XIII
XIII
LA VENTANA ABIERTA
La primera idea de Antonio fue que Cayley debió querer ocultar un objeto, quizá un objeto comprometedor que habría hallado junto al cuerpo. Pero no, era absurdo. Con el poco tiempo de que disponía, no podía hacer otra cosa que arrojarlo en un cajón, donde habría estado mucho más expuesto a ser descubierto por Antonio que si lo hubiera guardado sencillamente en su bolsillo. En todo caso, lo habría retirado después para colocarlo en un lugar más seguro. Y entonces, ¿a qué tomarse el trabajo de cerrar la puerta?
Bill abrió uno de los cajones de la cómoda y examinó el contenido, preguntando:
—¿Crees tú que valga la pena registrar los otros? —Antonio miraba por encima de su hombro:
—¿Por qué guardaba tanta ropa en esta pieza? ¿Solía venir aquí para cambiarse?
—Pero, mi pobre Tony, tenía más ropa blanca y trajes que nadie en el mundo. Supongo que conservaba todo eso para el caso de que tuviera necesidad algún día. Cuando tú o yo abandonamos Londres para ir al campo, llevamos nuestros efectos en una valija. Es lo que Marc nunca hacía. En su departamento de Londres, tenía en duplicado el mismo vestuario que aquí; era su manía: coleccionar las prendas de vestir. Si hubiese tenido una media docena de casas, cada una habría estado provista de un surtido completo para la ciudad y el campo.
—Sí.
—Evidentemente, cuando trabajaba en su escritorio, podía serle útil tener aquí al alcance de la mano un pañuelo o un saco más confortable, sin tomarse la molestia de subir a buscarlos.
—Seguramente.
Mientras hablaba, Antonio recorría la pieza. Avistó, cerca del lavatorio, un canasto de ropa sucia, cuya tapa levantó.
—Se diría que han venido aquí recientemente para cambiarse de cuello. Bill se acercó. Un cuello yacía en el fondo del canasto.
—En efecto, habrá notado que el que llevaba le molestaba, o que estaba un poco sucio. Marc era increíblemente minucioso, sabes.
Antonio se inclinó para recoger el cuello, que examinó cuidadosamente antes de observar:
—Entonces es que le molestaba, porque difícilmente podría estar más limpio. Lo dejó caer y continuó:
—Esto prueba al menos que venía aquí algunas veces.
—Sí, bastante a menudo.
—Bien. Pero Cayley, ¿qué podía hacer aquí con tanto misterio?
—¿Por qué, sobre todo, tenía necesidad de cerrar así la puerta? —preguntó Bill, a su vez—. Es lo que no comprendo, porque, de todos modos, tú no habrías podido verlo.
—No, pero habría podido oírlo. Iba a hacer algo cuyo ruido yo no debía percibir.
—¡Dios! No hay duda que era eso —dijo Bill, que ardía en deseos de saber más. Pero fue Antonio que le preguntó:
—Bill, ¿qué podría ser?
La frente de Bill se plegó enérgicamente, pero ninguna inspiración acudió:
—Oh, respiremos un instante —exclamó, exhausto por el esfuerzo cerebral que acababa de hacer.
Fue a la ventana, la abrió y miró fuera. Luego, como un recuerdo acudiera bruscamente a su memoria, se volvió hacia Antonio para preguntarle:
—¿No crees que convendría echar un vistazo al estanque, para asegurarnos de que siguen allí? Porque…
La vista del rostro de Antonio, resplandeciente, transfigurado, detuvo en seco su explicación.
—Oh —exclamó Antonio—. ¡Oh, yo, el más incalificable de los imbéciles! ¡Oh, tú, Bill, el más excelente de los Watson, el más benigno de los salvadores, que salva hasta a este asno que se llama Gillingham!
—Pero ¿qué te pasa?
—¡La ventana! ¡La ventana! —exclamó Antonio, tendiendo las dos manos para señalarlas aún más vigorosamente.
Bill se volvió hacia la ventana, esperando casi oírle decirle alguna cosa. Como la ventana permaneciera muda, trasladó su mirada sobre Antonio, que le dio en dos palabras la explicación:
—Quería a toda costa abrir la ventana.
—¿Quién?
—Cayley.
Vuelto a la serenidad, prosiguió pausadamente:
—Fue para abrir la ventana que entró aquí. Fue para que no lo oyera yo, que atrajo la puerta detrás de él; y yo la encontré, enseguida, como él quería exactamente que yo la encontrase. Dije, al entrar: "Esta ventana está abierta. El maravilloso talento de observación de que estoy dotado me indica que el asesino debió escaparse por esta ventana". "¿Cree usted?", me respondió Cayley, abriendo tamaños ojos. "Sí, confirmé solemnemente, es indudable." "Tiene usted sin duda razón", me concedió al fin. ¡Oh, cernícalo sin nombre!
Varias cosas se explicaban ahora, entre ellas la que más lo había preocupado desde el principio, Trató de colocarse, con el pensamiento, en el lugar de Cayley, aquel hombre que Antonio veía entonces por primera vez y que golpeaba la puerta, tronando: "¡Ábreme! "¡Ábreme!" ¿Qué había ocurrido en el escritorio? ¿Quién era el asesino? Cayley lo sabía; sabía que Marc no estaba en el interior y que no había huido por la ventana. Pero el plan de Cayley, el de Marc, quizá, si los dos primos obraban en connivencia, exigía que todos admitiesen aquella explicación de su desaparición. Y he aquí que, mientras aporreaba aquella puerta con la llave echada (que guardaba en su bolsillo), debió recordar (¡qué sacudida para sus nervios!), que había cometido un error de primera magnitud: ¡había olvidado dejar una ventana abierta!
Aquello había comenzado probablemente por una duda lacerante: "¿La ventana del escritorio está abierta? Sí, seguramente lo está. Pero, si a pesar de todo no estuviera abierta…" ¿Disponía aún de tiempo ahora para hacer funcionar la cerradura, deslizarse en el interior, reparar su olvido y volver a salir sin ser visto? No, los criados podían llegar de un momento a otro; era demasiado arriesgado; podía inclusive serle fatal, si era descubierto. Pero los criados son unos tontos, y ya se las compondría para ganar la ventana mientras hicieran ellos aspavientos en derredor del cadáver, sin fijarse en él. Era el mejor partido. En aquel preciso instante, ¡súbita aparición de Antonio! No era menuda complicación y he aquí, encima, que Antonio sugería casi inmediatamente ir a forzar una ventana. Pero lo que quería Cayley, sobre todo, era evitar que la atención recayera sobre las ventanas. Nada de extraño tenía que la sugestión lo hubiera aturdido.
Otro punto largo tiempo obscuro se aclaraba. Antonio comprendió al fin por qué habían tomado el camino más largo para dar vuelta a la casa y corrido, sin embargo. Era la última probabilidad que le quedaba a Cayley: adelantarse a Antonio, alcanzar él primero la ventana y obtener por un medio cualquiera que Antonio la hallase abierta cuando se le reuniera. Aunque esta solución fuera imposible, quería de todos modos ser el primero en llegar, así no fuese más que para adquirir una certidumbre. Quizá, después de todo, estuviese abierta. Era preciso superar a Antonio en velocidad y darse cuenta antes que él. Si estaba cerrada, cerrada sin remisión, dispondría al menos de algunos segundos de tregua, algunos segundos para imaginar otro plan y tratar de evitar la catástrofe que le amenazaba tan súbitamente.
Por eso había corrido con todas sus fuerzas. Pero Antonio no se dejó distanciar: habían derribado la ventana juntos, penetrado juntos en el escritorio. Empero, para Cayley, no todo estaba perdido. Quedaba la ventana de la piecita vecina, a condición de maniobrar con infinita suavidad para que Antonio no oyese nada. En efecto, Antonio no había oído nada. Y había participado en el juego de Cayley. No sólo había creído conveniente atraer su atención sobre la ventana abierta, sino que había explicado concienzudamente a Cayley por qué Marc escogió aquella ventana con preferencia a la del escritorio, y Cayley se había declarado convencido por su demostración. ¡Cómo debió reírse en su fuero interno de la candidez de su nuevo amigo! Sin embargo, enseguida experimentó un temor: que Antonio no fuese a examinar el bosquecillo. ¿Por qué? Evidentemente, porque no existía allí ninguna de las huellas que deja la huida precipitada de un hombre. No cabía duda que Cayley se proveyó después de las señales necesarias y hasta ayudó al inspector a descubrirlas. ¿Habría llegado al punto de preparar huellas de pasos? ¿Con los zapatos de Marc? El suelo estaba muy duro en aquella estación del año: quizá los pasos no fueron necesarios. Antonio no pudo menos de reír a la idea del enorme Cayley comprimiendo sus pies para hacerlos entrar a la fuerza en el calzado del esbelto y pequeñito Marc. Si se podía prescindir de las trazas de pasos, eso no debió desagradar a Cayley… En suma, la ventana abierta y algunas ramitas rotas debían bastar; sobre todo, la ventana abierta, pero muy suavemente. Lo esencial era que Antonio no oyese nada. Y Antonio no había oído… pero había visto la sombra en la pared.
Bill y Antonio habían regresado a sentarse en el césped y Bill escuchaba, boquiabierto, la nueva interpretación que le daba su amigo de los acontecimientos de la víspera. El relato formaba un todo coherente, explicaba muchas cosas, pero, en el fondo, no resolvía las cuestiones esenciales. Apenas resultaba de él otra cosa, en opinión de Bill, que un nuevo misterio a develar.
—¿Qué misterio? —preguntó Antonio.
—Marc. ¿Dónde está Marc? Si no entró en el escritorio, ¿qué se hizo entonces de él?
—Nunca he dicho que no haya entrado en el escritorio; al contrario, debe haber ido. Elsie lo oyó… al menos, lo afirma. Pero si se halló allí, debió salir por la puerta.
—¿Y a dónde conduce esta comprobación?
—A donde debió dirigirse el mismo Marc: al pasaje.
—¿Quieres decir que continúa ocultándose?
No recibiendo ninguna respuesta, Bill repitió su pregunta. Sólo entonces Antonio se substrajo a su meditación y replicó:
—No sé. Trataré de darte una explicación plausible; ignoro si es la buena. Estoy asustado, Bill, asustado de lo que puede ocurrir, de lo que quizá vaya a ocurrir de un momento a otro. Sea lo que fuere, he aquí una explicación. Si la hallas defectuosa, me dirás de qué pie cojea.
Estiradas las piernas, las manos en los bolsillos, estaba medio extendido en el banco, clavados los ojos en el magnífico cielo cuya bóveda se extendía hasta el infinito por encima de sus cabezas, y, como si hubiese ido leyendo una reconstrucción figurada de los acontecimientos de la víspera, los evocó uno a uno, dando a cada cual su existencia y su sitio para que comprendiera Bill su encadenamiento preciso.
—Comencemos por el momento en que Marc asesina a Robert. Llamemos a esto un accidente; es lo más probable. En todo caso, Marc afirma que lo es. Está sobrecogido de pánico; pero no cierra la puerta con llave ni emprende la fuga, porque, por una parte, la llave se encuentra del lado exterior de la puerta, y, por otra, Marc no es tan tonto. Su situación no es menos trágica: todos saben que está en malos términos con su hermano; acaba justamente de dirigirle imprudentes amenazas que alguien puede haber oído. ¿Qué hacer? Se resuelve por la conducta más natural, la que un hombre como él no podía dejar de seguir en semejante circunstancia: consultar con Cayley, el inapreciable, el indispensable Cayley. Cayley está a su alcance, cerquita; ha oído seguramente el disparo de revólver. Le dará un consejo. Abre la puerta justo en el momento en que Cayley acude a ver qué ha ocurrido. Lo pone al tanto en dos palabras: "¿Qué puedo hacer, Cay? Es un accidente, te juro que es un accidente. Me amenazó. Me hubiera matado él si yo no lo hubiese abatido. Es preciso que encuentres algo, enseguida…" Cayley lo encuentra: "Confía enteramente en mí y no te preocupes de nada. Yo seré quien haya muerto a Robert, si quieres. Me encargo de explicarlo todo; pero ve a ocultarte. Nadie te ha visto entrar. ¡Pronto! ¡En el pasaje! Iré a reunirme contigo en cuanto pueda". Marc se siente aliviado: "¡Bravo, Cayley! ¡Fiel Cayley!" Recobra valor. Cayley va a arreglarlo todo. Cayley dirá a los criados que es un accidente. Telefoneará a la policía. A nadie se le ocurrirá sospechar de su buena fe: sábese que ningún motivo de querella tenía contra Robert. Cayley irá después al pasaje para anunciarle que todo marcha bien. Marc saldrá por el otro extremo y volverá tranquilamente a la casa, como quien regresa de paseo. Uno de sus criados le dará la noticia: ¡Robert muerto accidentalmente! ¿Qué dice? ¡Dios mío! ¿Es posible?" Completamente tranquilizado, Marc gana la biblioteca. Cayley, por su parte, va a la puerta del escritorio y la cierra con llave, y descarga después en ella tremendos golpes, gritando: "¡Abre! ¡Ábreme!" —Antonio se calló. Bill lo miró meneando la cabeza:
—Sí, Tony, pero todo esto no nos aclara gran cosa las razones por las cuales Cayley habría obrado como lo supones.
Antonio se encogió de hombros sin responder.
—¿Y qué se habría hecho de Marc, después? —Antonio se contentó con un segundo encogimiento de hombros.
—En fin —prosiguió Bill—, cuanto antes exploremos el pasaje, mejor será.
—¿Estás dispuesto a ir inmediatamente?
—Completamente dispuesto —respondió Bill, sorprendido.
—¿Estás pronto a todas las eventualidades?
—Te vuelves terriblemente misterioso, mi viejo.
—Ya lo sé.
Dejó escapar una risita y prosiguió:
—¿No seré, después de todo, sino un tonto que dramatiza las cosas más sencillas? Quisiera creer que es así…
—Me parece que estaremos tranquilos, ¿no? Deben estar ocupados con el estanque.
—Probablemente, pero sería preferible asegurarse. ¿Podrías ir a hacer un reconocimiento, Bill? Tendrás que deslizarte lo bastante cerca del estanque para asegurarte que Cayley sigue allí, sin que él te vea, por supuesto.
—Iré. Espera un poco. —Se levantó presuroso. Antonio enderezó bruscamente la cabeza:
—¡Oh, son exactamente las palabras que pronunció Marc!
—¿Marc?
—Sí, las palabras que oyó Elsie.
—¿Nada más que eso?
—Supongo que la muchacha no se ha equivocado y que era él, en efecto, quien hablaba.
—No ha podido engañarse acerca de su voz, si es lo que te preocupa.
—¡Ah!
—Marc tiene una voz extraordinariamente característica.
—¡Ah!
—Bastante aguda. Evidentemente, no es fácil de describir, pero…
—Continúa.
—Más o menos así, o quizá aún más aguda. —Pronunció estas últimas palabras con el diapasón elevado y un poco monótono que era el de Marc, luego, recobrando su voz natural, añadió riendo—. Es una buena imitación, sin jactancia.
Antonio pareció vivamente interesado.
—Verdaderamente…
Se levantó, asió a Bill por el brazo y le dijo:
—Vete a espiar a Cayley. Enseguida que lo hayas hecho pondremos manos a la obra. Me encontrarás en la biblioteca.
—Entendido.
Bill se alejó en la dirección del estanque. Esta vez sí que la vida se ponía interesante. Concebir para el presente inmediato un programa más atrayente hubiera sido difícil. Ante todo, emboscarse para acechar los movimientos de Cayley. A un centenar de yardas del estanque se alzaba, poco más o menos a la misma altura, un pequeño tallar. Se introduciría por detrás, arrastrándose, sin hacer crujir la menor rama; luego, avanzando con el vientre a tierra hasta la linde, arriesgaría una ojeada para observar lo que ocurría abajo. Era así como solían proceder los héroes de las novelas que había leído. ¡Tan a menudo había sentido deseos de imitarlos! Pero hasta ahora las ocasiones no se le habían ofrecido. Al presente le había llegado la vez… ¡Qué júbilo! Después, cuando volviera a la casa sin ser visto y diera a Antonio cuenta de su expedición, irían a explorar el pasaje secreto. ¡Nueva alegría! Cierto que parecía indudable que no había probabilidad de descubrir un tesoro; pero podía haber indicios reveladores, sorpresas. Aun cuando no se hallase nada, un pasaje secreto, un misterioso lugar en que mil cosas extraordinarias pueden ocurrir. Después de eso, aquella magnífica jornada no habría aún concluido: irían al estanque, esa noche; verían a Cayley, al claro de luna, ocupado en hacer desaparecer en el silencio de las aguas… ¿qué? ¿Un revólver? U otra cosa. ¡No importaba! Estarían allí y lo sabrían. ¡Cómo sería de divertido!
Para Antonio, que era de más edad y comprendía mejor la gravedad de las circunstancias, no era "divertido" la palabra apropiada, sino más bien "maravillosamente interesante". Veía ahora con bastante claridad un cierto número de elementos del problema, pero uno por uno, sin llegar a reunirlos en un conjunto. Tenía esa impresión que se experimentaba cuando se quiere examinar un ópalo: vese a cada movimiento cambiar el color y nacer nuevos reflejos, pero no se consigue ver el ópalo mismo. Era como un hombre que quiere acomodar el centro de un aparato óptico a su campo visual y no da con el punto preciso. Siempre demasiado lejos o demasiado cerca, se fatiga los ojos en un esfuerzo excesivo, luego su vista se nubla, la acomodación se resiste. Su cerebro no asía el hilo que le hubiera permitido coordinar todos aquellos elementos fugitivos y dispares.
Empero, por momentos, le parecía tener casi la solución… pero enseguida se le deslizaba ésta, se fundía, se evaporaba. Conocía la vida mejor que Bill; no obstante, hasta entonces, nunca se había visto mezclado a un caso criminal. El misterio, que ahora le obsesionaba, que lo espantaba a la vez que lo atraía, no era uno de esos crímenes vulgares que cualquiera puede cometer en un momento de cólera o de extravío; era algo mucho más horrible, demasiado horrible para ser real. Era menester, sin embargo, descubrir la verdad. Hizo un supremo esfuerzo… Pero no, aquella verdad se substraía a sus tentativas, la convergencia no se realizaba.
—Es inútil que me esfuerce así; renuncio a este método; por el momento al menos —dijo en alta voz, dirigiéndose a la casa—. Más vale que me contente con recoger hechos e impresiones sin pretender prematuramente coordinarlos. Quizá un solo hecho, surgiendo espontáneamente, baste para proyectar un haz de luz sobre todo el resto.