El misterio de la Casa Roja

XVIII

XVIII

DEDUCCIONES Y CONJETURAS

El sumario estaba fijado para las tres de la tarde. Tras de lo cual, no habría razón alguna para que la Casa Roja continuara ofreciendo su hospitalidad a Antonio. No corría este riesgo de que lo tomaran de sorpresa, porque a las diez de la mañana ya estaba cerrada su valija, pronta para ser expedida al George Hotel. Cuando Bill, después de un desayuno un poco más prolongado que de costumbre, entró en la habitación de su amigo, quedó no poco sorprendido por aquella prisa matinal.

—¿Por qué te has apurado tanto?

—No, si he hecho las cosas con toda tranquilidad; pero me parece inútil que regresemos aquí después del sumario. Prepara tú también ahora tus equipajes; después dispondremos de nuestra mañana.

—Como quieras.

Bill tomaba la dirección de su cuarto, cuando se volvió:

—¿Debemos decirle a Cayley que partimos para instalarnos en el George?

—Pero tú no vas a instalarte en el George, Bill, al menos oficialmente. Tú regresas a Londres.

—¡Ah!

—Sí. Pídele a Cayley que haga llevar tu valija a Stanton, para que la encuentres allí a la salida del tren, enseguida que haya tenido lugar el sumario. Puedes decirle que estás obligado a ir a ver con toda urgencia al obispo de Londres. El hecho de que tengas que regresar inmediatamente a Londres para recibir la Confirmación le hará encontrar más natural que yo reanude, solo en el George, después de tu partida, mis interrumpidas vacaciones.

—Entonces, ¿dónde voy a acostarme esta noche?

—Oficialmente, supongo, en el Fulham Jalace; en realidad, presumo que en mi lecho, a menos que la posada disponga de otra cama libre. He puesto tu ropa de Confirmación —entiéndase tu pijama, tus cepillos y lo esencial de tus cosas— en mi valija, a tu disposición. ¿Hay otra cosa que quisieras saber? ¿No? Entonces, ve a empaquetar el resto. Me encontrarás a las diez y media bajo la vieja encina hueca, en el hall, o en cualquier parte por ahí. Necesito hablar, hablar, hablar indefinidamente, y, para ello, me hace falta mi Watson.

—A tu disposición —dijo Bill, separándose de él para volver a su pieza.

Una hora más tarde, después de comunicarle a Cayley la versión oficial de sus proyectos, salieron al parque y no tardaron en encontrar un árbol a cuya fresca sombra sentáronse a sus anchas.

Bill inició la conversación.

—Ahora, hazme el favor de participarme tus reflexiones.

—He tenido una multitud de brillantes ideas esta mañana, mientras tomaba el baño —comenzó Antonio—. La más brillante de todas es la de que hemos sido unos tontos y que, hasta ahora, planteamos al revés nuestro problema.

—Muy animador.

—Nada más difícil que actuar como detective cuando no se conoce nada de la profesión, cuando no se puede decir a nadie la actividad a que nos entregamos, cuando no se dispone de la facultad de convocar a las personas para interrogarlas y cuando no se tiene ni la energía ni los medios de hacer las pesquisas necesarias; cuando, en una palabra, se trabaja al azar y puramente como un aficionado.

—Pero —protestó Bill—, para ser aficionados, me parece que no nos hemos portado mal.

—Como aficionados, no. Sin embargo, creo que si hubiéramos sido profesionales, habríamos emprendido la solución de este caso partiendo del otro extremo: habríamos partido de Robert. No hemos cesado de interrogarnos acerca de Marc y de Cayley. Es la situación de Robert lo que habría que examinar.

—Lo que sabemos de él se reduce a tan poco…

—Veamos lo que sabemos. En primer lugar, que era un mal sujeto, la clase de hermano al que se esfuerza uno en imponer silencio en presencia de las personas bien educadas.

—Sí.

—Sabemos que avisó su inminente llegada a Marc en una carta bastante desagradable, ésta que tengo en mi bolsillo.

—Además, conocemos también un curiosísimo detalle: sabemos que Marc anunció a todos ustedes la venida de la oveja descarriada. ¿Por qué informarlos así?

—Era, sin duda —repuso Bill, tras un momento de reflexión—, que no podía evitar que viésemos a su hermano y que el mejor medio, en tales condiciones, venía a ser tomar francamente la delantera.

—¿No podía verdaderamente evitar que lo reconocieran? Ustedes estarían ausentes, jugando al golf.

—Necesariamente debíamos verlo si se quedaba en la casa hasta el día siguiente.

—Muy bien. He aquí un descubrimiento interesante. Marc sabía que Robert pasaría la noche en su casa; o, si lo prefieres, sabía que no tenía probabilidad alguna de obtener la inmediata partida de Robert.

La curiosidad de Bill se despertaba. Miró atentamente a su amigo, diciéndole:

—Continúa, que esto se pone interesante.

—Marc sabía aún otra cosa —prosiguió Antonio—: sabía que Robert no dejaría de manifestar ante ustedes su verdadero carácter al primer encuentro. Imposible hacerlo pasar sencillamente, a ojos de sus huéspedes, por un hermano apasionado de los viajes, matizado todo lo más con un ligero acento exótico, que su prolongada estada en los Dominios habría bastado para explicar. Era preciso que les previniera inmediatamente que Robert era un extraviado, porque ustedes no habrían podido menos de advertirlo al primer contacto.

—Muy posiblemente.

—Por otra parte, ¿no te sorprendió la rapidez con que Marc tomó sus decisiones?

—¿Qué quieres decir?

—Abre esa carta durante el desayuno; la lee; apenas ha concluido de enterarse de su contenido, cuando les hace a todos confidencia de la noticia. Así, en poco más de un segundo, encara toda la cuestión y adopta una decisión, puede decirse que dos decisiones: examina la posibilidad de desembarazarse de Robert antes del regreso de ustedes y concluye que es imposible; se pregunta si Robert sería capaz de conducirse en público como un hombre conveniente, y concluye que es muy improbable. Llega a estas dos decisiones instantáneamente, al mismo tiempo que lee la carta. ¿No es un trabajo harto rápido?

—¿Qué explicación ves tú a todo esto? —Antonio aguardó a llenar y encender su pipa antes de responder:

—¿La explicación? No nos ocupemos de ella por el momento. Consideremos únicamente los dos hermanos, los dos hermanos en conexión esta vez con la señora Norbury.

—¿La señora Norbury? —interrumpió Bill, sorprendido.

—Sí. Marc esperaba casarse con la señorita Norbury. Si Robert representaba verdaderamente una tara para el honor de la familia, Marc no podía obrar sino de dos modos: u ocultar a las Norbury todo cuanto le concernía o, al contrario, si estaban llamadas a saberlo tarde o temprano, ponerlas al corriente él mismo, sin esperar a que fueran informadas de la situación. Tomó el partido de hablarles. Pero lo más curioso es que les habla la víspera misma del día en que recibe la carta de Robert. Robert llega y es muerto anteayer, martes. Y es el lunes que Marc habla de su hermano a la señora Norbury. ¿Cómo se entiende esto?

—Una coincidencia —apuntó Bill, tras un sincero esfuerzo para hallar otra interpretación—. Siempre había tenido la intención de decirlo todo. La corte que hacía a la joven parecía al fin rendir sus frutos; pensó que había llegado el momento de poner las cosas en claro. Fue el lunes que se le presentó la ocasión. Al recibir el martes la carta de Robert, quedó satisfecho de haberlo hecho tan a tiempo.

—No es imposible, pero no por ello sería la coincidencia menos curiosa. Y hay algo más, que la hace todavía más curiosa. No se me ocurrió sino esta mañana, al tomar mi baño; nada es tan propicio a la inspiración como un cuarto de baño. Me acordé que Marc se dirigía en auto a Middleston el lunes por la mañana, cuando estuvo a ver a la señora Norbury para hablarle de su hermano.

—Sí, ¿y qué?

—¿No ves?

—No. Perdona Tony, tengo el cerebro un poco pesado esta mañana.

—En coche, Bill. ¿Hasta qué distancia de Jallands puede llegar un auto?

—Unas seiscientas yardas.

—Sí. De modo que, en camino para Middleston, donde tiene algo que hacer, Marc detiene el auto, cubre seiscientas yardas a pie, descendiendo la colina hasta Jallands, y dice a la señora Norbury: "Oh, a propósito, creo que nunca le dije que tengo un hermano poco recomendable, llamado Robert"; después de lo cual rehace en sentido inverso las seiscientas yardas, vuelve a ocupar su sitio en el coche y continúa hacia Middleston. ¿Es verosímil?

Bill frunció el ceño.

—Sea, pero no veo del todo a dónde quieres ir a parar. Verosímil o no, poco importa, puesto que sabemos que es exactamente lo que hizo.

—Evidentemente, lo ha hecho. Pero lo que quiero subrayar es que, para obrar así, debía estar impulsado por alguna razón poderosa y urgente. Esta razón por la cual fue a decírselo todo a la señora Norbury sin perder un instante, me siento tentado a creer que fue la siguiente: sabía ya esa mañana —el lunes, por consiguiente, y no el martes— que Robert iba a venir a verlo y quería pasar por Jallands antes que llegara allí la noticia.

—Pero… pero…

—Y esto explicaría también el otro punto: su decisión instantánea de hablarles a todos de su hermano en el desayuno; decisión que cesa desde entonces de ser instantánea, puesto que sabía el lunes la venida de Robert y tuvo tiempo de decidirse antes de hablarles.

—Entonces, ¿cómo explicas la carta?

—Veamos otra vez la carta.

Antonio la sacó de su bolsillo y la desplegó entre ellos, sobre el césped.

Marc:

Tu afectísimo hermano irá a verte mañana, después de haber recorrido expresamente la distancia que te separa de Australia.

Te lo aviso para que puedas ocultar tu sorpresa, pero no, espero, tu placer.

Aguárdame a eso de las tres.

—Dice "mañana" sin mencionar fecha —observó Antonio.

—Pero Marc la recibió el martes.

—¿Estás seguro?

—Fue el martes que nos la leyó.

—Que la leyó a ustedes, sí…

Después de leerla una vez más. Bill examinó el reverso, que no le enseñó nada nuevo.

—¿Y el timbre? —preguntó.

—No tenemos el sobre, por desgracia.

—¿Supones entonces que la recibió el lunes?

—Me siento inclinado a creerlo, Bill. En todo caso, supongo y hasta estoy casi seguro, que estaba prevenido desde el lunes de la llegada de su hermano.

—¿Esto nos ayudará mucho?

—No, al contrario, torna el problema aun más difícil. Hay decididamente en todo este caso algo que no es natural, y que se me escapa.

Guardó un instante de silencio, luego añadió:

—Me pregunto si el sumario nos traerá alguna luz.

—¿Y nuestro trabajo de esta noche en el estanque? Estoy impaciente por saber el resultado de tus reflexiones.

—¡Anoche! —exclamó Antonio en tono grave, como si hablase consigo mismo—. Sí, merece algunas explicaciones.

Bill esperaba evidentemente explicaciones. Por ejemplo, ¿qué era lo que Antonio se quedó buscando en el armario?

—Creo —continuó Antonio lentamente— que después de esta noche pasada, tenemos que abandonar la idea de que Marc haya sido muerto; muerto por Cayley, quiero decir. No concibo que un asesino se tome tanto trabajo para ocultar unas ropas cuando, por otro lado, carga en sus brazos con un cadáver. La desaparición del cadáver sería, para él, lo primordial. Debemos pues considerar que esas prendas eran todo lo que Cayley habría de ocultar.

—Pero ¿por qué no las guardó en el pasaje?

—El pasaje no le parecería bastante seguro. La señorita Norris conocía su existencia.

—¿Por qué no, entonces, en su cuarto, o aun en el de Marc? Por lo que todos sabían de Marc, nadie se hubiera sorprendido de que hubiese tenido dos trajes marrones. Estoy casi seguro de que en realidad los tiene.

—Probablemente. Pero dudo que esto haya bastado para tranquilizar a Cayley. El traje marrón estaba en la base de un secreto, motivo suficiente para hacerlo desaparecer a toda costa. En teoría, el escondrijo más seguro es el más visible; pero, en la práctica, pocas personas tienen los nervios bastante sólidos para correr el riesgo.

Bill ya no intentaba ocultar su desilusión:

—En suma, henos aquí exactamente de regreso a nuestro punto de partida: Marc mató a su hermano y Cayley lo ayudó a escapar por el pasaje, sea para comprometerlo, sea porque ninguno de los dos disponía de otro medio para salir del atolladero. Continuó ayudándolo mintiendo a propósito del traje marrón.

Antonio sonrió maliciosamente. El súbito descorazonamiento de Bill lo divertía mucho. Díjole en su tono más compasivo:

—No tenemos suerte, mi pobre Bill. He aquí que no nos queda más, en todo y por todo, que un solo asesinato. No puedes imaginarte hasta qué punto lo lamento. Hice mal en darte esperanzas…

—Cállate. Bien sabes que no es eso lo que quise decir.

—¡Ah!, parecías tan decepcionado… —Bill no respondió enseguida. Se echó al fin a reír y confesó, como para excusarse:

—Es cierto: ayer todo esto era tan apasionante… Parecía que llegábamos al final, descubrimos las cosas más extraordinarias. Y ahora…

—¿Ahora?

—Ha vuelto a ser vulgarísimo. —Antonio rompió a reír.

—¡Vulgar! —exclamó—. ¡Vulgar! ¡Qué me ahorquen si todo lo que está ocurriendo es ordinario! Pero Bill, si una sola de estas cosas que nos hemos tomado tanto trabajo en dilucidar fuese vulgar, la habríamos aclarado definitivamente, o al menos la comprenderíamos. Al contrario, todo lo que pasa aquí es más que extraordinario, es ridículo.

Bill se serenó.

—¿Ridículo? ¿En qué?

—De uno a otro extremo. ¿No son ridículas esas prendas frente a las cuales nos hallamos bruscamente anoche? Y aunque se pudiera explicar lo del traje marrón, ¿por qué la ropa blanca? Puedes hallarle una explicación extravagante, si te empeñas: decir, por ejemplo, que Marc cambiaba de ropa blanca cada vez que tenía una entrevista con un viajero proveniente de Australia… Pero he de preguntarte esto, mi querido Watson: ¿por qué, en tal caso, Marc no cambió de cuello?

—¿De cuello? —repitió Bill, estupefacto.

—Sí, de cuello de la camisa, Watson.

—No comprendo.

—Ah, ah, ¡vulgarísimo! —se burló Antonio.

—Perdón, Tony… Explícame lo del cuello.

—Muy sencillo, Bill. No había cuello de camisa en la bolsa, anoche. Una camisa, calcetines, una corbata… todo, salvo el cuello. ¿Por qué?

—¿Era eso entonces que buscabas en el armario? —se apresuró a interrogar Bill.

—Desde luego. Enseguida me hice la pregunta: "¿Por qué no hay cuello?" Por alguna razón, muy importante para él, ciertamente, Cayley juzgó indispensable hacer desaparecer la vestimenta completa de Marc, no sólo su traje, sino todo lo que llevaba —o que presumimos que llevaba— en el momento del crimen. Cayley no ha hecho desaparecer el cuello, con el resto. ¿Por que? ¿Fue por error? Esperaba saberlo buscando en el armario. No estaba. ¿Sería que expresamente lo había guardado aparte? Pero ¿por qué? ¿Dónde podía estar el cuello? Comencé, naturalmente, por preguntarme: "¿Dónde he visto un cuello recientemente? ¿Un cuello sólito?" Y me acordé… ¿Me acordé de qué, Bill?

Bill se concentró en un esfuerzo intenso para hallar una respuesta; mas, impotente, meneó la cabeza:

—No me preguntes semejantes cosas, Tony; no puedo… ¡Oh, bendición! —Se enderezó repentinamente.

—Ya di: en el canasto de la ropa sucia del cuarto que está al lado del escritorio.

—Exactamente.

—¿Y era ése?

—¿El que faltaba entre las prendas? No sé, pero es probable. De otro modo, ¿dónde estaría? Pero si lo era, ¿por qué enviarlo negligentemente a la lavandera por la vía ordinaria, mientras se toma tanto trabajo para ocultar las otras piezas de ropa blanca llevadas al mismo tiempo por Marc? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Apretados los dientes en torno de la pipa, Bill se torturaba en vano el cerebro para hallar una respuesta.

Antonio se levantó. Necesitaba caminar para distender sus nervios.

—Sea lo que fuere —concluyó—, estoy seguro de una cosa: Marc sabía desde el lunes que Robert iba a venir aquí.

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