III
III
DOS HOMBRES Y UN CADÁVER
Cayley se volvió con brusquedad.
—¿Puedo ayudarlo? —preguntó cortésmente Antonio.
—Ha ocurrido algo —dijo Cayley, cuya respiración era jadeante—. He oído un disparo… al menos, el ruido ha resonado como un disparo. Estaba en la biblioteca, no he podido darme cuenta… Y la puerta está cerrada con llave.
Tornó a sacudir el pestillo de la puerta, a hacerlo girar ruidosamente, gritando:
—¡Abre la puerta! Vamos, Marc, ¿qué significa esto? ¡Abre!
—No hay duda que la han cerrado voluntariamente —observó Antonio—. Entonces, ¿por qué habría de bastar, para que la abran, que lo pida usted?
Cayley lo miró, estupefacto; luego se volvió hacia la puerta.
—Habrá que hundirla —dijo, aplicando el hombro—. Ayúdeme.
—¿Por qué no prueba la ventana? —preguntó Antonio.
En el rostro de Cayley se pintó una verdadera expresión de estupor.
—La ventana… la ventana…
—Una ventana es mucho más fácil de forzar —explicó Antonio, sonriendo.
Muy sereno, perfectamente dueño de sí, se apoyaba en su bastón, de pie en medio del hall, pensando sin la menor duda que hacían mucho alboroto por nada. Verdad es que no había oído el disparo, al menos lo bastante distinto para haberlo advertido.
—La ventana… Sí, en efecto. ¡Si seré tonto! —balbuceó Cayley.
Apartó a Antonio y salió corriendo. Antonio lo siguió. Sin disminuir el ritmo, recorrieron la fachada de la casa, tomaron una avenida a la izquierda y giraron otra vez a la izquierda. De pronto Cayley se detuvo en seco, diciendo:
—Es aquí.
Habían llegado a la ventana de la pieza cuya puerta tenía la llave echada. Una puerta ventana que daba al césped de atrás de la casa. En esos momentos aquella puerta ventana estaba cerrada. Un poco aturdido a su pesar por lo novelesco de una aventura tan imprevista, Antonio no trató de contener la oleada de curiosidad que lo impulsaba a seguir el ejemplo de Cayley, y aplicó, él también, su rostro al vidrio. Preguntábase seriamente, por primera vez, si verdaderamente se había hecho un disparo de revólver en aquella misteriosa habitación cerrada. La escena mientras permaneciera al otro lado de una puerta inaccesible, ¡le había parecido tan absurdamente melodramática! ¿Un tiro de revólver? Entonces, ¿por qué no habría otros dos… en dirección a los tarambanas que pegaban indiscretamente sus narices contra los vidrios?
—Oh, Dios mío, ¿puede ver? —dijo Cayley, cuya voz temblaba—. ¡Mire, allí!
Un instante después, Antonio vio también. Un hombre yacía sobre el piso, al otro extremo de la pieza, dándoles la espalda. ¿Un hombre? ¿O el cadáver de un hombre?
—¿Quién es? —preguntó Antonio. El otro respondió en un murmullo:
—No lo sé.
—Tenemos que entrar y examinarlo de cerca —prosiguió Antonio, observando rápidamente la ventana—. Creo que si se apoyase usted con todo su peso sobre la juntura, se abriría. También podríamos, a puntapiés, hacer caer los vidrios al interior.
Sin responder, Cayley ejerció presión con todas sus fuerzas en el sitio indicado. La ventana cedió y penetraron en el escritorio. Cayley fue derecho al cadáver y se arrodilló a su vera. Por un momento pareció vacilar; luego, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, asió el cuerpo por un hombro y lo volvió a medias.
—¡Gracias a Dios! —se limitó a murmurar, dejándolo caer de nuevo.
—¿Quién es? —preguntó Antonio.
—Robert Ablett.
—¡Oh!
Antonio añadió para sí más que para su compañero:
—Pues yo creía que se llamaba Marc.
—Marc Ablett vive aquí, en efecto. Éste es Robert, su hermano… ¡Temí tanto que fuese Marc!
—¿Marc estaba también en el escritorio?
—Sí —respondió maquinalmente Cayley.
Pero, como si hubiese comprendido un poco tardíamente que aquella pregunta estaba fuera de lugar viniendo de un desconocido, se recobró al punto:
—¿Quién es usted?
Antonio permanecía junto a la puerta cerrada, tratando de hacer girar el picaporte.
—Supongo que habrá guardado la llave en su bolsillo —dijo, regresando junto al cuerpo.
—¿Quién?
Antonio se encogió de hombros.
—El que hizo esto.
Señaló con un gesto al hombre extendido en el piso.
—¿Está muerto?
Sin responder, Cayley dijo simplemente:
—Ayúdeme.
Con un violento esfuerzo sobre sus nervios, que el espanto paralizaba, volvieron el cadáver de espaldas y lo examinaron. Robert Ablett había recibido una bala entre los dos ojos. Añadiéndose al horror de este espectáculo, Antonio sintió ascender a su corazón un sentimiento de piedad hacia su compañero y un brusco remordimiento por la ligereza con que al principio tratara aquel caso. Por lo general, nos sentimos inclinados a imaginar que tales cosas no pueden ocurrir más que a los otros, y por eso se nos hace difícil creer cuando es a nosotros mismos que nos ocurre.
—¿Lo conocía usted mucho? —inquirió tranquilamente Antonio. Su interrogación significaba más bien:
—¿Le era usted muy afecto?
—Muy poco. Marc es mi primo. Quiero decir que de los dos hermanos era Marc a quien yo más conocía.
—¿Su primo?
—Sí.
Vaciló, después continuó:
—¿Está muerto? Creo que sí. Quiere usted… ¿Sabe usted lo que hay que hacer en un caso como éste? Lo mejor sería sin duda ir a buscar agua.
Frente a la puerta cerrada con llave se abría otra puerta que conducía, como Antonio debía verificarlo después, a un pasillo que a su vez daba acceso a otras dos piezas. Cayley se internó en el pasillo y abrió la puerta de la derecha. La puerta del escritorio por la cual había salido quedó abierta. La que daba término al pasillo, en su otro extremo, estaba cerrada. Antonio, arrodillado junto al cuerpo, seguía a Cayley con los ojos. Después que hubo éste desaparecido, su mirada permaneció clavada sobre la desnuda pared del corredor, clavada con absoluta inconsciencia, porque una ola de simpatía hacia su nuevo amigo absorbía su espíritu.
—Maldita la utilidad que un poco de agua puede prestarle a un cadáver —se decía—; pero la ilusión de hacer algo, aun cuando según toda evidencia ya no queda nada por hacer, procura, sin embargo, cierto alivio.
Cayley volvió al escritorio, sosteniendo en una mano una esponja y en la otra un pañuelo. Tras de mirar a Antonio, que lo animó con una seña, murmuró algunas palabras y, arrodillado, principió a lavar la cara del muerto. Cuando la hubo cubierto con el pañuelo, Antonio no pudo retener un ligero suspiro, un suspiro de alivio.
Después volvieron a hallarse de pie, uno frente al otro, y se miraron.
—Si puedo serle de alguna utilidad —dijo Antonio— estoy a su disposición.
—Es usted muy amable. Sí, habrá cosas que hacer: la policía, el médico, ¿qué sé yo? Pero no quiero abusar de su bondad y he de pedirles disculpas por haberlo ya molestado tanto.
—Había venido para ver a Beverley. Es uno de mis antiguos amigos.
—Se fue a jugar al golf; pero no tardará en regresar.
Pareció él mismo conmovido por lo que acababa de decir:
—Sí, no tardarán todos en regresar.
—Me quedaré si puedo ayudarlo.
—Sí, se lo ruego. Vea, hay señoras. Será penoso. Si no le es molesto…
Vaciló antes de dirigir a Antonio una sonrisita tímida, enternecedora de parte de aquel hombre de tan vigorosa contextura que parecía destinado a no tener que contar nunca sino consigo mismo.
—Nada más que su apoyo moral, ¿comprende? Ya será mucho.
—Es muy natural.
Antonio le devolvió su sonrisa, y, para animarlo, precisó en tono más firme:
—Bueno, ante todo, creo mi deber aconsejarle que telefonee a la policía.
—¡La policía! ¿Cómo? Ah, sí… supongo…
Fijó en su compañero una mirada interrogativa. Antonio habló sin rodeos:
—Veamos, es preciso encarar de frente la situación ¿señor…?
—Cayley. Soy el primo de Marc Ablett. Vivo aquí con él.
—Yo me llamo Gillingham. Discúlpeme, debí presentarme antes. Bueno, señor Cayley, de nada nos servirá disimular ahora la gravedad de la situación. Un hombre ha sido asesinado aquí. Es preciso que alguien lo haya muerto.
—Pudo matarse él mismo —balbuceó Cayley.
—Podría, sí, pero no ha ocurrido; o si lo hizo, no por eso dejaba de haber alguien con él en el escritorio, y ese alguien ya no está aquí y ha partido llevándose el revólver. De modo que la policía algo tendrá que decir acerca del asunto, ¿no le parece?
Cayley permaneció mudo, con los ojos clavados en el suelo.
—Oh, sé muy bien lo que piensa, y créame que siento por usted la más viva simpatía. Pero ya no somos unos niños. Reflexione: si su primo Marc Ablett estaba en el escritorio con este… con este hombre, entonces, evidentemente…
—¿Quién le ha dicho que estaba? —exclamó Cayley, alzando la cabeza con un movimiento brusco.
—Pues usted mismo, hace un momento.
—Yo estaba en la biblioteca. Marc entró aquí. Muy bien pudo salir. No sé nada. Cualquier otro pudo haber entrado.
—Desde luego —respondió Antonio con tanta paciencia como si se dirigiera a un niño—. Usted, claro, conoce a su primo; yo no. Supongamos que no ha desempeñado ningún papel en este suceso. No por ello queda menos en pie que alguien estaba en esta pieza cuando el hombre fue asesinado, y que la policía, naturalmente, querrá saber quién era. No cree usted que…
Su mirada se posó en el teléfono.
—¿O prefiere que yo me encargue?
Cayley, encogiéndose de hombros, se acercó al aparato.
—Me permitiría… ¿Podría echar una ojeada por aquí? —preguntó Antonio, señalando la puerta abierta.
—Cómo no.
Cayley se sentó delante del teléfono.
—Discúlpeme, señor Gillingham. Estoy tan vinculado con Marc, y de tan antiguo… Pero es evidente, tiene usted toda la razón…
Y descolgó el receptor.
*
Supongamos que deseosos de visitar el escritorio por primera vez, entrásemos, viniendo del hall, por aquella puerta cerrada ahora con llave, pero que, bajo el influjo de una varita mágica, se abriese expresamente para nosotros. Al transponer el umbral, la pieza se extiende, en toda su longitud, a nuestra derecha y a nuestra izquierda o, más exactamente, sólo a la derecha, porque tenemos la pared de la izquierda casi al alcance de la mano; justo enfrente de nosotros atravesando por consiguiente el escritorio en su anchura, se halla a unos quince pies aquella otra puerta por la cual, hace algunos minutos, Cayley ha salido y vuelto después. En la pared de la derecha, alejada de nosotros unos treinta pies, se abre la puerta ventana. Cruzando el escritorio para salir por la puerta opuesta, desembocamos en un pasillo que conduce a dos habitaciones. Una a la derecha, aquella en que entró Cayley, representa menos de la mitad de la longitud del "escritorio"; es una piecita cuadrada que debió servir en algún tiempo de dormitorio. El lecho ya no está; pero queda un lavatorio en un rincón con canillas de agua fría y caliente, sillas, un armario una cómoda. La ventana está orientada exactamente en el mismo sentido que la puerta ventana del escritorio. Pero, si nos asomamos a la ventana del dormitorio, advertimos que inmediatamente a la derecha la vista aparece completamente bloqueada por la pared exterior del escritorio, que, más larga, sobresale alrededor de quince pies sobre el césped.
La pieza que está frente al dormitorio es un cuarto de baño. Las tres habitaciones reunidas forman en conjunto un departamentito completo, utilizado quizá, en tiempo del precedente propietario, por algún inválido que no podía subir la escalera pero que Marc no había ocupado, salvo en lo que concierne a la pieza. Por otra parte, jamás se acostaba en la planta baja.
Antonio echó una ojeada al cuarto de baño, después continuó su recorrido visitando la habitación a la que Cayley se había dirigido un rato antes. La ventana estaba abierta. Se aproximó para admirar el bien cuidado césped que se extendía ante él, y la apacible perspectiva del parque, en último plano. Sentíase verdaderamente apenado por el propietario de todas aquellas cosas hermosas, que se hallaba brutalmente mezclado a un tan horrible caso.
"Cayley cree que es él quien mató a su hermano, pensó Antonio. Es evidente. Esto explica por qué perdió tanto tiempo golpeando esa puerta. ¿Por qué motivo, si no, se habría obstinado en romper aquella cerradura cuando le era tan fácil forzar una ventana? Desde luego, puede sencillamente que haya perdido la cabeza. Por otra parte, podría… Pues sí, bien podría haber hecho eso para proporcionar a su primo una probabilidad de huir. Lo mismo que cuando se trató de llamar a la policía y… otra porción de cosas. Así, por ejemplo, ¿por qué recorrimos semejante distancia en derredor de la casa para alcanzar la ventana? Por cierto que hay una salida por atrás, a la que se podía llegar atravesando el hall. Tendré que examinar esto más tarde."
Antonio, como se ve, había conservado plena lucidez de espíritu. En el exterior, un paso resonó en el pasillo y volviéndose, percibió a Cayley que venía.
Lo miró con atención un breve instante, haciéndose a sí mismo una pregunta, una pregunta asaz extraña en verdad: se preguntó por qué la puerta estaba abierta, o más bien, no exactamente por qué la puerta estaba abierta, lo que podía explicarse muy fácilmente, sino por qué había esperado él que estuviese cerrada. No recordaba haberla cerrado, pero no quedó por ello menos sorprendido de verla ahora abierta, con Cayley en el umbral, disponiéndose a entrar. Un trabajo inconsciente efectuado en su cerebro le había dado la impresión de que la cosa era sorprendente. ¿Por qué?
Relegó provisoriamente aquella impresión a un rincón de su espíritu; la respuesta vendría más tarde. Poseía una memoria de maravillosa fidelidad. Cada una de sus sensaciones visuales o auditivas parecía registrar en su cerebro una impresión correspondiente, a menudo sin que él mismo tuviera conciencia de ello y esos clisés fotográficos permanecían siempre a su alcance, prontos a resurgir no bien los necesitase.
Cayley vino a juntársele a la ventana.
—He telefoneado —dijo—; van a enviar un inspector de Middleston, y la policía local de Stanton vendrá con un doctor. Henos ahora aquí en pleno —añadió, encogiéndose de hombros.
—¿A qué distancia se encuentra Middleston?
Era la estación para la cual Antonio había tomado boleto esa mañana misma, hacía unas seis horas apenas. ¡Cuán inverosímiles parecían esos acontecimientos!
—¿A unas veinte millas? No tardarán en regresar.
—¿Beverley y los otros?
—Sí. Me parece que querrán abandonar la casa enseguida.
—Valdría mucho más.
—Cierto.
Tras un instante de silencio, Cayley preguntó:
—¿Vive usted cerca de aquí?
—Me he hospedado en el George Hotel, en Woodham.
—Si está usted solo, me agradaría que viniera a alojarse aquí. Vea usted —continuó, como bajo el imperio de una creciente angustia—, será preciso que esté usted aquí para el sumario y… lo demás. Si me permite que le ofrezca la hospitalidad de mi primo en su… Quiero decir, si él no… si realmente ha…
Antonio se apresuró a acudir en su ayuda, expresándole su agradecimiento y su aceptación.
—Perfectamente. Quizá Beverley se quede también, puesto que es uno de sus amigos. Es un excelente muchacho.
Después de lo que Cayley había dicho y más aún de lo que había vacilado en decir, Antonio se sintió confirmado en su primera opinión de que Marc debió ser el último en ver a su hermano vivo. Pero no deducía de ello que Marc fuese un asesino. Los revólveres pueden dispararse accidentalmente y, cuando así ocurre, las personas emprenden la fuga perdiendo la cabeza a la sola idea de que podría no darse crédito a su versión del drama. Sin embargo, cuando esas personas han desaparecido, inocentes o culpables, no puede uno menos que preguntarse qué camino han tomado.
—Supongo que no es por aquí —dijo en alta voz Antonio, inclinado sobre la ventana.
—¿Qué? —preguntó duramente Cayley.
—Bueno, el desconocido, o quien sea —respondió Antonio—. El asesino, o, si lo prefiere, el hombre que cerró la puerta con llave después que Robert Ablett fue muerto.
—Me pregunto…
—Vea. ¿Cómo habría podido salir de otro modo? No ha pasado por la ventana de la pieza vecina puesto que estaba cerrada.
—¿No es verdaderamente extraño?
—Sí, a mí también me pareció muy extraño en el primer momento; pero…
Señaló la pared que formaba saliente, a la derecha:
—Fíjese: saliendo por aquí, se está protegido de todo el resto de la casa y se desemboca cerca del bosquecillo. Al contrario, pasando por la puerta ventana, la cosa es mucho más visible. Aquí usted está completamente fuera de la vista de toda esa parte de la casa, al oeste, casi al noroeste, donde se hallan la cocina y sus dependencias. Oh, ciertamente que, quienquiera que fuese, conocía el sitio, y no podía escoger nada mejor que salir por esta ventana. Se ha encontrado directamente en la espesura.
Cayley lo miró con mayor atención.
—Me parece, señor Gillingham, que para venir aquí por primera vez, conoce usted bastante bien la casa.
—Oh —respondió Antonio riendo— he observado ciertas cosas. Nací observador, ¿sabe usted? Pero ¿no tengo razón en lo que he dicho acerca de los motivos por los que prefirió esta salida?
—Sí, creo que tiene usted razón. —Cayley miró del lado del bosquecillo:
—Ahora, ¿querrá usted sin duda ir a hacer observaciones allá?
—Creo que podemos dejar ese rincón a la policía —contestó suavemente Antonio—. Es más bien… En fin, no es tan urgente.
Un suspiro partió del pecho de Cayley, como si su respiración, interrumpida un instante en espera de la respuesta, recobrase su curso normal.
—Gracias, señor Gillingham.