El misterio de la Casa Roja

XXII

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BEVERLEY CAMBIA DE SITIO DE VERANEO

—¡Misericordia! —suspiró Bill, depositando la carta.

—Había previsto hasta tu exclamación —murmuró Antonio.

—Tony, ¿quieres decir que sabías ya absolutamente todo esto?

—Había adivinado una buena parte. Naturalmente, no podía saberlo todo.

—¡Misericordia! —repitió Bill, reanudando su lectura de la carta.

Un instante después, levantó los ojos:

—¿Cuándo le escribiste? ¿Fue anoche, después de mi partida para Stanton?

—Sí.

—¿Qué le decías? ¿Que habías descubierto que Robert no era Marc?

—Sí. Al menos, le advertía que hoy de mañana le telegrafiaría probablemente al señor Cartwrigth, de Wimpole Street, pidiéndole que…

Ansioso por comprender, Bill lo interrumpió:

—Ah, ¿qué significa todo esto? Tomaste ayer súbitamente unos aires de Sherlock Holmes, tan enigmáticos… Hasta entonces, lo habíamos hecho todo juntos, tú me decías todo lo que pensabas. De pronto te vuelves misterioso, hermético, hasta diría sibilino… Te pusiste a hablar de cosas incomprensibles: de dentista, de natación, de la posada de Los Caballos de Labor. ¿Por qué? En fin, eludiste por completo mis preguntas.

Antonio principió a reír, luego se excusó:

—No te enojes, Bill. Fue una cosa repentina, de último momento, en el instante de concluir definitivamente. Ahora puedo explicártelo todo pero, en el fondo, no hay mucho que decir. Parece tan simple, tan evidente, una vez que se sabe. El señor Cartwright, de Wimpole Street, identificará el cuerpo, a todas luces.

—En fin, ¿qué ha podido darte la idea de recurrir a un dentista para semejantes misión?

—¿Y quién más calificado? No tú, por ejemplo: tú jamás te habías bañado con Marc; jamás lo habías visto completamente desvestido; no sabía nadar. ¿Su doctor? Quizá, si conservaba Marc las huellas de una operación bien caracterizada, y eso todavía no es seguro. Su dentista, que lo atendía con frecuencia, estaba en condiciones de identificarlo, no importa dónde ni cuándo.

Pensativo, Bill aprobó con una señal de cabeza y prosiguió la lectura de la carta.

—Ya veo. Cayley comprendió lo que significaría para él esta identificación del cuerpo por el señor Cartwright si te dejaba llamarlo por telegrama.

—Sí. Eso bastaba a cerrarle toda escapatoria. Sabiendo que el pretendido Robert era Marc, sabíamos todo.

—Evidentemente. Pero esto, ¿cómo lo supiste? —Antonio abandonó la mesa del desayuno y principió a llenar su pipa.

—Es muy difícil de explicar, Bill. Tú conoces esos problemas de álgebra en que se comienza por decir: "llamemos X la respuesta"; tras de los cual, se trabaja en determinar el valor de X. Es un primer medio. Hay otro, por el cual nadie ha obtenido nunca buenas clasificaciones en la escuela y que consiste en tratar directamente de adivinar la respuesta. Supongamos que la respuesta sea 4; ¿satisfaría a las condiciones del enunciado? No. Entonces probemos el 6. El 6 tampoco va; veamos 5, y así sucesivamente. En nuestro caso, el inspector, el coroner y los otros habían hallado una respuesta que les parecía buena; pero tú y yo sabíamos que verdaderamente no lo era, porque había muchos datos del problema a los cuales no se ajustaba en absoluto. Puesto que sabíamos que esa respuesta no concordaba, era preciso hallar otra, otra susceptible de explicar a la vez todo lo que nos embarazaba. Fue así que llegué a adivinar la verdad. ¿Tienes una cerilla? —Bill le alargó la caja. Encendió su pipa.

—Sí, pero eso no bastaba de ningún modo, viejo. Es preciso que algo haya venido repentinamente a ponerte sobre la pista. A propósito, devuélveme las cerillas, si no tienes inconveniente.

Riendo, Antonio las sacó de su bolsillo.

—Oh, perdón… Bueno, veré si puedo poner en orden el trabajo que se operó en mi cerebro, para tratar de explicarte cómo he adivinado. Primero, estaban las ropas. Cayley parecía considerarlas como un indicio infinitamente peligroso para él. Yo no veía bien por qué; pero me daba cuenta que, para un hombre en la situación de Cayley, el más pequeño indicio debía asumir un valor desproporcionado. Así, Cayley debía tener una razón para atribuir esa importancia exagerada a las ropas que Marc había llevado el martes por la mañana, a todas las ropas, tanto interiores como exteriores. Yo no sabía por qué; pero estaba seguro que, siendo así, la ausencia del cuello no podía ser intencional. Al recoger el resto, debió olvidar el cuello. ¿Por qué?

—¿Era el que habíamos visto en el canasto de la ropa sucia?

—Muy probablemente. ¿Por qué Cayley lo habría puesto allí? La respuesta evidente era que no lo había puesto él, sino que Marc lo había arrojado. Recordé lo que me habías dicho de las costumbres minuciosas de Marc, de la enorme cantidad de ropa interior que poseía, y concluí que era ciertamente uno de esos hombres que no consentirían jamás en llevar un mismo cuello dos veces. —Se detuvo para preguntar a su amigo—: Es exacto, ¿no?

—Absolutamente —respondió Bill con convicción.

—Si, ya lo había adivinado. Fue entonces cuando principié a entrever una X que concordaba perfectamente con este dato del problema, el relativo a las ropas. Vi a Marc desvistiéndose, arrojando maquinalmente su cuello en el canasto, como siempre había arrojado los cuellos que se quitaba, pero dejando, como de costumbre, el resto sobre una silla; y vi a Cayley venir después, y recoger ropas y traje, al menos todo lo que halló ante los ojos, sin darse cuenta de que el cuello faltaba.

—Continúa —lo animó Bill, con creciente interés.

—Estaba casi seguro de esto, pero quería hallar la explicación. ¿Por qué Marc había cambiado de traje en la planta baja, en vez de hacerlo en su cuarto? La única respuesta posible era que deseaba que ese cambio permaneciese secreto. ¿Cuándo se había cambiado? El único momento posible era entre el desayuno (en que los criados lo hubieran visto) y la llegada de Robert. En fin, ¿cuándo había venido Cayley a recoger el paquete de ropa? Aquí también, la única respuesta era: antes de la llegada de Robert. Faltaba ahora otra X que debía satisfacer estos tres datos.

—¿Y la respuesta fue que un asesinato había sido proyectado, aun antes de la llegada de Robert?

—Sí. Pero la carta por sí sola no era suficiente para incitar a nadie a un asesinato, a menos que detrás de la carta no hubiera algo que ignorábamos. No era tampoco admisible que un asesinato hubiese sido premeditado sin otra preparación que el cambio de traje que facilitaría la fuga de su autor. Hubiera sido demasiado pueril. Además, si tenían la intención de matar a Robert, ¿por qué tomarse tanto trabajo en anunciar su existencia, no sólo a todos ustedes, sino también, a riesgo de ciertas complicaciones, a la señora Norbury? ¿Qué significaba todo esto? Lo ignoraba yo. Empero, comenzaba a comprender que Robert no era más que un accesorio, que lo esencial era una intriga de Cayley contra Marc, sea para inducirlo a matar a su hermano, sea para hacerlo matar por su hermano, y que, por alguna razón todavía inexplicable, Marc parecía haberse prestado de buen grado al complot.

Antonio se calló unos instantes, después continuó, como hablando consigo mismo:

—Ya había yo observado las botellas de aguardiente, aquellas botellas vacías en el armario del pasaje.

—Nunca me hablaste de eso —protestó Bill.

—No las vi sino después. Era el cuello lo que yo buscaba, recuerda. Sólo más tarde volvieron a mi memoria y comprendí cuáles pudieron ser los sentimientos de Cayley en presencia de semejante situación… ¡Pobre muchacho!

—Continúa —dijo Bill.

—Luego tuvo lugar el sumario. Naturalmente, observé, y tú también seguramente, el hecho curioso de que Robert había preguntado por su camino en la segunda portería y no en la primera. Por eso es que hablé con Amos y Parsons. Supe por ellos cosas más curiosas aún. Amos me refirió que Robert se había desviado de su camino para venir a hablarle, que en cierto modo lo había llamado. Parsons me aseguró por su parte que su mujer había pasado toda la tarde en su jardincito, en la primera portería, y que estaba segura que Robert no había pasado por allí. Me dijo también que Cayley le había dado orden, esa misma tarde, de trabajar en el césped delante de la casa. Entonces adiviné otra cosa, o la deduje, si lo prefieres: Robert debió utilizar el pasaje secreto, cuya salida desemboca en el parque, entre la primera portería y la segunda. Era preciso entonces que Robert hubiera estado primero en la casa. Así, la combinación habría sido tramada entre Robert y Cayley. Pero ¿cómo Robert podía estar allí a escondidas de Marc? Era imposible, porque la conducta de Marc probaba, por otra parte, que estaba al corriente. ¿Cómo explicar esta situación?

—¿Cuándo descubriste todo esto? —interrumpió Bill—. ¿Enseguida del sumario? ¿Después de haber visto a Amos y Parsons?

—Sí, cuando me separé de ellos para ir a reunirme contigo… Comenzaba entonces a examinar el problema de las ropas. ¿Por qué Marc necesitó cambiarse tan secretamente? ¿Un disfraz? Pero le habría quedado la cara, que era mucho más importante que el traje, y sobre todo su barba… Habría sido necesario que la afeitase. Y después… ¡Oh, qué tonto había sido yo! Lo comprendí todo de un golpe viéndote mirar aquel cartel: Marc representando una comedia, Marc retocado, Marc disfrazado… Eso se volvía tan sencillo ahora: Marc se había convertido en Robert… Las cerillas, hazme el favor.

Bill alargó de nuevo su caja a Antonio, esperó a que hubiese encendido su pipa y tendió la mano para recibirla en el preciso instante en que desaparecía en el bolsillo de su amigo.

—Sí —dijo Bill, pensativo—; sí… pero hay todavía otra cosa: ¿por qué me enviaste a Los Caballos de Labor?

Antonio, queriendo excusarse, pero no pudiendo al mismo tiempo contener la risa, adoptó al responderle una expresión fisonómica verdaderamente cómica:

—Bill, si te lo digo, no me perdonarás jamás. Nunca volverás a jugar conmigo al detective.

—¿Por qué? —Antonio suspiró:

—No era más que un pretexto, Watson. Quería únicamente alejarte. Necesitaba estar solo. Acababa de hallar mi última X y era necesario que la pusiese a prueba, que la confrontase en todo sentido con nuestros precedentes descubrimientos. Era indispensable que estuviese solo en esos momentos. Por eso…

Sonrió, añadiendo:

—Y además, bien sabía que tenías sed. —Bill lo miró estupefacto, luego exclamó:

—¡Eres infernal! ¿Y el interés que mostraste cuando te anuncié que era una mujer quien había pernoctado en la posada?

—Tenía al menos que mostrar algún interés después de todo el trabajo que tú te habías tomado…

—¡Infame gusano! ¡Indigno Sherlock! Y además, no pierdes ocasión da tratar de robar mis cerillas. En fin, continúa:

—Ya he concluido. Mi X concordaba con todos los datos.

—¿Adivinaste el papel desempeñado por la señorita Norris?

—No. No pensé que Cayley lo hubiera maquinado todo desde el principio, que fuera él quien incitara a la señorita Norris a asustar a Marc. Creía más bien que se había limitado a aprovechar la ocasión.

Bill permaneció un instante silencioso, extrayendo bocanadas de su pipa, después dijo lentamente:

—¿Sabes si Cayley se mató? —Antonio se encogió de hombros.

—Pobre muchacho —continuó Bill—. Has hecho bien en concederle una probabilidad de escapar al arresto y al deshonor.

—No pude acallar una cierta simpatía hacia él.

—No carecía de habilidad, asimismo. Si tú no hubieses llegado justo en el momento crítico, jamás lo habrían descubierto.

—No estoy seguro de ello. Su plan era ingenioso, pero son a menudo los planes más ingeniosos los que traicionan a su autor. La mayor dificultad, desde el punto de vista de Cayley, es que habiendo Marc desaparecido, ni él ni su cadáver serían encontrados jamás. Esto no ocurre a menudo, cuando un hombre desaparece. Se concluye generalmente por hallarlo, quizá no si es un criminal profesional, pero con facilidad si no se trata más que de un amateur como Marc. Así, Cayley habría podido no revelar jamás a nadie cómo había matado a Marc; pero creo que tarde o temprano hubieran adquirido la certidumbre de que era él quien lo mató.

—Es muy posible… Oh, dime otra cosa: ¿por qué Marc habló a la señora Norbury de su hermano imaginario?

—Esta cuestión también me preocupó, Bill, fue quizá por un gusto de la farsa semejante al que lo llevó a disfrazarse de pies a cabeza. Supongo que podía estar penetrado de su papel de Robert al punto de llegar casi a creer él mismo y experimentar la necesidad de informar a todo el mundo. Pero, más probablemente, se dijo que, habiéndoles advertido a todos, mejor haría en advertir también a la señora Norbury, para el caso de que se encontrara con alguno de ustedes. De otro modo, si hubieran hecho alusión delante de ella a la próxima llegada de Robert, la señora Norbury hubiera podido comprometer de antemano el éxito de la proyectada comedia respondiendo: "Estoy segura que no tiene hermano; si hubiera tenido uno, me habría hablado de él". Acaso también Cayley, que tenía interés en que las personas al corriente de la venida de Robert fueran lo más numerosas posible, lo haya impulsado a ello.

—¿Vas a decirle todo a la policía?

—Sí, es preciso que sepa la verdad. No es imposible, por otra parte, que Cayley haya dejado otra confesión. Espero que no habrá hablado de mí. Mira, desde anoche, he sido en cierto modo su cómplice. Es necesario también que vaya a ver a la señorita Norbury.

—Te planteo esta cuestión —explicó Bill—, porque me pregunto qué voy a decirle a Betty… a la señorita Calladine. No puede dejar de interrogarme.

—Quizá no la veas hasta dentro de mucho tiempo —dijo Antonio con su aire más triste.

—Te equivocas, viejo. He sabido que debía ir a casa de los Barrington y voy yo también mañana.

—Harás bien entonces en decírselo todo, porque, visiblemente, te mueres de deseos de hacerlo. Pídele, solamente, que no hable de esto con otras personas antes de un día o dos. Te escribiré.

—Entendido.

Antonio vació la ceniza de su pipa y se levantó preguntando:

—¿Serán ustedes muchos, en lo de los Barrington?

—Bastantes, creo.

—Entonces —continuó Antonio, con una amable sonrisa dirigida a su amigo—, si ocurre que uno de los invitados sea asesinado, podrías enviarme a buscar. Hace poco tiempo que he adoptado esta nueva profesión, pero mi preparación está en buen camino…

FIN

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