El misterio de la Casa Roja

V

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EL SEÑOR GILLINGHAM ELIGE UNA NUEVA PROFESIÓN

Mientras Cayley se acercaba a la campanilla, Antonio se levantó, despidiéndose del inspector, y se dirigió hacia la puerta.

—Supongo que ya no me necesitará.

—No, gracias, señor Gillingham. ¿No se alejará, verdad?

—Claro que no. —El inspector vaciló.

—Creo, señor Cayley, que sería preferible que yo pudiera conversar sin testigos con los sirvientes. Ya sabe cómo son: cuanta más gente hay en su derredor, más se aturden. Llegaré más fácilmente a arrancarles la verdad si estoy solo frente a cada uno.

—Desde luego. Me preparaba, precisamente, a rogarle que me excusase. Me desagradaría que pareciese que descuido a mis huéspedes, por más que el señor Gillingham haya consentido tan amablemente…

Concluyó su frase con una sonrisa en dirección a Antonio, que lo esperaba cerca de la puerta.

—Ah, a propósito de sus huéspedes —continuó el inspector—, ¿no me dijo usted que uno de ellos permanecería aquí? ¿No era el señor Beverley, el amigo del señor Gillingham?

—Sí, ¿quiere verlo?

—Después, si puedo.

—Voy a prevenirles. Si necesita de mí, para lo que fuere, estaré en el piso superior en una pieza donde trabajo. Cualquiera de los sirvientes puede indicarle el camino. Ah, Audrey, el inspector Birch quisiera hacerle algunas preguntas.

—Bien, señor —respondió Audrey en un tono ceremonioso que no obstaba para que en el fondo se sintiese sumamente turbada.

Un eco de los últimos acontecimientos había resonado, naturalmente, en el y Audrey no se había dado punto de reposo refiriendo a cada uno lo que había dicho el hermano del señor Marc y lo que ella misma había respondido. Desde luego, algunos detalles quedaban por precisar, pero ciertos puntos importantes se daban ya como definitivamente sabidos: por ejemplo, que el hermano del señor Marc se había matado; que el señor Marc se había volatilizado, y que Audrey, al abrirle a aquél la puerta, enseguida advirtió a qué inquietante clase de individuo pertenecía. No omitió tampoco transmitirle enseguida la observación a la señora Stevens y ésta no había cesado de declarar que cuando los hombres parten así para Australia, es que tienen sus razones…

Elsie estaba de acuerdo con ambas, pero tenía una contribución suplementaria que aportar por su propia cuenta: había positivamente oído al señor Marc, en el escritorio, amenazar a su hermano.

La segunda camarera había intentado poner en duda aquella declaración:

—¿Quiere usted decir que era el señor Robert quien amenazaba?

Mientras dormía una siestita en su pieza, la había despertado sobresaltada un gran ruido, una especie de sordo estallido.

—Pues no, era la voz del señor Marc —mantenía firmemente Elsie.

—¿Implorando gracia, entonces? —intervino con fuego la hija de la cocinera, que escuchaba a la puerta y a quien las otras hicieron comprender sin más tardanza que no le correspondía tomar parte en la deliberación. Pero ¡es tan penoso escuchar en silencio cuando tan bien se sabe, por la lectura de los folletines, cómo suelen pasar las cosas en tales casos!

—Tendré que enseñarle a esta chica indiscreta a guardar su lugar —había proclamado la señora Stevens—. Continúe, Elsie.

—Pues bien —dijo—, lo oí con mis propios oídos, que decía: "Ahora me ha llegado la vez", y pronunciaba estas palabras con aire de triunfo.

—Me parece que exagera usted calificando de amenaza esa frase…

Sin embargo, Audrey se acordó del relato de Elsie cuando se halló en presencia del inspector Birch. Aportó su propio testimonio con la soltura de quien lo sabe a conciencia por haberlo repetido ya veinte veces. El inspector la interrogó y volvió a interrogarla con gran minuciosidad. En varias ocasiones se sintió tentado de hacerle notar: "Lo que dijo usted al visitante no tiene ningún interés para mí". Pero se contuvo, pensando que era preciso pasar por ahí para saber exactamente de qué manera el visitante se había presentado. Audrey sentíase infinitamente halagada de las miradas y las palabras que le prodigaba el policía, pero parecía éste haberse hecho desde largo tiempo una idea exacta de lo insignificante de los informes que estaba ella en condiciones de darle.

—En suma, ¿no ha visto usted al señor Marc?

—No, señor, debió regresar antes que yo lo buscase y subir a su cuarto, o más probablemente entrar de nuevo por la puerta principal mientras yo salía por atrás.

—Bien. Creo que es todo lo que quería preguntarle. Le agradezco mucho. Ahora, los otros criados…

—Elsie oyó al señor Marc y al señor Robert que hablaban —continuó Audrey, presurosa—. Decía… Quiero decir, el señor Marc…

—Más vale que sea Elsie misma quien me cuente lo que ha oído. Y esa Elsie, ¿quién es?

—Una de las camareras. ¿Hay que mandársela, señor?

—Sí, hágame el favor.

Elsie se alegró tanto más de aquella convocatoria cuanto que estaba en tren de recibir de parte de la señora Stevens una avalancha de reproches relativos a su conducta en el curso de la tarde. Pensó que habían escogido muy bien el momento de llamarla. De oír a la señora Stevens, el crimen cometido aquel mismo día en el escritorio no era nada comparado con el doble crimen imputable a la infortunada Elsie, que sólo demasiado tarde comprendió que hubiera hecho mejor en no decir palabra de su presencia en el hall después del almuerzo. Pero era tan incapaz de callar la verdad como perspicaz la señora Stevens para descubrirla. Demasiado sabía la pobre chica, sin embargo, que nada tenía que hacer a semejante hora en la escalera principal. Qué pobre excusa explicar que salía del cuarto de la señorita Norris situado cerca de lo alto de la escalera, y que no había atribuido importancia a su acto puesto que no había nadie en el hall… El aplastante argumento permanecía en pie: ¿qué tenía ella que hacer en el cuarto de la señorita Norris? En vano habría invocado circunstancias atenuantes:

—No hice más que entrar para devolver una revista.

—¿Prestada por la señorita Norris? —preguntaría enseguida la voz acusadora.

—¿Prestada? No, no exactamente.

—¡Realmente, Elsie, semejantes cosas en una casa decente!

¿Qué habría ganado la culpable con precisar en su defensa que una nueva novela de su autor favorito estaba anunciada en la tapa, con una imagen representando al bandido rompiéndose el cuello contra las rocas?

—Así concluirás tú también, hija, si no quieres ser más seria —terminaría la señora Stevens en su más firme tono.

Por fortuna, no era cuestión de confesar todos sus crímenes al inspector Birch. Todo lo que podía interesarle era que al pasar por el hall había oído ella voces provenientes del escritorio.

—Entonces, ¿se detuvo usted para escuchar?

—De ningún modo —replicó Elsie en tono de dignidad ofendida. Decididamente, ¡nadie la comprendería jamás!

—Cruzaba simplemente el hall, como habría podido hacerlo usted mismo, sin suponer que tuvieran secretos que decirse. Desde luego, no me taponé los oídos, como sin duda hubiera debido hacerlo.

Dejó oír algunos suspiros, anunciadores de una crisis de lágrimas.

—Vamos, vamos —intervino el inspector, procurando calmarla del mejor modo posible—, no quise insinuar en absoluto…

—Todos son muy injustos conmigo —sollozó Elsie—. Cuando veo a ese pobre muerto acostado allá… Bueno, pues si fuera yo quien hubiera muerto, ahora lamentaría haberme hablado tan duramente como lo han hecho hoy…

—Pero no, no es razonable de su parte. Al contrario, vamos a estar orgullosos de usted. No me sorprendería que su testimonio adquiriese una importancia considerable. En suma, ¿qué es exactamente lo que oyó usted? Trate de recordar las palabras precisas.

—Algo a propósito de trabajar en un pasaje —respondió Elsie.

—¿Quién decía eso?

—El señor Robert.

—¿Cómo supo usted que era el señor Robert? ¿Había oído ante su voz?

—No llegaré a decir que podía reconocer al señor Robert; pero ¿no le parece?, como no era ni el señor Marc, ni el señor Cayley, ni ninguno de los otros señores, y como la señorita Stevens había hecho entrar al señor Robert en el escritorio no hacía aún cinco minutos…

—Perfectamente —interrumpió el inspector—. Era el señor Robert, muy probablemente. ¿Trabajar en un pasaje?

—Es lo que comprendí, señor.

—Trabajar para pagar su pasaje, quizá. ¿Cree usted que podía ser eso?

—Oh, sí, eso precisamente —confirmó vivamente Elsie.

—Sin duda; trabajó a bordo del buque para cubrir los gastos de la travesía. ¿Y después?

—Entonces, el señor Marc dijo muy fuerte, con una especie de acento de triunfo: "Ahora me ha llegado la vez: ¡espera un poco!"

—¿De triunfo?

—Sí, como para decir que al presente el momento favorable había llegado al fin para él.

—¿Es todo lo que oyó usted?

—Es todo, señor, porque no me detuve para escuchar; pasaba justamente por el hall como podía haberlo hecho en cualquier otro momento.

—Bien. Es muy importante, Elsie. Se lo agradezco.

No olvidó dirigirle su más amable sonrisa antes de retirarse y, muy tranquilizada, tornó a la cocina. Poco le importaban ahora las descorteses observaciones de la señora Stevens o de otros.

Entretanto, Antonio había emprendido algunas investigaciones por su cuenta. Un punto, en particular, continuaba intrigándolo. Se trasladó por el hall a la parte delantera de la casa y allí, de pie cerca de la puerta abierta, consideró la avenida de acceso. Cayley y él habían dado, corriendo, la vuelta de la casa por la izquierda; ciertamente, hubiera sido más corto tomar por la derecha. La puerta de entrada no estaba en medio del edificio, sino casi en la esquina. Pero quizá, a la derecha, estuviese el camino obstruido por un obstáculo, una pared… Se dirigió de aquel lado, halló un sendero que contorneaba la casa y llegó a la vista de la ventana del escritorio. ¡Muy sencillo, y casi dos veces más corto que por la izquierda! Avanzó todavía unos pasos y se encontró, apenas dejada atrás la ventana con los vidrios rotos, delante de una puerta que abrió sin esfuerzo. Daba a un corredor. Aquel corredor se terminaba por otra puerta que no opuso más resistencia que la precedente y que lo condujo derecho al hall.

Con toda evidencia, pensó, este camino es el más corto de los tres: atravesar el hall, salir por detrás, volver a la izquierda, y ya está. En vez de esto, es siguiendo el más largo que dimos la vuelta a la casa. ¿Por qué? ¿Era para dar a Marc más tiempo de escapar? Sólo que, en este caso, ¿por qué correr? Y luego, ¿cómo Cayley habría podido saber en ese momento que era Marc quien intentaba salvarse? Si adivinaba, o, digamos, más bien, si temía, que el uno hubiera muerto al otro, era mucho más probable que fuese Robert quien había matado a Marc. En realidad, bien reconoció después que tal era su pensamiento, puesto que sus primeras palabras, tan pronto volvió el cuerpo, fueron: "¡Gracias a Dios! ¡Temí que fuera Marc!" ¿Por qué, entonces, había querido procurar a Robert la posibilidad de huir y, una vez más, si su propósito era ganar tiempo, por qué correr?

Antonio fue a sentarse detrás de la casa, en un banco del césped, no lejos de la ventana del escritorio.

Veamos, reflexionó, tratemos de penetrar muy minuciosamente en el estado de espíritu de Cayley y preguntémonos qué puede darnos ese estudio. Cayley está sentado en el hall, cuando introducen a Robert en el escritorio. La camarera sale en busca de Marc, y Cayley reanuda la lectura de su libro. Marc desciende la escalera, ruega a Cayley que permanezca cerca para el caso de que lo necesite y va a reunirse con su hermano. ¿Cuáles son las eventualidades que puede prever Cayley en ese instante? Puede que no recurran a él; puede que lo llamen para solicitarle consejo, a propósito del pago de las deudas de Robert, por ejemplo, o del mejor medio de asegurar su retorno a Australia; no es imposible que su fuerza muscular sea puesta a contribución para expulsar por la violencia a un Robert demasiado intratable. Permanece pues, ahí, sentado, algunos instantes, luego pasa a la biblioteca. ¿Por qué no? Todavía se mantiene lo bastante cerca como para intervenir al primer llamado. De pronto, oye un disparo. Y una detonación de revólver es lo último que se espera oír en una casa de campo. Es natural que en el primer instante no haya comprendido exactamente de qué se trataba. Escucha. No oye nada más. Quizá no fuera un disparo. Transcurren algunos segundos. Retorna a la puerta de la biblioteca. Ahora, aquel profundo silencio lo inquieta. ¿Era una detonación? ¡Es absurdo, verdaderamente! Empero, no habría ningún inconveniente en entreabrir la puerta del escritorio, bajo un pretexto cualquiera, simplemente para tranquilizarse. Ensaya. La puerta está cerrada con llave. ¿Cuáles son al presente sus emociones? La inquietud, la incertidumbre. Algo ocurre de anormal. Por inverosímil que parezca, quizá fuese, a pesar de todo, un disparo. Y helo aquí golpeando la puerta y llamando a Marc. No hay respuesta. ¿Inquietud? Sí, ciertamente. Pero ¿inquietud por la seguridad de quién? De Marc, sin duda alguna. Robert no es para él más que un extraño; Marc, su amigo íntimo. La carta de Robert recibida por la mañana es la de un hombre muy mal dispuesto. Robert tiene un carácter violento; Marc es un hombre de refinada civilización. Si una querella se ha producido entre ambos, es Robert quien ha matado a Marc. Sacude la puerta con renovado furor.

Desde luego, a Antonio, que se ha presentado inopinadamente, la conducta de Cayley ha parecido absurda. Pero ¡qué!, en el primer momento, Cayley perdió la cabeza. Eso hubiera podido ocurrirle a cualquiera. Por otra parte, tan pronto como Antonio le sugirió la idea de la ventana, Cayley comprendió que era lo único que quedaba por hacer y le mostró el camino. El camino más largo…

¿Por qué razón? ¿Para permitir al asesino alejarse? Si había pensado que Marc era el asesino, sí, quizá; pero debe, al contrario, estar convencido que es Robert. A menos que él mismo no quiera ocultar algo, no puede dejar de pensar eso. Además, esta idea concuerda con la palabra que pronuncia al comprobar que el cadáver es el de Robert: "¡Temí que fuese Marc!" No tenía ninguna razón, entonces, de querer perder tiempo. Al contrario, una fuerza instintiva debía normalmente impulsarlo a precipitarse en el cuarto por las vías más rápidas, para prender a Robert. A pesar de ello, adopta el circuito más largo en derredor de la casa. ¿Por qué? Y todavía, ¿por qué correr?

Se podría sostener, naturalmente, que Cayley no era más que un poltrón, que no sentía mucha prisa por acercarse al revólver de Robert y que procuraba a la vez dar la impresión de la más espontánea prisa. Sería una explicación. Pero obligaría a admitir que Cayley era un cobarde. ¿Lo era, realmente? En todo caso, fue el primero en aplicar animosamente su rostro a los vidrios. No, hacía falta una respuesta mejor que aquélla."

Permaneció sentado, tan sumido en sus reflexiones, que su pipa, que había olvidado encender, siguió fría entre sus dedos. Tenía todavía una o dos ideas en el fondo de su cerebro, dispuestas, si las evocaba, a dejarse examinar; pero no juzgó favorable el momento para hacerlas comparecer. Les llegaría más tarde el turno, cuando las necesitase.

De pronto, encendió su pipa y se echó a reír.

"¡Yo, que buscaba una nueva ocupación! ¡Pues ya la encontré! ¡Antonio Gillingham, detective privado! No suena mal. Comienzo hoy mismo…"

Piénsese lo que se quiera de los títulos de Antonio para esta nueva profesión, debe reconocerse que estaba dotado de un espíritu vivo y claro, y este espíritu le mostraba que era él actualmente la única persona de la casa que se hallaba absolutamente libre de todo prejuicio para emprender la búsqueda de la verdad. El inspector había llegado en el momento en que se comprobaba la muerte de un hombre y la desaparición de otro. Era muy probable, sin duda, que el desaparecido hubiese asesinado al otro. Pero era más que muy probable, casi cierto, que, para el inspector, aquella muy probable solución sería considerada la única verdadera como punto inicial de sus indagaciones; tras de lo cual, no se sentiría dispuesto a encarar sin prevenciones otra explicación. En cuanto a los otros, Cayley, los invitados, los criados, ya tenían todos sus posturas adoptadas, o en favor de Marc o quizá contra Marc. Tenían motivos diversos para sostenerse o combatirse. De acuerdo a las conversaciones de la mañana, de acuerdo a lo que sabían de Robert, eran todos presa de opiniones preconcebidas. Ninguno de ellos estaba en condiciones de considerar aquel caso con espíritu enteramente imparcial. Antonio podía. De Marc no sabía nada, y tampoco de Robert. Lo había visto muerto antes mismo de saber su nombre, se había enterado de que una tragedia acababa de ocurrir antes de ser informado de que un hombre había desaparecido. Las primeras impresiones, que adquieren después una importancia decisiva, las había recibido de hechos escuetos; estaban fundadas en el testimonio directo de sus sentidos, no sobre sus emociones o las percepciones de otros testigos. Su situación para descubrir la verdad debía ser mucho mejor que la del inspector.

Quizá Antonio, al formularse a sí mismo esta animadora conclusión, no se mostraba muy justo con respecto al calificado representante de la autoridad. Desde luego Birch estaba dispuesto a creer que Marc había matado a su hermano (testimonio de Audrey); Marc había regresado para entrevistarse con él (testimonio de Cayley); los habían oído hablar (testimonio de Elsie) hubo un disparo (testimonio general); al entrar en la pieza, habían descubierto el cuerpo (testimonio de Cayley y de Gillingham), y Marc permanecía invisible. En apariencia, pues, Marc había matado a su hermano, o accidentalmente, como lo creía Cayley, o voluntariamente, como tendía a hacerlo creer la declaración de Elsie. No existía ningún interés en buscar para tal problema una solución difícil cuando la solución fácil no presentaba ninguna falla. Pero desde otro punto de vista, Birch hubiera preferido la solución difícil, por más brillante para su propio prestigio. El "sensacional" arresto de uno de los habitantes de la casa lo hubiera hecho más feliz que una vulgar persecución de Marc a través del campo. Era preciso encontrar a Marc, inocente o culpable. Mas no por ello quedaba menos en pie que otras soluciones podían ser también consideradas…

No hubiera carecido de interés para Antonio saber que mientras se entregaba a sus reflexiones y regocijábase de su superioridad sobre un inspector trabado por ciertas prevenciones, ese mismo inspector acariciaba sin repugnancia la idea de una eventual relación a establecer entre el caso que lo ocupaba y la brusca aparición en la casa de un tal Gillingham. ¿Era realmente por efecto de una simple coincidencia que éste había surgido así en medio del drama? Las respuestas de Beverley, interrogado respecto a su amigo, fueron por demás sorprendentes. ¿Un comisionista de ventas de tabaco? ¿Un mozo de café? Curioso personaje, aquel señor Gillingham… A no perderlo de vista.

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