El misterio de la Casa Roja

VII

VII

RETRATO DE UN CABALLERO

Marcharon algunos instantes en silencio, hasta que la casa y el jardín quedaron lejos a sus espaldas. Delante y a su derecha, el parque descendía al principio, luego volvía a alzarse lentamente, pareciendo querer aislarlos del resto del mundo; a la izquierda, una espesa hilera de árboles los separaba del camino principal.

—¿Has venido a menudo por aquí? —preguntó bruscamente Antonio.

—Sí, una docena de veces.

—Quiero decir justo aquí donde estamos. ¿O pasabas todo tu tiempo encerrado, jugando al billar?

—Dios mío, no.

—Tantas personas poseen espléndidos parques y descuidan todas las ocasiones de aprovecharlos, mientras que el pobre diablo que pasa por el camino polvoriento envidia su felicidad, imaginándose que tales paraísos han de ofrecer la más deliciosa de las existencias.

Señaló la derecha.

—¿Fuiste alguna vez por ahí?

Bill disimuló su turbación con una risita.

—Casi nunca. Generalmente he seguido este camino porque es el más corto para dirigirse a la ciudad.

—Ah… Bueno, háblame de Marc.

—¿Respecto a qué?

—Dime sobre él lo que se te ocurra; por ejemplo, cómo recibe a sus invitados; qué género de vida se hace en su casa, No te preocupes de las convenciones de la cortesía y refiéreme sin ambages lo que piensas de él; si te agradaba la Casa Roja; cuántos pequeños rozamientos se produjeron esta semana en el grupo de los invitados; cuáles son tus relaciones con Cayley y otros detalles por el estilo.

Bill lo miró, intrigado:

—¿Tendrías por casualidad la pretensión de querer jugar al perfecto detective?

—A fe, que necesitaba una nueva profesión —respondió Antonio, sonriendo.

—De veras que la cosa es chusca.

Bill, un poco confuso, rectificó enseguida:

—No debí decir esto cuando hay un muerto en la casa y ayer todavía era yo el invitado de alguien que…

Se interrumpió, sin hallar para concluir su frase más que esta exclamación:

—¡Dios mío, qué triste asunto!

—Bueno —dijo Antonio—, continúa. ¿Marc…?

—¿Lo que pienso?

—Sí.

Bill no sabía bien cómo traducir en palabras claras impresiones que nunca habían adquirido en su espíritu formas precisas. Viendo su vacilación, Antonio lo animó:

—Debí prevenirte que nada de lo que digas está destinado a un reportaje. De modo que no te preocupes si se deslizan algunos barbarismos; dime lo que quieras y como te venga en gana decirlo. Vamos, te pondré en camino: ¿qué prefieres: un fin de semana aquí o en casa de los Barrington, por ejemplo?

—Oh, eso depende.

—Supongamos que ella esté presente en ambos casos.

—¡Imbécil! —exclamó Bill, descargándole un codazo. Prosiguió:

—Naturalmente, es un poco difícil de decir. La verdad es que aquí reciben maravillosamente. No conozco ninguna casa donde el confort sea tan estrictamente observado. Dormitorios, comidas, bebidas, cigarros… En fin, hasta el menor detalle. ¡Y se ocupan de ti con un cuidado!

—¿De veras?

—Oh, sí, la pura verdad…

Repitió lentamente estas últimas palabras como si le sugiriesen alguna nueva idea.

—Se ocupan incesantemente de ti. Esto precisamente es lo que caracteriza a Marc. Una de sus pequeñas manías… una de sus debilidades: ocuparse de ti.

—¿Arreglar las cosas en tu lugar?

—Sí. La casa es deliciosa, llena de distracciones. Hay a tu disposición toda clase de juegos, todos los deportes imaginables y, como te digo, el trato es admirable. Mas, a pesar de todo esto, Antonio, se tiene siempre un poco la impresión… la impresión, si así puede decirse, de estar sometido a un orden riguroso. Estás obligado a hacer lo que te dicen.

—¿Cómo?

—Bueno, Marc se desvive por regentear. Arregla cada cosa y ya está convenido que sus huéspedes deben conformarse a los planes por él establecidos. Yo, por ejemplo, tenía el otro día que jugar un partido individual con Betty —con la señorita Calladine— antes del té. Tiene mucha habilidad en el tenis y me había apostado que me batiría sin que yo le diese ventaja. Soy un poco irregular como jugador. Marc nos vio salir con nuestras raquetas y quiso saber qué íbamos a hacer. Por su parte, había preparado para nosotros un pequeño torneo, después del té, con las ventajas establecidas por él, los reglamentos minuciosamente inscriptos por anticipado en negro sobre blanco, los premios ya preparados, unos premios muy bonitos, por otra parte. Había hecho cortar y marcar expresamente el césped. Por supuesto, Betty y yo no teníamos inconveniente alguno en participar en el torneo y no pedíamos sino jugar después del té una nueva partida con la ventaja que Marc le había asignado. A pesar de ello…

Bill se detuvo, encogiéndose de hombros.

—¿No fue posible?

—No, porque perjudicaba su torneo. Supongo que, en su opinión, nuestro previo podía, por lo menos, atenuar un poco la impresión que esperaba habría de producir su plan. De modo que no pudimos ir a jugar. Arriesgábamos demasiado —añadió Bill, riendo.

—¿Quieres decir que no los hubiera invitado más?

—Probablemente. En fin, no estoy seguro. Al menos lo habría hecho por algún tiempo.

—¿De veras, Bill?

—Oh, sí, era increíblemente susceptible. Esa señorita Norris, que viste un momento, ahora está perdida. Apostaría cualquier cosa a que no vuelve a poner los pies aquí.

—¿Por qué?

—Ya verás —explicó Bill, riendo a su pesar—. Todos estamos comprometidos en el caso, al menos Betty y yo. Pretenden que visita la casa un fantasma: el de Lady Anne Patten. ¿Este nombre no te dice algo?

—No.

—Marc nos habló de eso una noche, en la comida. Afirmó que no creía en los fantasmas, pero que la idea de tener uno en la casa le divertía. Me parece que deseaba convencernos de que la cosa era seria, y, sin embargo, quedó contrariado al advertir que Betty y la señora Calladine creían por anticipado en los aparecidos. Un hombre extraño, como ves. En fin, sea lo que fuese, lo cierto es que la señorita Norris, que es actriz —¡y hay que ver qué actriz!—, se disfrazó de fantasma y se entregó a toda clase de fantasías y el pobre Marc se llevó un susto terrible; por un momento naturalmente.

—¿Y los otros?

—Betty y yo estábamos al corriente. Insistí mucho ante la señorita Norris diciéndole que iba a cometer una tontería. Conocía yo a Marc… La señora Calladine no estaba allí; Betty había preferido alejarse. En cuanto al mayor no sé qué sería necesario para asustarlo.

—¿Dónde apareció el fantasma?

—En el terreno del juego de bolos. Parece que es su sitio predilecto. Estábamos ahí al claro de luna entreteniéndonos en hacer como que lo esperábamos. ¿Conoces el cuadro de césped?

—No.

—Te lo mostraré después de comer.

—Con mucho gusto. ¿Marc quedó muy enojado?

—Oh sí. Anduvo enfurruñado un día entero.

—¿Les guardaba rencor a todos?

—Nos trataba de mal modo.

—¿Y esta mañana?

—No, se había recobrado. Como suele pasarle. Es bastante niño. Sí, Antonio, en más de un aspecto obra como un chiquillo. Pero esta mañana se mostró muy bien.

—¿Y ayer?

—Ayer, muy bien, lo mismo. Todos nos decíamos que nunca lo habíamos visto tan en sus cabales.

—¿Es accesible, generalmente?

—No es un compañero desagradable, a condición de saberlo llevar. Es vanidoso y pueril, como ya te dije, y compenetrado de su importancia, pero entretenido en su género y…

Confuso, Bill se detuvo bruscamente.

—La verdad, que voy demasiado lejos. Está mal de mi parte hablar tan libremente de un hombre que me ofrece tan generosa hospitalidad.

—No consideres las cosas desde ese ángulo. Piensa en él como en un posible asesino, contra quien se tramita una orden de arresto.

—Pero no, es absurdo.

—Los hechos son hechos, Bill.

—Insisto en que no pudo cometer el crimen. No sería capaz de asesinar a nadie. Puede parecer cómica la explicación, pero… no tiene talla para semejante acto. Hay en él manías y defectos, como en todos, pero no en tal proporción.

—Se puede matar a alguien en un acceso de cólera por motivos completamente pueriles.

Bill emitió un gruñido de asentimiento, pero no quedó convencido en lo que se refería a Marc:

—¿Él? No puedo creerlo capaz; de matar deliberadamente, quiero decir…

—Suponiendo que haya habido un accidente, como lo sostiene Cayley, ¿sería hombre de perder la cabeza al punto de huir?

Bill reflexionó un momento.

—Sí, es capaz. Casi huyó a la vista del fantasma. Evidentemente, la cosa es distinta.

—No tal. En ambos casos, se trata de obedecer a un impulso instintivo, antes que a su razón.

Habían abandonado el terreno descubierto para seguir a través de los árboles un sendero demasiado estrecho para que dos personas pudiesen marchar cómodamente de frente. Antonio pasó atrás y la conversación se reanudó cuando traspuesta la linde, se hallaron en el camino principal. Descendía éste suavemente hacia el caserío de Woodham, un grupo de techos rojos reunidos bajo la protección de una torre gris de iglesia que emergía de entre la verdura.

—Bueno —continuó Antonio, acelerando el paso—, ¿y Cayley?

—¿Cayley? ¿Qué es lo que te interesa respecto a Cayley?

—Quisiera representármelo. Gracias a tu excelente descripción, me he formado una idea bastante exacta de Marc. Hablemos del carácter de Cayley, Cayley visto desde adentro.

Bill dejó oír una risilla de embarazada satisfacción y protestó que nada tenía de común con esos brillantes novelistas que analizan las almas.

—Además —agregó—, con Marc es fácil, mientras que con Cayley… Es uno de esos hombres pesados y poco expansivos, cuyo estado de espíritu cuesta definir. Marc se entrega sin rodeos; pero él… ese mocetón tan feo, de mandíbulas macizas…

—Mujeres hay a quienes no desagrada esta clase de fealdad.

—Es verdad. Entre nosotros, conozco aquí mismo una que parece gustar bastante de él: una linda chica de Jallands.

Designó un punto hacia la izquierda.

—Un poco más abajo, por allá.

—Jallands, ¿qué es eso?

—Supongo que originariamente fue una granja cuyo propietario se llamaba Jallands. Hoy es una casa de campo que pertenece a la viuda de Norbuy. Marc y Cayley iban con frecuencia juntos a visitarla. La señorita Norbury, la hija, vino a jugar aquí al tenis una o dos veces. Parecía preferir a Cayley a todos los otros. Pero Cayley no tenía apenas tiempo para esa clase de ocupaciones.

—¿Qué clase de ocupaciones?

—Los paseos sentimentales en cuyo transcurso suele preguntarse a una bonita joven qué género de teatros prefiere. Casi siempre tenía él otra cosa que hacer.

—¿Marc lo tenía muy ocupado?

—Sí. Marc no se sentía verdaderamente feliz sino después de haberle encargado que le hiciese algo. Sin su ayuda, habría quedado totalmente perdido, desamparado. Y lo más curioso es que también Cayley parecía desorientado sin Marc.

—¿Lo quería, en el fondo?

—Sí, creo que sí, como se ama a alguien a quien se siente placer en proteger. Le conocía mejor que nadie: su vanidad, su egoísmo, sus manías de artista aficionado y todo lo demás; pero le agradaba ocuparse de él y sabía cómo había que tratarlo.

—¿En qué términos estaba con los huéspedes? ¿Contigo, con la señorita Norris y los otros invitados?

—Nos trataba con estricta cortesía y lo más a menudo se mostraba silencioso. Siempre muy reservado. Lo veíamos poco, fuera de las comidas. Nosotros estábamos en la caza para distraernos y… él no.

—¿Estaba presente la noche de la aparición del fantasma?

—No. Oí a Marc llamarlo en cuanto entró en la casa. Creo que Cayley halagó su amor propio para calmarlo y le explicó que no debía conceder importancia a las bromas femeninas… Ah, ya hemos llegado.

Entraron en la posada, y mientras Bill se dirigía galantemente a la posadera, Antonio subió a su cuarto. Los paquetes que declaró tener que hacer no debían ser muy importantes, pues apenas añadió algunos cepillos al contenido de su valija y hubo echado una rápida ojeada para asegurarse que nada había desaparecido, volvió a descender casi enseguida para arreglar su cuenta. Había resuelto conservar su pieza algunos días aun, en parte para evitarle al hotelero y a su mujer la decepción de perder tan bruscamente al locatario, en parte previendo el caso de que una prolongación de su estada en la Casa Roja se hiciese demasiado delicada; porque tomaba muy en serio sus funciones de detective (sin desconocer de ninguna manera el partido a sacar de su lado divertido), lo mismo que con cada una de las nuevas profesiones que adoptaba. Comprendía que momento habría de llegar, después del sumario, por ejemplo, en que le sería imposible, a menos de renunciar a la actitud independiente que había escogido frente a los últimos acontecimientos, permanecer en la Casa Roja como un simple amigo de Bill, aprovechando la hospitalidad de Marc o de Cayley. Actualmente su presencia se justificaba por su calidad de testigo indispensable, y, mientras se hallase a ese título, Cayley no podía impedirle mantener los ojos abiertos de par en par. Pero, si luego del sumario había aún faena para un par de ojos independientes y perspicaces, debería entonces continuar sus indagaciones, costara lo que costase, ya fuese junto a Cayley y con su aprobación, ya desde otro observatorio situado en las proximidades, el George Hotel, por ejemplo, cuyo propietario era absolutamente neutral en el caso.

Para Antonio, una cosa, al menos, era segura: Cayley estaba más informado de lo que quería demostrar; dicho de otro modo, sabía ciertas cosas, pero no quería que otros se dieran cuenta que las sabía. Antonio era precisamente uno de esos "otros", y si se empeñaba en descubrir en qué consistían esos secretos que Cayley entendía reservarse, no era de esperarse que alentara éste sus esfuerzos. Antonio tendría siempre el recurso del "George" después del sumario.

¿Cuál era la verdad? No necesariamente deshonrosa para Cayley, por más que ocultase algo. Todo lo que podía decirse contra él, por el momento, era que había tomado el camino más largo para llegar al escritorio cerrado con llave… y esto no concordaba con lo que había declarado al inspector. Pero concordaba con la idea de que no había desempeñado más que un papel de cómplice y que habría querido, en tanto simulaba una gran prisa, dar a su primo el máximo de tiempo para escapar. Podía esta solución no ser la verdadera; al menos, era admisible. La teoría que había presentado Cayley al inspector era, en cambio, inadmisible.

Sea lo que fuere, un día o dos transcurrirían con el sumario. Antonio aprovecharía este tiempo, como así también su posición extremadamente favorable en el interior mismo de la Casa Roja, para aclarar esas turbadoras preguntas. El coche los esperaba a la puerta. Trepó con Bill; el hotelero colocó sus equipajes al lado del chófer y emprendieron el camino de regreso.

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