IV
IV
EL HERMANO DE AUSTRALIA
Los invitados de la Casa Roja estaban autorizados a hacer todo lo que les acomodaba, a condición de no transponer los límites de lo razonable; pero sólo Marc era el juez del carácter razonable o irrazonable de una ocupación, y una vez que ellos mismos (o más a menudo Marc) habían trazado el programa de la jornada, debía éste ser puntualmente ejecutado. La señora Calladine, que conocía aquella pequeña manía de su huésped, se mostró así asaz refractaria a la sugestión de Bill, que proponía jugar una segunda partida por la tarde y no volver tranquilamente sino después de haber tomado el té. Los otros golfistas, desde luego, no deseaban otra cosa, pero la señora Calladine, sin mencionar explícitamente el descontento que experimentaría Marc, insistió enérgicamente en que habiéndose comprometido a estar de regreso a las cuatro, a esa hora debían volver.
—Vea, con sinceridad, no creo que Marc necesite mucho de nosotros —dijo el mayor.
Como había jugado muy mal por la mañana, quería aprovechar la tarde para demostrar que era capaz de desempeñarse mejor.
—Con ese hermano que le llega de Australia, se sentirá muy satisfecho de no tener que ocuparse de nosotros.
—Es mi opinión —apoyó Bill—. Y a usted, señorita Norris, ¿le desagradaría jugar otra partida?
La señorita Norris echó una mirada interrogadora a la señora Calladine.
—Por supuesto, querida señora, si desea usted regresar, no insistiremos para retenerla aquí. Y luego, esto no puede ser divertido para usted, que no juega.
—Justo una partida de nueve hoyos, mamá —rogó Betty.
Bill se apresuró a apoyar su solicitud, añadiendo impulsivamente:
—Es cierto, señora Calladine, el coche podría llevarla; anuncie que hemos resuelto jugar otra partida y el chófer volverá a buscarnos un poco más tarde.
—La verdad es que hace aquí mucho más fresco de lo que yo hubiera creído —terció el mayor.
La señora Calladine cedió. También ella, sentada en el umbral de la casilla de los jugadores, gozaba deliciosamente del fresco, y, en efecto, decíase, no le disgustaría a Marc verse libre de ellos por el momento. Concedió, pues, los nueve hoyos. El se terminó sin que ninguno de los dos bandos hubiera podido triunfar sobre el otro, y, como cada cual había jugado mucho mejor que por la mañana emprendieron todos muy satisfechos el camino de la Casa Roja.
—Vaya —se dijo Bill, cuando la morada apareció a la vista—, ¿pues no es mi viejo Tony?
Parado delante de la fachada, Antonio los esperaba. Bill agitó la mano, Antonio le respondió. Apenas se detuvo el coche, Bill, que estaba sentado al lado del chófer, saltó a tierra y le dio jubilosamente la bienvenida.
—Buenas tardes, mi querido loco, ¡qué agradable sorpresa! ¿Viniste a quedarte aquí o… en fin, por alguna feliz casualidad?
Lo asaltó una súbita idea.
—Al menos, no irás a hacerte pasar por el hermano de Australia perdido hace tanto tiempo, por el hermano de Marc Ablett. Te conozco lo bastante para saber que serías perfectamente capaz de ello.
Estalló en una franca risa de muchacho.
—Buenas tardes, Bill —respondió tranquilamente Antonio—. Haz el favor de presentarme. Tendré después por desgracia que participarte una mala noticia.
Repentinamente calmado, Bill hizo las presentaciones. Como el mayor y la señora Calladine, aún sentados en el auto, eran los más próximos a él, fue a ellos a quienes se dirigió Antonio con voz sorda:
—Lamento verme obligado a causarles una desagradabilísima emoción: Robert Ablett, el hermano del señor Marc Ablett, ha sido muerto aquí mismo, en la casa.
—¡Dios mío!
—¿Cómo? ¡Pero es espantoso! —exclamó el mayor.
—¿Quiere usted decir que acaban de matarlo, apenas llegado? —preguntó la señora Calladine.
—Hace unas dos horas.
Se volvió a medias hacia Beverley:
—Tuve la idea de pasar por aquí, para verte, Bill, y llegué justo después del… después de la muerte. El señor Cayley y yo encontramos el cadáver. Como el señor Cayley está muy ocupado en este momento… hay policías, médicos y mucha gente en la casa… me encargó que los pusiera al corriente. Cree que sin duda preferirán ustedes, ahora que sus distracciones han sido interrumpidas por tan trágicas circunstancias, partir lo antes posible. —Les dirigió una sonrisa de excusa y prosiguió: —Perdón, expreso mal mi pensamiento. Lo que quiero decir, por supuesto, es que cada uno de ustedes no debe aconsejarse sino de sus propios sentimientos y adoptar con entera libertad las disposiciones que le convengan, sobre todo en lo que concierne al coche, que está a disposición de ustedes para conducirlos al tren que elijan. Me dicen que hay uno esta noche, que podrían ustedes tomar si lo desean.
Boquiabierto, Bill continuaba clavando en Antonio una mirada de estupefacción. No encontraba en su vocabulario, para expresar lo que hubiera querido, otras palabras que las ya empleadas por el mayor. Betty se inclinó hacia la señorita Norris y le preguntó con voz espantada: —¿Quién fue muerto?
La señorita Norris, que instintivamente había adoptado un aire tan trágico como en el escenario, cuando un mensajero venía a anunciarle la muerte de un camarada, se recogió antes de contestarle. La señora Calladine recobró con bastante prontitud su calma.
—Nuestra presencia corre riesgo de tornarse muy molesta —dijo—, lo comprendo perfectamente. Pero porque un acontecimiento tan terrible haya ocurrido aquí, no debemos contentarnos con partir de este modo sin ver siquiera a Marc. Es con él con quien debemos combinar lo que conviene hacer. Es indispensable que sepa hasta qué punto lo acompaña toda nuestra simpatía. Quizá, también, nos…
—El mayor y yo —dijo Bill—, podríamos sin duda prestar algunos servicios. ¿No es lo que quería usted decir, señora Calladine?
—¿Dónde está Marc? —preguntó bruscamente el mayor, mirando a Antonio directamente a los ojos.
Antonio no se inmutó y, por toda respuesta, lo miró a su vez de frente.
Entonces el mayor, inclinándose hacia la señora Calladine, le dijo suavemente:
—Creo que haría usted mejor en conducir a Betty de vuelta a Londres esta misma noche.
Asintió su compañera.
—De acuerdo. ¿Vendrá usted con nosotros, Ruth?
—Los acompañaré —agregó Bill, con aire resignado.
No comprendía aún perfectamente lo que ocurría y, como había proyectado pasar todavía una semana en la Casa Roja, no sabía muy bien, ahora que todo había cambiado, dónde se refugiaría en Londres. Pero, puesto que era hacia Londres hacia donde todos sus compañeros parecían querer dirigirse… En todo caso, de aquí a entonces hallaría sin duda una ocasión de conversar a solas con Antonio. Éste le explicaría…
—Cayley te pide que te quedes, Bill. En cuanto a usted, mayor Rumbold, debía partir mañana, de todas maneras, ¿no?
—Sí. Acompañaré a la señora Calladine.
—El señor Cayley me ha encargado instarlo a que no vacile en dar usted mismo sus órdenes tanto para el coche como para toda comunicación telegráfica o telefónica que pueda serle útil.
Después de una nueva sonrisa, añadió:
—Discúlpeme si asumo iniciativas que normalmente no debieran incumbirme. Sólo el azar me ha puesto a disposición del señor Cayley justo en el momento en que precisaba ayuda…
Saludó y volvió a entrar en la casa.
—¡Así es la vida! —profirió la señorita Norris en su más dramático tono.
En el instante en que Antonio tornaba al hall, el inspector enviado de Middleston lo atravesaba para ir a reunirse con Cayley en la biblioteca. Se detuvo este último e hizo señas a Antonio:
—Un momento, inspector, por favor. He aquí al señor Gillingham. Sería mejor que nos acompañara. Luego, dirigiéndose a Antonio:
—Le presento al inspector Birch. El señor Gillingham y yo hemos hallado juntos el cuerpo, inspector.
—Ah, comprendo. Entremos… Vamos a poner un poco más de orden en los detalles del caso. Mi primer cuidado, señor Gillingham, es siempre saber exactamente, en cada situación, dónde estoy.
—Es lo que todos deseamos.
—Oh, oh —exclamó el inspector, mirando a Antonio con mayor interés—. Entonces, en el caso que nos ocupa, ¿cree usted saber dónde estamos?
—Sé, al menos, dónde estaré yo dentro de un momento.
—¿Y dónde, si me hace el favor?
—En el banquillo del inspector Birch —replicó Antonio sonriendo. El inspector rió de buena gana.
—Lo molestaré únicamente en la medida de lo indispensable. Sígame, haga el favor.
Entraron en la biblioteca. El inspector se sentó delante de una mesa, y Cayley se ubicó junto a él, en una silla. Antonio se repantigó en un buen sillón y así instalado, aguardó el interrogatorio.
—Comencemos por la víctima —continuó el inspector—. ¿Su nombre, decía usted, es Robert Ablett? —Sacó de su bolsillo su libreta de notas.
—Sí, hermano de Marc Ablett, que vive aquí.
—¡Ah! —y comenzó a afilar un lápiz—. ¿Vive usted en la casa?
—Oh, no.
Antonio, que no conocía nada de Robert Ablett, escuchó con vivo interés las explicaciones que a ese respecto suministró Cayley.
—Ah, lo habían obligado a expatriarse como indeseable… ¿Qué tenían que reprocharle?
—No sé muy bien. Yo no tenía en ese entonces más que doce años, edad en que se nos prohíbe formular preguntas.
—Preguntas fastidiosas, al menos.
—Exactamente.
—De modo que no ha llegado usted a saber si era simplemente un indeseable o… ¿si tenían cosas más serias que reprocharle?
—No.
Cayley completó su pensamiento:
—El viejo Ablett era clérigo. Puede ocurrir que un clérigo juzgue severamente una falta que parecería trivial al común de los mortales.
—Es muy posible, señor Cayley —dijo el inspector sonriendo—. En todo caso, ¿preferían saberlo en Australia?
—Sí.
—¿Marc Ablett no hablaba jamás de él?
—Casi nunca. Tenía vergüenza y… estaba visiblemente satisfecho de que el otro estuviese en Australia.
—¿Le escribía algunas veces a Marc?
—Muy pocas. Quizá lo hizo tres o cuatro veces en el curso de los últimos cinco años.
—¿Pedidos de dinero?
—Es más que probable. No creo que Marc le haya jamás respondido. Que yo sepa, nunca le envió dinero.
—Ahora, ¿su opinión personal, señor Cayley? ¿Piensa usted que Marc se haya mostrado injusto hacia su hermano exageradamente duro a su respecto, sin razón plausible?
—Aun de niños, jamás experimentaron ninguna simpatía, ningún afecto el uno por el otro. Ignoro de quién fue la culpa, o si fue de ambos.
—Pero ¿Marc hubiera podido ayudarlo un poco?
—Tengo entendido —dijo Cayley—, que Robert había pasado toda su vida solicitando ayuda de todos lados.
El inspector hizo una señal de asentimiento:
—Conozco esa clase de hombres. Ahora, volvamos a los acontecimientos de esta mañana. Esa carta que recibió Marc, ¿la vio usted?
—No enseguida. Me la mostró después.
—¿Llevaba dirección?
—No. Era una media hoja de papel… un papel bastante sucio.
—¿Dónde está ahora?
—No sé. En el bolsillo de Marc, supongo.
—Ah, bueno… ya nos ocuparemos después. ¿Puede recordar el texto de la misiva?
—Hasta donde me acuerdo, era algo así:
Marc:
Tu afectísimo hermano irá a verte mañana, después de haber atravesado expresamente la distancia que te separa de Australia. Te lo advierto para que puedas ocultar tu sorpresa, aunque no, así lo espero, tu alegría. Aguárdalo a eso de las tres.
El inspector sacó copia del texto con el mayor cuidado.
—¿Se fijó usted en la estampilla?
—La carta venía de Londres.
—¿Y cuál fue la actitud de Marc?
—De fastidio, de disgusto. —Cayley vacilaba.
—¿De aprensión?
—No exactamente, o, si quiere usted, la aprensión de un encuentro desagradable, pero no de consecuencias molestas para él mismo.
—¿Quiere usted decir que no parecía esperar violencias, extorsión o algo parecido?
—No tenía aspecto, no.
—Bien. ¿Robert llegó, dice usted, a eso de las tres?
—Sí, por ahí.
—¿Qué personas se hallaban en la casa en ese momento?
—Marc y yo y algunos criados, ignoro cuáles. Por otra parte, de seguro se ocupará usted de interrogarlos directamente…
—Así lo haré, con su permiso. ¿Ningún amigo, ningún huésped?
—Habían partido a jugar al golf, por todo el día —explicó Cayley—. Oh, a propósito, perdone que lo interrumpa un momento, ¿necesita verlos? La estada aquí ya no será muy alegre para ellos, naturalmente. Por eso les he sugerido…
Se volvió hacia Antonio, que le confirmó con una señal de cabeza que todo se había arreglado según sus deseos.
—Supongo que querrán volver a Londres esta noche. No verá usted inconveniente en ello, espero.
—Me dará usted sus nombres y direcciones para el caso que necesite comunicarme con ellos.
—Por supuesto. Uno de ellos se quedará aquí. Podrá usted verlo más tarde, si desea; recién volvían del campo de golf en el momento en que atravesábamos el hall.
—Perfectamente, señor Cayley. Ahora, volvamos a las tres. ¿Dónde se hallaba usted cuando llegó Robert?
Cayley explicó que estaba sentado en el hall y que Audrey lo había abordado para preguntarle dónde se encontraba su patrón; le respondió él que la última vez que lo había visto, se dirigía al Templo.
—Partió ella, y yo continué mi libro. Un paso en la escalera me hizo alzar los ojos; percibí a Marc que descendía. Entró en el escritorio y reanudé mi lectura. Fui un momento a la biblioteca para buscar una referencia en otro libro y allí me encontraba todavía cuando oí una detonación, o al menos un ruido violento… No estaba seguro que fuese una detonación. Permanecí inmóvil, con el oído alerta. Luego me encaminé suavemente a echar una ojeada a la puerta. Regresé, vacilé un momento, usted comprenderá, y me decidí por último a entrar en el escritorio para asegurarme de que no había ocurrido nada de malo. Fue al intentar abrirla que descubrí que la puerta estaba cerrada con llave. Entonces sentí miedo, descargué puntapiés contra la puerta, grité y… en ese preciso momento fue cuando llegó el señor Gillingham.
Continuó explicando cómo habían hallado el cuerpo.
El inspector lo miró sonriendo.
—Está bien, señor Cayley. Por supuesto, tendrá usted que volver sobre ciertos puntos de su deposición para completar algunos detalles. Hablemos ahora del señor Marc. Creía usted que estaba en el Templo. ¿Habría podido regresar y subir después a su cuarto sin ser visto por usted?
—Hay escaleras de servicio. Pero no recurre ordinariamente a ellas. Por otra parte, yo no pasé toda la tarde en el hall. Muy bien pudo haber subido sin que yo lo viera.
—¿De modo que no se sorprendió usted al verlo descender?
—Oh, en absoluto.
—¿Y al pasar dijo algo?
—Dijo: "¿Robert está aquí?" o algo parecido. Supongo que había oído el timbre, o las voces en el hall.
—¿En qué dirección se abre la ventana de su cuarto? ¿Habría podido ver a su hermano llegar por la avenida de acceso?
—Sí, habría podido verlo.
—Bien, ¿y después?
—Entonces, le dije: "Sí"; tuvo como un encogimiento de hombros y me recomendó: "No te alejes demasiado, que podría necesitarte". Luego, entró.
—Según usted ¿qué significaba esa recomendación?
—Oh, me consulta mucho. En cierto modo, soy para él su consejero oficioso.
—¿Se trataba de una entrevista de negocios más bien que de un encuentro fraternal?
—Estoy seguro que así lo consideraba.
—¿Al cabo de cuánto tiempo oyó usted la detonación?
—Fue muy rápido: dos minutos, quizá.
El inspector completó sus notas; permaneció pensativo, luego, volviéndose bruscamente hacia Cayley, le preguntó a boca de jarro:
—¿Cómo explica usted la muerte de Robert? —Cayley se encogió de hombros.
—Probablemente dispone usted de más experiencia que yo en esta clase de asuntos. Es su profesión. Yo no podría hablar sino como profano y como amigo de Marc.
—Con todo…
—Bueno, pienso que Robert vino aquí con la premeditada intención de provocar un escándalo, trayendo consigo un revólver que sacó enseguida. Marc debió tratar de arrancárselo. Hubo sin duda una corta lucha y el disparo partió. Viéndose con un arma en la mano y un hombre muerto a sus pies, Marc perdió la cabeza. Su única idea ha sido salvarse. Cerró la puerta con llave casi instintivamente y, cuando me oyó golpear, huyó por la ventana.
—En efecto, eso parece bastante razonable. ¿Qué dice usted, señor Gillingham?
—Que nunca es bueno perder la cabeza —respondió Antonio, abandonando su sillón para acercarse a ellos.
—En fin, comprenderá usted lo que yo quería decir: mi hipótesis explicaría ciertas cosas.
—Oh, evidentemente. Toda otra explicación complicaría mucho más las cosas.
—¿Tendría usted otra explicación que ofrecernos?
—¿Yo?, no.
—¿Y hay algún punto acerca del cual desearía rectificar las declaraciones del señor Cayley? ¿Algún detalle que hubiera él olvidado, concerniente a lo que ocurrió después de su llegada?
—No, su relato me ha parecido muy preciso.
—Hablemos un poco de usted, ahora. ¿No vive en esta casa si mal no he comprendido?
Antonio expuso en virtud de qué serie de circunstancias se hallaba allí.
—Bien. ¿Oyó usted el disparo?
Antonio inclinó la cabeza a un lado, como para escuchar.
—Sí, justo al llegar a la vista de la casa. No percibí la impresión en el momento, pero ahora lo recuerdo.
—¿Dónde estaba usted, exactamente?
—Subía por la avenida. Iba a alcanzar la casa.
—¿Nadie salió de la habitación por la puerta grande, después de la detonación?
Antonio cerró los ojos y se concentró antes de responder.
—No, nadie.
—¿Está seguro?
—Absolutamente seguro —confirmó Antonio en tono resuelto, como sorprendido de que hubieran podido suponer un error de su parte.
—Gracias. Si necesito de usted, ¿lo encontraré en la posada?
—El señor Gillingham habitará aquí hasta después del sumario —explicó Cayley.
—Bien. Y ahora, los criados…