Capítulo 7
Capítulo 7
“Si hay esperanza —escribió Winston— está en los proles.”
Si había esperanza, debía estar en los proles, porque sólo allí en esos enjambres de masas ignoradas, que era el ochenta y cinco por ciento de la población de Oceanía, se podría encontrar la fuerza para destruir al Partido. El Partido no podía ser derrocado desde dentro. Sus enemigos, si tenía enemigos, no tenían forma de unirse, ni siquiera de identificarse entre sí. Incluso si existiera la legendaria Hermandad, como posiblemente podría ser, era inconcebible que sus miembros podrían reunirse en números superiores a dos o tres. Rebelión significaba una mirada a los ojos, una inflexión de la voz, a lo sumo, un susurro ocasional. Pero los proles, si de alguna manera pudieran volverse conscientes de su propia fuerza, no tendrían necesidad de conspirar. Sólo necesitaban levantarse y sacudirse ellos mismos como un caballo que se espanta a las moscas. Si quisieran, podrían desmembrar el Partido mañana por la mañana. Seguro que tarde o temprano se les va ocurrir hacerlo. ¡Y… sin embargo!
Recordó cómo una vez había estado caminando por una calle concurrida cuando un tremendo grito de cientos de voces, voces de mujeres, había estallado desde una calle lateral un poco más adelante. Fue un formidable grito de ira y desesperación, un profundo y fuerte “Oh-o-oo-¡oh!”, que seguía vibrando como la reverberación de una campana. Su corazón había dado un salto. “¡Ya empezó!”, había pensado. ¡Una revuelta! ¡Los proles se están liberando por fin! Cuando llegó al lugar donde se encontraba la aglomeración vio una multitud de doscientas o trescientas mujeres apiñándose alrededor de un puesto en un mercado callejero, con rostros tan trágicos como si hubieran sido los condenados pasajeros de un barco que se hunde. Pero en ese momento la desesperación general se transformó en una multitud de disputas individuales. Parecía que uno de los puestos había estado vendiendo cacerolas de estaño. Eran cosas miserables y endebles, pero las ollas de cualquier tipo siempre eran difícil de conseguir. Ahora el suministro se había agotado inesperadamente. Las mujeres que las habían conseguido, golpeadas y empujadas por el resto, estaban tratando de escapar con sus cacerolas mientras decenas de personas más gritaban alrededor del puesto, acusando al tendero de favoritismo y de tener más cacerolas en algún lugar de reserva. Hubo un nuevo estallido de gritos. Dos mujeres enfurecidas, una de ellas con el pelo suelto, se habían apoderado de la misma cacerola y estaban tratando de arrancársela de las manos. Por un momento estaban ambas tirando, y luego la manija se soltó. Winston las miró con disgusto. Sintió, sólo por un momento, ¡qué poder casi aterrador había sonado en ese griterío de sólo unos cientos de gargantas! ¿Por qué nunca gritaban así sobre algo que realmente fuera de importancia?
Él escribió:
Hasta que no sean conscientes, nunca se rebelarán, y hasta después de que se hayan rebelado, no serán conscientes
.
Eso, reflexionó, podría haber sido casi una transcripción de uno de los miembros del Partido en algún libro de texto. El Partido pretendía haber liberado a los proles de la esclavitud. Antes de la Revolución habían sido horriblemente oprimidos por los capitalistas, estaban hambrientos y eran azotados, las mujeres habían sido obligadas a trabajar en las minas de carbón (las mujeres todavía trabajaban en las minas de carbón, de hecho), los niños habían sido vendidos a las fábricas a la edad de seis años. Pero simultáneamente, fiel a los Principios del doblepensar, el Partido enseñó que los proles eran inferiores por naturaleza y que debían mantenerse en sujeción, como animales, mediante la aplicación de unas pocas reglas sencillas. En realidad, se sabía muy poco sobre los proles. No era necesario saber mucho. Mientras continuaran trabajando y reproduciéndose, sus otras actividades carecían de importancia. Dejados a su suerte, como ganado suelto en las llanuras de Argentina, habían vuelto a un estilo de vida que parecía natural para ellos, una especie de patrón ancestral. Nacieron, crecieron en los arroyos, empezaban a trabajar a los doce, pasaban por un breve período de florecimiento de belleza y deseo sexual, se casaban a los veinte, eran de mediana edad a los treinta y morían, en la mayoría de los casos a los sesenta. El trabajo físico y pesado, el cuidado del hogar y de los niños, pequeñas disputas con los vecinos, el cine, el fútbol, la cerveza y, sobre todo, el juego, llenaban el horizonte de sus mentes. Mantenerlos bajo control no fue difícil. Algunos agentes de la Policía del Pensamiento se movían siempre entre ellos, difundiendo falsos rumores y marcando y eliminando los pocos individuos que fueron juzgados capaces de volverse peligrosos; pero no hubo ningún intento para adoctrinarlos con la ideología del Partido. No era deseable que los proles tuvieran fuertes sentimientos políticos. Todo lo que se requería de ellos era un primitivo patriotismo al que se podía apelar, siempre que fuera necesario, para hacerlos aceptar horas de trabajo más largas o raciones más pequeñas. E incluso cuando estaban descontentos, como a veces lo hacían, su descontento no llevaba a ninguna parte, porque al no tener ideas generales, sólo podían enfocarlo en pequeños agravios específicos. Los males mayores escapaban invariablemente de su vista. La gran mayoría de los proles ni siquiera tenían telepantallas en sus hogares. Incluso la policía civil interfirió muy poco con ellos. Hubo una gran cantidad de criminalidad en Londres, todo un mundo dentro de un mundo de ladrones, bandidos, prostitutas, traficantes de drogas y chantajistas de todo tipo; pero como todo sucedió entre los proles mismos, no tenía importancia. En todas las cuestiones de moral se les permitió continuar con su código ancestral. El puritanismo sexual del Partido no se les impuso a ellos. La promiscuidad quedó impune, se permitió el divorcio. Para el caso, incluso el culto religioso habría sido permitido si los proles hubieran mostrado algún signo de necesidad. Estaban bajo sospecha. Como decía el lema del Partido: “Los proles y los animales son libres”.
Winston se agachó y se rascó con cautela la úlcera varicosa. Había comenzado a picarle otra vez. A lo que invariablemente volvía era a la imposibilidad de saber cómo habría sido la vida antes de la Revolución. Sacó del cajón una copia de un libro de texto de historia infantil que había tomado prestado de la señora Parsons, y empezó a copiar un pasaje en el diario:
En los viejos tiempos (decía), antes de la gloriosa Revolución, Londres no era la hermosa ciudad que conocemos hoy. Era un oscuro, sucio, miserable lugar donde casi nadie tenía suficiente para comer y donde cientos y miles de pobres no tenían botas en los pies y ni siquiera un techo debajo del cual dormir. Los niños de la misma edad que ustedes debían trabajar doce horas al día, para los amos crueles que los azotaban con látigos si trabajaban demasiado lento y los alimentaba con nada más que corteza de pan rancio y agua. Pero entre toda esta terrible pobreza, sólo había unas pocas grandes y hermosas casas en las que vivían hombres ricos que tenían hasta treinta sirvientes para cuidarlos. A estos ricos se les llamó capitalistas. Eran hombres gordos y feos con rostros perversos, como el de la foto de la página opuesta. Pueden ver que está vestido con un abrigo largo, negro, que se llamaba levita, y un extraño y brillante sombrero con forma de tubo de estufa, que se llamaba sombrero de copa. Este era el uniforme de los capitalistas, y a nadie más se le permitía usarlo. Los capitalistas poseían todo en el mundo, y todos los demás pasaban a ser sus esclavos. Ellos poseían toda la tierra, todas las casas, todas las fábricas y todo el dinero. Si alguien desobedecía, podrían meterlos en la cárcel, o podrían tomar su trabajo y matarlo de hambre. Cuando cualquier persona común hablaba ante un capitalista tenía que descubrirse e inclinarse ante él, quitarse la gorra y dirigirse a él como “Señor”. El jefe de todos los capitalistas se llamaba Rey, y
…
Winston conocía el resto del relato. Se hacía mención de los obispos y sus vestimentas, los jueces con sus túnicas de armiño, la horca, el cepo, la caminadora, el
gato-de-nueve
colas
[2]
, el banquete del alcalde y la costumbre de besar el anillo del Papa. También había algo llamado
jus primae noctis
[3]
, que probablemente no sería mencionado en un libro de texto para niños. Era la ley por la cual todo capitalista tenía derecho a dormir con cualquier mujer que trabajara en una de sus fábricas.
¿Cómo puedes saber cuáles eran las mentiras? Podría ser cierto que el humano promedio estaba mejor ahora que antes de la Revolución. La única evidencia para lo contrario era la protesta muda en tus propios huesos, el sentimiento instintivo de que las condiciones en las que vivías eran intolerables y que en algún otro momento debieron haber sido diferentes. Le sorprendió que lo verdaderamente característico de la vida moderna no fuera su crueldad e inseguridad, sino simplemente su desnudez, su lugubredad, su apatía. La vida no se parecía no sólo a las mentiras que brotaban de las telepantallas, sino incluso a los ideales que el Partido intentaba alcanzar. Grandes áreas, incluso para un miembro del Partido, eran neutrales y apolíticas, una cuestión de trabajos tristes, una lucha por un lugar en el subte, zurcir una media agujereada, conseguir un tableta de sacarina, ahorrar una colilla de cigarrillo. El ideal establecido por el Partido era algo enorme, terrible y reluciente: un mundo de acero y hormigón, de máquinas monstruosas y armas aterradoras, una nación de guerreros y fanáticos marchando hacia adelante en perfecta unidad, todos pensando los mismos pensamientos y gritando las mismas consignas, trabajando perpetuamente, pelear, triunfar, perseguir, trescientos millones de personas, todas con el mismo rostro. La realidad era otra, eran ciudades sucias y en decadencia donde la gente desnutrida se movía de un lado a otro con zapatos agujereados, en casas remendadas del siglo XIX que siempre olían a repollo y retrete. A Winston le pareció tener una visión de Londres, vasta y ruinosa, una ciudad de un millón de tachos de basura, y mezclado con esta visión una imagen de la señora Parsons, una mujer con el rostro arrugado y cabello ralo, jugueteando impotente con una cañería de desagüe bloqueada.
Se agachó y volvió a rascarse el tobillo. Día y noche las telepantallas machacaban sus oídos con estadísticas que decían que las personas tenían más comida, más ropa, mejores casas, mejores recreaciones, que vivían más tiempo, trabajaban menos horas, eran más sanas, más fuertes, más felices, más inteligentes, mejor educadas, que la gente de hace cincuenta años atrás. No se podía probar ni refutar una sola palabra. El Partido se adjudicaba, por ejemplo, que el cuarenta por ciento de los proles adultos sabía leer y escribir, y que antes de la Revolución, sólo el quince por ciento lo hacía. El Partido afirmaba que la mortalidad infantil era de sólo ciento sesenta por mil, mientras que antes de la Revolución había sido de trescientos mil y así sucesivamente. Era como una sola ecuación con dos incógnitas. Muy bien podría ser que literalmente cada palabra que había en los libros de historia, incluso las cosas que uno acepta sin preguntar, eran pura fantasía. Por lo que él sabía, nunca podría haber existido una ley como el
jus primae noctis
, o cualquier criatura como un capitalista, o cualquier prenda como un sombrero de copa.
Todo se desvaneció en la niebla. El pasado fue borrado, lo borrado olvidado, y la mentira se convirtió en verdad. Sólo una vez en su vida había poseído —después del evento, y eso era lo que importaba— evidencia concreta e inconfundible de un acto de falsificación. La había sostenido entre sus dedos durante treinta segundos. En 1973, debe de haber sido, aproximadamente en el momento en que él y Katharine se separaron. Pero la fecha realmente relevante fue siete u ocho años antes.
La historia comenzó a mediados de los sesenta, el período cuando se produjeron las grandes purgas en el que los líderes originales de la Revolución fueron aniquilados de una sola vez. Para 1970 ninguno de ellos existía, excepto el propio Gran Hermano. Todos los demás fueron acusados de traidores y contrarrevolucionarios. Goldstein había huido y se estaba escondiendo nadie sabía dónde, y de los otros, unos pocos simplemente habían desaparecido, mientras que la mayoría habían sido ejecutados después de espectaculares juicios públicos en los que confesaron sus crímenes. Los últimos sobrevivientes fueron tres hombres llamados Jones, Aaronson y Rutherford. Cerca de 1965 estos tres habían sido arrestados. Como sucedía a menudo, habían desaparecido durante un año o más, de modo que no se sabía si estaban vivos o muertos, y luego, repentinamente, aparecieron para incriminarse a sí mismos de la manera habitual. Confesaron haber tenido inteligencia con el enemigo (en esa fecha, también, el enemigo era Eurasia), malversación de fondos públicos, asesinato de varios miembros de confianza del Partido, intrigas contra el liderazgo del Gran Hermano que había comenzado mucho antes de la Revolución, y actos de sabotaje que provocaron la muerte de cientos de miles de personas. Después de confesar estas cosas fueron indultados, reintegrados al Partido, les devolvieron sus cargos, que eran de hecho puestos inútiles, pero que sonaban importantes. Los tres escribieron artículos extensos y abyectos en The Times, analizando las razones de su deserción y prometieron enmendarse.
Poco después de su liberación, Winston los había visto a los tres en el Café del Nogal. Recordó con qué fascinación aterrorizada los había observado con el rabillo del ojo. Eran hombres mucho mayores que él, reliquias del mundo antiguo, casi las últimas grandes figuras que quedan de los heroicos días del Partido. Todavía irradiaban, aunque débilmente, el glamour de la lucha clandestina y la guerra civil. Aunque en ese momento los hechos y las fechas se estaban volviendo borrosos, Winston tenía la sensación de que había conocido sus nombres años antes de saber del Gran Hermano. Pero también ellos eran considerados enemigos, intocables, condenados con absoluta certeza a la extinción dentro de uno o dos años. Nadie que alguna vez haya caído en manos de la Policía del Pensamiento pudo escapar. Eran cadáveres a la espera de ser devueltos a la tumba.
No había nadie en ninguna de las mesas más cercanas a ellos. No era prudente ni siquiera ser visto cerca de esas personas. Estaban sentados en silencio ante vasos de ginebra aromatizada con clavo de olor, que era la especialidad del café. De los tres, fue Rutherford el que más impresionó a Winston. Rutherford había sido una vez un famoso caricaturista, cuyas brutales caricaturas habían contribuido a inflamar la opinión popular antes y durante la Revolución. Incluso ahora, a largos intervalos, sus caricaturas aparecían en The Times. Eran simplemente una imitación de su estilo anterior, pero curiosamente sin vida y poco convincente. Siempre fueron una repetición de los temas antiguos: viviendas de tugurios, niños hambrientos, batallas callejeras, capitalistas con sombrero de copa, incluso en las barricadas. Los capitalistas todavía parecían aferrarse a sus sombreros de copa en un esfuerzo interminable y desesperado por volver al pasado. Era un hombre monstruoso, con una melena de grasientos cabellos grises, la cara llena de bolsas y con gruesos labios negroides. De joven debió de haber sido inmensamente fuerte; ahora su voluminoso cuerpo estaba hundido, inclinado, abultado, cayendo en todas direcciones. Parecía estarse rompiendo ante los ojos de uno, como una montaña desmoronándose.
Era la hora solitaria de las quince. Winston no podía recordar cómo había llegado a estar en el café a esa hora. El lugar estaba casi vacío. Una pequeña música estaba goteando de las telepantallas. Los tres hombres se sentaron en su rincón casi inmóviles, sin hablar. Sin haberle ordenado nada, el camarero trajo otros vasos de ginebra. Había un tablero de ajedrez en la mesa junto a ellos, con las piezas puestas, pero no habían comenzado a jugar. Y luego, tal vez duró medio minuto en total, algo pasó con las telepantallas. La melodía que estaban tocando cambió, y el tono de la música también. De una manera algo difícil de describir. Era una nota peculiar, agrietada, rebuznante y burlona, en su mente Winston lo llamó “una nota amarilla”. Y luego una voz de la telepantalla estaba cantando:
Bajo el nogal de las ramas extendidas
te vendí y tú me vendiste
.
Allí yacen ellos, y aquí yacemos nosotros
,
bajo el nogal de las ramas extendidas
.
Los tres hombres nunca se movieron. Pero cuando Winston volvió a mirar al de la ruinosa cara vio que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Y por primera vez se dio cuenta, con una especie de estremecimiento interior y, sin embargo, sin saber por qué se estremeció, de que Aaronson y Rutherford tenían la nariz rota.
Un poco más tarde los tres fueron arrestados nuevamente. Parecía que se habían comprometido en nuevas conspiraciones desde el mismo momento en que fueron puestos en libertad. En su segundo juicio confesaron todos sus viejos crímenes una vez más, más toda una serie de nuevos delitos. Fueron ejecutados y su destino quedó registrado en las historias del Partido, como una advertencia para la posteridad. Unos cinco años después de esto, en 1973, Winston estaba desenrollando un fajo de documentos que acababan de caer del tubo neumático en su escritorio cuando se encontró con un fragmento de papel que, evidentemente, se deslizó entre los demás y se olvidaron de sacar. El instante en que lo atrapó vio su significado. Era media página arrancada de The Times de aproximadamente diez años atrás, era la mitad superior de la página, de modo que incluía la fecha, y contenía una fotografía de los delegados en alguna función del Partido en Nueva York. Se destacaban en el medio del grupo Jones, Aaronson y Rutherford. No había duda de que eran ellos, además sus nombres estaban en el epígrafe, en la parte inferior.
La cuestión era que en ambos juicios los tres hombres habían confesado que en esa fecha habían estado en suelo euroasiático. Habían volado desde un aeródromo secreto en Canadá hacia algún lugar de Siberia, y se habían encontrado con miembros del Estado Mayor de Eurasia, para entregarles importantes secretos militares. La fecha se le había quedado grabada a Winston en su memoria, porque casualmente era el primer día de verano; pero toda la historia debería estar registrada en muchos otros lugares también. Sólo había una conclusión posible: las confesiones eran mentiras.
Por supuesto, esto no fue en sí mismo un descubrimiento. Incluso en ese momento Winston no se había imaginado que las personas que fueron aniquiladas en las purgas realmente habían cometido los crímenes de los que fueron acusados. Pero esta era una evidencia concreta; era un fragmento del pasado abolido, como un hueso fósil que aparece en el estrato equivocado y destruye una teoría. Era de una importancia suficiente como para hacer volar el Partido en átomos, si de alguna manera se lo diera a conocer al mundo.
Él siguió trabajando como siempre. Tan pronto como vio la fotografía y qué significaba lo cubrió con otra hoja de papel. Por suerte, cuando lo desenrolló, había quedado al revés de tal modo que la telepantalla no pudo verla.
Tomó su bloc de notas, lo apoyó sobre la rodilla y corrió la silla hacia atrás para alejarse lo más posible de la telepantalla. Mantener su rostro inexpresivo no le fue difícil, e incluso podía controlar su respiración con un esfuerzo; pero lo que no podía controlar eran los latidos de su corazón, y la telepantalla era lo suficientemente sensitiva como para captarlos. Él dejó que pasaran lo que le pareció diez minutos, atormentado todo el tiempo por el temor de que algún accidente —una corriente de aire repentina que soplara sobre su escritorio, por ejemplo— lo traicionara. Luego, sin que lo viera, dejó caer la fotografía en el “agujero de la memoria”, junto con algunos otros papeles de desecho. Al cabo de un minuto, tal vez, se convertiría en cenizas.
Eso fue hace diez u once años. Hoy, probablemente, se habría quedado con esa fotografía. Le resultaba curioso de que el hecho de haberla sostenida entre los dedos le parecía una gran diferencia, incluso ahora, cuando la fotografía en sí, así como el evento que registró, era sólo un recuerdo. ¿Era que el dominio del Partido sobre el pasado era menos fuerte, se preguntó, porque una prueba documental que ya no existía habría existido una vez?
Pero hoy, suponiendo que pudiera resucitar de alguna manera de sus cenizas, la fotografía puede que ni siquiera sirviera como una prueba. Ya en el momento en que hizo su descubrimiento, Oceanía no estaba en guerra con Eurasia, y para los agentes de Asia Oriental debe haber sido que los tres muertos habían traicionado a su país. Desde entonces hubo otros cambios… dos, tres, no recordaba cuántos. Es muy probable que las confesiones se hubieran reescrito y reescrito hasta que los hechos y fechas originales ya no tuvieran el menor significado. El pasado no sólo cambió, sino que cambiaba continuamente. Lo que más lo afligió fue la sensación de pesadilla de que nunca había entendido claramente el porqué de llevar a cabo la impostura. Las ventajas inmediatas de falsificar el pasado eran obvias, pero el motivo último era misterioso. Volvió a tomar la pluma y escribió:
Entiendo CÓMO: No entiendo POR QUÉ
.
Se preguntó, como se había preguntado muchas veces antes, si él mismo no estaba loco. Quizás un lunático era simplemente una minoría de uno. En un momento había sido una señal de locura creer que la Tierra gira alrededor del Sol; hoy lo sería el creer que el pasado es inalterable. Él podría ser el único en mantener esa creencia, y si era el único, entonces era un lunático. Pero la idea de ser un lunático no le preocupaba mucho, lo que sí le producía horror era que también estuviera equivocado.
Tomó el libro de historia infantil y miró el retrato del Gran Hermano que cubría la portada. Los ojos hipnóticos miraron a los suyos. Fue como si una fuerza enorme lo estuviera presionando, algo que penetraba dentro de su cráneo, golpeando contra su cerebro, asustándolo de sus creencias, persuadiéndolo, casi, para negar la evidencia de sus sentidos. Al final, el Partido anunciaría que dos y dos eran cinco, y habría que creerlo. Era inevitable que se hiciera esa afirmación tarde o temprano la lógica de su posición lo exigía. Su filosofía negaba no sólo meramente la validez de la experiencia, sino la existencia misma de la realidad externa. La herejía de las herejías era el sentido común. Y lo aterrador no fue que te matarían por pensar lo contrario, sino que podrían tener razón. Porque, después de todo, ¿cómo sabemos que dos y dos son cuatro? ¿O que existe la fuerza de la gravedad? ¿O que el pasado es inalterable? Si tanto el pasado como el mundo externo existen sólo en la mente, y si la mente misma es controlable, también podría controlarse el pasado y por lo tanto la realidad.
¡Pero no! Su coraje regresó de repente por sí solo. El rostro de
O’Brien,
sin saber por qué, flotó en su mente. Lo supo, con más certeza que antes, de que
O’Brien
estaba de su lado. Estaba escribiendo el Diario para
O’Brien;
era como una carta interminable que nadie leería jamás, pero que estaba dirigida a una persona en particular y dependía de cómo lo hiciera.
El Partido le dijo que rechazara la evidencia de sus ojos y oídos. Fue su final, esta era la orden esencial. Su corazón se hundió al pensar en el enorme poder desplegado contra él, la facilidad con la que cualquier intelectual del Partido lo derrocaría en el debate, la sutilidad de los argumentos que no podría comprender y mucho menos responder. Y, sin embargo, ¡estaba en lo correcto! Ellos estaban equivocados y él tenía razón. Lo obvio, lo tonto y lo verdadero tenía que ser defendido. Lo obvio es real, ¡aférrate a eso! El mundo sólido existe, sus leyes lo hacen posible. Las piedras son duras, el agua moja, los objetos sin apoyo son atraídos hacia el centro de la Tierra. Con la sensación de que estaba hablando con
O’Brien,
y también de que estaba escribiendo un axioma importante, escribió:
La libertad es la libertad de poder decir que dos más dos son cuatro. Si eso es concedido, todo lo demás vendrá a continuación
.