El misterio de la Casa Roja

XX

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BEVERLEY DA PRUEBAS DE DIPLOMACIA

El sumario había tenido lugar en la gran sala de la Posada del Cordero, en Stanton. Era también en Stanton que Robert Ablett debía ser enterrado al día siguiente.

Una vez traspuesta la puerta, Bill esperó a su amigo, preguntándose dónde habría ido. Después recordó que Cayley iba a salir en busca de su coche, y poco deseoso de mantener con él una última conversación que no dejaría de ser asaz embarazosa, dio la vuelta a la casa y se halló detrás, en el patio de la posada. Allí encendió un cigarrillo y se detuvo para mirar un viejo cartel desgarrado, roído por la intemperie, algunos de cuyos trozos permanecían pegados aún a la pared de la caballeriza. En lo que subsistía, podía leerse: "Gran Representación Tetra… se efectuará el miérc… diciem…". Bill sonrió de buena gana contemplando aquel documento, porque recordaba que el papel de Joe, un comerciante notable por su locuacidad, fue encarnado en la pieza por un tal "William Beverl…", según daban fe los últimos vestigios del cartel. Verdad es que Bill había estado mucho menos locuaz de lo que el autor habría querido, pues la memoria le jugó una mala pasada a último momento. Pero, asimismo, aquello fue bastante divertido. Cesó de sonreír al pensar lo que se había hecho ahora de las diversiones organizadas por la Casa Roja.

—Perdóname que te haya hecho esperar —dijo la voz de Antonio a sus espaldas—. Mis viejos amigos Amos y Parsons insistieron en ofrecerme un vaso.

Deslizó su mano bajo el brazo de Bill y le sonrió con aire embelesado.

—¿Por qué te has ocupado tanto de ellos? —preguntó Bill, no sin cierto despecho—. Me estrujaba el cerebro para adivinar qué te habría ocurrido…

Antonio no respondió. Se había detenido frente al cartel. Preguntó:

—¿Cuándo fue eso?

—¿Qué?

Antonio señaló los restos del anuncio.

—Ah, ¿eso? En la última Navidad. Una cosa graciosísima. —Antonio se echó a reír:

—¿Estuviste bien?

—Detestable. No tengo la pretensión de creerme actor.

—¿Y Marc?

—¿Marc? Bastante aceptable. Adora todo esto.

—"Reverendo Enrique Stutters: Mateo Cayley" —leyó Antonio—. ¿Era nuestro amigo Cayley?

—Sí.

—¿Cómo se portó?

—Bastante mejor de lo que hubiera yo creído. No estaba muy decidido a aceptar, pero Marc lo impulsó.

—No veo el nombre de la señorita Norris. ¿No tomó parte?

—Mi querido Tony, es una profesional; no queríamos saber nada de ella. —Antonio rió de nuevo:

—¿Y obtuvieron mucho éxito?

—Sí, bastante.

—¡No soy más que un idiota! ¡El último de los idiotas! —declaró Antonio en tono solemne—. ¡El último de los idiotas! —repitió, en voz baja esta vez, arrastrando a Bill lejos del cartel para hacerlo salir del patio en la dirección del camino.

Añadió todavía:

—¡Un completo idiota! Aun ahora…

Sin concluir su frase, preguntó súbitamente a Bill:

—¿Marc sufría a menudo de los dientes?

—Iba a su dentista con bastante frecuencia. Pero ¿qué diablo puedes…?

Por tercera vez Antonio se echó a reír y exclamó:

—¡Qué suerte! ¿Cómo lo sabes?

—Concurríamos al mismo dentista. Fue Marc quien me lo recomendó; se llama Cartwright y habita en Wimpole Street.

—Cartwright, Wimpole Street —repitió lentamente Antonio—. Bien. Está grabado en mi memoria. Cartwright, Wimpole Street. ¿Cayley iba también al mismo, por casualidad?

—Supongo. Sí, en realidad sé que iba. Pero en fin, me dirás por qué…

—¿Cuál era el estado de salud de Marc, en general? ¿Consultaba a menudo con los médicos?

—Casi nunca; creo. Hacía por la mañana muchos ejercicios gimnásticos con objeto de adquirir una amplia provisión de ánimo y de energía para el resto de la jornada y que, sin realizar ese milagro, parecían al menos mantenerlo ágil y dispuesto. Tony, quisiera que me… —Antonio levantó la mano para imponerle silencio.

—Una última pregunta: ¿le gustaba a Marc la natación?

—Oh, no, la detestaba. Creo que ni sabía nadar. Tony, ¿te has vuelto loco? ¿O lo estoy yo? ¿O es un nuevo juego?

Antonio le oprimió el brazo, respondiendo:

—Mi querido Bill, sí, es un juego, ¡y qué juego! La respuesta es: Cartwright, Wimpole Street.

Siguieron en silencio el camino hacia Woodham, durante más de un cuarto de milla. Dos o tres veces, Bill trató de hacer hablar a su amigo, pero éste respondía con algunos vagos gruñidos. Iba a hacer una nueva tentativa cuando Antonio, deteniéndose repentinamente, se volvió ansioso hacia su amigo: —¿Querrías hacer algo por mí? —le preguntó con una expresión de duda en la voz.

—¿Qué?

—Es sumamente importante. El último elemento que me falta ahora.

Bill recobró inmediatamente su entusiasmo.

—¿Es posible? ¿Aclaraste verdaderamente todo el resto? —Antonio hizo un signo afirmativo.

—Al menos, estoy muy cerca de ello, Bill. Sólo necesito ahora una cosa. Para eso, será preciso que te pida que vuelvas a Stanton. No será demasiado largo; no estamos todavía muy lejos. ¿Te molestaría mucho?

—Mi querido Holmes, estoy enteramente a tu disposición.

Antonio le dirigió una amable sonrisa y reflexionó algunos momentos antes de responder:

—¿Hay en Stanton otra posada, cerca de la estación?

—Sí. Los Caballos de Labor, justo en el último recodo del camino antes de llegar a la estación. ¿Es éste?

—Debe ser. Podrías ir y tomar un refresco, ¿no?

—Desde luego —respondió Bill, sonriendo encantado.

—Bien. Toma uno, entonces, o dos, si quieres, y entabla conversación con el patrón, o la patrona, o la persona que te sirva. Quisiera que averigües si alguien pasó la noche del lunes al martes en la posada de Los Caballos de Labor.

—¿Robert? —preguntó Bill con curiosidad.

—No he dicho que se tratase de Robert —rectificó Antonio sonriendo—. Quisiera solamente que te enteraras si les llegó un desconocido para pernoctar allí, el lunes a la noche. Si es así, obtén todos los detalles que puedas, sin dejar adivinar que efectúas una investigación.

—Confía en mí —interrumpió Bill—. Comprendo exactamente lo que quieres.

—No partas de la idea de que debe ser Robert, o una persona determinada. Déjalos describir al visitante, sin correr riesgo de influenciarlos suponiendo tú mismo que es alto o bajo, como éste o como aquél. Hazlos hablar, simplemente. Si es el propietario, harás bien en ofrecerle un vaso o dos.

—No temas —afirmó Bill con confianza—. ¿Dónde te encontraré después?

—En el George, probablemente. Si llegas antes que yo, puedes pedir la comida para las ocho. De todos modos, nos reuniremos a las ocho, quizá antes.

—Entendido.

Bill hizo un signo amistoso a Antonio y volvió a emprender el camino de Stanton.

Divertido del entusiasmo con que partía a cumplir su misión, Antonio lo miró alejarse. Luego pareció buscar en derredor alguna cosa que halló casi enseguida. A alguna distancia hacia la izquierda se abría un sendero en cuyo lado derecho se alzaba una pequeña barrera de corta altura. Antonio se aproximó llenando su pipa, se sentó, encendiéndola, y dejó descansar la cabeza entre las manos. Dijo después a media voz: —Ahora, comencemos por el comienzo.

Eran cerca de las ocho cuando William Beverley, el sabueso, entrando tan fatigado como cubierto de polvo, halló a Antonio que, fresco y dispuesto, lo esperaba con la cabeza al aire ante la puerta del George.

Las primeras palabras de Bill fueron para inquirir si la comida estaba pronta.

—Sí —respondió Antonio.

—Subo a lavarme. ¡Dios! No puedo más…

—No hubiera debido imponerte una marcha tan larga —dijo Antonio en tono contrito.

—No es nada. Regreso dentro de un instante. —Ya en la escalera, se volvió para preguntar:

—¿Estoy en tu cuarto?

—Sí, ¿sabes dónde es?

—Sí. Comienza a cortar la carne, ¿quieres? Y sobre todo, ¡toneles de cerveza!

Desapareció en lo alto de la escalera, mientras Antonio entraba sin apresurarse.

Cuando las exigencias de su apetito principiaron a apaciguarse, Bill, entre dos bocados, empezó a dar cuenta a su amigo del resultado de su expedición. El propietario de Los Caballos de Labor le produjo al principio la impresión de que no llegaría a hacerlo hablar, pero Bill se mostró fino, diplomático. ¡Ah, Señor, qué tesoros de diplomacia debió prodigar!

—Hablaba indefinidamente del sumario de esta tarde y de lo extraño de todo este caso. Después se embarcó en los recuerdos, en los de una investigación que tuvo lugar en otro tiempo en la familia de su mujer. Lo más notable es que parecía orgulloso de ello. Yo volvía a cada momento a mi pregunta: "Debe estar usted muy ocupado en este momento. ¿Los negocios marchan bien?" Me respondía: "Medianamente". Y reanudaba enseguida sus relatos a propósito de Susana y de la investigación de que había sido heroína. No sabía hablar absolutamente más que de eso, como si hubiera sido en él una obsesión. Yo volvía a la carga: "Los tiempos son duros, actualmente. ¿No le parece?" Respondía invariablemente: "Medianamente, sabe usted". Llegado el momento de ofrecerle un segundo vaso, no estaba yo más adelantado que al primero. Pero concluí por hacerlo caer, sin embargo. Se me ocurrió preguntarle si conocía a John Borden, el hombre que creía haber visto a Marc en la estación. Lo conocía, lo mismo que a su familia. Me habló interminablemente de todos los parientes de la mujer de Borden y particularmente de uno de ellos, que murió de quemaduras. Durante todo este tiempo continuábamos trincando: "Después de usted". "A su salud". "Gracias"… En fin, observé como al descuido que debía ser sumamente difícil, cuando no se ha visto a una persona más que una sola vez, guardar un recuerdo bastante exacto para identificarlo después; reconoció que era "medianamente difícil". Entonces…

—Déjame adivinar el fin —interrumpió Antonio—. Tú le preguntaste si sería capaz de reconocer todas las personas que pasaron por su posada.

—Así es. Genial, ¿no?

—Completamente. ¿Y cuál fue el resultado?

—El resultado fue una mujer.

—¿Una mujer? —insistió vivamente Antonio.

—Una mujer —repitió Bill con énfasis—. Naturalmente, yo esperaba que fuese Robert. Tú también, ¿no? Pues bien, no, era una mujer que llegó muy tarde en auto el lunes por la noche, conduciendo ella misma, y que volvió a partir muy temprano a la mañana siguiente.

—¿Te la describió?

—Sí, "mediana" en todo: estatura mediana, edad mediana, y el resto en proporción. Esto no nos informa mucho pero, en fin, era una mujer. ¿Trastorna esto tus teorías?

Antonio meneó la cabeza.

—No, Bill, en absoluto.

—¿Ya lo sabías? ¿O al menos lo habías adivinado?

—Espera hasta mañana. Mañana te lo diré todo.

—¡Mañana! —dijo Bill, sin tratar de ocultar su decepción.

—Mira, voy a confesarte algo ahora mismo, a condición de que prometas no hacerme más preguntas hasta mañana. Pero lo que puedo decirte, probablemente lo sabes ya…

—¿Qué es?

—Esto: Marc Ablett no mató a su hermano.

—¿Y fue Cayley quien lo mató?

—Esta ya es otra pregunta, Bill. Sin embargo voy a responder: Cayley tampoco lo mató.

—Entonces, ¿quién de…?

—¿Un poco más de cerveza? —propuso Antonio, sonriendo.

Bill no obtuvo nada más de él esa noche.

Subieron a acostarse muy temprano. Ambos estaban muy fatigados. Bill se durmió con un sueño tan profundo, que parecía casi un desafío a Antonio, a quien mantenía despierto el intenso trabajo que se proseguía en su cerebro. ¿Qué ocurría en esos momentos en la Casa Roja? Lo sabría quizá por la mañana, si recibía una carta. Una vez más, repasó todo el caso desde el comienzo. ¿Subsistía alguna posibilidad de error de su parte? ¿Qué haría la policía? ¿Descubriría jamás toda la verdad? ¿Habría debido mantenerla al corriente? Después de todo, que continuara investigando: era su misión.

En cuanto a él, esta vez no había podido cometer error, ciertamente que no. ¿Para qué continuar planteándose ahora todas estas preguntas? Por la mañana lo sabría todo, definitivamente.

Al día siguiente por la mañana, en efecto, recibió una carta.

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