El misterio de la Casa Roja

XIV

XIV

BEVERLEY SE REVELA UN GRAN ACTOR

Bill regresó sin aliento, después de haber comprobado que Cayley seguía junto al estanque.

—Parece que no han encontrado gran cosa, salvo cieno. He corrido a todo lo largo del camino para que nos quede disponible el mayor tiempo posible.

—Vamos, vamos —repuso Antonio—. Cuanto antes será mejor.

Una vez ante el compartimiento de los Sermones, Antonio bajó el famoso volumen del reverendo Teororo Ussher y buscó el resorte. Bill tiró. El panel se abrió.

—¡Señor! —exclamó Bill—, puede decirse que es verdaderamente un estrecho sendero…

Ante ellos bostezaba una abertura de una yarda de ancho, bastante parecida al hogar de un chimenea de ladrillos que hubieran suspendido a dos pies del suelo; pero el círculo de ladrillos de la entrada no parecía prolongarse en piso alguno: conducía al vacío. Antonio sacó de su bolsillo su lámpara eléctrica, la encendió y la hundió en aquel negro agujero.

—¿Ves? —le preguntó a Bill, que se consumía de impaciencia—; los peldaños comienzan seis pies más abajo.

Alzó su lámpara y observó, en el borde de ladrillos, una especie de empuñadura de hierro cuya forma recortaba la de un voluminoso pestillo.

—Te tomas de ahí y te dejas caer —dijo Bill—, al menos lo supongo. Me gustaría saber si este ejercicio fue del agrado de la señorita Norris.

—Cayley debió ayudarla… Asimismo, es gracioso.

—¿Quieres que yo descienda el primero? —preguntó Bill, ávido de acción. Antonio sacudió la cabeza sonriendo.

—Creo que más vale que sea yo, Bill, si no te contraría demasiado; justo para el caso…

—¿Qué caso?

—Bueno… en todo caso.

Bill hubo de contentarse con esta explicación. Por otra parte, estaba demasiado nervioso para profundizar su sentido. Continuó, simplemente:

—Pasa, entonces yo te sigo.

—Espera. Necesitamos asegurarnos primero de que podremos volver. Sería verdaderamente una pasada para el inspector permanecer aquí bloqueados por el resto de nuestros días. Ya bastante tiene con andar en busca de Marc. Si además se ve obligado a ponerse en nuestro seguimiento…

—Siempre podremos salir por el otro extremo del pasaje.

—Todavía no estamos seguros. Creo que haré mejor en entrar solo un momento justo el tiempo de bajar y volver a subir. Te prometo lealmente no emprender ninguna exploración.

—Como quieras.

Antonio se sentó en el borde de ladrillos, alargó los pies y permaneció un instante allí, balanceando sus piernas en el vacío. Proyectó en el tenebroso orificio los rayos de su lámpara para asegurarse del sitio donde comenzaban los peldaños, la volvió al bolsillo, asió la agarradera delante de él y se dejó deslizar. Sus pies alcanzaron el primer peldaño y se detuvieron.

—¿Todo va bien? —preguntó ansiosamente Bill.

—Muy bien. Iré únicamente hasta el pie de la escalera y regreso. Quédate aquí.

Su luz brilló más abajo. Su cabeza principió a desaparecer. Durante algunos segundos, Bill, tendido el cuello por encima de la abertura, pudo ver todavía algunos destellos luminosos y oír débilmente el ruido de un pie inseguro que tanteaba el piso; imaginó después, más bien que ver u oír, y al fin se halló solo.

¿Solo? De ningún modo. Un ruido de voces resonó súbitamente en el hall.

Bill se volvió con un movimiento brusco, como impulsado por un resorte.

—¡Misericordia! Es Cayley…

Si no tenía el espíritu tan vivo como Antonio, tenía al menos el gesto pronto cuando se trataba de obrar. Y era únicamente acción lo que exigían las circunstancias. Cerrar la puerta secreta sin dejar la menor huella ni producir el más leve ruido, volver a poner los libros en su orden habitual, correr a otro compartimiento para que lo sorprendieran profundamente sumido en el Badmiton o el Baedeker o cualquier otra obra que los dioses clementes enviaran en su ayuda… Lo difícil no era decidir lo que había de hacerse, sino ejecutarlo en cinco segundos, ni uno más…

—Ah, está usted ahí —dijo Cayley, desde la puerta.

—Así es —respondió Bill, con acento de sorpresa, apartando los ojos como a su pesar del cuarto volumen de —. ¿Ya concluyeron?

—Concluido, ¿qué?

—Con el estanque —respondió Bill, preguntándose qué razón podría invocar para justificar una lectura de Coleridge con un tiempo tan magnífico.

Hizo un esfuerzo sobrehumano para dar con un buen motivo… ¿Verificar una cita? ¿Una discusión con Antonio? Sí, eso podía servir; pero ¿qué cita?

—Oh, no, todavía se encuentran allá. ¿Dónde está Gillingham?

"El antiguo marinero"… Agua, agua, agua por todos lados… Sí, había un verso así o parecido en aquel poema… Y le preguntaban dónde estaba Gillingham…

—¿Tony? Oh, no debe andar muy lejos. Nos disponíamos a dar una vuelta por el pueblo… Entonces, en el estanque, ¿dice usted que no han hallado nada?

—No. Pero esa búsqueda les interesa. En cuanto puedan decir que está hecha, ya no tendrán escrúpulos al respecto.

Bill, que había principiado a hojear sus poemas alzó los ojos para responder:

—Sí, en efecto.

Y reanudó su lectura.

—¿Qué lee? —preguntó Cayley, que, acercándose, inspeccionó con el rabillo del ojo el compartimiento de los Sermones.

Bill, que sorprendió esa mirada casi imperceptible, se estremeció. Explicó penosamente, buscando las palabras:

—Quería hallar una cita. He hecho una apuesta con Tony. Aquel verso… ejem… del agua, del agua, del agua por todas partes… y… ejem… ni una gota para beber, o algo parecido.

Pero aquello no bastaba; necesitaba a toda costa hallar en qué había consistido la apuesta misma.

—Y ni siquiera una gota para beber, si desea el texto exacto —precisó Cayley.

Bill quedó muy sorprendido. Después una sonrisa iluminó su rostro. Preguntó:

—¿Está seguro?

—Sí.

—Entonces, me evita usted una larga investigación. Fue precisamente respecto a esto que habíamos apostado.

Cerró ruidosamente el libro, lo volvió a su sitio y buscó su pipa y su tabaco, continuando:

—Fui un tonto en apostar con Antonio; él conoce todo esto mejor que yo.

Hasta ahora la cosa no iba del todo mal; sólo que Cayley seguía allí, en la biblioteca, y Antonio, sin recelar nada, podía salir de un momento a otro del pasaje. Ni siquiera sorprendería a Antonio, cuando quisiera volver, hallar la puerta cerrada, puesto que fue para ver si era posible abrirla fácilmente desde el interior que había descendido. En cualquier instante el panel podía girar sobre sus goznes y mostrar en la abertura la cabeza de Antonio. ¡Bonita sorpresa para Cayley!

—¿No quiere acompañarnos hasta el pueblo? —propuso Bill, a todo evento, frotando una cerilla.

Suspenso de los labios de Cayley, aspiró con insólito vigor la primera bocanada para ocultar su ansiedad.

—¡Imposible! Parto para Stanton.

Bill despidió una enorme bocanada de humo, a la cual su corazón entero añadió un profundo suspiro de alivio.

—Es una lástima. Tomará usted el coche, supongo.

—Sí, el auto va a estar inmediatamente preparado. Tengo justo el tiempo de escribir una carta.

Se sentó a la mesa y preparó una hoja de papel…

La puerta secreta estaba frente a él. Si se abría, no podía dejar de verla. A cada segundo la probabilidad de que la viera abrirse aumentaba.

Bill se dejó caer en un sillón e hizo un llamado a todos los recursos de su cerebro. Era necesario advertir a Antonio. Desde luego, pero ¿cómo? ¿Cuáles son los medios de transmitir una señal a alguien? ¿Los códigos convencionales? ¿El alfabeto Morse? Sí, quizá; pero ¿Antonio lo sabía? Bill mismo, ¿los sabía bastante? Había aprendido algunas nociones, en otra época, en el ejército; pero no las suficientes como para enviar un verdadero mensaje. De todos modos, un mensaje era imposible: Cayley oiría el ruido de su transmisión. Sería cosa, entonces, de no enviar más que una letra. ¿Cuáles letras conocía? Y sobre todo, ¿qué letra podría tener el máximo de significación para Antonio?

Sus dientes apretaban el caño de su pipa, mientras sus ojos iban de Cayley, sentado ante la mesa, al reverendo Teodoro Ussher, encaramado en su estante. ¿Qué letra? Una "C", para significar Cayley. ¿Comprendería Antonio? Probablemente no. No importa, breve, larga, breve; un trazo, un punto, un trazo, un punto. ¿Sería así? Sí, estaba seguro. C: trra-ta-trra-ta.

Las manos en los bolsillos, se levantó y púsose a caminar de arriba abajo, canturreando, en la actitud de quien espera a un amigo que debe pasarlo a recoger para un paseo.

Llegó, como quien no quiere la cosa, a los libros colocados detrás de Cayley y comenzó a golpear maquinalmente sobre los compartimientos, al mismo tiempo que miraba los títulos.

Trra-ta-trra-ta.

Al principio, aquello no se parecía a nada; no conseguía atrapar la cadencia.

Trra-ta-trra-ta.

Ya iba mejor. Ahora había llegado otra vez frente a Samuel Taylor Coleridge. Pronto comenzaría Antonio a oírlo.

Trra-ta-trra-ta.

Justo el tamborileo sin objeto de un hombre que se está preguntando qué volumen se llevará para leer sobre el césped. ¿Percibiría Antonio la señal? De un departamento a otro, en todas las ciudades del mundo, nunca se deja de oír al vecino que golpea su pipa para vaciar el hornillo… ¿Antonio comprendería? Trra-ta-trra-ta. Antonio, ¡la C es por Cayley! ¡Cayley está aquí! ¡Por favor, escucha!

—¡Señor! ¡Sermones! —exclamó Bill, riendo. (Trra-ta-trra-ta.)— ¿Los leyó usted, Cayley?

—¿Cómo?

Cayley levantó bruscamente los ojos. La espalda de Bill se deslizaba lentamente a lo largo de los paneles, sus dedos batían la llamada sobre la madera a cada paso que daba.

—A fe que no —respondió Cayley con una risita. Bill tuvo la impresión de que aquella risa era forzada.

—Yo tampoco.

Ahora dejaba atrás los Sermones, la puerta secreta… pero seguía tamborileando, con el mismo gesto descuidado y automático.

—¡Por favor, siéntese! —estalló Cayley, exasperado—. O salga, si no puede estarse en un sitio. —Bill se volvió estupefacto.

—¿Cómo? ¿Qué hay?

Cayley se sintió un poco avergonzado de su movimiento de impaciencia.

—Discúlpeme, Bill. Tengo los nervios a flor de piel, hoy. Su modo de tocar el piano tan pronto sobre un compartimiento, como sobre otro, y de agitarse…

—¿Tocar el piano? —preguntó Bill con la mayor inocencia.

—Pues sí, tamborileaba usted canturreando. Perdone; de veras que eso me irritó los nervios.

—Mi querido amigo, lo lamento muchísimo. Salgo al hall.

—No, no, quédese, no es nada —respondió Cayley, reanudando su carta.

Bill se sentó. ¿Antonio habría comprendido? En todo caso no se podía hacer otra cosa que esperar la partida de Cayley.

"Si me preguntaran cuál es mi verdadera vocación, pensó Bill con orgullo, responderé que he nacido para el teatro. ¡Es en el escenario, que debiera yo estar, como actor completo!"

Un minuto, dos minutos, tres minutos… cinco minutos transcurrieron. La situación parecía salvada. Seguramente Antonio había adivinado.

—¿El coche está ahí? —preguntó Cayley, sellando su carta.

Bill dio algunos pasos por el hall, se volvió para gritar que el auto esperaba, y salió diciendo unas palabras al chófer. Cayley se le reunió. Estaban de pie uno al lado del otro en la escalinata cuando una voz bien conocida resonó detrás de ellos. Era Antonio.

—Siento haberte hecho esperar, Bill.

Bill hizo un inmenso esfuerzo para no manifestar su emoción y respondió un poco al azar que eso no tenía ninguna importancia.

—He de partir —dijo Cayley—. Van al pueblo, ¿no?

—Sí.

—¿Podrían hacerme el favor de depositar de mi parte esta carta en Jallands?

—Con mucho gusto.

—Mil gracias. Hasta la vista.

Les dirigió una última señal de despedida y subió al auto.

No bien estuvieron solos, Bill se volvió ávidamente hacia su amigo.

—Volvamos a la biblioteca, ¿quieres?

—Bien, ¿y qué? —le preguntó, una vez allí, muy nervioso. Jadeante, Antonio se dejó caer en un sillón.

—Déjame respirar un momento. ¡He corrido tan de prisa!

—¿Corrido?

—Naturalmente. ¿Cómo crees entonces que he vuelto?

—¿Quieres decir que saliste por el otro extremo del pasaje?

—Claro…

—Cuéntame: ¿me oíste tamborilear?

—Desde luego. Eres un hombre genial, Bill.

—Ya sabía que comprenderías —dijo Bill, enrojeciendo de placer—. ¿Adivinaste que quería señalar a Cayley?

—Fue lo menos que pude hacer después que te habías distinguido tan brillantemente. Debiste vivir momentos apasionantes.

—¿Apasionantes? ¡Dios todopoderoso! Sí, pero quizá no en el sentido que tú crees.

—Dime cómo ocurrió.

Todo lo modestamente que pudo, Beverley explicó la escena en cuyo transcurso sintió nacer y crecer en él una súbita vocación por el teatro.

—Querido —dijo Antonio, cuando el otro hubo concluido—, eres el más maravilloso Watson que nunca haya existido.

Se levantó, tomó en las suyas las manos de Bill y declamó en tono dramático:

—¡Bill, amigo mío, nada habría en el mundo que tú y yo no pudiéramos cumplir juntos, si quisiéramos tomarnos el trabajo de consagrarle nuestros talentos!

—¿Por qué haces el tonto? Ya sabes que me falta miga…

—Siempre respondes estupideces cuando te hablo seriamente. En todo caso, no sé cómo agradecerte lo que hiciste. Esta vez nos has salvado.

—¿Estabas a punto de subir?

—Sí. Vacilaba cuando te oí golpear. Me había sorprendido mucho encontrar la puerta cerrada. Evidentemente, mi expedición sólo había tenido por objeto ver si podía abrirla sin dificultad desde el otro lado; pero me dije que seguramente tú no la habrías empujado sino en el último momento, al verme regresar.

"Entonces, empecé a oírte golpear, y comprendí que algo debía ocurrir.

"Me senté y no me moví. Cuando la C se aproximó distintamente, pensé: "¡Cielos, es Cayley!" Brillante deducción, ¿no?… y huí como una liebre hasta el otro extremo del pasaje. Fuera, corrí a toda prisa, porque temía te hubieras enzarzado en laboriosas explicaciones si te preguntaban dónde estaba yo o algún otro detalle escabroso.

—¿No viste a Marc?

—No, ni Marc ni su… No vi nada.

—¿Qué ibas a decir? ¿Ni qué?

Antonio quedó un momento silencioso, luego prosiguió:

—No vi más que una cosa, Bill: una puerta en la pared, un armario cuya cerradura está asegurada. Si hay algo que encontrar, allí habrá que buscarlo.

—¿Marc podría estar oculto ahí?

—Lo llamé por el agujero de la llave, murmurando expresamente su nombre muy bajo para que creyese que era Cayley. No obtuve ninguna respuesta.

—Entonces volveremos a probar juntos. Ya encontraremos medio de abrir esa puerta. —Antonio hizo que no con la cabeza.

—No quieres que yo descienda —observó Bill, profundamente decepcionado.

Cuando Antonio habló, fue para dirigir otra pregunta:

—¿Cayley sabe conducir un automóvil?

—Ciertamente. ¿Por qué?

—¿Entonces podría fácilmente descender al chófer frente al pabellón que ocupa éste a la entrada de la propiedad y partir solo para Stanton o cualquier otro sitio?

—Sin duda, si necesita hacerlo. —Antonio se levantó:

—Escucha: hemos dicho que iríamos al pueblo, hemos prometido llevar esa carta; creo que es lo mejor que podríamos hacer.

—¡Oh! En fin, como quieras.

—¿Jallands? ¿Qué me contaste a propósito de Jallands? Ah, sí, la viuda Norbury.

—Eso es. Cayley parecía bastante enamorado de la chica. Es a ella que está destinada la carta.

—Entonces, vamos a llevarla. Es el partido más seguro. —Bill no estaba satisfecho.

—¿De modo que me conservarás completamente alejado de ese pasaje secreto, cuando tanto deseaba visitarlo? —protestó con cierta irritación.

—No hay en él absolutamente nada que ver, te lo aseguro.

—¡Siempre misterioso! Sin embargo, parecías turbado al volver. Estoy seguro que has visto algo.

—Sí, pero sólo lo que te he dicho.

—No me has dicho nada. No me hablaste más que de una puerta en la pared.

—Eso es lo que me inquieta, Bill; está cerrada y me espanta lo que pueda ocultar.

—Pero nunca sabremos lo que hay detrás si no vamos a cerciorarnos.

Antonio tomó a Bill por el brazo y lo arrastró hacia el hall, respondiendo:

—Ya sabremos esta noche de qué se trata, cuando nuestro querido amigo Cayley lo arroje al estanque bajo nuestros ojos.

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