VI
VI
¿EN EL EXTERIOR O EN EL INTERIOR?
Los huéspedes se habían despedido de Cayley, cada uno a su manera. El mayor, con brusquedad y sencillez: "Si me necesita, a sus órdenes. Todo lo que dependa de mí… hasta la vista"; Betty, silenciosamente simpática, con mil sentimientos que el temor impedía expresar, en sus grandes ojos; la señora Calladine, asegurando que le faltaban las palabras, mientras vertía un torrente de ellas la señorita Norris combinando tan variadas intenciones en un amplio gesto de desesperación, que el uniforme agradecimiento dirigido a cada uno por Cayley hubiese podido ser interpretado, en lo que a ella se refería, como la expresión de gratitud de un espectador después de una representación teatral.
Bill los había acompañado hasta el coche. Luego de haber participado en los adioses y estrechado la mano de Betty con particular solicitud, fue a reunirse con Antonio en el banco del césped.
—Bueno, pues vaya un extraño caso —dijo, sentándose junto a él.
—Muy extraño, William.
—¡Y tú llegaste justo para caer en medio!
—Exactamente —respondió Antonio.
—Lo que hará que puedas serme útil. Circulan diversos rumores; hay misterios, y ese buen inspector, en vez de responder a las preguntas que le hice acerca del crimen, acerca de lo ocurrido, buscaba por todos los medios volver la conversación a las circunstancias en que te había conocido y otros detalles igualmente inútiles. Pero cuéntame, ¿cómo ocurrió el drama?
Antonio le refirió con la brevedad posible lo que acababa de decir al inspector, subrayando Bill su relato con algunas exclamaciones.
—Todo esto va a hacer ruido. Pero me pregunto para qué me quieren en verdad… A los otros los han despedido con toda urgencia, excepto a mí, y heme aquí mezclado en el caso por ese inspector, como si yo estuviese particularmente al tanto…
Antonio lo calmó con una sonrisa.
—Oh, no tienes por qué atormentarte. Era natural que Birch quisiera ver a uno de ustedes para saber qué habían hecho durante todo el día; y Cayley, sabiendo que me conocías, tuvo la gentil idea de que podrías quedarte a acompañarme. Y luego… nada más.
—¡Te quedarás aquí! —exclamó Bill, encantado—. ¡Entonces, viejo, espléndido!
—¿Esto te consuela de la partida de ciertas personas?
Bill enrojeció y murmuró:
—Oh, de todos modos volveré a verle la semana próxima.
—Te felicito: una bonita mirada, un traje gris que me gustó; una mujer seria y agradable.
—¡Pero no, estúpido, me estás hablando de su madre!
—¡Oh, perdóname! En todo caso, Bill, te necesito más que ella en este momento. De modo que haz un pequeño esfuerzo para quedarte conmigo.
—¿En serio? —preguntó Bill, lisonjeado. Sentía una gran admiración por Antonio y estaba muy orgulloso de su amistad.
—Sí; mira, pronto ocurrirán aquí importantes acontecimientos.
—¿El sumario y las consecuencias?
—Quizá otra cosa antes. Hola, he aquí a Cayley.
Caminando hacia ellos a través del césped, se dibujaba, en efecto, una vigorosa silueta de anchos hombros, dominada por una cara cuidadosamente afeitada, pero demasiado maciza y de una fealdad demasiado interesante para que pudiera pasar inadvertida.
—No ha tenido suerte este pobre Cayley —observó Bill—. ¿Crees que debo expresarle mi pesar, mi simpatía? Corre riesgo de parecer tan mezquino en circunstancias tan excepcionales…
—En tu lugar, yo me dispensaría.
Cayley los saludó con un ademán y permaneció un momento de pie junto a ellos.
—Podemos hacerle sitio —dijo Bill, levantándose.
—Oh, no se moleste, gracias —continuó, dirigiéndose a Antonio—. Vine a decirles que la cocinera ha perdido la cabeza, naturalmente; lo que hará que no comamos antes de las ocho y media. ¿Dónde mando recoger sus equipajes?
—Me parece que lo mejor sería que Bill y yo fuésemos enseguida, paseando, hasta la posada, para ocuparnos de eso.
—El coche podría ir a buscarlos en cuanto regrese de la estación.
—Es usted muy amable, pero es preciso que yo vaya de todos modos para empaquetar mis efectos y pagar mi cuenta. Por otra parte, el tiempo está delicioso esta noche para un paseo, si Bill no ve inconveniente.
—No pido otra cosa.
—Entonces, deje su valija allá; el chófer la traerá un poco más tarde.
—Mil gracias.
Habiendo dicho todo lo útil que tenía que decir, Cayley permaneció allí, un poco embarazado, no decidiéndose ni a quedarse ni a alejarse. Antonio se preguntaba si sentiría deseos de hablar de los sucesos de la tarde o si era, por el contrario, éste el único tema que procuraba evitar; para romper el silencio le preguntó como al descuido si el inspector se había ido. Cayley hizo un signo afirmativo, luego explicó bruscamente: —Pide una orden de arresto contra Marc.
Bill profirió el vago murmullo de simpatía que exigían las conveniencias y Antonio observó, encogiéndose de hombros:
—No podía obrar de otro modo, ¿no es cierto? No por ello ha de seguirse que… En fin, eso no significa nada. Quieren, naturalmente, tenerlo a su disposición, inocente o culpable.
—¿Qué cree usted que sea, señor Gillingham? —preguntó Cayley, observándolo atentamente.
—¿Marc? ¡Pero es absurdo! —exclamó Bill con impetuosidad.
—Bill se muestra leal hacia su amigo, señor Cayley, ya lo ve.
—Mientras que usted, en este asunto, no tiene deberes de lealtad para con nadie.
—Exacto. Por eso mismo correría riesgo de ser demasiado franco.
Bill se había instalado en el césped. Cayley se dejó caer pesadamente en el sitio que aquél ocupara sobre el banco y permaneció allí, los codos en las rodillas, el mentón entre las manos, los ojos clavados en el suelo. Dijo al fin:
—Necesito precisamente que sea usted franco. Por mi parte, no puedo ser imparcial cuando Marc aparece comprometido. Por eso es que quisiera conocer su impresión respecto a la interpretación que he sugerido, la impresión de una persona como usted, que no tiene prevenciones ni en un sentido ni en el otro.
—¿Su interpretación?
—Si Marc mató a su hermano, eso debió ser puramente accidental, como ya le expuse al inspector.
—Quiere decir —intervino Bill, que alzó hacia ellos los ojos con interés—, que Robert, revólver en mano, quiso extorsionarlo, que hubo un principio de lucha y que el revólver se disparó; Marc perdió entonces la cabeza y huyó. ¿Es así?
—Exactamente.
—Me parece muy verosímil.
Se volvió hacia Antonio:
—¿Ve usted algún defecto en esta explicación? Es la más natural cuando se conoce a Marc.
Antonio extrajo una bocanada de su pipa antes de responder lentamente:
—Supongo que tiene usted razón. Sin embargo, hay un detalle que me preocupa un poco.
—¿Cuál?
Bill y Cayley habían hecho la pregunta juntos.
—La llave.
—¿La llave? —interrogó Bill.
Cayley alzó la cabeza.
—¿Cómo? ¿Qué llave?
—Oh, quizá no tenga importancia; me pregunto solamente… Admitamos que Robert haya sido muerto como dice usted y que Marc, enloquecido, sólo haya pensado en huir antes que nadie pudiera verlo. En ese caso, en efecto, aseguraría la puerta y se guardaría la llave en el bolsillo, maquinalmente, justo para ganar un instante.
—Este es el sentido de mi sugestión.
—Me parece muy natural —apoyó Bill—. De esas cosas que se hacen sin siquiera pensar. Y si se desea escapar, ese acto aumenta nuestras probabilidades.
—Con una condición, sin embargo: que la llave se encuentre ahí. Pero supongamos que no lo esté.
Esta suposición, emitida en el tono de una comprobación ya casi verificada, hizo trastabillar a los dos interlocutores de Antonio.
—¿Qué quiere usted decir? —inquirió Cayley.
—Todo estriba en saber dónde las personas ponen sus llaves. En los dormitorios, interesa poder cerrar la puerta en previsión del caso de que alguien tenga la idea de entrar en el momento en que no se ha puesto uno más que los calcetines. Fíjense en las piezas de cualquier casa y hallarán las llaves del lado de adentro, al alcance de la mano, para que se pueda cerrar en un segundo. En la planta baja, por el contrario, nadie tiene deseos de encerrarse, y, en verdad, nadie lo hace nunca. Bill, por ejemplo, nunca ha experimentado la necesidad de aislarse en el comedor, a solas con una botella de aguardiente, detrás de una puerta herméticamente cerrada. Por otra parte, todas las mujeres, las criadas en particular, sienten un terror pánico por los ladrones, y si un ladrón entra por la ventana, quieren que su actividad quede limitada a una sola pieza. Colocan así las llaves en el exterior de las puertas, y les dan una doble vuelta antes de subir a acostarse.
—¿Quieres decir —repuso Bill—, que la llave se hallaba del lado de afuera cuando entró Marc?
—Eso me pregunto.
—¿Se fijó usted alguna vez en la posición de las llaves en las otras piezas: la sala de billar, la biblioteca, etc? —preguntó Cayley.
—Recién se me ocurre pensar en ello. Pero usted, que vive aquí, ¿no ha observado nada al respecto? —Cayley reflexionó, con la cabeza inclinada.
—Mi respuesta puede parecerle absurda. No, jamás. —Se volvió hacia Bill—. ¿Y usted?
—¡Dios mío, no! Nunca me dio por ocuparme de semejante cosa.
—No lo dudo —continuó Antonio, riendo—. En todo caso, echaremos una ojeada al entrar. Si las otras llaves están fuera, concluiremos que también ésta lo estaba y el asunto se hace entonces más interesante.
Cayley no respondió. Bill, que mordisqueaba una brizna de hierba, se interrumpió para preguntar:
—¿Y por qué introduciría eso tanta diferencia?
—Lo que ocurrió se haría más difícil de comprender. Retomemos la hipótesis del accidente y veamos a dónde nos conduce. ¿Podría todavía ser cuestión de hacer girar maquinalmente la llave? Para eso, habría sido necesario que abriese la puerta, por consiguiente, que mostrase su cara a todo aquel que pudiera hallarse en el hall… a su primo, por ejemplo, de quien se separó dos minutos antes. Un hombre en el estado de ánimo de Marc, horrorizado de que pudieran verlo junto a un cadáver, ¿iría a correr semejante riesgo?
—No iba a tener miedo de mí —dijo Cayley.
—Entonces, ¿por qué no lo llamó? Lo sabía muy cerca. Le hubiera dado usted un consejo, y bien sabe Dios que lo necesitaba. Pero toda la hipótesis reposa en esto: tenía miedo de usted y de todo el mundo y su idea fija era salir solo del escritorio antes de su entrada o de la de los criados. Si la llave estaba en el interior, probablemente la habría hecho girar para cerrar la puerta; si estaba en el exterior, se habría cuidado de tocarla.
—Sí, creo que tienes razón —concedió Bill, pensativo—, a menos que al entrar no haya tomado consigo la llave para cerrar enseguida la puerta.
—Exacto. Pero, en tal caso, sería preciso imaginar una hipótesis enteramente nueva.
—¿Quieres decir que eso torna su conducta más premeditada?
—Sí, desde luego. Pero, sobre todo, nos haría considerar entonces a Marc como un verdadero idiota. Supongamos por un momento que en virtud de imperiosas razones que ignoramos en absoluto, hubiera resuelto librarse de su hermano. ¿Qué habrías hecho en su lugar? ¿Matarlo sin más ni más, y huir? Pues no. ¡Eso equivaldría prácticamente al suicidio, el suicidio de un loco! De querer desembarazarte de un hermano indeseable, obrarías un poco más hábilmente: comenzarías por tratarlo amistosamente para no dejar que sospechase, y una vez que lo hubieses matado, darías a su muerte todas las apariencias de un accidente, o de un suicidio, o de un crimen cometido por otro. ¿No es así que obrarías?
—¿Tu idea es que querrías al menos estar seguro, si así puede decirse, de salvar tu dinero?
—Precisamente hablamos del caso en que para matar deliberadamente, comenzarías… ¡por encerrarte con llave!
Cayley había guardado silencio, absorto al parecer en aquel nuevo problema. Sin alzar los ojos del suelo, dijo al fin:
—Me atengo a mi opinión de un accidente a raíz del cual Marc perdió la cabeza y huyó.
—Pero ¿y la lave? —insistió Bill.
—Nada ha probado aún que las llaves estén del lado de afuera. No concuerdo con el señor Gillingham cuando dice que las llaves de la planta baja están en el exterior. A veces lo están sin duda; pero me parece que vamos a poder comprobar que éstas de aquí están en el interior.
—Oh, en ese caso, su primera teoría vuelve a ser excelente. Como a menudo he visto las llaves fuera, me hice la pregunta. Eso es todo. Me ha rogado usted que me mostrara enteramente franco, ¿no?, y que le dijera lo que pensaba. Pero debe tener usted razón y seguramente, como dice, las hallaremos en el interior.
—Y aun cuando la llave esté en el exterior —replicó Cayley, que se obstinaba—, continuaré creyendo en un accidente: Marc habría podido tomar la llave al llegar, previendo que la entrevista iba a ser borrascosa y deseoso de que no lo interrumpieran.
—Pero justamente le pidió a usted que se quedase cerca para el caso que lo necesitara. Entonces, ¿por qué privarlo de los medios de entrar? Además, estoy convencido de que si un hombre ha de sostener una entrevista tormentosa con un pariente amenazador, lo último que haría es encerrarse por el interior con él. Más bien sentiría deseos de abrir todas las puertas y decirle: "¡Lárguese inmediatamente!"
Cayley permanecía silencioso, pero el pliegue de su boca señalaba obstinación. Antonio le sonrió a manera de excusa y se levantó:
—¿Vienes, Bill? Ya es hora de partir. —Tendió la mano a su amigo para ayudarlo a levantarse. Luego, volviéndose hacia Cayley, le dijo—. Perdone si he dejado a mis pensamientos tomar un curso demasiado libre. Consideraba la cuestión únicamente como simple espectador, como un problema abstracto en que para nada entra en juego la felicidad de uno de mis amigos.
—Completamente de acuerdo, señor Gillingham —dijo Cayley, levantándose también—. Soy yo, al contrario, quien debe rogarle que lo perdone… ¿Va directamente a la posada en busca de sus equipajes?
—Sí —respondió Antonio.
De una ojeada midió la altura del sol sobre el horizonte, bajó después la vista hacia el parque que se extendía en derredor de la casa, y, señalando al sur:
—Es en esa dirección, ¿no? ¿Se puede llegar al pueblo desde aquí o habrá que tomar un camino?
—Yo te indicaré, viejo —dijo Bill.
—Sí, Bill le indicará. El parque se extiende casi hasta el pueblo. Enviaré el coche dentro de una media hora.
—Gracias.
Cayley hizo una última señal de adiós y se volvió hacia la casa.
Antonio tomó el brazo de Bill y ambos se alejaron en la dirección opuesta.