XVII
XVII
BEVERLEY PRACTICA LA HIDROTERAPIA
Nunca les había testimoniado Cayley tanta amistad como aquella noche. Concluida la comida, les propuso un paseo. Caminaron juntos por delante de la casa, cambiando palabras insignificantes, hasta el momento en que Bill ya no se contuvo. A cada una de las veinte vueltas, había aminorado el paso frente a la puerta, esperando que aquella discreta señal sería comprendida. Pero sus compañeros no se daban por aludidos e, interminablemente, una nueva vuelta principiaba. Se resolvió por una actitud más firme y propuso, apartándose resueltamente algunos pasos:
—¿Si jugásemos al billar?
—¿Quiere? —preguntó Antonio a Cayley.
—Gracias, prefiero asistir a la partida de ustedes como espectador.
Efectivamente, sin separarse, permaneció allí, mirándolos jugar una primera partida, luego una segunda. Tras de lo cual fueron a tomar refrescos al hall.
—A esta hora, nada vale lo que la blandura de un buen lecho —dijo Bill, depositando su vaso—. ¿Vienes?
—Sí —respondió Antonio.
Concluyó su bebida y miró a Cayley.
—Tengo todavía una o dos cosas que hacer —explicó éste—; no tardaré después en imitarlos.
—Entonces, buenas noches.
—Buenas noches.
—¡Buenas noches! —gritó Bill, ya en medio de la escalera—. Buenas noches, Tony.
Bill sacó su reloj. Las once y media. No era probable que ocurriese algo antes de una hora, por lo menos. Abrió un cajón preguntándose cómo iría a vestirse para la expedición. ¿Camisa de franela, pantalón gris de franela, saco negro? Quizá un impermeable: era posible que tuviesen que estar extendidos en la tierra húmeda algún tiempo, entre el tallar, y… ¡buena idea!, una toalla; no la necesitaría sino al final, pero la enrollaría en derredor de su cintura… Zapatos de tenis… Bien, todo estaba pronto. ¡Ahora, a la preparación del maniquí!
Antes de meterse en la cama, consultó su reloj: las doce y cuarto. ¿Cuánto habría que esperar antes del pasaje de Cayley? Apagó la luz y de pie, en pijama, cerca de la puerta, dejó sus ojos acostumbrarse a la obscuridad. Percibía apenas el rincón de la pieza donde se hallaba la cama. Si Cayley, mirando desde la puerta, quería asegurarse de que el lecho estaba, en efecto, ocupado, necesitaría más luz. Bill abrió un poco las cortinas. Ahora, aquello estaba más o menos bien. Echaría una última ojeada un poco más tarde, cuando el monigote de trapo estuviera instalado en la cama.
¿Dentro de cuanto tiempo vendría Cayley? En el fondo, para realizar su trabajo en el estanque, no necesitaba que sus amigos Beverley y Gillingham estuviesen dormidos: todo lo que le hacía falta era la certidumbre de que estaban tranquilamente en sus habitaciones. La expedición de Cayley no debía causar ningún ruido, no se señalaría por nada que pudiese atraer la atención del más desvelado de los huéspedes de la casa, a condición, precisamente, de que cada uno de éstos permaneciese en reposo en el interior. Pero, para asegurarse que nada tenía que temer de Antonio o de él, entraría en sus piezas y, para no ser notado, esperaría a que durmiesen bastante profundamente. En realidad, siempre se volvía a lo mismo. Así que esperaría a que estuviesen dormidos… que estuviesen dormidos… dormidos…
En un sobresalto de voluntad, Bill recobró el dominio de sus pensamientos vacilantes y consiguió despertarse. A ningún precio debía amodorrarse. Todo fracasaría si el sueño era el más fuerte… el sueño… sí, el sueño…
Algunos segundos más tarde, Bill recobró su completa lucidez y se puso a reflexionar intensamente. ¡Si Cayley no viniera! Si enseguida que los vio ganar otra vez sus cuartos, Cayley, considerando no tener razón alguna para desconfiar, se había puesto inmediatamente a la obra… Quizá en aquel mismo momento estuviese en el estanque, ocupado en hacer desaparecer su secreto. ¡Dios! ¡Cómo habían sido de estúpidos! ¿Cómo Antonio había aceptado semejante riesgo? Ponerse en el lugar de Cayley, como él decía… Pero si era imposible; no estaban en la piel de Cayley. Cayley estaría ahora en el estanque y no sabrían jamás lo que había arrojado…
¡Oh! ¿Qué era aquello? Un crujido… ¡Alguien se hallaba ahora en la puerta! Bill dormía, en una posición completamente natural. Una respiración un poco fuerte, en demanda, quizá; en fin, dormía… La puerta se abría. La sentía a sus espaldas que se abría… ¡Misericordia! Admitamos que Cayley sea un asesino; ahora también podría… No, era preciso no pensar en eso… Si Bill no alejaba inmediatamente este pensamiento, se volvería. No debía volverse. Estaba dormido, apaciblemente dormido. Pero ¿por qué aquella puerta no se cerraba? ¿Dónde estaba Cayley, ahora? Justo detrás de él… y al alcance de su mano… No, no debía pensar en eso, a ningún precio. Dormía. ¡Y aquella puerta que no se cerraba más!
Sí. La puerta volvía a cerrarse. El durmiente dejó escapar, por cierto que involuntariamente, un suspiro de alivio, pero un suspiro cuyo son nada ofrecía de anormal, la expiración de un hombre en pleno sueño. Añadió otro, para hacerlo más natural aún. Esta vez, la puerta estaba cerrada.
Bill contó lentamente hasta cien antes de levantarse. Tan rápida y silenciosamente como pudo, se vistió en la obscuridad. Instaló el maniquí en el lecho, arregló las frazadas para dejar una parte de él al descubierto, pero lo justo, no demasiado; luego fue a colocarse junto a la puerta para juzgar el efecto. Para cualquiera que se contentara con echar una ojeada al pasar, aparecía lo suficientemente visible en la sombra. Con mucha suavidad, calculando cada uno de sus movimientos, abrió la puerta. Todo estaba tranquilo. Ninguna luz se filtraba por debajo de la puerta de Cayley. Redoblando las precauciones para deslizarse a lo largo del corredor hasta el cuarto de Antonio, entró.
Antonio se hallaba todavía acostado. Bill avanzó a través de la pieza para ir a despertarlo; pero el estupor lo clavó en el sitio, mientras su corazón latía desacompasadamente… Otra persona estaba en el cuarto.
—¡Todo va bien, Bill! —murmuró una voz junto a él.
Antonio, apartando las cortinas que lo ocultaban, apareció estupefacto, Bill lo miró con fijeza, sin hallar palabras.
—Está bastante bien logrado, ¿no? —dijo Antonio, señalando el lecho—. Ahora ven. Más vale que estemos en nuestro puesto lo antes posible.
Antonio dio el ejemplo, descendiendo él primero por la ventana; en el mayor silencio, Bill lo siguió. Luego de alcanzar el suelo sin ruido ni tropiezo, atravesaron el césped, y transpuesta la verja, se hallaron en el parque. Bill no se atrevió a hablar sino cuando estuvieron bastante lejos de la casa.
—¡Verdaderamente, creí que estabas en el lecho!
—Esperaba que lo creyeras. Me desagradaría ahora que Cayley no volviese. Sería una lástima haberse tomado tanto trabajo para nada.
—¿Todo pasó bien con él, hasta ahora?
—Sí, muy bien. ¿Y contigo?
Bill describió a su amigo, en términos emocionados, el temor que había experimentado cuando entró Cayley.
—No habría ganado mucho con matarte —observó prosaicamente Antonio—, sin contar los riesgos.
—Oh —dijo Bill—, ¡yo que creía que era su afecto por mí lo que se lo impidió!
—Lo dudo —concluyó Antonio, riendo—. A propósito, ¿no encendiste la luz para vestirte?
—Claro que no. ¿Hubieras querido que la encendiese? —Antonio se echó a reír y lo tomó por el brazo:
—Eres un espléndido conspirador, Bill. Tú y yo asociados conduciríamos a bien las más difíciles empresas.
El estanque parecía esperarlos. Bajo el claro de luna, su majestad era mayor; y los árboles que lo bordeaban, en la otra orilla, más plenos de misterio. Impresionado por aquel aplastante silencio, Antonio, casi sin darse cuenta, no se atrevió a hablar sino cuchicheando:
—He aquí tu árbol; allá está el mío. Mientras no te muevas, no hay peligro de que te vea. Cuando parta, no te incorpores antes de verme hacerlo a mí. No estará aquí antes de un cuarto de hora; no te impacientes.
—Entendido —murmuró Bill.
Antonio le dirigió sonriendo un último gesto animador y cada cual se instaló en su puesto.
Los minutos se deslizaron lentamente. Antonio, acurrucado entre las altas hierbas, al pie de su árbol, se planteaba un nuevo problema: ¿y si Cayley tenía que hacer esa noche más de un viaje? Al volver, los sorprendería en el bote, o, más exactamente, uno de ellos en el bote y el otro en el agua. Les quedaba el recurso de permanecer ocultos después de su partida, en previsión de un posible retorno; pero, entonces, ¿cuánto tiempo sería necesario aguardar antes de asegurarse de que no volvería? Quizá fuera lo mejor dar una vuelta para situarse delante de la casa y esperar, para emprender sus búsquedas en el agua, que una luz hubiera recomenzado a brillar en su cuarto. Pero, procediendo así, ¿no corrían juntamente riesgo de estar ausentes durante su segunda visita al estanque, si en realidad la efectuaba? Era un dilema.
Antonio no apartaba sus ojos del bote, mientras examinaba en su espíritu los diversos aspectos de la situación. Y de pronto, como materializado en el sitio sin haber salido de parte alguna, Cayley estuvo allí, de pie, junto al bote, sosteniendo en la mano una bolsita marrón…
Cayley colocó la bolsa en el fondo del bote, montó él mismo y, apoyándose en la orilla con el remo, empujó suavemente para apartarse; luego, sin el menor ruido, bogó hacia el centro del estanque.
Ahora había llegado. La extremidad de los remos flotaba a sus costados. Separó las piernas para asir más fácilmente la bolsa, se inclinó sobre la proa del bote y mantuvo ligeramente sobre el agua el precioso bulto; después lo dejó lentamente hundirse. Permaneció todavía algunos momentos en observación, temiendo quizá que el saco subiese a la superficie.
Antonio comenzó a contar.
Ahora, Cayley había vuelto a su punto de partida. Ató de nuevo el bote, miró con precaución en derredor para asegurarse que no había dejado ninguna huella detrás de él, luego se volvió una vez más hacia el agua. Durante un tiempo que pareció larguísimo a los dos espectadores mudos que lo observaban, se mantuvo de pie sobre la orilla en medio de un silencio impresionante, destacándose su inmensa sombra bajo la luna. Al fin pareció satisfecho: su secreto, cualquiera que fuese, estaba sepultado para siempre. Con un suspiro cuyo significado fue para Antonio tan claro como si hubiera podido realmente oírlo, Cayley dio media vuelta y se desvaneció en la sombra con la misma discreción con que viniera.
Después de haberle concedido tres minutos para alejarse, Antonio salió del tallar y esperó a que Bill viniera a reunírsele.
—El sexto —murmuró Bill.
Antonio aprobó con un gesto y dijo enseguida:
—Voy a dar una vuelta por delante de la casa. Tú vuelve a tu árbol y vigila para el caso en que regrese Cayley. Tu cuarto es el último de la izquierda, ¿no? ¿Y el de Cayley el penúltimo?
—Sí.
—Bien. Quédate oculto hasta que yo vuelva. No sé cuánto tiempo necesitaré; te parecerá más largo de lo que será en realidad.
Aplicó a Bill una amistosa palmada en el hombro y se separó de él sonriendo.
¿Qué contenía el saco? ¿Qué otra cosa además de una llave o un revólver podía ocultar Cayley en él? Las llaves y los revólveres se sumergen por sí mismos; ninguna razón hay para encerrarlos en una bolsa. De modo que el saco debía contener algo que, abandonado en el agua, sobrenadaría; algo cuyo peso era necesario aumentar con piedras para que el paquete se hundiera a plomo.
Este misterio pronto quedaría aclarado. Por el momento estaba de más estrujarse el cerebro a su respecto. Bill tendría esa noche a su cargo una importante faena. Pero ¿dónde estaba el cadáver cuya llegada esperó Antonio con tanta confianza? O bien, si no había cadáver, ¿dónde estaba Marc?
Otra pregunta, sin embargo, se planteaba con mayor urgencia: ¿dónde estaba Cayley? Tan pronto como pudo, Antonio había llegado delante de la fachada de la casa. Con el vientre a tierra en el bosquecillo que bordeaba el césped, esperaba el momento en que una luz se mostrara en la ventana de Cayley. Si la luz aparecía en la ventana de Bill, era que estaban descubiertos; eso significaría que Cayley había entrado a echar una ojeada en el cuarto de Bill, que el maniquí en el lecho no había bastado para engañarlo y que había hecho girar el conmutador para terminar de darse cuenta. Entonces, sería la guerra entre ellos. Al contrario, si era el cuarto de Cayley que se iluminaba…
Una luz brilló. Antonio se estremeció presa de violenta emoción. Era en el cuarto de Bill… ¡La guerra!
La luz persistió, tanto más viva cuanto que un cambio de dirección en el viento acababa de interponer bajo la luna una pantalla de nubes que sumía en la sombra todo el resto de la casa… ¿Bill había dejado, pues, sus cortinas abiertas? ¡Grave descuido! La primera falta que cometía, pero…
La luna resurgió y resplandeció de nuevo… En el ramaje bajo el cual estaba a medias oculto, Antonio rió por lo bajo: ahora percibía únicamente otra ventana más allá de la de Cayley, la ventana de Bill, que permanecía sumida en las tinieblas. La declaración de guerra quedaba diferida.
Antonio continuó extendido en tierra, vigilando el acostarse de Cayley. Después de todo, no era más que un simple deber de cortesía devolverle la solicitud que les había testimoniado al comienzo de la noche. ¿Habría sido cortés de su parte ir a entretenerse al estanque sin esperar a que su fatigado amigo estuviese cómodamente instalado en su lecho?
Durante este tiempo, Bill, que seguía esperando, perdía la paciencia. Su gran temor era echarlo todo a rodar olvidando la cifra seis, el sexto poste. Arrancó una ramita y la dividió en seis trozos que dispuso delante de él, en el suelo. Miró el estanque, contó los postes hasta el sexto y repitió en voz baja: "seis". Luego tornó a sus ramitas: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… ¡Siete! ¿Era el séptimo, entonces? ¿O bien la séptima ramita se hallaba por casualidad en tierra al lado de las otras? No, ciertamente que era el sexto poste. ¿Había dicho "seis", en efecto, a Antonio? Si era así, Antonio se acordaría y eso bastaba. Sí, seis. Arrojó a lo lejos la séptima rama y reunió las otras seis. Mejor sería que las pusiera en seguridad en su bolsillo. Seis: la altura de un hombre de elevada talla, su propia altura… seis pies, sería ese el mejor medio de acordarse.
Un poco más tranquilo respecto a este punto, principió a preguntarse qué podía contener el saco, y lo que pensaría Antonio; después se inquietó por la probable profundidad del agua y el cieno acumulado en el fondo. Continuó planteándose estos interrogantes y acababa de interrumpirse para exclamar: "¡Dios mío! ¡Qué vida!", cuando Antonio reapareció. Se levantó y descendió el talud a su encuentro, y sin darle tiempo al otro para abordarlo, le dijo en tono firme:
—Seis, el sexto poste a partir del extremo de la izquierda.
—Perfectamente —respondió Antonio sonriendo—. El mío es el décimo octavo, un poquito más allá.
—¿De dónde vienes?
—Fui a ver a Cayley acostarse.
—¿Todo quedó bien?
—Sí. Si cuelgas en el sexto poste tu saco, lo reconoceremos más fácilmente desde lejos. Yo colgaré el mío en el décimo octavo. ¿Te desvistes aquí o en el bote?
—Comenzaré aquí y concluiré en el bote. ¿Estás seguro que no preferirías encargarte tú mismo de sumergirte?
—Completamente seguro. Gracias.
Contornearon a pie el borde del estanque para ganar el otro lado. Llegado al sexto poste de la empalizada, Bill se quitó su saco y lo suspendió bien a la vista, mientras Antonio hacía otro tanto para señalar el décimo octavo. Ocuparon después el bote, Antonio a cargo de los remos.
—Ahora, Bill, avísame en cuanto esté en la línea recta de tus dos señales.
Dirigió lentamente la embarcación hacia el medio del estanque.
—Ya están, más o menos —dijo por último Bill. Antonio cesó de remar y miró en derredor de sí.
—Sí, aquí me parece bien.
Hizo virar el bote sobre el sitio para apuntar la proa exactamente hacia el pino que había servido de escondrijo a Bill:
—¿Ves mi árbol y el otro saco?
—Sí —respondió Bill.
—Bien. Ahora, voy a remar suavemente a lo largo de esta línea hasta que alcancemos su punto de intersección con la otra. Procura llegar a un resultado lo más preciso posible… Ganarás con ello.
—¡Alto! —ordenó Bill, después de unos instantes—. Un poco más atrás… un poco más… demasiado… avanza de nuevo ahí, está bien.
Antonio soltó los remos y verificó la posición. Hasta donde podía darse cuenta, estaba rigurosamente en el punto de intersección de las líneas que unían dos a dos los cuatro puntos señalados.
—Ahora, Bill, para ti el honor.
Bill se quitó su camisa y su pantalón y se preparó a saltar. Antonio lo retuvo:
—Por favor, viejo, no te zambullas desde el bote, le harías perder su posición. Déjate deslizar suavemente.
Bill entró en el agua sin provocar la menor sacudida y comenzó a nadar.
—¿Qué impresión te produce? —le preguntó su amigo.
—¡Está fría! ¡Tanto peor, ahora que ya estoy! Confiemos en Dios…
Dio un gran puntapié, se agitó un instante y desapareció en las profundidades. Antonio mantenía el bote y verificaba sin cesar su posición con relación a los puntos de mira.
Bill emergió ante él con un ruido de explosión. Casi enseguida protestó:
—¡Hay un lodo infernal!
—¿Hierbas, también?
—No, por suerte.
—Prueba de nuevo…
Como la primera vez; Bill descargó un puntapié en el agua y se sumergió, mientras Antonio rectificaba la posición de la embarcación. Proyectado como un tronco, el nadador reapareció, a proa esta vez.
Antonio le gritó, riendo:
—Estaba precisamente pensando que si te echase una sardina, serías muy capaz de atraparla al vuelo, con la boca.
—La verdad es que es muy fácil mostrarse espiritual cuando se está… donde estás tú. ¿Cuánto tiempo habré de continuar todavía?
Antonio sacó su reloj:
—Unas tres horas. Estamos obligados a encontrarlo antes del día. Pero apúrate, si puedes, porque no me siento muy calentito que digamos, sentado aquí esperándote…
Bill le arrojó a la cabeza un poco de agua y tornó a sumergirse. Esta vez permaneció en el fondo cerca de un minuto; pero cuando volvió a la superficie, una sonrisa iluminaba su rostro, todavía contraído:
—¡Lo tengo! Pero tiene un peso formidable; temo no ser lo bastante fuerte para subirlo yo solo.
—No te inquietes —dijo Antonio.
Sacó de su bolsillo un rollo de gruesa cuerda:
—Pasa esto por la manija del saco, si puedes. Después tiraremos los dos.
—¡Admirable! Piensas en todo.
Bill braceó para acercarse, atrapó un extremo de la cuerda y volvió a hundirse, gritando:
—¡Esta vez es la última, y es la vencida!
Dos minutos más tarde, la bolsa estaba segura en el bote. Bill trepó a bordo y Antonio remó hacia la orilla. Al llegar, dijo sencillamente:
—Hiciste un buen trabajo, Watson.
Fueron a recobrar sus sacos y Antonio, manteniendo en sus manos el de Bill, esperó a que éste se hubiera secado y vestido. Luego lo tomó del brazo, lo condujo hasta el tallar, depositó la bolsa y buscó en sus bolsillos.
—Me gustaría encender una pipa antes de empezar el inventario. ¿A ti no?
—Pues sí, a mí también.
Muy concienzudamente, se tomaron el tiempo de llenar sus pipas y encenderlas. La mano de Bill temblaba un poco. Antonio lo advirtió y le dirigió una sonrisa particularmente cordial para reconfortarlo.
—¿Estás pronto?
—Sí.
Sentáronse. Sujetando el bulto entre sus rodillas, Antonio manipuló con el cierre. El saco se abrió.
—¡Ropas! —exclamó Bill.
Antonio sacó la primera prenda y la sacudió para desplegarla: era un traje de franela marrón, todo mojado aún.
—Bill, ¿lo reconoces?
—Sí, el traje de franela marrón de Marc.
—¿El que su filiación indica como llevándolo puesto cuando huyó?
—Sí, así parece. Pero, ya te dije, poseía un número espantoso de trajes.
Antonio introdujo la mano en el bolsillo interior del saco y extrajo algunas cartas que consideró un instante, vacilando:
—Creo, sin embargo, que haría mejor en leerlas, justo para ver…
Bill, al que consultó con la mirada, hizo un gesto afirmativo. Antonio dirigió los rayos de su lámpara sobre los papeles y comenzó el examen. Bill esperaba ansiosamente.
—Sí, pertenecen a Marc. Oh, mira, mira…
—¿Qué encontraste?
—La carta cuyo texto indicó Cayley al inspector, la carta de Robert: "Marc, tu afectísimo hermano irá a verte…" Sí, creo que debo guardarla. De modo que era efectivamente su traje. Veamos el resto.
Sacó de la bolsa las prendas restantes y las extendió en tierra, entre ambos.
—Está absolutamente todo —observó Bill—: camisa, corbata, calcetines, hasta la ropa blanca y el calzado… un vestuario completo.
—¿Todo lo que llevaba ayer?
—Sí.
—¿Cómo lo explicas?
Bill meneó la cabeza y respondió con otra pregunta:
—¿Era un hallazgo de este género, lo que esperabas?
Antonio se echó a reír, exclamando:
—¡Oh, no, Bill, es verdaderamente demasiado absurdo! Esperaba… tú sabes bien lo que yo esperaba: un cuerpo. Un cuerpo con sus ropas. Que alguien haya tenido la idea de ocultar separadamente el contenido y la envoltura, pase aún: el cuerpo aquí, y las ropas en el pasaje, donde nada habría traicionado su presencia. Pero es justamente lo contrario. Se toma un trabajo infinito para hacer desaparecer aquí las vestimentas y no parece preocuparse lo más mínimo del cadáver. Antonio meneó la cabeza, prosiguiendo:
—Por el momento, estoy un poco desorientado, Bill; es todo lo que puedo decirte.
—¿Hay otra cosa? —Antonio buscó en la bolsa.
—Piedras, y… sí, he aquí todavía otra cosa. Sacó un objeto y observó, mostrándoselo a Bill:
—Mira.
Era la llave del escritorio.
—¡Cielos!, tenías razón…
Antonio volcó la bolsa sobre la hierba. Cayeron una docena de piedras y… otra cosa más. Bajó su lámpara:
—Otra llave, Bill.
Puso las dos llaves en su bolsillo y permaneció allí largo tiempo, silencioso, sumido en laboriosas reflexiones. Bill callaba también, para no turbar sus meditaciones. Empero, al fin, se resolvió a preguntar:
—¿Quieres que vuelva a poner todo en la bolsa? —Antonio, cuyo espíritu estaba lejos, volvió en sí con un estremecimiento.
—¿Cómo? Esas prendas… Ah, no, voy a ponerlas yo mismo; tú dame fuego, hazme el favor.
Muy lentamente, con una extrema atención, volvió a colocarlo todo en el saco, deteniéndose para examinar minuciosamente cada pieza con la certidumbre (tal fue, al menos, la impresión de Bill), que cada una debía tener algo que revelarle si lograba descifrar su secreto. Concluido este trabajo, Antonio ni se incorporó; con las rodillas en tierra, prosiguió absorto en sus pensamientos.
—¿Está todo? —preguntó Bill.
—Sí, todo —replicó Antonio—, y es precisamente lo que encuentro tan extraño. ¿Estás seguro que no falta nada?
—¿Qué quieres decir?
—Pásame la lámpara un instante.
Tomóla y la paseó por el suelo en derredor de ellos:
—Sí, está todo. Es curioso.
Se incorporó, sosteniendo la bolsa:
—Busquemos un sitio donde esconder nuestro tesoro y después…
No dijo más, pero empezó a caminar a través de los árboles. Bill lo siguió dócilmente.
Apenas desembarazados del saco, salieron del tallar, y Antonio, sacando del bolsillo las dos llaves, hízose más comunicativo:
—Una debe ser la del escritorio, supongo, y la otra la del armario del pasaje. Pienso entonces que podríamos ir a visitar el armario.
—¿Crees que esa sea verdaderamente la llave?
—Sí, porque de otro modo no veo de dónde podría provenir la segunda.
—Pero ¿por qué Cayley habrá querido deshacerse de ella?
—Porque, cualquiera que sea el servicio que ese armario le haya prestado, ahora ha concluido de llenar su oficio y porque nuestro amigo experimenta la necesidad de desinteresarse de todo lo que concierna al pasaje. Lo arrojaría al fondo del agua, si pudiese. Pienso que de una manera o de otra, al presente ya no tiene más interés para él; ni tampoco para nosotros, porque es poco probable que hallemos alguna cosa, lo que no nos impide ir a ver.
—¿Crees todavía que el cadáver de Marc pueda estar ahí?
—No. Y sin embargo, ¿en qué otro lugar iría a ponerlo?… A menos que no me haya yo equivocado de medio a medio y que Cayley no haya matado jamás a nadie…
Bill había concebido ahora una hipótesis, pero vacilaba en someterla a su amigo:
—Quizá pienses que razono como un adoquín…
—Mi querido Bill, me siento yo mismo tan estúpido, que me consolaría comprobar que no soy el único.
—Entonces, me arriesgo. Supón que, como lo creímos al principio, Marc haya matado a Robert y que Cayley lo haya ayudado a escapar. No olvido que después me demostraste que no era posible. Supón, sin embargo, que haya ocurrido, de un modo que no sabemos y por razones que también ignoramos. Después de todo, en semejante enredo…
—Sí. Sigue…
—Estas prendas en cuya presencia nos hemos hallado de manera tan imprevista, ¿no crees que robustecen la teoría de la huida de Marc? El traje marrón de Marc estaba señalado por la policía. ¿Cayley no le habría traído otro al pasaje para que se lo pusiera antes de partir? Tras de lo cual Cayley, no sabiendo qué hacer del traje marrón, habría hallado lo más seguro arrojarlo al estanque.
—Sí —le respondió Antonio, que seguía su explicación con una atención extrema—. Continúa.
Animado, Bill prosiguió con más aplomo:
—Observa que esto parece concordar con lo que sabemos, y también con nuestra primera teoría según la cual, Marc, habiendo muerto accidentalmente a Robert, habría pedido consejo a Cayley. Naturalmente, si Cayley hubiera jugado limpio, hubiese hecho todo lo posible para tranquilizarlo. Pero no juega limpio: quiere apartar a Marc del camino que lo conduciría a él mismo hasta la joven que ama. Una ocasión única se le ofrece: traza a Marc un cuadro sombrío de los peligros que lo amenazan, lo enloquece, consigue convencerlo, que su única esperanza de salvación está en una huida secreta e inmediata. Por supuesto, hace todo lo que puede para que la desaparición de su primo se realice plenamente porque, si dan con Marc, la trama de la traición de Cayley se pondría al mismo tiempo en evidencia.
—Bien. Pero ¿no exagera obligando a Marc a cambiarse de pies a cabeza, lo que representa una gran pérdida de tiempo?
Falto de explicaciones, Bill, muy decepcionado, dijo sencillamente:
—Oh, ¡es una lástima! —Antonio sonrió.
—Pero no, Bill, espera. Tu argumentación no es tan mala; hasta creo que el cambio de traje y de todas las demás prendas sería posible de explicar. Pero la verdadera dificultad está en otra parte: ¿qué necesidad tenía Marc de quitarse un traje marrón para ponerse otro azul (o de cualquier otro color, poco importa), si Cayley era la única persona que lo había visto de marrón?
—Su filiación, propalada por la policía, precisa que lleva un traje marrón.
—Sin duda; pero fue Cayley quien dio el informe a la policía. Mira, aunque Marc hubiera bajado a desayunarse con su traje marrón y los criados lo hubiesen visto, siempre habría podido Cayley afirmar que se había cambiado después del desayuno para vestirse de azul, puesto que Cayley fue el único que lo vio después. Así, con declarar Cayley al inspector que Marc estaba de azul en el momento de su desaparición, Marc no habría tenido más que huir tranquilamente con su traje marrón, sin tomarse el trabajo de cambiar de ropa.
—Pero, Tony, si es precisamente lo que hizo —exclamó Bill con acento de triunfo—. ¡Somos unos tontos!
Sorprendido, Antonio lo miró, luego meneó la cabeza:
—Sí, sí —insistió Bill—. Es evidente, ¿no lo ves? Marc había cambiado de traje después del desayuno. Para facilitar su huida, Cayley mintió diciendo que conservó el traje marrón que los criados le vieron puesto. Después, temió que la policía, buscando entre los trajes de Marc, hallase el marrón; entonces lo ocultó y por fin lo arrojó al estanque.
Ansioso por conocer la opinión de su amigo, se volvió hacia él; pero Antonio no respondió. Disponíase Bill a continuar sus comentarios, cuando Antonio lo detuvo:
—¡Ni una palabra más, viejo, te lo suplico! Me has dado ya más materia de reflexión de la que puedo absorber de una sola vez. Cesemos de atormentarnos con todo esto hasta que hayamos dormido un poco. Vamos a ver ese armario y nos meteremos después en la cama.
El armario no les enseñó gran cosa. Aparte de algunas viejas botellas; estaba vacío.
—Henos aquí informados —concluyó Bill.
Pero Antonio, arrodillado en tierra, continuó paseando su lámpara por todos lados, en busca de alguna cosa.
Bill esperó, luego se resolvió a preguntarle:
—¿Qué esperas encontrar?
—Un objeto que no está aquí —respondió Antonio, que se incorporó quitándose el polvo del pantalón. Volvió a cerrar con llave el armario.