El misterio de la Casa Roja

XV

XV

LA SEÑORA NORBURY HACE CONFIDENCIAS A GILLINGHAM

Dejaron la carretera y tomaron el caminito de suave pendiente que a campo traviesa conducía a Jallands. Antonio callaba, y como es difícil sostener largo tiempo una conversación con un hombre que no responde, Bill había concluido por guardar también silencio. Para desquitarse, canturreaba, golpeaba al azar las zarzas con su bastón y arrancaba a su pipa toda clase de ruidos incongruentes. Esto no le impedía observar la insistencia con que su compañero giraba constantemente la cabeza para mirar detrás de ellos, como si hubiera querido grabar en su memoria, para una ocasión ulterior, la topografía de los alrededores. Desde el sendero que seguían se podía percibir constantemente la carretera y, más allá, la clara proyección, sobre el cielo azul, de la cintura de árboles que bordeaba el muro del parque. Antonio, que acababa de volverse una vez más para observar atentamente, mostró de súbito a Bill un rostro sonriente.

—¿Por qué esa sonrisa? —preguntó Bill, feliz de ver a su amigo volverse más sociable.

—¡Cayley! ¿No has visto?

—Visto, ¿qué?

—Su coche, que acaba de pasar, allá, en el camino.

—¿Era eso lo que te preocupaba? Pues bien; querido, hace falta que tengas muy buenos ojos para reconocer a esa distancia un automóvil que no has visto más que dos veces desde tu llegada.

—Sí, tengo buenísimos ojos.

—Creí que iba a ir a Stanton.

—Eso es lo que él esperaba que tú creyeses… Es evidente.

—Entonces, ¿a dónde va?

—A la biblioteca, probablemente, para consultar con nuestro amigo Ussher, después de haberse asegurado que sus amigos Beverley y Gillingham están realmente en camino para Jallands, como lo anunciaron.

Bill se detuvo súbitamente en medio del sendero:

—¿Es posible? ¿Piensas verdaderamente que…? —Antonio se encogió de hombros.

—No me sorprendería en absoluto. Nuestra presencia, nuestra circulación por las diversas piezas de la casa debe molestarlo terriblemente. Tiene que aprovechar cada uno de los instantes en que está seguro de nuestra ausencia.

—¿Aprovechar para qué?

—Para dar un descanso a sus nervios. Sabemos que está implicado en este asunto. Sabemos que oculta secretos. Aunque no nos sospeche de seguir su pista paso a paso, debe decirse que podemos en todo momento caer por azar sobre algún indicio revelador.

Bill emitió un gruñido de aprobación y reanudaron la marcha sin apresurarse.

—¿Y esta noche? —continuó Bill, después de un prolongado esfuerzo para soplar en su pipa obstinadamente taponada.

—Prueba con esto —dijo Antonio, tendiéndole una brizna de hierba.

Bill la introdujo en el tubo, sopló de nuevo, reconoció que la cosa iba mejor, volvió la pipa a su bolsillo y prosiguió:

—¿Cómo podremos salir sin que Cayley lo note?

—Esto exige reflexión. No será fácil… Lamento que no nos alojemos en la posada; todo habría sido mucho más sencillo… ¿No será esa la señorita Norbury?

Bill miró vivamente en la dirección indicada. Llegaban a Jallands. Era una vieja granja restaurada, que tras un sueño de siglos se había despertado en un mundo nuevo y tratado de manifestar su retorno a la juventud dando nacimiento a dos alas; pero alas de dimensiones tan reducidas que apenas habían modificado el carácter arcaico de la construcción. Aun con un cuarto de baño, Jallands continuaba siendo Jallands; en lo que se refiere al aspecto exterior, al menos, porque el interior exhibía, nítido, el sello de la señorita Norbury.

—Sí, es Ángela Norbury. No es fea, ¿no?

La joven que se mantenía delante de la pequeña barrera blanca merecía un calificativo más galante que el de "no fea". Pero, en esta materia, era para otra que Bill reservaba los superlativos. A sus ojos, todo lo que distinguía a una joven de la señorita Calladine, no podía ser sino severamente juzgado y condenado. Antonio, por el contrario, que no tenía razón alguna para embarazarse con normas de comparación tan relativas, la halló sencillamente arrebatadora.

—Cayley nos pidió que le entregáramos una carta, hela aquí —explicó Bill, una vez cambiadas algunas palabras de cortesía y terminadas las necesarias presentaciones.

—Dígale, le ruego, cuánto he sentido todo… todo lo que acaba de pasar. Parece imposible encontrar las palabras adecuadas, creer mismo en una cosa tan inesperada… si lo que nos han referido es exacto.

Bill explicó sucintamente lo esencial de los acontecimientos de la víspera.

—¿Y todavía no han encontrado al señor Ablett?

—No.

La joven inclinó la cabeza con aire afligido.

—No consigo desechar la impresión de que esa desgracia le ha ocurrido a un extraño, a una persona a quien no conocemos.

Luego, con una sonrisa un poco grave todavía, añadió:

—Les ruego que pasen a tomar una taza de té.

—Muy amable de su parte, pero… —respondió Bill con alguna turbación.

—Pero aceptan, ¿no? —insistió la joven, dirigiéndose a Antonio.

—Con mucho gusto, gracias.

La señora Norbury quedó encantada de recibirlos, encantada como siempre que entraban en su casa hombres que parecían reunir las condiciones requeridas para una "candidatura eventual". Por fuerza tendría que llegar al fin el bendito día en que todo el esfuerzo de su vida se viera recompensado, un esfuerzo cuyo coronamiento se resumiría en estas palabras: "Se anuncia el próximo enlace de Ángela, hija del difunto John Norbury…" Después de lo cual, ella pronunciaría con gratitud un solemne y se iría en paz… por un mundo mejor, si así lo disponía el cielo, o, de preferencia a otra morada terrestre, donde un yerno de su agrado le ofrecería una existencia más digna y más confortable. Sin duda alguna, no le bastaba al candidato ser posible como marido; era preciso, además, que fuera deseable como yerno.

Por otra parte, no fue a título de "candidatos" que los visitantes provenientes de la Casa Roja recibieron tan amable acogida. Si les otorgó la sonrisa que no concedía habitualmente sino a los "posibles", lo hizo instintivamente, más que con premeditación. Todo lo que deseaba en aquellos momentos era noticias de Marc, de Marc ante quien muy próxima estaba a ganar la partida. Si hubiera sido de práctica hacer preceder la columna de los noviazgos oficiales que publica cada día el con una columna consagrada a los noviazgos inminentes como, en sentido inverso, se publican para los grandes personajes enfermos boletines de salud de más en más alarmante antes de hacer figurar su nombre en los "Avisos fúnebres", el número del día anterior habría triunfalmente gritado al mundo, o al menos a la parte del mundo al que aquella noticia podía interesar: "Un proyecto de matrimonio acaba de concertarse (por la señora Norbury) y va ciertamente a realizarse entre Ángela, hija única del difunto John Norbury, y Marc Ablett, de la Casa Roja". Bill, en busca de la página deportiva, al poner los ojos por casualidad en aquel anuncio, no habría quedado menos sorprendido, porque era su convicción que si uno de los dos sobrinos llegaba a ser el marido de Ángela, el tal no podía ser otro que Cayley. En cuanto a la joven, no deseaba a ninguno de los dos. Las maneras de su madre la divertían a menudo; más a menudo aún, sentíase desolada y hasta llena de vergüenza. Marc Ablett le era tanto más antipático, cuando que lo sentía unido con su madre contra ella. Otros pretendientes a quienes la señora Norbury había prodigado al principio sus sonrisas, pronto debieron apartarse ante el campeón preferido de la madre. Visiblemente, Marc contaba al menos tanto con aquella preferencia como con su propio poder de seducción, por elevada que fuese la idea que de sí mismo tenía. Los dos primos habían comenzado juntos a hacerle la corte, y la joven, defendiéndose como podía, pareció prestar oído más atento a los avances de Cayley, avances sin consecuencias y sin esperanza, porque a nadie se le habría ocurrido considerarlo seriamente como un posible candidato. ¡Ay! Cayley se había equivocado acerca de sus intenciones. Ángela jamás se imaginó que Cayley pudiera estar enamorado… jamás, hasta el momento en que tuvo que reconocerlo y tratar, aunque tarde, de detener su ímpetu. La necesaria explicación tuvo lugar precisamente cuatro días antes. No lo volvió a ver ella después, y he aquí que le enviaba él una carta. La sola idea de abrirla la espantaba. Experimentó un sentimiento de alivio al pensar que la presencia de extraños le suministraba un pretexto para diferir la lectura.

La señora Norbury se dio cuenta de inmediato que, de los dos visitantes, quien escucharía con mayor simpatía sus confidencias sería Antonio. En cuanto hubieron tomado el té, expidió a Ángela y a Bill al jardín con la soltura de una mujer que tiene la costumbre de reservarse conversaciones particulares de este género, y Gillingham se halló sentado junto a ella en el sofá, enterándose de infinidad de detalles que le interesaban mucho más de lo que su huésped se hubiera atrevido a esperar.

—¡Es terrible! ¡Terrible! —repetía—; han llegado a insinuar que ese querido señor Ablett…

Antonio se limitaba a responder con algunos monosílabos aprobatorios.

—Usted mismo ha visto al señor Ablett. ¿Dónde se encontraría un hombre más amable y de más gran corazón?

Antonio explicó que jamás había visto al señor Ablett.

—Es cierto, lo olvidaba. Pero puede usted creerme, señor Gillingham; puede usted fiar, en este terreno, en la intuición de una mujer.

Antonio aseguró que no dudaba.

—¡Piense en lo que han podido ser mis sentimientos de madre!

Antonio pensaba en cuáles debían ser los sentimientos de hija de Ángela, y, sobre todo, en lo que habría podido decirse si hubiera adivinado que sus más íntimos intereses constituían el objeto de aquella conferencia con un desconocido. Pero ¿qué podía hacer él, sino escuchar y tratar de recoger al paso algunas de las indicaciones que necesitaba? ¡Marc prometido, o a punto de serlo! ¿Tendría esto relación con los acontecimientos de la víspera? Por ejemplo, ¿qué había pensado la señora Norbury de Robert, aquel pariente comprometedor, relegado hasta entonces al olvido? En la reaparición de Robert, ¿no habría una razón más para desembarazarse de él radicalmente?

—Siempre me ha desagradado, siempre…

—Ah, ¿la…? —Antonio se preguntaba de quién se trataría.

—Ese primo que vive con él: Cayley.

—¡Oh!

—Le pregunto, señor Gillingham: ¿soy mujer de ir a confiar mi hijita a un hombre capaz de matar a su hermano?

—Estoy segurísimo que no, señora.

—Si un crimen se cometió, ha sido por otro. —Antonio alzó hacia ella unos ojos interrogadores.

—Siempre me desagradó —continuó la señora Norbury en tono firme—; siempre.

"Sin embargo, pensó Antonio, esto no basta para probar que Cayley sea un asesino."

—¿La señorita Norbury mantenía buenas relaciones con él? —preguntó con prudencia.

—Nada había entre ellos —afirmó enérgicamente la madre—; nada. Lo repetiré a quien quiera oírme.

—Oh, disculpe. No tuve la intención de decir…

—Nada. Puedo asegurarlo en nombre de Ángela con una certidumbre absoluta. Si él hizo algunos avances… —Encogió sus rollizos hombros a modo de conclusión. Antonio esperaba ávidamente algunos detalles.

—Naturalmente, se veían. Quizá hasta… No sé. Pero mi deber de madre era claro, señor Gillingham.

Antonio manifestó su interés por un murmullo animador.

—Le hice comprender que… ¿Cómo diré? Que iba demasiado lejos; con todo el tacto necesario, por supuesto, pero muy claramente.

—Quiere usted decir —insistió Antonio, que se esforzaba en ocultar su emoción—, que le dio a entender que… que el señor Ablett y su hija…

La señora Norbury inclinó varias veces la cabeza en señal de asentimiento.

—Exactamente, señor Gillingham. Cumplí con mi deber de madre.

—Estoy segurísimo, señora, que nada le habría impedido cumplir con su deber. Pero eso debió ser bastante delicado, sobre todo, si no estaba usted completamente segura…

—Sufría la atracción de sus encantos, señor Gillingham, incontestablemente.

—¿Quién no la sufriría? —respondió Antonio con su más graciosa sonrisa—. Debió ser un rudo golpe para él, cuando…

—Por esta razón es que me felicité de haber hablado francamente. Me di cuenta enseguida que hubiera sido peligroso esperar un día más.

—La situación debió ser molesta cuando se encontraron después —sugirió Antonio.

—Naturalmente; no volvió aquí desde entonces. Pero un poco antes o un poco más tarde, una explicación tuvo sin duda lugar en la Casa Roja.

—Entonces, eso ha sido muy reciente.

—Con seguridad que la semana pasada.

—¡Ah! —dijo Antonio, que había retenido el aliento en la espera del tan deseado informe…

Ahora habría querido irse, sea para reflexionar tranquilamente en la nueva situación que acababa de serle revelada, sea para cambiar de interlocutora con Bill durante algunos minutos. La señorita Norbury, desde luego, no estaría tan dispuesta como su madre a confiarse a un extraño. Sin embargo, escuchándola, habría oído repicar la otra campana. ¿Por cuál de los dos se había sentido inclinada: Cayley o Marc? ¿Amaba a éste? ¿O a su primo? ¿O a ninguno de ambos? El testimonio de la señora Norbury no era válido sino en lo concerniente a sus propios pensamientos y actos. Acerca de este punto, ya se había asegurado. Sólo la hija podía aún decirle algo nuevo. Pero la señora Norbury continuaba discurriendo infatigablemente.

—Las jóvenes son tan aturdidas, señor Gillingham… ¿Qué sería de ellas si no tuvieran madres que las guiaran? Me di tan claramente cuenta desde el principio que ese querido señor Ablett era exactamente el marido que necesitaba mi hija. ¿No llegó usted a conocerlo?

Antonio repitió que nunca lo había visto.

—¡Un verdadero caballero, de maneras encantadoras! Y un temperamento de artista; un verdadero Velázquez… o más bien un Van Dyck… A Ángela se le había puesto en la cabeza que no se casaría jamás con un hombre que llevara barba, como si tuviera eso la menor importancia, cuando…

Se interrumpió y Antonio concluyó su pensamiento:

—La Casa Roja es una deliciosa morada.

—¿No es cierto? No es como si el señor Ablett hubiera tenido un físico desagradable o maneras vulgares. Al contrario, es tan distinguido… Estoy segura que esta es también la opinión de usted.

Antonio explicó una vez más que no había tenido el placer de encontrarse con el señor Ablett.

—Sí, estaba en el centro del movimiento literario y artístico; en fin, tan deseable desde todos los puntos de vista.

Exhaló un profundo suspiro y se recogió algunos instantes para recobrar aliento. Antonio iba a aprovechar la ocasión para despedirse, pero la mujer prosiguió con renovada energía:

—¡Y su bribón de hermano! El señor Ablett quiso ser perfectamente leal conmigo, señor Gillingham. Me habló con mucha franqueza y yo le aseguré que eso en nada alteraría los sentimientos de mi hija a su respecto. Después de todo, ese hermano estaba en Australia.

—¿Fue ayer cuando le habló?

Antonio se decía que si Marc no se había decidido a hacer mención de su hermano sino después de recibir la noticia de su inminente llegada, su perfecta franqueza se unía a una buena proporción de sentido práctico.

—¡Ayer! ¿Cómo se le puede ocurrir? Era imposible, puesto que ayer… ¡ay!

Se estremeció meneando la cabeza.

—Pensé que hubiera podido pasar a verla por la mañana.

—Oh, no, señor Gillingham; hay casos en que más vale que un enamorado no se muestre demasiado asiduo. Por la mañana, no. Habíamos convenido juntos que por esta querida Ángela… No, en absoluto. Fue anteayer que vino a sorprendernos a la hora del té.

Antonio pensó que las últimas palabras de la señora Norbury no armonizaban con sus seguridades del principio, según las cuales Marc y su hija hubieran podido ser considerados como prometidos. Confesaba ahora que habría sido peligroso coaccionar a Ángela y que, en realidad, el corazón de la joven no suspiraba de ningún modo por esa unión.

—Anteayer. Se encontró con que Ángela estaba ausente. Por otra parte, esto no tenía importancia. Se dirigía en auto a Middleston y no tuvo sino el tiempo justo de tomar una taza de té. De modo que aun cuando ella hubiera estado aquí…

Antonio aprobó distraídamente. Acababa de saber algo nuevo. ¿Por qué Marc había estado en Middleston la antevíspera? Oh, después de todo, pudo decidirse por mil razones completamente independientes de la muerte de Robert.

Se levantó. Necesitaba estar solo, al menos, solo con Bill. La señora Norbury le había suministrado numerosos temas de reflexión; pero el hecho esencial que se desprendía de la conversación era éste: Cayley tenía un motivo para odiar a Marc. La señora Norbury había señalado claramente este motivo. ¿Odiarlo? Estar celoso, en todo caso, y era bastante.

—Mira —explicó a Bill, cuando tomaron el camino de vuelta—, sabíamos que Cayley no temió suministrar bajo juramento a la justicia un falso testimonio y comprometerse gravemente en este asunto. Nos decíamos que sólo podía obrar así por uno de los dos móviles siguientes: o para salvar a Marc, o para perderlo. Era preciso que estuviese con todo su corazón a favor de él o contra él. Pues bien, ahora sabemos que está contra él.

—No es seguro —protestó Bill—. No siempre se intenta labrar la ruina de un hombre porque se sea su rival en amor.

—¿Tú crees? —preguntó Antonio, sonriendo. Bill enrojeció, replicando:

—Quizá me equivoque. Quería únicamente decir…

—Tú no llegarías sin duda a suprimir a un rival, Bill; pero menos aún llegarías hasta cometer un perjurio para sacarlo de una situación peligrosa en que deliberadamente se hubiera colocado.

—¡Cierto que no!

—Entonces, de las dos alternativas, la otra es la más verosímil.

Habiendo transpuesto la empalizada del último campo que los separaba del camino, volviéronse y se apoyaron un instante para echar una última ojeada a la casa que acababan de dejar atrás.

—Linda casita, ¿no? —observó Bill.

—Muy bonita, pero bastante extraña.

—¿Extraña? ¿En qué?

—¿Dónde está la puerta de entrada?

—¿Cómo? Pero si acabas de pasar por delante…

—Entonces, ¿no tiene avenida de acceso, camino, nada? —Bill se echó a reír.

—No. Esto es lo que la hace atractiva para ciertas personas; lo que hace, también, que el alquiler sea tan poco elevado y no exceda los modestísimos recursos de los Norbury.

—Eso no debe ser cómodo para los equipajes, las entrega de los comerciantes y lo demás.

—Hay una pista para los coches, de ese lado (su dedo indicaba la dirección); pero los autos no pueden pasar del camino. Los millonarios que buscan villas de fácil acceso para sus nunca vendrían aquí; o bien, tendrían que empezar por construir un camino, un garage y todo el resto.

—Sí —respondió distraídamente Antonio, prosiguiendo en dirección a la carretera.

Sólo más tarde fue que se acordó de esta conversación fortuita junto a la barrera de Jallands y que comprendió toda su importancia.

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