El misterio de la Casa Roja

XXI

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EL ALEGATO DE CAYLEY

"Querido señor Gillingham:

No dudo, después de su carta, que ha hecho usted ciertos descubrimientos. Sé que puede usted considerar de su deber comunicarlos a la policía y que en tal caso, mi arresto bajo inculpación de asesinato sobrevendría inevitablemente. Por qué, sabiendo lo que usted sabe, ha preferido usted advertirme y manifestarme en detalle sus intenciones, lo ignoro. Quizá se deba a que a pesar de todo ha conservado hacia mí cierta simpatía. Simpatía o no, tiene usted necesidad de conocer —y yo de que las conozca— las circunstancias exactas en que murió Marc Ablett, lo mismo que las razones que hacían necesaria su muerte. Si la policía debe ser puesta al corriente, prefiero que sepa también íntegra la verdad. Podrá entonces, usted también quizá, calificar mi gesto de asesinato. Como en esos momentos yo ya no estaré allí para emocionarme, que lo llamen como les parezca.

"Remitámonos al principio, si le parece a usted bien, a un día de verano hace quince años. Yo era entonces un niño de trece años y Marc un joven de veinticinco. Toda su vida no ha sido más que un histrión. En aquel momento representaba el papel de filántropo. Vino a sentarse en nuestro saloncito, haciendo chasquear sobre el revés de su mano izquierda, con gesto desenvuelto, el par de guantes que balanceaba en la otra mano, mientras mi madre, alma simple, se extasiaba ante las elegantes maneras de aquel noble caballero, y Felipe y yo, presurosamente lavados y engolados en nuestros cuellos almidonados, permanecíamos en pie delante de él, codeándonos, descargándonos pequeños puntapiés en los tobillos y maldiciendo en nuestro interior su venida que interrumpía nuestros juegos. ¡Es que había decidido adoptarnos a uno de nosotros dos, el amable primo Marc! Sabe Dios por qué fui yo el elegido. Felipe no tenía más que once años; dos años más a esperar: sin duda por eso es que me prefirió.

"Marc aseguró mi educación. Me envió al colegio, después a Cambridge. Luego me convertí en su secretario, en algo más que un secretario, como ha podido decírselo su amigo Beverley: fui su administrador, su consejero financiero, su embajador, mil otras cosas todavía; pero, por encima de todo… su oyente. Marc no podía vivir solo. Siempre necesitaba de alguien que lo escuchase. Creo que en el fondo de su corazón contaba conmigo para ser un Boswell. Un día me anunció que había hecho de mí el ejecutor de su testamento literario. ¡Pobre hombre! Cuando no estaba con él, me escribía cartas tan largas como absurdas, que yo me apresuraba a romper después de haberlas leído. ¡Un hombre fútil y sin la menor consistencia!

"Hace tres años, Felipe se encontró en dificultades. De la escuela, un establecimiento de segundo orden, lo habían precipitado prematuramente en un escritorio, en Londres, y pronto se dio cuenta que la vida de un empleado, solo en el mundo, con dos libras de sueldo por semana, nada tenía de atrayente. Un día recibí de él una carta desesperada: necesitaba cien libras inmediatamente; sólo esta suma, decía, podría evitarle un desastre. Pedí ese dinero a Marc; solamente prestado, ¿entiende usted? Me pagaba un salario elevado: hubiera yo podido reembolsarlo en tres meses. Pero no, no vio ningún interés para él, supongo; no habría aplausos ni admiración pública. La gratitud de Felipe iría a mí, no a él. Le supliqué, lo amenacé, tuvimos vivas discusiones, y mientras discutíamos, Felipe fue arrestado. Mi madre murió del disgusto. Felipe siempre había sido su preferido. Marc, como de costumbre, dio al acontecimiento una interpretación favorable a su vanidad: no vio sino un homenaje rendido por las circunstancias a sus dones de psicólogo perspicaz que supo elegir doce años antes al mejor de los dos hermanos.

"Un poco más tarde, me disculpé con Marc de las palabras bastante duras que me dejé arrastrar a decirle Representó, con su charlatanismo habitual, el papel del protector magnánimo que consiente en perdonar.

Pero, aunque exteriormente nada cambió entre nosotros, aunque su vanidad no le permitió darse cuenta de ello, lo cierto es que yo me convertí, a partir de ese día, en su mortal enemigo. Mas, a no haber mediado otras cosas, no sé, empero, si hubiera llegado a matarlo. Es peligroso vivir en la intimidad de un hombre a quien se odia… Su ciega fe en la reconocida admiración de su protegido y en sus derechos de benefactor lo dejaría en lo sucesivo completamente inerme a mi merced. Podía tomarme mi tiempo y elegir mi momento. Quizá no lo hubiera matado; pero me había jurado a mí mismo concederme mi desquite… Estaba a mi alcance, pobre fantoche hinchado de vanidad, enteramente en mi poder. No había razón para apresurarme.

"Dos años más tarde, debí encarar la situación bajo un nuevo aspecto, porque mi venganza corría riesgo de escapárseme. Marc se había entregado a la bebida. ¿Hubiera podido yo arrancarlo al vicio? No lo creo. En todo caso, ante mi propio asombro, no pude menos de probar. ¿Era pura reacción instintiva? ¿O bien me dije que si se convertía en un beodo hasta el punto de sucumbir al vicio, perdería yo la ocasión de vengarme? Con franqueza, no sabría decirlo. Sea lo que fuere, hice sinceros esfuerzos por apartarlo de su pasión por la bebida. ¡El alcoholismo, en sí, es una cosa repugnante!

"No llegué a curarlo, pero, al menos, a mantenerlo dentro de ciertos límites, de suerte que nadie aparte de mí conoció su secreto. Sí, conseguí hacerle guardar exteriormente una actitud decente. Quizás, obrando así, no hacía yo más que imitar al caníbal, que, en su propio interés, conserva en buen estado su futura presa. Yo también me había habituado a mirar a Marc como a la víctima que me había sido prometida, a deleitarme con la idea de que únicamente de mí dependía arruinarlo cuando así me pareciera, financieramente, moralmente, en fin, del modo que me proporcionara, llegado el momento, el máximo de satisfacción. No tenía mi mano sino que cesar de sostenerlo, y zozobraría. Pero, repito, nada me obligaba a apresurarme.

"Fue él mismo quien precipitó su muerte. Aquel frívolo borrachín, roído por el egoísmo y la vanidad, concibió el monstruoso designio de unir su ser bestial a la criatura más pura, más angelical que jamás haya habido sobre la tierra. Esa deliciosa joven, usted la ha visto, señor Gillingham; pero no conoció usted nunca a Marc Ablett. Aun cuando no hubiese sido un borracho, jamás hubiera tenido ella la menor probabilidad de ser feliz junto a él. En todos los años que lo he conocido, no le he visto experimentar, ni una sola vez, un sentimiento generoso.

La vida con ese hombre seco y mezquino habría sido un infierno para ella y un infierno mil veces peor aún desde que bebía.

"Así, pues, era preciso eliminar a este hombre; yo era el único que podía protegerla, porque su madre conspiraba su pérdida con Marc. ¡Por ella, yo habría matado abiertamente a Marc, si hubiese sido necesario, y con qué júbilo! Pero ¿por qué sacrificarme al mismo tiempo, si no era indispensable? Marc estaba en mi poder. Por la lisonja, estaba seguro de conducirlo a hacer todo lo que yo quisiera. No me seria difícil, seguramente, dar a su muerte las apariencias de un accidente.

"No abusaré de su tiempo explicándole todos los planes que sucesivamente concebí y rechacé. Casi me había decidido por un proyecto de accidente en el estanque: un paseo en bote, Marc pésimo nadador, yo, volviendo casi exhausto después de un valiente esfuerzo para salvarlo… Pero fue él mismo quien se encargó de suministrarme una idea todavía mejor. Fue él quien, merced también un poco a la señorita Norris, vino a entregarse a mí en condiciones que no implicaban ningún riesgo; al menos, así lo creí, hasta el momento en que me hizo saber usted que lo había descubierto todo…

"Un día, en la mesa, nos pusimos a hablar de fantasmas. Marc se mostró aún más vano, más presuntuoso y estúpido que de costumbre y yo noté que su actitud había irritado a la señorita Norris. Después de la comida, nos participó su idea de disfrazarse de fantasma para asustarlo. Creí mi deber advertirle que Marc tomaba muy a mal las bromas de que era objeto; mas no cedió ella en su decisión y, a pesar mío, debí ceder. A mi pesar, también, le confié el secreto del pasaje. Existe un pasaje subterráneo que va de la biblioteca al cuadro de césped. Debería usted ejercer su ingenio, señor Gillingham, en tratar de descubrirlo. El propio Marc lo descubrió enteramente por azar, hace alrededor de un año. Fue una ganga para él: pudo beber con mayor secreto que en la casa. No pudo menos que hacerme partícipe de su hallazgo: aun para sus vicios, le hacía falta un espectador.

"Me resigné a hablar del pasaje a la señorita Norris, pensando que era necesario a mis planes que Marc fuera atemorizado todo lo posible. Sin el subterráneo, ella jamás habría podido llegar lo bastante cerca del terreno de bochas para asustarlo verdaderamente. Al contrario, su aparición, tal como lo habíamos combinado, fue todo lo impresionante que era de desear y sumió a Marc exactamente en el estado de cólera y de rencor que quería yo provocar. La señorita Norris, como lo sabrá usted sin duda, es una actriz profesional. No necesito añadir que no me creyó animado de ningún otro sentimiento que un juvenil deseo de jugar una broma dirigida tanto contra los otros como contra Marc.

"Vino en mi busca esa noche, tal como yo lo esperaba, temblando aún de furor: la señorita Norris no volvería a ser invitada aquí, debía yo anotarlo especial y definitivamente; nunca más. Ella lo había ultrajado. No deseaba adquirir la reputación de un huésped que soporta un escándalo en su casa. Al día siguiente la pondría en la puerta de la calle. En fin, quedó; las reglas elementales de la hospitalidad no permitían obrar de otro modo. Pero me repitió que no volvería a invitarla. Estaba absolutamente decidido. Lo calmé como quien calma a un niño, con halagos y buenas palabras. Sí, la señorita Norris había obrado muy mal, tenía él razón, pero más valía que no le dejara ver que se había sentido herido por su impertinencia. Evidentemente, era necesario que no volviera más.

"Luego, de pronto, me eché a reír. Me miró indignado, preguntándome fríamente:

"—¿Te parece la cosa divertida?

"—Estaba pensando que sería muy gracioso si… si tú pudieras tomar tu desquite.

"—¿Mi desquite? ¿Qué quieres decir?

"—Bueno, pagarle en la misma moneda.

"—¿Tratar a mi vez de asustarla?

—"No, no, disfrazarte a tu vez y, como suele decirse, hacerla bailar en la cuerda floja, ponerla en ridículo en presencia de los otros… y cobrarte ampliamente.

"Muy excitado, casi se puso a saltar de alegría, exclamando:

"—¡Maravilloso, Cayley! ¡Si pudiese! Pero ¿cómo? Es preciso que des con un medio.

"No sé si Beverley le ha hablado a usted de las pretensiones teatrales de Marc. En todas las artes, tenía la más elevada idea de su talento; pero es como actor que se hallaba más admirable. Verdad es que era capaz de hacer bastante buena figura en un escenario, a condición, sin embargo, de tener la escena para sí y representar ante un público ya dispuesto a aplaudirlo. Como actor profesional, en un papel secundario, hubiera estado lamentable; como aficionado, en el papel principal, merecía, en suma, los elogios que le dirigían los diarios locales. De modo que la idea de proporcionarnos una representación privada dirigida contra una actriz profesional que se había burlado públicamente de él, halagó a la vez su vanidad y su rencor. Si él, Marc Ablett, conseguía, gracias a su prestigioso talento, ridiculizar a Ruth Norris ante el mundo, a engañarla hasta el último momento, luego, unir triunfalmente su risa a las risas de los que se burlarían de ella, hubiera sido un desquite digno de él. (Todo esto debe parecerle muy infantil, señor Gillingham. ¡Ah!, es que no conoció usted a Marc Ablett).

"—¿Cómo hacer, Cayley? —me preguntaba.

"—Todavía no he tenido tiempo de reflexionar —respondí—. Es una idea que se me acaba de ocurrir.

"Pero él principió a buscar:

"—Podría hacerme pasar por un director teatral venido expresamente a verla… Pero no: supongo que los conoce a todos. O bien, ¿si llegase a pedirle una ?

"—Sería difícil —le respondí con aire pensativo—. Tienes una fisonomía muy característica, y tu barba…

"—Me la haré afeitar…

"—¡Mi querido Marc!

"Desvió los ojos y murmuró:

"—Ya había pensado desembarazarme de ella de todos modos. Y después, si emprendo esté asunto, quiero realizarlo con todas las garantías de éxito.

"—Sí, siempre fuiste un gran artista —le dije, contemplándole con admiración.

"Estaba loco de alegría. Ser calificado de gran artista era lo que más apetecía en el mundo. Ahora, sentí que lo tenía en mis manos.

"—Con todo —continué—, aun sin barba ni bigote, podrías todavía ser reconocible, a menos que…

"—¿A menos qué…? Di, pronto…

"—Que te hagas pasar por Robert.

"Echándome a reír, insistí:

"—Pues sí, no sería en verdad una mala idea: hacerte pasar por Robert, tu aventurero hermano, y jugarle una pasada a la señorita Norris: pedirle prestado dinero o algo así.

"Me miraba con sus vivos ojillos, aprobando entusiasmado el proyecto.

"—¿Robert? Sí, pero ¿cómo arreglarnos?

"Robert ha existido verdaderamente, señor Gillingham, como no dudo que usted mismo y el inspector han debido asegurarse. Es también exacto que llevó una vida de perdulario y se embarcó para Australia. Pero es falso que haya venido a la Casa Roja el martes a la tarde. No habría podido, porque murió (sin que nadie lo lamentara), hace tres años. Sólo que nadie lo sabía, fuera de Marc y de mí. Marc era el único sobreviviente de su familia, después de la muerte de su hermana, el año pasado. Ni siquiera creo que esa hermana se haya preocupado de saber si Robert vivía o estaba muerto. Nunca se hablaba de él.

"Nos pasamos los dos días siguientes, Marc y yo, trazando nuestros planes. Ya habrá usted comprendido que nuestros propósitos no eran idénticos: Marc preparaba su comedia para una parte de la tarde, digamos las dos; pero yo organizaba esa misma comedia para que se prolongase hasta en su tumba. A él, le bastaba engañar a la señorita Norris y a los otros invitados; yo debía engañar al mundo entero. Cuando se hubiera transformado al punto de no podérsele distinguir de Robert, lo mataría. Entonces, muerto Robert y Marc desaparecido, ¿qué otra cosa podrían creer, sino que Marc había matado a Robert? Ve usted cuan importante era para mí que Marc encarnase a fondo su nuevo (y último) personaje. Medidas insuficientes lo habrían perdido todo.

"Pensará usted quizá que era imposible llevar la cosa lo bastante lejos para que fuese verosímil. Vuelvo a responder; no conoció usted a Marc. Iba a poder mostrarse lo que más deseaba ser: un artista. Ningún Otelo se habría retocado de pies a cabeza con un entusiasmo comparable al que puso Marc en hacerse irreconocible. Se afeitó la barba. Quizá una observación casual que hiciera un día la señorita Norbury contribuyó a ello: no le gustaban a ella los hombres que llevaban barba. Era importante también para mí que el muerto no confiara a la manicura el cuidado de sus manos. Obrando sobre la cuerda sensible de su vanidad de artista, gané la causa: se dejó crecer las uñas y después las cortó torpemente con unas tijeras ordinarias.

"—La señorita Norris notaría inmediatamente tus manos —le dije—. Además, un verdadero artista…

"Lo mismo con su ropa interior. Apenas fue necesario darle la idea de hacer que sus calzoncillos sobrepasasen el bajo del pantalón. Como artista, ya había encarado todos los detalles del traje de Robert. Yo me encargué de comprar las prendas en Londres. Aunque yo no hubiese cuidado de quitar todas las etiquetas, él lo habría hecho por instinto. Como australiano y como artista, no hubiera soportado conservar en una ropa interior la dirección de un comerciante londinense. Sí, ambos entendíamos hacer seriamente las cosas: él, como artista, yo, como… diga usted como un asesino, si quiere; ahora me es indiferente.

"Nuestros planes estaban minuciosamente trazados. De Londres, a donde me trasladé el lunes, escribí a Marc la carta de Robert (siempre el mismo deseo artístico de la perfección). Al mismo tiempo, compré un revólver.

El martes por la mañana, Marc anunció, en el desayuno, la llegada de Robert. Ahora Robert estaba vivo: éramos seis testigos para probarlo, seis testigos que sabían que debía venir a la tarde. Habíamos convenido entre nosotros dos que Robert se presentaría a las tres, algún tiempo antes del regreso de los jugadores de golf. La camarera buscaría a Marc, y, no hallándolo, regresaría al escritorio, donde me vería conversando con Robert en ausencia de Marc. Explicaría que Marc había salido y yo mismo presentaría al poco presentable hermano en la mesa del té. La ausencia de Marc no suscitara ningún comentario, porque todo el mundo se diría (Robert, por otra parte, no dejaría de subrayarlo), que no sentía grandes deseos de encontrarse con el visitante. Entonces Robert se mostraría cómicamente agresivo hacia todos los huéspedes de la casa y en especial, por supuesto, hacia la señorita Norris, hasta el momento en que juzgara que la broma ya había ido bastante lejos.

"Era éste nuestro plan secreto, o más exactamente, el de Marc, porque el mío difería.

"El anuncio de la noticia, en el desayuno, tuvo pleno éxito. Después de la partida de los golfistas, empleamos la mañana en dar la última mano a nuestros preparativos. Mi principal preocupación era que Marc adquiriese al máximo la identidad de Robert. Por esta razón, le sugerí la idea de utilizar, cuando estuviese vestido, el pasaje secreto que conducía al cuadro de césped, y regresar después por la avenida de acceso, sin olvidar de entrar en conversación con el guardián. Tendría yo así dos testigos más para atestiguar la llegada de Robert: primero, el guardián de la portería; después, uno de los jardineros, que yo haría trabajar en el césped, delante de la casa. Marc, naturalmente, se mostró dispuesto a seguir mis consejos. Podría así comenzar a hacer, con el portero, la prueba de su acento australiano. Era verdaderamente divertido ver con qué entusiasmo se acogía cada una de mis sugestiones. Jamás asesinato alguno fue tan cuidadosamente preparado… por la víctima.

"Cambió de ropas en el cuarto contiguo al escritorio. Era el sitio más seguro… para los dos. Cuando estuvo pronto, me llamó para una última inspección. Quedé estupefacto de ver hasta qué punto ofrecía realmente la apariencia de su personaje. Supongo que los estigmas de su depravación debían estar ya impresos en su rostro desde hacía algún tiempo, pero con su barba y su bigote los había ocultado hasta entonces. Ahora que estaba afeitado, los signos de su vergüenza aparecían a plena luz; ninguna de las personas a quienes los habíamos disimulado con tanto cuidado podría en lo sucesivo engañarse. Era en verdad el descarriado cuyo papel desempeñaba.

"—¡Increíble! ¡Verdaderamente prodigioso! —le dije.

"Sonrió con su afectación habitual y atrajo mi atención sobre algunos detalles artísticos que podía yo no haber notado.

"Fui a echar un vistazo al hall. Estaba vacío. Lo atravesamos corriendo para ganar la biblioteca. Marc descendió al pasaje y se alejó. Regresando al cuarto, reuní todas las ropas que acababa de quitarse e hice con ellas un envoltorio que llevé al pasaje. Después fui a sentarme al hall y esperé:

"Usted ha oído la declaración de Audrey Stevens, la camarera. En cuanto se alejó en dirección al Templo, en busca de Marc, entré en el escritorio. Mi mano derecha, sepultada en mi bolsillo, empuñaba un revólver.

"Marc comenzó enseguida a representar su papel de Robert en un informe galimatías, donde explicaba que vino de Australia trabajando a bordo para pagar su pasaje, primer ensayo que hacía para mi edificación personal. Luego, saboreando por anticipado su tan bien combinado desquite contra la señorita Norris, exclamó, ya con voz natural:

"—¡Ahora me ha llegado mi vez! Espera".

"Estas fueron las palabras que oyó Elsie. No tenía nada que hacer en el hall a esas horas y hubiera podido echarlo todo a rodar; pero las circunstancias obraron de tal modo que su presencia contribuyó a favorecer mis planes. A partir de entonces disponía yo del testimonio esencial que me faltaba, un testimonio independiente del mío, para probar que Marc y Robert se habían encontrado en el escritorio.

"Pero yo, por mi parte, no había pronunciado una palabra. No iba a correr el riesgo de que alguien pudiese oírme hablar en aquel sitio. Sólo respondí con una sonrisa a los desvaríos de aquel pobre loco, saqué mi revólver y lo maté; después me volví a esperar en la biblioteca, como lo he declarado en mi deposición.

"¿Podrá usted imaginase señor Gillingham, la impresión que provocó en mí su repentina aparición? ¿Puede representarse los sentimientos de un "asesino" que se sentía seguro de haber previsto todas las eventualidades y que se halla súbitamente colocado en presencia de un problema enteramente nuevo? ¿Cuáles serían las consecuencias de su llegada? No lo sabía; quizá fuesen nulas, quizá capitales. ¡Y yo había olvidado abrir la ventana!

"¿Juzga usted muy hábil el plan que había yo adoptado para matar a Marc? Tal vez no; pero, si algunos elogios merezco en todo este asunto, creo que será por la "capacidad de reacción" de que di pruebas frente a la imprevisible catástrofe que constituía su llegada. Sí, tuve la sangre fría de hallar un medio de abrir una ventana, señor Gillingham, bajo sus propias narices, y justamente la que convenía, como fue usted mismo lo bastante amable para reconocerlo poco después. Y las llaves… sus deducciones no carecieron de sutileza, pero creo haber sido más sutil aún. En este punto, conseguí plenamente inducirlo a error, señor Gillingham, como me lo confirmó una conversación sostenida entre usted y su amigo Beverley en el cuadro de césped, y que me tomé la libertad de escuchar sin que ustedes lo supiesen. ¿Dónde estaba yo? Ah, es preciso que trate de descubrir ese pasaje secreto…

"Pero ¿qué digo? ¿Lo habré inducido verdaderamente en error? Usted ha puesto en claro toda mi combinación, comprendió que Robert era Marc, y el resto importa poco. ¿Cómo llegó usted a descubrirlo? Jamás lo sabré. ¿Dónde estaba el defecto de mi plan? Quizá haya sido usted quien me engañó de uno a otro extremo. Quizá lo sepa todo acerca de las llaves, de la ventana; y hasta del pasaje secreto. Es usted un hombre notable, señor Gillingham.

"¿Qué hacer con las ropas de Marc? Hubiera podido dejarlas en el pasaje; pero el secreto del pasaje sería muy relativo en lo sucesivo, porque la señorita Norris lo conocía. Quizá haya sido éste el punto débil de mi plan: haber puesto a la señorita Norris al corriente. Hice entonces desaparecer las ropas en el estanque; el inspector había tenido la amabilidad de hacerlo previamente dragar, por mi consejo. Añadí dos llaves, pero conservé el revólver. Ha sido una suerte, ¿verdad, señor Gillingham?

"No creo que me quede gran cosa por explicarle. Esta carta es larga, pero será la última que escriba. Hubo un tiempo en que puse todas mis esperanzas en un porvenir dichoso, un porvenir en que ya no habría estado en la Casa Roja, ni solo. Sin duda no era más que uno de esos sueños, demasiado hermosos para ser realizables, a los que se abandona locamente la imaginación cuando las exigencias de la vida le conceden un instante de tregua. Al presente, no soy más digno de ella que lo era Marc. Pero yo sé que hubiera podido hacerla feliz, señor Gillingham. ¡Dios mío, cómo me hubiera gustado trabajar con toda mi alma para darle la dicha! Ahora, es imposible. Ofrecerle la mano de un asesino sería tan odioso como ofrecerle la mano de un borracho, y por haber querido intentar tan monstruosa aventura, Marc ha muerto. Volví a verla esta mañana. Estuvo encantadora. Vivimos en un mundo muy difícil de comprender.

"Henos aquí todos concluidos, desaparecidos: los Ablett como los Cayley. Me pregunto lo que el viejo abuelo Cayley pensará de todo esto. Quizá valga más que no quede ninguno de nosotros. ¿Qué podrían reprocharle a la pobre abuela Sara… salvo su mal carácter? Tenía la nariz de los Ablett… y está dicho todo. Me alegro que no haya dejado otros hijos.

"Adiós, señor Gillingham. Me molesta que su estada entre nosotros no haya sido más agradable; pero usted conoce las dificultades entre las que yo me debatía. No deje a Bill formar una opinión demasiado mala de mí. Es un excelente muchacho; continúe siendo su amigo. Quedará sorprendido; la juventud vive en una perpetua sorpresa. Le agradezco que me haya dejado elegir libremente el fin que me convenga. Sigo creyendo que siente usted por mí cierta simpatía. En un momento mejor, hubiéramos podido ser amigos: usted y yo, yo y ella… A ella, dígale lo que quiera: todo… o nada. Usted mismo juzgará lo que sea más conveniente. Adiós, señor Gillingham.

Mateo Cayley".

P. S. — Me siento muy solo, sin Marc, esta noche. Curioso, ¿verdad?

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