El misterio de la Casa Roja

IX

IX

LA SORPRESA DE UN JUEGO DE CROCKET

—¿Qué tienes? —preguntó vivamente Bill. Antonio lo miró con los ojos dilatados por una súbita inspiración—. Acaba de ocurrírsete algo inesperado. ¿Qué puede ser?

Antonio rió.

—Mi querido Watson, te vuelves muy perspicaz. Pero, ya que no se te puede ocultar nada, me hacía algunas preguntas respecto a ese fantasma de que me has hablado. Tengo la impresión…

—¡Cómo! ¿No era más que eso? —repuso Bill, profundamente decepcionado—. ¿Qué quieres que el fantasma haga en todo esto?

—No lo sé —respondió Antonio, disculpándose—. Ignoro lo que tenga relación o no con el misterio que desearíamos aclarar. Busco. Pero tú mismo no me habrías conducido aquí de no haber deseado que ese espectro retuviese un instante mi atención. Fue aquí donde apareció, ¿no?

—Sí.

—¿Cómo?

—Pues… como aparecen todos los fantasmas, sin previo aviso. Uno advierte de pronto que están ahí…

—¿Una aparición que se produjo súbitamente en terreno descubierto?

—Era preciso que tuviese lugar aquí, en el sitio mismo en que, según se cuenta, siempre se manifestaron las apariciones de la verdadera aparecida, Lady Anne.

—Dejemos a Lady Anne tranquila. Sin duda nada es imposible a un fantasma auténtico. Pero ¿la señorita Norris? ¿Cómo pudo simular una aparición en semejantes circunstancias?

Bill permaneció boquiabierto, y luego tartamudeó:

—Yo… no sé. No se nos ocurrió pensar en eso.

—¿La habrían visto desde lejos, supongo, si hubiese tomado el camino por el que hemos venido?

—Seguro.

—Entonces, toda la combinación habría fracasado; hubieran tenido tiempo sobrado de reconocerla por el andar.

Bill sentía ahora despertarse en él un creciente interés.

—Es extraño, en efecto, Tony; ninguno de nosotros tuvo esta idea.

—¿Estás seguro que no había atravesado el parque mientras ustedes miraban hacia otro lado?

—Completamente seguro, porque Betty y yo, que estábamos prevenidos, la acechábamos con la intención de ponernos otra vez a jugar con la espalda vuelta justo en el momento de su llegada.

—¿Jugabas con la señorita Calladine?

—En efecto. ¿Cómo lo sabes?

—Acostumbro a practicar el arte de las deducciones fulmíneas… ¿Entonces, bruscamente, la vieron?

—Sí, viniendo a través del césped, de ese lado. —Señalaba el borde opuesto, el más próximo a la casa.

—¿No habría podido estar escondida en la zanja, en… cómo le llaman a esa trinchera que rodea el terreno?

—Marc le da nombres pomposos para sugerir ideas de fortalezas. Entre nosotros, decimos simplemente la zanja. No, imposible: Betty estuvo conmigo antes que los otros y dimos la vuelta. La habríamos visto.

—Es preciso entonces que se haya ocultado en la cabaña.

—Tampoco; entramos para tomar las bochas y no estaba.

—¡Ah!

—Evidentemente, es bastante extraordinario —dijo Bill, después de un instante de reflexión— pero, en el fondo, ¿qué importancia puede tener esto? Ninguna relación, en todo caso, con la muerte de Robert.

—¿Estás seguro?

—¿Cómo? Crees… —preguntó Bill, cuya curiosidad crecía.

—No sé. Ignoro si las dos series de hechos son independientes o no; pero la señorita Norris aparece relacionada con una de ellas y es cosa de preguntarse…

Su frase no se concluyó.

—La señorita Norris…

—Existía entre ustedes, en cierto modo, una solidaridad que hace que si alguna cosa inexplicable ocurre a alguno de ustedes uno o dos días antes que otro acontecimiento aun más inexplicable sobrevenga a toda la casa, no puede uno menos de… de ponerse alerta.

Era una razón bastante plausible, pero no la que Antonio estuvo a punto de dar.

—Comprendo; pero ¿y qué más? —Antonio sacudió las cenizas de su pipa y continuó lentamente:

—Es preciso que hallemos por qué camino la señorita Norris pudo venir de la casa. —Bill se irguió, ávido de saberlo todo.

—¡Dios mío! ¿Quieres decir que habría un pasaje secreto?

—Un pasaje oculto, en todo caso; es necesario que exista uno.

—¡Cómo sería de divertido! Adoro los pasajes secretos. ¡Imagínate! Yo, que jugaba al golf, esta tarde todavía, como el más prosaico de los hombres… La vida está llena de maravillosas sorpresas. Los pasajes secretos, ¡qué encanto!

Descendieron a la zanja. Si existía una vía subterránea que condujese a la Casa Roja, la boca debía hallarse probablemente del lado más cercano a la vivienda. El sitio más indicado para empezar las investigaciones parecía ser la cabaña donde se guardaban las bochas; el interior estaba limpio y despejado, como todo lo que pertenecía a Marc. Hallaron dos cajas de croquet. La tapa de una de ellas estaba abierta, como si las bochas, mazos y arcos, aunque perfectamente en orden, acabaran de ser usados. Una caja de bochas, una pequeña segadora, un rodillo, nada faltaba. El fondo de aquel pequeño cobertizo estaba ocupado por un banco sobre el cual podían los jugadores descansar cuando llovía.

Antonio probó con golpecitos la resonancia de la pared del fondo.

—Aquí es donde debía principiar el pasaje. Sin embargo, no da impresión de sonar a hueco.

—Nada prueba que comience aquí —dijo Bill, que encorvado bajo un techo demasiado bajo para su elevada estatura, daba vueltas por el reducto golpeando los otros tabiques.

—Habría al menos una razón para buscarlo aquí —dijo Antonio—, y es que su descubrimiento nos evitaría el trabajo de buscarlo por otro lado. ¿Supongo que Marc no los dejaba jugar al croquet sobre su trozo de césped?

—Hubo un período en que nos animó muy poco, pero este año había recobrado el gusto por el juego. No hay verdaderamente ningún otro sitio para jugar al croquet. Personalmente, detesto este juego. En cuanto a Marc, no le gustaba jugar a las bochas, pero se complacía en llamar a este césped el terreno de las bochas porque hacía efecto delante de los visitantes.

—Me gusta oírte hablar de Marc —le dijo Antonio riendo—, eres un retratista incomparable.

Se llevó la mano a su bolsillo para buscar su pipa y su tabaco; pero, sin concluir el gesto, se inmovilizó repentinamente en una actitud de extrema atención. Con la cabeza inclinada, el oído alerta, permaneció así un momento, un dedo levantado para recomendar silencio a su compañero.

—¿Qué hay? —murmuró Bill.

Antonio le hizo señas de callarse y tornó a escuchar. Con las mayores precauciones, se arrodilló para aplicar su oído a tierra. Después se levantó, sacudió rápidamente el polvo de sus ropas, se acercó a Bill y le cuchicheó el oído:

—Un ruido de pasos. Alguien viene. Cuando yo empiece a hablar, respóndeme.

Bill hizo que sí con la cabeza. Antonio le dio en el hombro una palmadita animadora y avanzó con paso firme hacia la caja de bochas, silbando alegremente. Sacó las bochas, dejó caer una de ellas con estrépito sobre el piso y dijo luego a su amigo:

—Después de todo, Bill, creo que no tengo muchos deseos de jugar esta noche.

—Entonces, ¿por qué dijiste que querías jugar una partida? —refunfuñó Bill.

Antonio le dirigió una sonrisa de felicitación, continuando:

—Es verdad, me sentía tentado cuando te lo dije; pero ya no.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer?

—Conversar, si quieres.

—Con mucho gusto —dijo Bill calurosamente.

—He visto un banco en el césped. Llevemos el material hasta ahí para el caso en que quisiéramos jugar a pesar de todo.

—Con mucho gusto —repitió Bill, satisfecho de esta palabra, que le evitaba comprometerse antes de saber cuál habría de ser su papel en el diálogo.

Mientras atravesaban el césped, Antonio dejó caer las bochas y sacó su pipa, preguntando en voz alta:

—¿Tienes una cerilla?

Aprovechando el segundo durante el cual se inclinaba para tomar fuego, murmuró:

—Alguien va a escucharnos. Desenvuelve la tesis de Cayley. —Recobró enseguida su voz ordinaria para añadir:

—No son muy famosas tus cerillas, Bill. —Sentáronse en el banco.

—¡Qué deliciosa noche! —exclamó Antonio.

—Maravillosa, en verdad.

—¿Dónde podrá estar ahora el pobre Marc?

—Es un caso tan extraño…

—Tú eres de la opinión de Cayley. Crees en un accidente.

—Sí, porque conozco a Marc.

—¡Hum!

Antonio extrajo de su bolsillo un lápiz y una hoja de papel y escribió sobre su rodilla mientras continuaba hablando, explicando que pensaba que Marc había matado a su hermano en un acceso de cólera, que Cayley lo sabía o, por lo menos, lo sospechaba, y que había querido dar a su primo la posibilidad de escaparse.

—Nota bien, Bill, que encuentro que tiene razón. Es lo que cualesquiera de nosotros habría hecho en su lugar. En esto no cambiaré de opinión pero hay uno o dos detalles que me hacen creer que Marc mató a su hermano de otro modo que por accidente…

—¿Un asesinato, entonces?

—Un homicidio, más bien, sin premeditación. Puedo, por otra parte, equivocarme.

—¿En qué fundas tu opinión? ¿Es a causa de las llaves?

—Oh, mi opinión concerniente a las llaves está descartada. Era, es verdad, una brillante idea que se me ocurrió, y tú te hubieras visto obligado a darme la razón si todas las llaves hubiesen estado afuera.

Habiendo concluido de escribir, le pasó el papel a Bill. Las letras, cuidadosamente trazadas, se destacaban al claro de la luna con una nitidez perfecta, y no le costó a Bill esfuerzo leer lo que sigue: "Continúa hablando como si estuviese yo todavía junto a ti. Pasados uno o dos minutos, vuélvete como si yo estuviera sentado en la hierba a tus espaldas, pero sin dejar de hablar".

—Sé que no estás de acuerdo conmigo —prosiguió Antonio, mientras su amigo leía—; pero verás que soy yo quien tiene razón.

Bill lo miró, entusiasmado, e hizo señas de haber comprendido bien. El placer de la aventura había alejado de su espíritu el golf, Betty, todo lo que componía su universo habitual. Sólo contaba el instante presente: ¡era la verdadera vida!

Comenzó animosamente:

—Toda la cuestión, entiéndeme bien, consiste en que conozco a Marc, y puedo decirte que Marc…

Ya Antonio había abandonado el banco y se había dejado deslizar suavemente en la zanja para seguirla con prudencia hasta las cercanías de la cabaña. Los ruidos de pasos que había oído parecían venir del subsuelo de la pequeña construcción: debía haber una trampa en el piso. El recién llegado, quienquiera que fuese, percibiría seguramente sus voces y se sentiría sin duda tentado de escuchar lo que decían. Si se contentaba, para tal propósito, con entreabrir la trampa sin mostrarse, Antonio descubriría la entrada sin correr ningún riesgo. Pero Antonio esperaba algo mejor aún: cuando Bill se volviera para hablar a su interlocutor, supuestamente ubicado detrás del banco, el misterioso auditor, según toda probabilidad, experimentaría la necesidad de asomar la cabeza por la trampa para continuar siguiendo la conversación, y entonces nuestro héroe tendría una oportunidad única de identificarlo; si, en fin, se arriesgaba a salir completamente de su escondrijo para espiarlos, quedaría convencido, puesto que Bill hablaba por encima del respaldo del banco, que Antonio estaba sentado en tierra detrás del asiento, balanceando sus piernas en la zanja.

Antonio recorrió rápidamente, pero sin el menor ruido, la mitad de la longitud del césped hasta el primer ángulo, lo contorneó con mil precauciones, y luego siguió el terreno en su anchura hasta el segundo ángulo. Desde allí, podía aún oír a Bill que invocaba su conocimiento del carácter de Marc para demostrar que esto y aquello no habían podido producirse sino de esta y aquella manera. Satisfecho de su alumno, no pudo menos que sonreír. Bill era decididamente un gran conspirador. ¡Valía cien, Watsons! Próximo a la segunda vuelta, disminuyó el ritmo de su avance e hizo las últimas yardas arrastrándose sobre las manos y las rodillas. Con el vientre a tierra ahora, ganando espacio pulgada por pulgada, arriesgó su cabeza más allá de la esquina, casi al ras del suelo. La cabaña no estaba más que a dos o tres pasos, a la izquierda, del otro costado de la zanja. Su mirada abarcaba casi completamente el interior, donde todo parecía haber quedado tal como lo dejara con Bill algunos momentos antes: las cajas de bochas, la máquina de cortar césped, el rodillo, la caja de croquet abierta, la…

—¡Misericordia! —exclamó Antonio, en un murmullo imperceptible— ¡esta vez, está claro!

La tapa de la segunda caja de croquet también estaba abierta de par en par.

Bill se obstinaba en los raciocinios que repetía por vigésima vez; su voz hacíase menos perceptible. Sin embargo, algunas palabras llegaban todavía hasta Antonio: "Ya ves lo que quiero decir; no hay duda que si Cayley…"

Y he aquí que de la segunda caja surgió la negra cabeza de Cayley… Antonio sintió deseos de lanzar una exclamación. Todo se hacía luminoso, deslumbrador. Por un momento permaneció allí, dilatados los ojos de estupefacción, fascinado por aquella pelota de croquet de un nuevo género que emergía tan dramáticamente de la caja. Pero casi enseguida, aunque a su pesar, se preparó a batirse en retirada. Nada habría ganado y quizá perdido mucho, si tardaba en hacerlo, pues Bill principiaba a dar muestras de agotamiento.

Todo lo aprisa que pudo sin hacer ruido, Antonio se deslizó en derredor de la zanja y volvió a colocarse detrás de su amigo. Luego se levantó bostezando, se desperezó y declaró negligentemente:

—Bueno, no te tomes tanto trabajo, mi viejo Bill. Debes tener razón. Tú conoces a Marc; yo nunca lo he visto; de aquí proviene toda la diferencia. ¿Jugamos una partida o nos vamos a acostar?

No sabiendo en qué sentido debía responder, Bill buscó una inspiración en el rostro de su amigo y debió hallarla, porque replicó sin embarazo:

—Podríamos jugar una partida, si quieres.

—Vamos —dijo Antonio.

Pero Bill estaba demasiado excitado para dedicar la menor atención al juego; Antonio, en cambio, jugó con la mayor seriedad durante diez minutos, pareciendo no tener ninguna otra preocupación que la de ganar. Anunció después que se iba a acostar.

La mirada de Bill reflejaba la más viva curiosidad.

—Es cierto, Antonio —dijo riendo—. Podrás hablar todo lo que quieras una vez que hayamos vuelto las bochas a su sitio.

Regresaron juntos a la cabaña, y mientras Bill guardaba el material, Antonio procuró alzar la tapa de la segunda caja de croquet. Como lo esperara, estaba cerrada con llave.

—En fin —dijo Bill, mientras tornaban a la casa—, vas a poder contarme. Me muero de ganas de saber. ¿Quién era?

—Cayley.

—¡Dios! ¿Es posible? ¿Dónde estaba?

—En el interior de una de las cajas de croquet.

—No te burles de mí, hazme el favor.

—Es la pura verdad, Bill. —Le refirió lo que había visto.

—¿Por qué no ir enseguida a explorar? —preguntó Bill, decepcionado—. Ardo de deseos de comenzar. ¿Por qué esperar?

—Mañana. Por el momento, no tardaremos en ver a Cayley volver por aquí, supongo. Por otra parte, preferiría entrar en el pasaje por la otra extremidad, si es posible. No creo que podamos introducirnos por este lado sin traicionarnos. ¿Qué te decía? Ahí viene Cayley. —Acababan, en efecto, de percibirlo, marchando a su encuentro a lo largo del camino. Cuando estuvieron más cerca, le dirigieron algunos gestos de bienvenida, a los que respondió.

—Me preguntaba dónde estaban —dijo, abordándolos—; pensé que debían haber encaminado de este lado su paseo. Olvidan que es hora de dormir.

—A eso íbamos —dijo Antonio. Y Bill añadió:

—Hemos jugado a las bochas y charlado, y… jugado a las bochas. La noche está deliciosamente fresca, ¿no?

Mientras se dirigían los tres hacia la casa, Bill dejó a Antonio el cuidado de proseguir solo la conversación. Tenía, por su parte, demasiada necesidad de reflexionar. Un punto le parecía ahora fuera de duda: Cayley era un miserable. Jamás había vivido Bill hasta entonces en la intimidad de un bribón, y reprochaba a Cayley haber engañado así a sus amigos y traicionado su confianza. El mundo, pensaba, está verdaderamente poblado de personas curiosas… muchas de las cuales guardan secretos. Así, Tony, la primera vez que lo encontró en un comercio de tabacos, ¿no lo habría tomado buenamente por un auténtico comisionista? ¿Y Cayley? ¿Quién hubiera creído que no fuese un hombre como los otros? ¿Y Marc? ¡Al diablo, Marc! ¿Se podía, en tales condiciones, estar nunca seguro de lo que fuese nadie? ¿Y Robert? Él, era diferente. Todo el mundo lo había considerado siempre como un individuo inquietante. En fin, ¿qué pito podría tocar la señorita Norris en todo este embrollo?

¿Cuál era el papel de la señorita Norris? Tal era también la pregunta que Antonio ya se había formulado por la tarde y que volvía a su espíritu ahora que creía haber hallado la respuesta. Fue un poco más tarde, bien extendido en su lecho, que reunió sus ideas y trató de poner un poco de orden en su obscuridad, a la luz de los últimos acontecimientos de la velada.

Desde luego era natural que Cayley hubiera deseado desembarazarse de sus huéspedes lo antes posible después del descubrimiento de la tragedia; era tan necesario a la tranquilidad de aquéllos como a la suya propia. Pero había estado demasiado pronto en sugerir la idea y más aún en hacerla ejecutar. No había perdido un instante para expedirlos. Por cierto que a él le incumbía imponer una decisión si se hacía indispensable, pero nada le impedía principiar por remitirse a la discreción de cada uno; de hecho, no les había dejado la menor libertad. Así, cuando la señorita Norris había hablado de no tomar el tren sino después de comer, con la evidente esperanza de sufrir antes de partir un interrogatorio sensacional por algún detective reputado, la había animado delicadamente, pero del modo más firme, a acompañar a los otros en el primer tren. Antonio habría pensado, más bien, que Cayley, en medio del drama que acababa de abatirse sobre la casa, sería igualmente indiferente a la presencia o la ausencia de la actriz algunas horas más. Pero había ocurrido lo contrario; Antonio, como era natural, dedujo que Cayley atribuía una gran importancia a su partida. ¿Por qué? La cuestión no pudo ser resuelta de inmediato en su espíritu; pero lo había incitado a interesarse en la señorita Norris y a prestar particular atención a la historia de su disfraz de fantasma que Bill le refiriera al azar. Había querido entonces saber un poco más acerca de ella y de su papel en la Casa Roja. Por una pura coincidencia, parecía, los acontecimientos se habían encargado de satisfacer plenamente su curiosidad: la señorita Norris fue despedida a toda prisa porque conocía la existencia del pasaje secreto. De modo que el pasaje se relacionaba con el misterio de la muerte de Robert. La señorita Norris lo había utilizado para llevar a efecto su fantástica aparición.

¿Lo había descubierto ella sola? ¿Marc se lo había mostrado un día, sin sospechar que lo emplearía para jugarle una mala pasada? ¿O bien sería Cayley quien, participando en la superchería, se lo habría enseñado para hacer que su aparición en el césped fuese aun más inexplicable y sobrenatural? Sea lo que fuere, estaba ella al corriente del pasaje secreto; era preciso alejarla lo más pronto posible. Si se quedaba, podía hablar y, hablando, hacer inocentemente alusión a lo que sabía. Esto, Cayley no lo quería a ningún precio. ¿Qué decir, sino que el pasaje, o aun la simple mención de su existencia, era susceptible de suministrar un hilo conductor de la mayor importancia?

—Me pregunto si Marc está oculto —pensó Antonio antes de dormirse.

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