El misterio de la Casa Roja

XII

XII

UNA SOMBRA EN LA PARED

En el curso de las veinte horas a su disposición, el inspector Birch había desplegado una gran actividad. Había telegrafiado a Londres una filiación detallada de Marc y del traje de franela marrón que vestía la última vez que lo habían visto. Se había entregado a una investigación en Stanton para saber si un hombre respondiendo a tal y cual filiación no fue sorprendido partiendo en el tren de las 4 h. 20. Por más que los testimonios que había recogido fuesen bastante poco concluyentes, no autorizaban a desechar la hipótesis de que Marc hubiera tomado, en efecto, aquel tren y hubiese llegado a Londres antes que la policía, avisada, pudiera detenerlo. Además, su desaparición había coincidido con un día de feria en Stanton, y como en tales ocasiones los forasteros afluían a la población, era asaz improbable que la partida de Marc por el tren de las 4 h. 20 o la llegada de Robert por el de las 2 h. 10, hubiese sido objeto de particular atención. Como le había dicho Antonio a Cayley, nunca falta quien suministre a la policía un relato tan detallista como bien imaginado de las idas y venidas de la persona buscada. En lo que respecta a Robert, su llegada por el tren de las 2 h. 10 parecía más o menos segura; pero sería muy difícil obtener acerca de él informes más completos antes del sumario. Todo lo que se sabía en el pueblo donde se criara con Marc, confirmaba las declaraciones de Cayley: se había mostrado un mal hijo. Lo habían enviado a toda prisa a Australia y nunca desde entonces volvió a la población. El hermano menor, beneficiado con una cuantiosa herencia, se había organizado una cómoda existencia, mientras el primogénito permanecía pobre y exilado. Pero ¿había entre ellos motivos de querella más profundos? Se ignoraba, y el inspector pensó que continuaría ignorándose muy probablemente hasta el momento en que Marc fuese arrestado. Lo más importante, lo más urgente también, era hallar a Marc. El dragado del estanque podía no suministrar ninguna nueva indicación acerca del desaparecido, pero la operación tendría al menos la ventaja de dar al día siguiente al tribunal la impresión de que el inspector Birch se dedicaba con celo a su tarea. Con que se sacara a la superficie el revólver utilizado por el asesino, ya estimaría compensado su trabajo. "El inspector Birch ha puesto en manos de los jueces el arma del crimen". ¡Qué magnífica primera plana para los diarios locales!

Fue así que muy satisfecho de su idea, se dirigió el policía al estanque donde sus hombres ya habían dado comienzo a la tarea. Encontró a Gillingham y a Beverley, y su excelente humor se manifestó en la cordialidad con que los saludó, iniciando enseguida con ellos una amable charla.

—Buen día, señores —comenzó, sonriendo—. Apuesto a que han venido a ayudarme.

—No veo cómo podríamos serle útiles —dijo Antonio, que sonreía también.

—Vengan, si gustan.

Antonio se estremeció ligeramente.

—No, no, ya nos dirá usted después lo que haya encontrado. A propósito; espero que el dueño del George Hotel no le haya dado un informe demasiado malo de mí.

Sorprendido, el inspector lo miró.

—¿Cómo es que está usted al corriente? —Antonio se inclinó respetuosamente ante él:

—Porque he adivinado que es usted uno de los más eminentes representantes de la policía británica. —El inspector se echó a reír:

—Puedo decirle que los resultados de mi investigación no le han sido en absoluto desfavorables, sino al contrario. Pero comprenderá que era mi deber informarme.

—En efecto. Le deseamos buena suerte, por más que no creo que encuentre usted gran cosa en ese estanque; está muy alejado del camino que tomaría naturalmente un fugitivo.

—Es exactamente lo que hice notar al señor Cayley cuando llamó mi atención sobre el estanque. En todo caso, la búsqueda, aun infructuosa, no ofrece ningún inconveniente, y, en esta clase de asuntos, lo más inesperado es lo que se revela finalmente como lo más probable.

—Tiene mucha razón inspector. Pero no queremos retenerlo. Buenas tardes.

—Buenas tardes —repitió Bill.

—Hasta la vista, señores.

Silencioso, inmóvil, Antonio lo miró alejarse. Tanto se prolongó su meditación que Bill, impacientado, concluyó por sacudirlo del brazo, preguntándole con cierto mal humor la razón de su actitud.

Antonio meneó lentamente la cabeza antes de responder.

—No sé; verdaderamente, no sé. Lo que estoy pensando sería tan diabólico… No se puede llevar fríamente el cinismo hasta ese punto.

—¿Qué?

Sin responder, Antonio lo condujo otra vez al banco en el cual estaban instalados antes de la llegada del inspector. Se sentó y se tomó la cabeza entre las manos.

—Oh, espero que encuentren algo; sinceramente, lo espero.

—¿En el estanque?

—Sí.

—Pero ¿qué?

—No importa qué, Bill, cualquier cosa. —Bill lo juzgó fastidioso.

—De veras, Tony, eres insoportable. No debieras tomar siempre ese aire tan misterioso. ¿Qué te ha ocurrido de pronto?

Antonio, sorprendido, levantó los ojos hacia él.

—Pero ¿no has oído lo que dijo?

—¿Acerca de qué?

—Que la idea de dragar el estanque provenía de Cayley.

—¡Sí, comprendo!

La curiosidad de Bill se despertó.

—¿Quieres decir que debió ocultar ahí alguna cosa, algún indicio destinado a lanzar a la policía en una falsa dirección?

—Quiero creerlo —dijo Antonio gravemente—, pero temo que… No concluyó.

—¿Temes qué?

—Que no haya nada oculto, que…

—Vamos, continúa.

—¿Cuál es el escondite más seguro para disimular un objeto muy importante?

—Aquel en que nadie vaya a buscar.

—Hay uno mejor todavía que éste.

—¿Cuál?

—Aquel en que todo el mundo ya haya buscado.

—¡Cielos! ¿Quieres decir que una vez dragado el estanque, Cayley ocultará en él alguna cosa?

—Sí, lo temo.

—¿Y por qué eso te impresiona tanto?

—Porque pienso que será algo muy importante, algo que no podría hacerse desaparecer fácilmente en ninguna otra parte.

—En fin, ¿qué? —preguntó ávidamente Bill. Antonio sacudió la cabeza.

—No, no quiero considerarlo por el momento. Esperemos. Veamos qué encuentra el inspector. No es imposible que descubra algún objeto, no sé qué, algo que Cayley haya arrojado para que se descubra. Si no, esto probará que Cayley se prepara a hacer desaparecer el objeto esta noche.

—Pero ¿qué? —insistió Bill.

—Lo que sea, Bill, ya lo verás, porque allí estaremos.

—¿Lo iremos a vigilar?

—Sí, si el inspector no encuentra nada.

—Perfectamente —dijo Bill.

Si era preciso elegir entre Cayley y la ley, su partido estaba tomado. Hasta la tragedia de la víspera, había estado siempre en buenos términos con uno y otro de los primos, sin llegar empero, a la intimidad. Entre los dos, quizá prefería en verdad el carácter del taciturno y sólido Cayley al género superficial, inconstante de Marc. Sin duda, hasta donde Bill podía darse cuenta, las cualidades de Cayley eran tal vez especialmente negativas; pero aunque su mérito no hubiera consistido más que en no dejar transparentar las debilidades que su naturaleza podía comportar, ya era mucho para un hombre cuya esencial función consistía en recibir (y a la vez en ser él mismo recibido con carácter de permanencia) en una casa donde había sin cesar invitados. Los aspectos débiles de Marc, al contrario, eran tan visibles, que Bill no ignoraba ninguno; se revelaban al primer contacto. Sin embargo, mientras que la perspectiva de tener que definir su posición frente a Marc lo había embargado esa misma mañana, no vacilaba esta vez en colocarse deliberadamente del lado de la ley contra Cayley. Marc, después de todo, nunca le había hecho nada, en tanto que Cayley los había ofendido de un modo imperdonable ocultándose para sorprender una conversación privada entre Tony y él. ¡Qué Cayley fuese ahorcado, si la ley lo exigía! Antonio consultó su reloj y se levantó.

—Ven —dijo—, es hora de ponernos a la tarea de que te hablé.

—¿El pasaje? —preguntó Bill, lleno de ardor.

—No, la otra cosa de que he dicho que debía ocuparme esta tarde.

—Sí, en efecto, ¿qué es?

Sin responder, Antonio lo condujo a la casa y lo arrastró hasta el escritorio. Eran las tres, y fue a las tres, exactamente, la víspera, cuando Antonio y Cayley habían hallado el cadáver. Algunos minutos después de las tres, mirando por la ventana del cuarto contiguo, se había sentido súbitamente tan sorprendido de ver la puerta abierta y a Cayley en el umbral. Se había preguntado vagamente, en aquel momento, por qué esperó que la puerta estuviera cerrada; pero le faltaba tiempo para profundizar la cuestión y se había prometido volver sobre ello en cuanto se presentara la ocasión. Quizá el hecho no tuviese ningún sentido; quizá, de tenerlo, hubiera podido precisarlo visitando el escritorio por la mañana; pero se había dicho que tendría más probabilidades de reconstituir sus impresiones de la víspera haciendo una nueva experiencia en condiciones todo lo semejante posibles. Por eso había resuelto presentarse de nuevo en el escritorio justo a las tres. Cuando entró seguido de Bill, experimentó una vivísima emoción al no ver ya acostado allí, entre las dos puertas, el cuerpo de Robert. Sólo una mancha negra revelaba aún el sitio en que había reposado la cabeza del muerto. Antonio se arrodilló, como se había arrodillado veinticuatro horas antes.

—Quiero recomenzarlo todo desde el principio —dijo—. Tú representarás a Cayley. Cayley comenzó por decir que iba a buscar agua. Recuerdo haber pensado que el agua no sería de ninguna utilidad para un muerto, pero que para él constituiría una satisfacción hacer algo en vez de permanecer inactivo. Regresó con una esponja mojada y un pañuelo. Supongo que habrá tomado el pañuelo de un cajón de la cómoda. ¡Espera!

Se levantó y pasó a la habitación vecina. Arrojó una mirada circular, abrió algunos cajones y, luego de haber cerrado cuidadosamente todas las puertas, volvió al escritorio.

—La esponja está todavía allí, y hay dos pañuelos en el primer cajón de la cómoda, a la derecha. Ahora, Bill, haz como si fueses Cayley. Acabas de manifestar la intención de ir a buscar agua y te pones en pie.

Bill, que se había arrodillado un instante junto a su amigo, tuvo la clara impresión de que aquella comedia era un poco siniestra, pero se levantó dócilmente y partió. Antonio, como lo hiciera con Cayley el día antes, lo siguió con los ojos. Bill dobló hacia el cuarto de la derecha, abrió el cajón, tomó un pañuelo, mojó la esponja y regresó.

—¿Y qué? —preguntó.

Antonio meneó la cabeza, diciendo:

—No, es del todo diferente. Primero, has hecho un ruido del diablo mientras que ayer no oí nada.

—Quizá no escucharías en ese momento…

—No, cierto; pero no por eso hubiera dejado de oír si algo hubiera habido que se oyese, y lo recordaría después.

—Cayley pudo cerrar la puerta detrás de él.

—Espera.

Cerró los ojos, los mantuvo herméticamente en aquella actitud aplicando las manos e hizo un violento esfuerzo para concentrarse. La impresión que procuraba reproducir no era ya auditiva, sino visual. Esforzábase desesperadamente en apresar aquella fugitiva imagen entrevista la víspera en un relámpago… Cayley se le apareció, levantándose, abriendo la puerta de comunicación del escritorio, dejándola abierta, atravesando el corredor, doblando a la derecha, abriendo la puerta del cuarto, entrando, y luego… ¿Qué habían visto sus ojos después de eso? ¿Cómo obtener que tornaran a ver la misma cosa, una sola vez? De súbito brincó, el rostro iluminado, gritando: —¡Ya estoy! ¡Lo encontré!

—¿Qué?

—La sombra en la pared. Era la sombra en la pared lo que yo miraba. ¡Oh, idiota! ¡Qué tonto soy!

Bill abrió tamaños ojos sin comprender.

Antonio lo tomó del brazo y señaló con el dedo la pared del corredor:

—Mira ahí esa mancha de sol: es porque dejaste la puerta del cuarto abierta. El sol que entra por la ventana viene a herir la pared. Ahora voy a cerrar la puerta. Observa. Fíjate cómo se desplaza la sombra. Es exactamente lo que yo vi: la sombra que se deslizaba mientras cerraba la puerta a sus espaldas. Bill, vas a entrar y a cerrar la puerta detrás de ti, con naturalidad.

Bill salió. Antonio, arrodillado, esperó ansiosamente. Pero, casi enseguida, exclamó:

—¡No, bien sabía yo que no fue eso!

—¿Qué hubo? —le preguntó Bill, que regresaba.

—Era fácil de prever: entró el sol, luego vino la sombra, todo en un solo movimiento.

—Y ayer, ¿qué ocurrió?

—Ayer, el sol quedó; después la sombra no volvió sino muy lentamente y no hubo ruido alguno de puerta que se cierra.

Bill le echó una mirada de susto:

—¡Dios! ¿Es posible? ¿Quieres decir que Cayley cerró la puerta después, como a consecuencia de una reflexión tardía, y muy suavemente para que no lo oyeses?

—Así es —repuso Antonio—. Eso explica mi sorpresa de hallar más tarde la puerta abierta a mis espaldas cuando entré en el cuarto. ¿Sabes cómo se cierran ciertas puertas provistas de un resorte?

—¿Como en las casas de esos ancianos que viven pendientes de las corrientes de aire?

—Sí. Al partir progresan imperceptiblemente; luego giran muy lentamente. Es de esta misma manera que la sombra se desplazaba e, inconscientemente, debí asociar su deslizamiento a la idea del movimiento de esa clase de puertas.

Se enderezó y continuó, quitando de una manotada el polvo que le quedara en las rodillas:

—Ahora, Bill, para estar completamente seguro, entra y cierra la puerta del mismo modo, como se hace una cosa de que se ha acordado uno después, y con mucha suavidad; que no se oiga ningún ruido.

Bill hizo lo que le pedían, pero volvió a pasar enseguida curiosamente la cabeza para saber el resultado.

—Era esto —declaró Antonio con una convicción profunda—; exactamente lo que vi ayer.

Dejó el escritorio para ir a reunirse con Bill en el cuartito.

—Ahora —dijo—, trataremos de descubrir lo que hacía Cayley aquí, y por qué eran necesarias tantas precauciones para que no lo oyera su amigo Gillingham…

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