El misterio de la Casa Roja

XVI

XVI

PREPARATIVOS PARA LA NOCHE

¿Cuál era aquel misterioso objeto que Cayley quería hacer desaparecer en el estanque durante la noche? Antonio creía saberlo ahora: debía ser el cuerpo de Marc. Desde el principio, esta respuesta había estado a punto de imponerse varias veces a su espíritu, pero la rechazaba con horror. Que Marc hubiera sido asesinado, quizá; pero ¡con tan fría premeditación! ¿Cayley era capaz de un acto semejante? Bill hubiera afirmado que no. ¡Vamos! ¡Cayley, su vecino de mesa en todas las comidas, el compañero con quien bromeaba en ocasiones, su compañero de juegos! Bill no podía admitir esta hipótesis porque él mismo jamás habría calculado y decretado así la muerte de quienquiera que fuese, y porque tenía por supuesto que la mentalidad de los otros se asemejaba a la suya. Antonio, en cambio, no se hacía tantas ilusiones. A diario se descubren crímenes. Un asesinato acababa de cometerse en la Casa Roja: el cadáver de Robert daba fe. ¿Por qué no se habría producido otro más?

¿Marc estaba realmente en el escritorio en el momento fatal? El único testigo que lo afirmaba (fuera de Cayley, que, evidentemente, no contaba), era Elsie. Elsie decía ciertamente haber oído su voz; pero Bill reconocía que era una voz muy particular, facilísima, por tanto, de imitar. Puesto que Bill lo imitó con éxito, ¿por qué Cayley no habría hecho otro tanto?

Tal vez, después de todo, el crimen no se habría cometido en condiciones tan cínicas. Supongamos que Cayley haya sostenido por la tarde con su primo una discusión a propósito de esa joven que ambos cortejaban. Supongamos que Cayley haya matado a Marc, o voluntariamente en un acceso de cólera, o accidentalmente queriendo sólo golpearlo para arrojarlo a tierra. Supongamos que esto haya ocurrido en el pasaje, a eso de las dos, sea que Cayley hubiera conducido allí de intento a Marc, sea que el propio Marc le propusiera dar una vuelta por el sitio (Marc debía hallarse prendado de aquel pasaje secreto y sin duda iba a menudo a contemplarlo por puro placer). Supongamos a Cayley con aquel cadáver a sus pies. Siente ya cerrarse en torno de su cuello la soga del castigo. Su pensamiento, enloquecido, se orienta en una dirección, luego en otra, buscando frenéticamente una salida. Repentinamente, sin establecer de momento relación alguna entre aquel recuerdo y su situación, se acuerda que Robert se ha anunciado para las tres. Maquinalmente, consulta su reloj… falta una media hora. Es preciso encontrar un medio, muy rápido, inmediatamente. ¿Enterrar el cuerpo en el pasaje y dejar creer que Marc ha huido, despavorido a la noticia de la llegada de su hermano? No. Todos los presentes en el desayuno comprobaron que Marc, aunque fastidiado por la reaparición de aquella oveja descarriada, no estaba de ningún modo aterrorizado. La historia no cuajaba. La trama era verdaderamente demasiado frágil… Entonces, ¿pretender que Marc vio a su hermano y que se querellaron? Disponer todas las apariencias de modo de hacer creer que Robert mató a Marc.

Antonio se representaba a Cayley en el pasaje, de pie junto al cuerpo de su primo, torturándose el cerebro, concibiendo y desechando las más extravagantes soluciones. ¿Cómo hacer pasar a Robert por el asesino, si Robert permanece vivo para afirmar lo contrario…? Entonces, supongamos que Robert muere también…

Saca otra vez su reloj (¡nada más que veinticinco minutos!). Sí, veamos, supongamos que Robert haya muerto también. Robert muerto en el escritorio, y Marc en el pasaje… ¿Qué partido sacar de esta nueva situación? ¡Era cosa de volverse loco! Si, por una circunstancia cualquiera, ambos cadáveres fuesen hallados uno al lado del otro… ¿Hacer pasar la muerte de Robert por un suicidio? ¿Era posible? No… ¡era para volverse loco! Demasiado difícil (¡nada más que veinte minutos ahora!). Demasiado difícil para solucionarlo en veinte minutos. Era preciso renunciar al suicidio: aparato escénico demasiado complicado… (¡nada más que diecinueve minutos!).

Luego, ¡la súbita inspiración! El cadáver de Robert en el escritorio, el de Marc oculto en el pasaje… Imposible hacer pasar a Robert por el asesino, pero ¡cuánto más fácil atribuir este papel a Marc! ¡Robert muerto y Marc desaparecido! He aquí la solución perfecta, la que debió saltarle a los ojos desde el primer momento; Marc habrá muerto a Robert; accidentalmente, sí, eso será lo más verosímil; luego ha huido, presa del pánico (mira el reloj por última vez). Nada más que quince minutos. Ahora le basta con este tiempo. Todo se arregla por sí mismo.

¿Las cosas ocurrieron así? ¿Era la explicación que tanto había buscado Antonio? Concordaba con los hechos, tal como él los conocía; pero la otra hipótesis que expusiera a Bill por la mañana no concordaba menos bien con esos mismos hechos.

—¿Qué otra hipótesis? —preguntó Bill.

De vuelta de Jallands a través del parque, se habían sentado cerca del tallar que dominaba el estanque. El inspector y sus auxiliares, concluido su trabajo, se habían retirado.

Bill, boquiabierto, había escuchado a Antonio desarrollar su nueva teoría, sin interrumpirle de vez en cuando más que con una exclamación de sorpresa o de indignación. Por todo comentario, observó simplemente al final:

—¡Es verdaderamente diabólico, este Cayley! Pero ¿en qué difiere de éste tu teoría de esta mañana?

—Dije que Marc, habiendo muerto accidentalmente a Robert, habría llamado a Cayley en su ayuda, y que Cayley, después de haberlo enviado a ocultarse en el pasaje, habría cerrado con llave, desde el exterior, la puerta del escritorio antes de aporrearla reiteradamente.

—Sí, ya recuerdo. Te mostraste muy misterioso cuando te pregunté qué podía sacarse en conclusión. No quisiste precisar.

Bill reflexionó algunos instantes antes de continuar:

—¿Querías decir, supongo, que Cayley habría tratado deliberadamente de traicionar a Marc para intentar hacer creer que éste era el asesino?

—Quería sobre todo prepararte para la idea de que probablemente hallaríamos a Marc en el pasaje, muerto o vivo.

—¿Ahora ya no lo crees?

—Continúo creyendo que está, pero muerto.

—¿Supones que Cayley bajó después para matarlo, sea luego de nuestra llegada, sea luego de la llegada de la policía?

—Es la idea ante la cual retrocedí, pero que me persigue. ¡Semejante acto, cumplido a sangre fría, sería odioso! Quizá Cayley no sea incapaz de hacerlo; por mi parte, rehuso detener en ello mi pensamiento.

—Pero me parece que las dos hipótesis son igualmente odiosas. La otra no supone una sangre fría menos sublevante. Según tú, Cayley entra en el escritorio con la firme resolución de matar a un hombre con quien no ha tenido ninguna diferencia, a quien no ve desde hace quince años.

—Sin duda, pero esta vez es para salvar su cabeza. Aquí está toda la diferencia. Admito en este caso que haya sostenido antes con Marc una discusión violenta respecto a la joven y que no haya muerto a su rival sino en un súbito acceso de cólera. Entonces, con Robert, habría obrado por instinto de conservación, por defender su propia vida. No pretendo que esto sea más excusable sino más comprensible. Pienso que el cadáver de Marc yace actualmente en el pasaje y que debe estar allí desde… digamos las dos y media de la tarde de ayer. Esta noche, Cayley va a arrojarlo al estanque.

Bill arrancó unos puñados de musgo que se hallaban al alcance de su mano y los echó a lo lejos, diciendo:

—Quizá tengas razón; sin embargo, todo esto no son más que hipótesis y suposiciones.

—Evidentemente, y nada más —respondió Antonio riendo—; pero esta noche sabremos si he adivinado con exactitud o no.

El rostro de Bill se iluminó súbitamente:

—¡Esta noche, es cierto! ¡Qué magnífica aventura! ¿Cómo nos las arreglaremos?

Antonio guardó un instante de silencio y después resolvió.

—Hay que avisar a la policía, por supuesto, para que vigile el estanque esta noche.

—Claro —aprobó Bill con una sonrisa forzada que mucho se parecía a una mueca de despecho.

—Pero me parece que es aún prematuro hacerla partícipe de nuestras sospechas.

—Sí, en efecto —repitió Bill en tono solemne. Antonio se echó a reír.

—¡Farsante! ¡Conseguí que te descubrieras!

—Entonces, ¡al diablo con la policía! El asunto quedará entre nosotros. No veo por qué nos privaríamos del placer de desempeñar nuestro pequeño papel, que no carecerá de atracción.

—Tampoco yo veo por qué. De modo, pues, que prescindiremos de la policía esta noche.

Dos problemas había que resolver: primero, salir de la casa a escondidas de Cayley; segundo, recoger lo que Cayley arrojara al estanque.

—Coloquémonos en el punto de vista de Cayley —comenzó Antonio—. Aun cuando ignore que lo vigilamos, no podrá menos que cuidarse de nosotros. Está obligado a desconfiar de todos los habitantes de la casa y en particular de nosotros, a quienes se presume más inteligentes que los demás.

Se detuvo un segundo para encender su pipa. Bill se regodeaba, muy decidido a mostrar que era más inteligente que la señora Stevens.

—Como tiene que hacer desaparecer una cosa esta noche, sin duda redoblará las precauciones para asegurarse que no lo observamos. Sentado esto, ¿qué va a hacer?

—Verificar, antes de comenzar, si estamos bien dormidos.

—Sí, venir a visitarnos en nuestros lechos; en fin, ver si estamos cómodos y no carecemos de nada.

—Es bastante fastidioso —observó Bill—. Podríamos cerrar nuestras puertas con llave; no sabría si estábamos.

—¿Cerraste alguna vez con llave la puerta de tu cuarto?

—Jamás.

—No, y puedes apostar que Cayley lo sabe. En todo caso, golpearía y tú no responderías. ¿Qué crees que pensaría?

Bill, abrumado, no respondió. Por último, tras de una nueva reflexión, repuso:

—Entonces, no veo cómo solucionar la dificultad. Pasará evidentemente por nuestros cuartos justo antes de partir y esto no nos dejará tiempo de llegar al estanque antes que él.

—Pongámonos en su lugar —dijo Antonio, aspirando suavemente el humo de su pipa—. Guarda el cuerpo o cualquier otra cosa en el pasaje. No va a tomar ese objeto en sus brazos para subir la escalera e ir a ver a nuestros cuartos si estamos despiertos. Comenzará por averiguarlo y sólo después bajará a buscar el cuerpo, lo que nos concederá un poco de tiempo.

—Sí, pero será muy escaso —observó Bill, poco convencido—; tendremos bonitamente que apurarnos.

—Espera. Una vez que haya descendido al pasaje y tomado el cuerpo, ¿qué hará a continuación?

—Saldrá —respondió Bill, siempre dispuesto a ayudar a su amigo.

—Sin duda, pero ¿por qué extremo? —Bill se enderezó bruscamente:

—¡Dios! ¿Supones que saldrá por el otro lado, por el cuadro de césped?

—¿Cómo podría hacerlo de otro modo? ¿Te lo representas recorriendo el espacio al cual dan las ventanas de la casa, a medianoche, con un cadáver a cuestas? ¿Te das cuenta de la sensación que experimentaría en la nuca preguntándose a cada paso si alguno de los habitantes de la casa, sufriendo de insomnio, no habrá escogido precisamente ese momento para entreabrir su ventana y echar una ojeada a la noche? Los claros de luna son magníficos en esta época, Bill. ¿Irá a cruzar el parque bajo la luna, con todas esas ventanas desde cada una de las cuales alguien podría mirarlo? Ciertamente que no, si cabe evitarlo. Para ello, le bastará con salir por la cabaña de juego de bochas, desde donde puede ganar el estanque sin pasar un solo instante a la vista de la casa.

—Tienes razón. Eso nos dará el tiempo necesario. Bueno. Ahora, ¿cuál es tu segundo punto?

—El segundo punto es marcar el sitio preciso del estanque donde echará… lo que va a echar.

—¿Para que podamos pescarlo?

—Si tenemos la suerte de distinguir lo que es, no nos tomaremos ese trabajo; la policía se encargará de ello mañana. Pero si es algo que no podamos identificar desde lejos, debemos entonces tratar de recogerlo, para ver si merece ser comunicado después a la policía.

—Desde luego —repuso Bill, cuya frente cruzó una arruga—; pero, en el agua, la dificultad proviene de que cada gota de agua se parece a su vecina como una hermana gemela. Ve, pues, a señalar un sitio con relación a los otros. Quizá no pensaste en esto.

Antonio sonrió:

—Pues sí, Bill. Ven a ver de más cerca, ¿quieres?

Ganaron la linde del tallar y sentáronse en tierra silenciosamente, los ojos clavados en el estanque que se extendía abajo de ellos.

—¿Ves algo? —preguntó al fin Antonio.

—¿Qué?

—La empalizada, del otro lado.

—¿Qué quieres decir?

—Que es muy útil, nada más.

—Declara Sherlock Holmes en tono enigmático —subrayó maliciosamente Bill. Antonio replicó riendo:

—Es cierto, me encanta jugar a los Sherlock Holmes, pero no está bien de tu parte que no te prestes lealmente a la partida.

—¿Por qué dices, entonces, que esa empalizada es muy útil, mi querido Holmes? —interrogó dócilmente Bill.

—Porque puede servirnos de "punto de referencia" para señalar una posición en el estanque. ¿Comprendes?

—Sí. Es inútil que pierdas el tiempo en explicarme cómo se marcaría esa posición.

—No tengo ese propósito. —Miró al aire y prosiguió—: Estás extendido aquí bajo un pino. Cayley avanza en el bote y arroja al agua su paquete. Tiras una línea que va de aquí a la barca y prolongas esta línea recta observando en qué sitio de la empalizada va a dar: digamos, por ejemplo, que al quinto poste, partiendo de la izquierda. Por mi parte, tiro desde mi árbol (buscaremos enseguida uno para mí), una línea que pasa igualmente por la posición del bote en el momento interesante y que concluye, pongamos por caso, en el vigésimo poste. En el punto de intersección de las dos líneas, estará el sitio preciso donde habremos de buscar. Q. E. L. Q. D. D. Y es en ese mismo punto, olvidaba decirlo, que el incomparable zambullidor Beverley ejecutará su famoso número, la célebre zambullida que noche a noche cumplen los grandes acróbatas del circo.

La mirada de Bill no reflejó el menor entusiasmo.

—¿Hablas en serio? Esa agua es de una suciedad repugnante, ¿sabes?

—No osaría contradecirte, Bill.

—Bien sabía que uno de los dos tendría que sacrificarse, pero esperaba… En fin, por suerte no hace frío.

—La temperatura ideal para un baño —concluyó Antonio, levantándose—. Ahora, busquemos un árbol para mí.

Apenas hubieron descendido hasta el borde del estanque, se volvieron.

Inmenso, imposible de confundir, el árbol de Bill alzaba sus altas ramas hacia el cielo, a cincuenta pies por encima de sus vecinos. Otro formaba pareja con él, al otro extremo del tallar, un poco menos alto, quizá, pero igualmente fácil de reconocer.

—Allí me colocaré —declaró Antonio, mostrándoselo a Bill—. Ahora, por el amor de Dios, cuenta con atención tus postes.

—Gracias, tengo demasiado interés en no equivocarme —replicó Bill con convicción—. No me gustaría pasarme toda la noche zambulléndome.

—La caída del objeto provocará un remolino en el agua. Fija bien el poste al cual llegará la prolongación de la línea recta trazada entre tu árbol y ese remolino; luego cuenta los postes hacia atrás hasta el comienzo de la empalizada.

—Comprendido, viejo, confía en mí. ¡Es infantil! Lo haría cabeza abajo.

—Es precisamente en esa posición que tendrás que representar el último acto —bromeó Antonio, sonriendo.

Sacó un reloj. Advirtiendo que tenían apenas tiempo de vestirse antes de la comida, se levantaron para regresar.

—Un último detalle me inquieta —continuó Antonio—. ¿Dónde está situado el cuarto de Cayley?

—Justo al lado del mío —respondió Bill—. ¿Por qué?

—No es imposible que se le ocurra hacerte una segunda visita al regresar del estanque. No creo que se tomara ese trabajo si estuvieses en otra parte de la casa; pero pasando de todos modos por delante de tu puerta puede querer echar una ojeada.

—No me encontrará; estaré en el fondo del agua, ocupado en comer limo.

—Sí… ¿No crees que podrías dejar en tu cama alguna cosa que en la obscuridad tomaría él por ti: una almohada envuelta en un pijama, a modo de brazo fuera de la colcha, un par de calcetines y cualquier prenda para representar la cabeza?… Ya comprendes. Estoy seguro que volvería a partir satisfecho después de haber comprobado que no cesaste de dormir apaciblemente…

Bill rió de buena gana.

—Oh, tengo precisamente un talento particular para esta clase de farsas. Voy a hacer una buenísima jugarreta. Pero ¿y tú?

—Yo habito en el otro extremo de la casa. No es probable que se preocupe por mí una segunda vez. ¡Estaré tan profundamente dormido cuando su primera visita! Y después de todo, podré hacer como tú, lo que será más seguro todavía.

Al entrar hallaron a Cayley en el hall. Los saludó y miró la hora:

—¡Ya es tiempo de que suban a vestirse!

—A eso íbamos —respondió Bill.

—¿Se acordaron de mi carta?

—Sí, si hasta tomamos el té en Jallands.

—¡Ah!

Cayley miró hacia otro lado y preguntó como al descuido:

—¿Cómo están por allí?

—Nos encargaron transmitirle toda su simpatía y… y mil amabilidades.

—Gracias.

Bill esperó la continuación; pero, como ésta no llegó, llamó a Antonio y los dos amigos subieron juntos. En lo alto de la escalera, Bill se volvió para preguntar:

—Tony, ¿va todo bien?

—Eso creo. Pasa a buscarme antes de bajar.

—Entendido.

Antonio cerró su puerta, entreabrió la ventana y miró fuera. Su cuarto estaba justo encima de la puerta trasera de la casa. A la izquierda se extendía el muro lateral del escritorio que, saliente con relación al resto, sobresalía sobre el césped. Se podía salir fácilmente por la ventana, asentar el pie en el coronamiento de la puerta y, de aquí, deslizarse hasta el suelo. El regreso por el mismo camino no sería mucho más difícil; bastaría recurrir a la ayuda de un caño del agua situado precisamente en buen lugar.

Acababa Antonio de cambiarse, cuando entró Bill.

—¿Tus últimas instrucciones? —preguntó sentándose en el lecho—. A propósito, ¿con qué nos entretendremos después de la comida? Quiero decir inmediatamente después de la comida. ¿Con el billar?

—Con lo que quieras. Pero no hables tan alto —recomendó Antonio, bajando la voz—. Nos encontramos aquí más o menos encima del hall, y Cayley puede estar ahí.

Arrastró a su amigo hasta la ventana:

—Por aquí es por donde pasaremos esta noche. Por la escalera sería demasiado arriesgado. Acá es fácil. Ponte zapatos de tenis.

—Dime, para el caso en que no tenga ocasión de hallarme a solas contigo, ¿qué debo hacer cuando venga Cayley a… a abordarme en mi lecho?

—No es posible resolver estas cosas por anticipado. Sé todo lo natural posible. Si se contenta con golpear suavemente y entreabrir la puerta para mirar, hazte el dormido, sin exagerar los ronquidos. Si, por el contrario, arma escándalo, despiértate, restrégate los ojos y pregúntale qué lo conduce a tu cuarto a semejante hora. ¿Comprendes?

—Sí. ¿Y el maniquí? Principiaré a fabricarlo en cuanto suba y lo ocultaré bajo mi lecho…

—Eso es… Creo que nosotros mismos haríamos mejor en acostarnos completamente. No necesitaremos mucho tiempo para vestirnos, y eso le permitirá ganar el pasaje sin inquietud. Tú pasarás a recogerme a mi cuarto.

—Perfectamente. ¿Estás pronto?

—Sí.

Descendieron juntos.

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