Capítulo 20
Capítulo 20
—Hay tres etapas en tu reintegración —dijo
O’Brien—.
Son: aprendizaje, comprensión y aceptación. Es hora de que entres en la segunda etapa.
Como siempre, Winston estaba acostado de espaldas. Pero últimamente sus ataduras estaban más flojas. Ellos todavía lo sostenían contra la cama, pero podía mover un poco las rodillas y podía girar la cabeza de lado a lado y levantar los brazos desde el codo. El dial, también, le provocaba menos terror. Podía evadir sus dolores si era lo suficientemente ingenioso, era principalmente cuando mostraba estupidez que
O’Brien
bajaba la palanca. A veces pasaban toda una sesión sin usar el dial. No recordaba cuántas sesiones había tenido. Todo el proceso pareció prolongarse durante un tiempo largo e indefinido: semanas, posiblemente, y los intervalos entre las sesiones, a veces pueden haber sido de días, y otras a veces sólo de una hora o dos.
—Mientras estás acostado —dijo
O’Brien—,
a menudo te has preguntado, incluso me lo has preguntado a mí… por qué el Ministerio del Amor se toma tantas molestias y dedica tanto tiempo en ti. Y cuando eras libre también te desconcertabas esencialmente por la misma pregunta. Tú podrías comprender la mecánica de la Sociedad en la que vivías, pero no sus motivos subyacentes. ¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: “Entiendo CÓMO. No entiendo POR QUÉ”? Fue cuando pensabas en el “porqué” que dudabas de tu propia cordura. Has leído EL LIBRO, el libro de Goldstein, o partes de él, al menos. ¿Te enseñó algo que tú ya no sabías?
—¿Lo has leído tú? —preguntó Winston.
—Yo lo escribí. Es decir, colaboré en su redacción. Ningún libro se produce individualmente, como tú sabes.
—¿Es cierto lo que dice?
—Como descripción, sí. El programa que presenta es una tontería. La acumulación secreta de conocimiento, una propagación gradual de la ilustración, en última instancia, una rebelión proletaria, el derrocamiento del Partido. Era previsible que eso era lo que diría. Puros disparates. Los proletarios nunca se rebelarán, ni en mil años ni en un millón. Ellos no pueden. No hace falta que te diga el motivo, ya lo sabes. Si alguna vez has acariciado cualquier sueño de insurrección violenta, debes abandonarlo. No hay manera de que el Partido pueda ser derrocado. El gobierno del Partido es para siempre. Ese debe ser el punto de partida de tus pensamientos.
Se acercó a la cama.
—¡Para siempre! —repitió—. Y ahora volvamos a la cuestión de “cómo” y “por qué”. Entiendes bastante bien CÓMO mantiene el Partido en sí mismo el poder. Ahora dime ¿POR QUÉ nos aferramos al poder? ¿Cuál es nuestro motivo? ¿Por qué deberíamos querer tener el poder? Vamos, habla —añadió al ver que Winston permanecía en silencio.
Sin embargo, Winston no habló durante unos momentos. Una sensación de cansancio lo había abrumado. El débil y loco destello de entusiasmo había vuelto a la cara de
O’Brien.
Winston sabía de antemano lo que diría
O’Brien.
Que el Partido no busca poder para sus propios fines, sólo lo hace para el bien de la mayoría. Que buscaba el poder porque los hombres de la masa eran criaturas frágiles y cobardes que no podían soportar la libertad o enfrentar la verdad, por lo que debían ser gobernados y engañados sistemáticamente por otros que fueran más fuertes que ellos mismos. Que la elección de la humanidad estaba entre la libertad y la felicidad, y que, para la mayor parte de la humanidad, la felicidad era mejor. Que el Partido era el eterno guardián de los débiles, una secta dedicada a hacer el mal para lograr el bien, sacrificando su propia felicidad por la de los demás. Lo terrible, pensó Winston, lo terrible era que cuando
O’Brien
le dijera esto, lo creería. Podías verlo en su rostro.
O’Brien
lo sabía todo. Mil veces mejor que Winston sabía lo que era realmente el mundo, en qué degradación vivía la masa de seres humanos y por qué las mentiras y las barbaridades del Partido los mantenía allí. Lo había entendido todo, lo había sopesado todo y no importaba: todo estaba justificado por el propósito último. “¿Qué puedes hacer —pensó Winston—, contra el lunático que es más inteligente que tú, que escucha tus argumentos y luego simplemente persiste en su locura?
—Nos gobiernan por nuestro propio bien —dijo débilmente—. Crees que los seres humanos no son aptos para gobernarse a sí mismos, y por lo tanto…
Se sobresaltó y casi gritó. Una punzada de dolor le atravesó el cuerpo.
O’Brien
había empujado la palanca del dial hasta treinta y cinco.
—¡Eso fue estúpido, Winston, muy estúpido! —dijo—. Deberías saber que no debes decir nada como eso.
Tiró de la palanca hacia atrás y continuó:
—Ahora te diré la respuesta a mi pregunta. Es esto. El Partido busca el poder por completo por su propio bien. No nos interesa el bien de los demás; estamos interesados únicamente en el poder. Ni la riqueza ni el lujo ni vivir mucho ni la felicidad: sólo el poder, poder puro. Ahora entenderás qué significa el poder puro. Somos diferentes de todas las oligarquías del pasado, en el sentido de que sabemos lo que estamos haciendo. Todos los demás, incluso aquellos que se nos parecían, eran cobardes e hipócritas. Los nazis alemanes y los comunistas rusos se acercaban mucho a nosotros en sus métodos, pero nunca tuvieron el coraje de reconocer sus propios motivos. Fingieron, tal vez incluso creyeron, que habían tomado el poder de mala gana y por un tiempo limitado, y que a la vuelta de la esquina había un paraíso donde los seres humanos serían libres e iguales. Nosotros no somos así. Sabemos que nadie toma el poder con la intención de renunciar a él. El poder no es un medio es un final. No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; uno hace la revolución para instaurar la dictadura. El objeto de la persecución es persecución. El objeto de la tortura es la tortura. El objeto del poder es el poder. ¿Ahora comienzas a entenderme?
Winston quedó impresionado, como le había sorprendido antes, por el cansancio del rostro de
O’Brien.
Era fuerte, carnoso y brutal, estaba lleno de inteligencia y una especie de pasión controlada ante la que se sintió desamparado; pero por supuesto que estaba cansado. Había bolsas debajo de los ojos, la piel se hundía desde los pómulos.
O’Brien
se inclinó sobre él, deliberadamente acercándole el rostro desgastado.
—Estás pensando —dijo— que mi cara es vieja y cansada. Estás pensando que hablo de poder y, sin embargo, ni siquiera soy capaz de evitar la descomposición de mi propio cuerpo. ¿No entiendes, Winston, que el individuo es sólo una célula? El cansancio de la célula es el vigor del organismo. ¿Acaso te mueres cuando te cortas las uñas?
Se apartó de la cama y empezó a caminar, con una mano en el bolsillo.
—Somos los sacerdotes del poder —dijo—. Dios es poder. Pero en la actualidad el poder es sólo una palabra en lo que a ti respecta. Es hora de que te hagas una idea de lo que significa poder. Lo primero que debes darte cuenta es que el poder es colectivo. El individuo sólo tiene poder en la medida en que deja de ser un individuo. Conoces el lema del Partido: “La libertad es la esclavitud”. ¿Se te ha ocurrido alguna vez que es reversible? La esclavitud es la libertad. Si el ser humano es libre siempre será derrotado. Debe ser así, porque todo ser humano está condenado a morir, que es el mayor de todos los fracasos. Pero si puede completarse la sumisión, si puede escapar de su identidad, si puede fusionarse en el Partido de modo que él ES el Partido, entonces es todopoderoso e inmortal. La segunda cosa que tienes que darte cuenta es que el poder es poder sobre los seres humanos. Sobre el cuerpo, pero, sobre todo, sobre la mente. El poder sobre la materia —la realidad externa, como tú la llamarías— no es importante. Nuestro control sobre la materia es absoluto.
Por un momento, Winston ignoró el dial. Hizo un esfuerzo violento para incorporarse, y simplemente logró sentir dolor en su cuerpo.
—¿Pero cómo puedes controlar la materia? —estalló—. Ni siquiera controlas el clima o la Ley de la Gravedad. Y la enfermedad, dolor, muerte…
O’Brien lo hizo callar con un movimiento de su mano.
—Controlamos la materia porque controlamos la mente. La realidad está dentro del cráneo. Lo aprenderás gradualmente, Winston. No hay nada que no podamos conseguir. Invisibilidad, levitación, cualquier cosa. Podría flotar sobre este suelo como una burbuja de jabón si lo deseo. No quiero, porque el Partido no lo quiere. Debes deshacerte de esas ideas del siglo XIX sobre las leyes de la Naturaleza. Nosotros hacemos las leyes de la Naturaleza.
—¡No lo hacen! Ni siquiera son los amos de este planeta. ¿Qué pasa con Eurasia y Asia Oriental? Aún no los han conquistado.
—Eso no tiene importancia. Los conquistaremos cuando nos convenga. Y si no lo hacemos, ¿qué diferencia haría? Podemos borrarlos de la existencia. Oceanía es el mundo.
—Pero el mundo en sí mismo es sólo una mota de polvo. Y el hombre es diminuto, ¡insignificante! ¿Cuánto tiempo lleva existiendo? Durante millones de años la Tierra estuvo deshabitada.
—Tonterías. La Tierra es tan vieja como nosotros, no más vieja. ¿Cómo podría ser mayor? Nada existe excepto a través de la conciencia humana.
—Pero las rocas están llenas de huesos de animales extintos: mamuts, mastodontes y enormes reptiles que vivieron aquí mucho antes de que apareciera el hombre.
—¿Has visto esos huesos alguna vez, Winston? Por supuesto que no. Biólogos del siglo XIX los inventaron. Antes del hombre no había nada. Después del hombre, si este desapareciera, no habría nada. Fuera del hombre no hay nada.
—Pero todo el universo está fuera de nosotros. ¡Mira las estrellas! Algunas de ellas están a un millón de años luz lejos. Están fuera de nuestro alcance, jamás las alcanzaremos.
—¿Qué son las estrellas? —preguntó
O’Brien
con indiferencia—. Son trozos de fuego a pocos kilómetros de distancia. Podríamos llegar a ellas si quisiéramos. O podríamos borrarlas. La Tierra es el centro del universo. El Sol y las estrellas giran a su alrededor.
Winston hizo otro movimiento convulsivo. Esta vez no dijo nada.
O’Brien
continuó como si respondiera a una objeción que le hubiera dicho Winston:
—Para ciertos propósitos, por supuesto, eso es cierto. Cuando navegamos por el océano, o cuando predecimos un eclipse, a menudo nos parece conveniente suponer que la Tierra gira alrededor del Sol y que las estrellas están a millones y millones de kilómetros de distancia. Pero ¿qué importa eso? ¿Supones que está más allá de nosotros producir un sistema dual de astronomía? Las estrellas pueden estar cerca o lejanas, según las necesitemos. ¿Crees que nuestros matemáticos no pueden con eso? ¿Has olvidado el doblepensar?
Winston se echó hacia atrás en la cama. Dijera lo que dijese, una rápida respuesta lo aplastaba como una maza. Y, sin embargo, sabía, sabía, que tenía razón. Seguramente debía de haber alguna forma de demostrar que la creencia de que nada existe fuera de tu propia mente era falsa. ¿No se había demostrado hace mucho tiempo que era una falacia? Incluso había un nombre para eso que había olvidado. Una leve sonrisa asomó a las comisuras de la boca de
O’Brien
cuando lo miró.
—Te lo dije, Winston —dijo—, que la metafísica no es tu punto fuerte. La palabra que estás tratando de recordar es el solipsismo. Pero estás equivocado. Esto no es solipsismo. Colectivo solipsismo, si quieres. Pero eso es otra cosa, de hecho, todo lo contrario. Todo esto es una digresión —añadió en un tono diferente—. El poder real, el poder por el que tenemos que luchar día y noche, no es el poder sobre las cosas, sino sobre los hombres. —Asumió de nuevo su aire de maestro de escuela preguntando a un alumno prometedor—: ¿Cómo un hombre afirma su poder sobre otro, Winston?
Winston pensó unos instantes.
—Haciéndolo sufrir —dijo.
—Exactamente. Haciéndolo sufrir. La obediencia no es suficiente. A menos que esté sufriendo, ¿cómo puedes estar seguro de que está obedeciendo tu voluntad y no la suya? El poder está en infligir dolor y humillación. El poder está en hacer pedazos las mentes humanas y unirlas otra vez en nuevas formas de su propia elección. ¿Empiezas a ver, entonces, qué tipo de mundo estamos creando? Es exactamente lo contrario de las estúpidas utopías hedonistas que los viejos reformadores imaginaban. Un mundo de miedo, traición y tormento, un mundo de pisotear y ser pisoteado, un mundo que será no menos sino cada vez más despiadado a medida que se defina sí mismo. El progreso en nuestro mundo será un progreso hacia más dolor. Las viejas civilizaciones decían que se basaban en el amor y la justicia. El nuestro se basa en el odio. En nuestro mundo no habrá emociones excepto el miedo, la rabia, el triunfo y la
auto-humillación.
Todo lo demás lo destruiremos, todo. Ya estamos rompiendo los hábitos de pensamiento que han sobrevivido desde antes de la Revolución. Hemos cortado los lazos entre hijo y padre, y entre hombre y hombre, y entre hombre y mujer. Nadie sigue confiando en una esposa, un hijo o un amigo. Pero en el futuro no habrá esposas ni amigos. Los niños serán separados de sus madres al nacer, como se toman los huevos de una gallina. Se erradicará el instinto sexual. La procreación será un trámite anual como la renovación de una cartilla de racionamiento. Aboliremos el orgasmo. Nuestros neurólogos están trabajando en ello ahora. No habrá lealtad, excepto lealtad hacia el Partido. No habrá amor, excepto el amor del Gran Hermano. No habrá risa, excepto la risa de triunfo sobre un enemigo derrotado. No habrá arte, ni literatura, ni ciencia. Cuando nosotros seamos omnipotentes, no tendremos más necesidad de la ciencia. No habrá distinción entre la belleza y la fealdad. No habrá curiosidad, no habrá disfrute del proceso de vida. Todos los placeres serán destruidos. Pero siempre, no olvides esto, Winston, siempre existirá la embriaguez del poder, que aumenta constantemente y cada vez es más sutil. Siempre, en cada momento, habrá la emoción de la victoria, la sensación de pisotear a un enemigo indefenso. Si quieres una foto del futuro, imagina una bota aplastando un rostro humano, para siempre.
Hizo una pausa como si esperara que Winston hablara. Winston había intentado volver a encogerse en la superficie de la cama de nuevo. No pudo decir nada. Su corazón parecía estar congelado.
O’Brien
prosiguió:
—Y recuerda que es para siempre. La cara siempre estará ahí para que la pisoteen. El hereje, el enemigo de la sociedad, siempre estará allí, para que pueda ser derrotado y humillado una vez más. Todo lo que has pasado desde que estás en nuestras manos, todo eso continuará, y será peor. El espionaje, las traiciones, las detenciones, las torturas, las ejecuciones, las desapariciones nunca cesarán. Será un mundo de terror tanto como un mundo de triunfos. Cuanto más poderoso sea el Partido, menos tolerante será, cuanto más débil es la oposición, más estricto es el despotismo. Goldstein y sus herejías vivirán siempre. Todos los días, en todo momento, serán derrotados, desacreditados, ridiculizados, escupidos y, sin embargo, siempre sobrevivirán. Este drama que he representado contigo durante siete años se jugará una y otra vez, generación tras generación, siempre en formas más sutiles. Siempre tendremos aquí al hereje a nuestra merced, gritando de dolor, destrozado, despreciable, y al final completamente arrepentido, salvado de sí mismo, arrastrándose hacia nuestros pies por su propia voluntad. Ese es el mundo que estamos preparando, Winston. Victoria tras victoria, triunfo tras triunfo, una interminable presión, sobre el nervio del poder. Estás empezando, puedo ver, a darte cuenta de cómo será el mundo. Pero al final harás más que entenderlo. Lo aceptarás, le darás la bienvenida, te convertirás en parte de él.
Winston se había recuperado lo suficiente para hablar.
—¡No lo conseguirán! —dijo débilmente.
—¿Qué quieres decir con ese comentario, Winston?
—No podrán crear un mundo como el que acabas de describir. Es un sueño. Es imposible.
—¿Por qué?
—Es imposible fundar una civilización basada en el miedo, el odio y la crueldad. Nunca se podría soportar.
—¿Por qué no?
—No tendría vitalidad. Se desintegraría. Se suicidaría.
—Tonterías. Tienes la impresión de que el odio es más agotador que el amor. ¿Por qué debería serlo? Y si lo fuera, ¿qué diferencia haría eso? Supongamos que elegimos desgastarnos más rápido. Supongamos que aceleramos el ritmo de la vida humana hasta que los hombres sean seniles a los treinta. Aun así, ¿qué diferencia haría? ¿No puedes entender que la muerte del individuo no es la muerte? El Partido es inmortal.
Como de costumbre, el debate había dejado a Winston abatido. Además, estaba aterrorizado de que si persistía en su desacuerdo,
O’Brien
volvería a girar el dial. Y sin embargo él no podía guardar silencio. Débilmente, sin argumentos, sin nada que lo respalde, excepto su horror inarticulado por lo que
O’Brien
había dicho, regresó al ataque.
—No lo sé, no me importa. De alguna manera fracasarán. Algo los derrotará. La vida los derrotará.
—Controlamos la vida, Winston, en todos sus niveles. Estás imaginando que hay algo llamada naturaleza humana que se indignará por lo que hacemos y se volverá contra nosotros. Pero nosotros creamos la naturaleza humana. Los hombres son infinitamente maleables. O tal vez has vuelto a tu vieja idea de que los proletarios o los esclavos se levantarán y nos derrocarán. Sácalo de tu mente. Están indefensos, como los animales. La humanidad es el Partido. Los otros están afuera, son irrelevantes.
—No me importa. Al final los vencerán. Tarde o temprano verán lo que son, y luego los harán pedazos.
—¿Tienes alguna evidencia de que eso esté sucediendo? ¿O alguna razón por la que podría ocurrir?
—No. Sólo lo creo. Sé que fracasarán. Hay algo en el universo, no sé, algún espíritu, algún principio, que nunca podrán vencer.
—¿Crees en Dios, Winston?
—No.
—Entonces, ¿cuál crees que es ese principio que nos derrotará?
—No lo sé. El espíritu del hombre.
—¿Y te consideras un hombre?
—Sí.
—Si eres un hombre, Winston, eres el último hombre. Tu especie está extinta; somos los herederos. ¿Entiendes que estás SOLO? Estás fuera de la historia, no existes. —Su actitud cambió y dijo con más dureza—: ¿Y te consideras a ti mismo moralmente superior a nosotros por nuestras mentiras y nuestra crueldad?
—Sí, me considero superior.
O’Brien no habló. Hablaban otras dos voces. Después de un momento, Winston reconoció a una de esas voces como la suya. Era una banda sonora de la conversación que había tenido con
O’Brien
la noche en que se inscribió en la Hermandad. Se escuchó a él mismo prometiendo mentir, robar, falsificar, asesinar, alentar el consumo de drogas y prostitución, diseminar enfermedades venéreas, arrojar vitriolo en la cara de un niño.
O’Brien
hizo un pequeño gesto de impaciencia, como para decir que la demostración no valía la pena. Luego giró un interruptor y las voces se detuvieron.
—Levántate de esa cama —dijo
O’Brien.
Los lazos que lo ataban se habían soltado. Winston se bajó y se puso de pie, inestable.
—Eres el último hombre —dijo
O’Brien—.
Eres el guardián del espíritu humano. Te verás a ti mismo como eres. Quítate la ropa.
Winston desató el trozo de cuerda que mantenía unido su overol. El cierre hacía tiempo que se lo habían arrancado. No podía recordar si en algún momento desde su arresto se había quitado toda la ropa a la vez. Debajo del overol su cuerpo estaba envuelto en sucios trapos amarillentos, apenas reconocibles, como restos de ropa interior. Los tiró al suelo y vio que había un espejo de tres lunas en el extremo más alejado de la habitación. Se acercó y luego se detuvo en seco. Se le había escapado un grito involuntario.
—Continúa —dijo O’Brien—. Párate entre las alas del espejo. Así te verás de perfil también.
Winston se detuvo porque estaba asustado. Una cosa arqueada, de color gris, parecida a un esqueleto venía hacia él. Su apariencia real era aterradora, y no sólo por el hecho de saber que era él mismo. Se acercó al cristal. La cara de la criatura parecía sobresalir, debido a su cuerpo doblado. Era la cabeza de un presidiario desamparado con una frente abultada, con el cuero cabelludo calvo, una nariz torcida y pómulos de aspecto maltratado, sus ojos eran feroces y vigilantes. Las mejillas estaban cosidas, la boca tenía una expresión dibujada. Ciertamente era su propio rostro, pero le parecía que había cambiado más de lo que había cambiado por dentro. Las emociones que registró eran diferentes de las que sentía. Se había quedado parcialmente calvo. En la primera impresión pensó que tenía el cabello canoso, pero sólo el cuero cabelludo estaba gris. Excepto por sus manos y un círculo de su rostro, su cuerpo estaba todo de color gris, con suciedad de varios días e incrustada. Por todo su cuerpo se veían las cicatrices rojas de las heridas, y cerca del tobillo la úlcera varicosa era una masa inflamada de la que se desprendían escamas de piel. Pero lo verdaderamente aterrador era la delgadez de su cuerpo. El espacio de sus costillas era tan estrecho como el de un esqueleto, las piernas se habían consumido de tal modo que las rodillas eran más gruesas que los muslos. Ahora comprendió por qué
O’Brien
le dijo que se observara de perfil. La curvatura de la columna vertebral era asombrosa. Los hombros delgados estaban encorvados hacia adelante formando una cavidad en el pecho, el cuello escuálido parecía doblarse bajo el peso del cráneo. Si no hubiera sabido que era él habría dicho que era el cuerpo de un hombre de sesenta años, que sufría de alguna enfermedad maligna.
—A veces has pensado —dijo
O’Brien—
que mi cara, el rostro de un miembro del Partido Interior parece viejo y gastado. ¿Qué piensas ahora de tu propia cara?
Tomó a Winston por el hombro y lo hizo girar para que quedara frente a él.
—¡Mira el estado en el que te encuentras! —dijo—. Mira esta mugre asquerosa por todo tu cuerpo. Mira la suciedad entre los dedos de los pies. Mira esa repugnante llaga en tu pierna. ¿Sabes que apestas a cabra? Probablemente hayas dejado de notarlo. Mira cómo has adelgazado. ¿Lo ves? Puedo hacer que mis dedos pulgar e índice se toquen alrededor de tu bíceps. Podría romperte el cuello como una zanahoria. ¿Sabes que has perdido veinticinco kilos desde que estás en nuestras manos? Incluso tu cabello se te está cayendo a puñados. ¡Mira! —tiró de la cabeza de Winston y le arrancó un mechón de pelo—. Abre la boca. Nueve, diez, once dientes te quedan. ¿Cuántos tenías cuando te arrestamos? Y los pocos que te quedan ya se están por caer. ¡Mira aquí!
Agarró uno de los dientes frontales que le quedaba a Winston entre su poderoso pulgar y el dedo índice. Una punzada de dolor atravesó la mandíbula de Winston.
O’Brien
le había arrancado el diente de raíz. Lo arrojó al otro lado de la celda.
—Te estás pudriendo —dijo—. Te estás cayendo a pedazos. ¿Qué eres? Una bolsa de inmundicia. Ahora date la vuelta y mírate de nuevo en ese espejo. ¿Ves esa cosa frente a ti? Ese es el último hombre. Si eres humano, esa es la humanidad. Ahora vuelve a ponerte la ropa.
Winston comenzó a vestirse con movimientos lentos y rígidos. Hasta ahora no se había dado cuenta de lo delgado y débil que estaba. Sólo un pensamiento se agitó en su mente: que debía de haber estado en ese lugar más tiempo del que había imaginado. Luego, de repente, mientras se arreglaba miró los miserables harapos que lo envolvían, un sentimiento de lástima por su cuerpo destrozado se apoderó de él. Antes de saber lo que estaba haciendo se había derrumbado en un pequeño taburete que estaba al lado de la cama y estalló en lágrimas. Era consciente de su fealdad, su falta de gracia, era un manojo de huesos en ropa interior sucia, sentado, llorando bajo la dura luz blanca, no podía contenerse.
O’Brien
le puso una mano en el hombro, casi con amabilidad.
—No durará para siempre —le dijo—. Puedes escapar de esto cuando quieras. Todo depende de ti.
—¡Tú lo hiciste! —sollozó Winston—. Me redujiste a este estado.
—No, Winston, tú te hiciste esto. Te lo hiciste cuando te pusiste contra el Partido. Todo estaba contenido en ese primer acto de rebeldía. No pasó nada que no hubieras podido preveer.
Hizo una pausa y luego continuó:
—Te hemos vencido, Winston. Te hemos roto. Ya viste lo que quedó de tu cuerpo. Tu mente está en el mismo estado. No creo que pueda quedar mucho orgullo en ti. Te han pateado, azotado e insultado, has gritado de dolor, has rodado por el suelo sobre tu propia sangre y vómito. Has lloriqueado por misericordia, has traicionado a todos y a todo. ¿Puedes pensar en una sola degradación que no te haya pasado?
Winston había dejado de llorar, aunque todavía tenía los ojos llenos de lágrimas. Lo miró a
O’Brien.
—No he traicionado a Julia —dijo.
O’Brien lo miró pensativo.
—No —dijo—, no, eso es perfectamente cierto. Tú no has traicionado a Julia.
A Winston se le inundó el corazón y volvió a sentir admiración por
O’Brien,
que nada parecía capaz de destruir. “¡Qué inteligente —pensó— qué inteligente!” Nunca dejaba
O’Brien
de comprender lo que se le decía. Cualquiera otra persona en la Tierra hubiera respondido enseguida que había traicionado a Julia. ¿Pero acaso no había confesado todo bajo la tortura? Les había dicho todo lo que sabía sobre ella, sus hábitos, su personaje, su vida pasada; había confesado con el más trivial detalle todo lo que había sucedido en sus encuentros, todo lo que él le había dicho a ella y ella a él, los alimentos que conseguía en el mercado negro, sus adulterios, sus vagas conspiraciones contra el Partido, todo. Y sin embargo, en el sentido en que pretendía la palabra, no la había traicionado. Él no había dejado de amarla, sus sentimientos hacia ella habían permanecido iguales.
O’Brien
había entendido lo que quiso decirle sin necesidad de darle una explicación.
—Dime —le dijo Winston—, ¿cuándo me dispararán?
—Puede que tarden mucho tiempo —dijo
O’Brien—.
Eres un caso difícil. Pero no pierdas la esperanza. Todos se curan tarde o temprano. Al final te dispararemos.