:

—¡Juego de niños, Watson! ¡Un verdadero juego de niños!

—Cómo diablos has podido…

Antonio manifestó su alegría con una franca risa, sentándose junto a él.

—Sería en verdad inferirte un insulto explicártelo —añadió, aplicando a su amigo una vigorosa palmada en la rodilla—. Tú me haces la pregunta porque un Watson está hecho para preguntar. Es muy gentil de tu parte, rindo homenaje a tus cualidades profesionales.

—Te pido seriamente que me expliques, Tony.

—Ah, mi querido Bill…

Fumó algunos instantes en silencio y después continuó:

—Recuerda lo que te decía poco ha: un secreto no es tal más que hasta el momento en que se lo descubre. En cuanto lo has hallado, te preguntas cómo el primer venido pudo pasar junto a él sin descubrirlo también, y cómo es posible que haya permanecido tanto tiempo secreto. El pasaje existe desde hace años, poniendo en comunicación la biblioteca con la cabaña del terreno de bochas. Un día Marc lo descubrió y al instante le pareció que todo el mundo iba a descubrirlo. Disimuló entonces el otro extremo, cubriéndolo con una caja de croquet, y éste… ¿haciendo qué, Bill?

Pero Bill, ateniéndose modestamente al papel de Watson, interrogó:

—¿Haciendo qué? Continúa.

—Evidentemente, procediendo a una distribución de sus libros. Un día, en que simplemente quiso tomar la o , o cualquier otro libro que se hallaba al alcance de su mano, dio inesperadamente con el secreto. Se dijo, como es natural, que cualquier otro podía, lo mismo que él, tener la idea de buscar la o No menos naturalmente concluyó que, para que el secreto quedara guardado, era necesario que nadie jamás sintiera deseos de tocar ese compartimiento. Cuando tú me dijiste que toda la Biblioteca había sido cambiada hace un año, justo en el momento en que el croquet recobró preferencias, y la caja instalada allá, no tardé en adivinar por qué. No tenía entonces sino que buscar los libros más aburridos, aquéllos que nadie lee jamás. Con toda evidencia, la colección de sermones de un clérigo de mediados de la época victoriana representa el ideal del género.

—Sí, comprendo. Pero ¿cómo estabas tan seguro del sitio exacto entre toda la colección?

—Era preciso que Marc se sirviese él mismo de un libro para fijar el sitio. Pensé que el humorístico pensamiento que consistía en colocar el estrecho sendero reservado a los Elegidos justo delante de la entrada del pasaje debió seducirlo. Aparentemente ocurrió así.

Bill meneó varias veces la cabeza, reflexionando profundamente.

—Sí, está perfectamente claro —dijo al fin—. ¡Eres endiabladamente inteligente, Tony! —Antonio se echó a reír.

—Parece que me lisonjeas, lo que sería peligroso para mí, pero delicioso al menos.

—Entonces, ¿vienes? —preguntó Bill, levantándose.

—Ir, ¿a dónde?

—Pues a explorar el pasaje. —Antonio hizo que no con la cabeza.

—¿Por qué dices siempre que no?

—¿Qué esperas hallar?

—No lo sé. Pero ¿no decías tú mismo que podríamos descubrir alguna cosa que nos ayudaría?

—Suponte que hallemos a Marc —prosiguió tranquilamente Antonio.

—Oh, ¿piensas realmente que esté?

—Supongamos.

—En ese caso, habríamos alcanzado pleno éxito.

Antonio atravesó toda la pieza hasta la chimenea y sacudió las cenizas de su pipa; después se volvió hacia Bill y lo miró gravemente, sin hablar. Por fin se decidió.

—¿Qué le dirías?

—¿Cómo? ¿A quién?

—A Marc. ¿Piensas arrestarlo o ayudarlo a huir?

—Yo… yo… en efecto, yo… —tartamudeó Bill—. En fin, no sé.

—Precisamente, primero hemos de decidir lo que haremos. ¿Es también tu parecer?

Bill no respondió. Profundamente turbado, recorría nerviosamente la pieza, el ceño fruncido, deteniéndose de vez en cuando ante la abertura recientemente descubierta, como tratando de adivinar qué ocultaba el misterioso subterráneo. ¿Qué partido adoptaría si la necesidad lo obligaba a escoger? ¿El de Marc o el de la ley? Prosiguió Antonio, como si hubiera seguido punto por punto los pensamientos de su amigo: —Ya ves que no bastaría, si tropezásemos con él, abrumarlo con exclamaciones de alegría o de sorpresa.

Bill alzó los ojos, parpadeando, mientras Antonio continuaba:

—¿O bien, le dirías: "He aquí mi amigo, el señor Gillingham, que está instalado en su casa de usted y que acaba justamente de jugar un partido en su terreno de bochas"?

—Sí, es difícil. No sé qué le diríamos. La verdad es que me había olvidado completamente de Marc.

Se acercó a la ventana, bajo la cual se extendía el césped. Un jardinero se ocupaba en nivelar las orillas. ¿Por qué habría de descuidarse esta faena por el hecho de que hubiese desaparecido el dueño de casa? El día se anunciaba tan caluroso como el precedente. Era cierto, sí, que había olvidado completamente a Marc; pero ¿cómo pensar en él como en un asesino en fuga, como en un culpable que se substraía a la justicia, cuando cada cosa y las ocupaciones de cada cual seguían como la víspera, cuando el sol continuaba brillando exactamente lo mismo que cuando subieron al coche para ir hasta el golf, veinticuatro horas antes? ¿Cómo substraerse a la impresión de que no se trataba de una tragedia auténtica, sino de un ameno juego de detectives en que se complacía con Antonio? Bill se volvió hacia su amigo: —Con todo, Antonio, tú querías hallar ese pasaje y ahora ya lo has encontrado. ¿No quieres absolutamente entrar?

Antonio lo tomó del brazo.

—Vamos a dar una vuelta por afuera. De todos modos, no podríamos entrar ahora. Sería demasiado peligroso, con Cayley en los alrededores. Experimento los mismos sentimientos que tú; pero, al mismo tiempo, siento un poco de miedo. ¿Miedo de qué? No lo sé. Ocurra lo que ocurra, tú deseas continuar, ¿no?

—Sí —respondió Bill con firmeza—; debemos hacerlo.

—Exploraremos, pues, el pasaje esta tarde, si encontramos un momento favorable; si no, probaremos esta noche.

Atravesaron el hall y salieron bajo un sol de fuego.

—¿Piensas realmente que descubriremos a Marc soterrado en su escondrijo? —preguntó Bill.

—Es posible —respondió Antonio—; o Marc, o… —Se detuvo en seco, murmurando—: Me resisto a encarar esta idea… Todavía no… ¡Sería demasiado horrible!

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