1984

Capítulo 12

Capítulo 12

Winston examinó la pequeña habitación destartalada sobre la tienda del señor Charrington. Al lado de la ventana la enorme cama estaba tendida, con mantas andrajosas y una almohada sin funda. El anticuado reloj con esfera de doce horas hacía tictac sobre la repisa de la chimenea. En el rincón, sobre la mesa con patas, el pisapapeles de cristal que había comprado en su última visita brillaba suavemente en la penumbra.

En el hogar de la chimenea había una estufa de aceite de hojalata desvencijada, una cacerola y dos tazas, provistas por el señor Charrington. Winston encendió el quemador y puso a hervir una olla con agua. Había traído un sobre lleno de café de la Victoria y algunas pastillas de sacarina. Las manecillas del reloj marcaban las siete y veinte, en realidad eran las diecinueve y veinte. Julia llegaría a las diecinueve y treinta.

Locura, locura, decía su corazón: locura consciente, gratuita, suicida. De todos los crímenes que podía cometer un miembro del Partido, este era el menos posible de ocultar. Realmente la idea había flotado primero en su cabeza en forma de visión, del pisapapeles de vidrio reflejado en la superficie de la mesa. Como había previsto, el señor Charrington no tuvo ninguna dificultad en alquilarle la habitación. Obviamente estaba contento de los pocos dólares que le proporcionaría. Tampoco parecía sorprendido u ofendido al saber que Winston quería la habitación para un asunto amoroso. Este se mantenía a distancia y hablaba de generalidades, con un aire tan delicado como para dar la impresión de que se había vuelto en parte invisible. La privacidad, dijo, era una muy cosa valiosa. Todos querían un lugar donde pudieran estar solos de vez en cuando. Y cuando tenían un lugar así, era sólo una cortesía que cualquier otra persona que lo supiera no se lo contara a nadie. Incluso, pareciendo casi desaparecer de la existencia, agregó que la casa tenía dos entradas, una de ellas por el patio trasero, que daba salida a un callejón.

Debajo de la ventana alguien estaba cantando. Winston se asomó con sigilo por detrás de la cortina de muselina. El sol de junio todavía estaba alto en el cielo, y en el patio lleno de sol, abajo, una mujer monstruosa, sólida como un pilar normando, con los antebrazos rojos y musculosos, con un delantal de arpillera atado alrededor de su cintura, se movía de un lado a otro entre una tina y un tendedero, colgando una serie de cosas blancas cuadradas que Winston reconoció como pañales para bebés. Siempre que su boca no estaba sosteniendo broches para la ropa estaba cantando en una poderosa voz de contralto:

Era sólo una fantasía sin esperanza

,

que pasó como un día de abril

,

¡pero aquella mirada y palabra

y los sueños que despertaron

me han robado el corazón!

La canción había estado rondando Londres durante las últimas semanas. Fue una de las innumerables canciones similares publicadas en beneficio de los proles por una subsección del Departamento de Música. Las palabras de estas canciones fueron compuestas sin ninguna intervención humana en un instrumento conocido como “versificador”. Pero la mujer cantó tan melodiosamente que convirtió a esa basura espantosa en un sonido casi agradable. Podía escuchar a la mujer cantando y el roce de sus zapatos en las losas, y los gritos de los niños en la calle, y en algún lugar, a lo lejos, un leve rugido de tráfico y, sin embargo, la habitación parecía curiosamente silenciosa, gracias a la ausencia de una telepantalla.

“¡Locura, locura, locura!”, pensó de nuevo. Era inconcebible que pudieran frecuentar este lugar durante más de unas pocas semanas sin ser atrapados. Pero la tentación de tener un escondite que fuera verdaderamente suyo, bajo techo y al alcance de la mano, había sido demasiado para ambos. Durante algún tiempo después de su visita al campanario de la iglesia había sido imposible organizar reuniones. Las horas de trabajo se habían incrementado drásticamente en previsión de la Semana del Odio. Faltaba más de un mes, pero los enormes y complejos preparativos que implicaba hacía que todo el mundo trabajara más horas. Finalmente, ambos lograron conseguir una tarde libre el mismo día. Habían acordado volver al claro en el bosque. La noche anterior se encontraron brevemente en la calle. Como de costumbre, Winston apenas miró a Julia mientras se acercaban entre la multitud, pero al observarla de reojo le pareció que estaba más pálida que de costumbre.

—Se canceló —murmuró tan pronto como consideró que era seguro hablar—. Lo digo por mañana.

—¿Qué?

—Mañana en la tarde. No puedo ir.

—¿Por qué no?

—Oh, por la razón habitual. Esta vez comenzó temprano.

Por un momento Winston estuvo violentamente enojado. A lo largo del mes que la conoció la naturaleza de su deseo por ella había cambiado. Al principio había sentido poca sensualidad verdadera. Su primer encuentro amoroso había sido simplemente un acto de voluntad. Pero después de la segunda vez fue diferente. El olor de su cabello, el sabor de su boca, la sensación de su piel parecía haber entrado en él, o en el aire a su alrededor. Ella se había convertido en una necesidad física, algo que no sólo quería, sino que sentía que tenía derecho a hacerlo. Cuando ella le dijo que no podía ir, tuvo la sensación de que lo estaba engañando. Pero justo en ese momento la multitud los apretó y sus manos se encontraron accidentalmente. Ella lo acarició con las puntas de sus dedos, hubo un apretón rápido de manos que más que deseo le transmitió afecto. Se le ocurrió que cuando uno vivía con una mujer esta decepción, en particular, debía de ser una normalidad recurrente. Una ternura profunda, como nunca antes había sentido, se apoderó de él. Ojalá fueran un matrimonio de diez años. Él deseaba poder caminar por las calles con ella tal como lo hacían ahora, pero abiertamente y sin miedo, hablando de trivialidades y comprando extravagancias para el hogar. Él deseaba sobre todo que tuvieran un lugar donde pudieran estar solos, juntos, sin sentir la obligación de hacer el amor cada vez que se encontraran. En realidad no fue en ese momento, pero en algún momento del día siguiente se le ocurrió la idea de alquilar la habitación del señor Charrington. Cuando se lo sugirió a Julia ella estuvo de acuerdo inmediatamente. Ambos sabían que era una locura. Era como si estuvieran intencionalmente acercándose a sus tumbas. Mientras esperaba sentado en el borde de la cama, pensó de nuevo en los sótanos del Ministerio del Amor. Era curioso cómo se movía ese horror predestinado dentro y fuera de la conciencia. Allí yacía, fijado en tiempos futuros, precediendo a la muerte como seguramente el 99 precede al 100. Uno no podía evitarlo, pero quizá podría posponerlo, y, sin embargo, de vez en cuando, mediante un acto consciente y voluntario, se opta por acortar el intervalo antes de que suceda.

En ese momento Winston oyó pasos rápidos en las escaleras. Julia irrumpió en la habitación. Ella estaba cargando una bolsa de herramientas de lona marrón, tosca, como la que a veces la había visto llevar de un lado a otro en el Ministerio. Él se adelantó para tomarla en sus brazos, pero ella se apartó apresuradamente, en parte porque todavía sostenía la bolsa de herramientas.

—Espera un segundo —dijo—. Déjame mostrarte lo que tengo. ¿Trajiste ese sucio café de la Victoria? Pensé que lo harías. Puedes tirarlo, porque no lo necesitaremos. Mira lo que traje.

Se arrodilló, abrió la bolsa y sacó algunas llaves y un destornillador que estaban en la parte superior. Debajo había varios paquetes prolijos de papel. El primer paquete que le pasó a Winston le produjo una sensación extraña, pero vagamente familiar. Estaba lleno de una especie de material pesado, parecido a la arena, que cedía en cualquier parte que lo tocara.

—¿No será azúcar, verdad? —dijo.

—Azúcar de verdad. No sacarina, azúcar. Y aquí hay una barra de pan, pan blanco del bueno, no esas porquerías que nos dan y un tarro de mermelada. Y aquí hay una lata de leche, ¡pero mira! Esto es algo de lo que estoy realmente orgullosa. Tuve que envolverlo con un poco de arpillera, porque…

Pero no necesitaba decirle por qué lo había envuelto. El olor ya estaba llenando la habitación, un rico olor caliente que parecía una emanación de su primera infancia, pero con el que uno se encontraba ocasionalmente, incluso ahora, volando por un pasadizo antes de que una puerta se cierre de golpe, o misteriosamente en una calle llena de gente donde se olfatea por un instante y luego desaparece.

—Es café —murmuró Winston—, café de verdad.

—Es el café del Partido Interior. Aquí hay un kilo entero —dijo.

—¿Cómo te las arreglaste para conseguir todas estas cosas?

—Son cosas del Partido Interior. Esos cerdos no se privan de nada. Pero por supuesto los camareros, los sirvientes y la gente pellizcan cosas, y… mira, también traje un pequeño paquete de té.

Winston se había agachado a su lado. Abrió una esquina del paquete.

—Es té de verdad. No hojas de zarzamora.

—Últimamente ha habido mucho té. Han conquistado la India, o algo así —dijo vagamente—. Pero escucha, querido, quiero que me des la espalda durante tres minutos. Siéntate del otro lado de la cama. No te acerques demasiado a la ventana. Y no te des vuelta hasta que yo te diga.

Winston miró distraídamente a través de la cortina de muselina. Abajo, en el patio, la mujer de los brazos rojos seguía yendo de un lado a otro entre la tina y la soga de tender. Ella se sacó dos broches más de su boca y cantó con profundo sentimiento:

Dicen que el tiempo cura todas las cosas

,

dicen que siempre puedes olvidar

;

pero las sonrisas y las lágrimas superan los años

,

¡todavía me retuercen el corazón!

Parecía que se sabía toda la canción de memoria. Su voz flotaba hacia arriba con el aire dulce del verano, muy melodiosa y cargada de una especie de feliz melancolía. Daba la sensación de que se habría sentido perfectamente contenta si la noche de junio hubiera sido interminable y la provisión de ropa inagotable, para permanecer allí durante mil años, sacando pañales y cantando tonterías. Le pareció un hecho curioso que nunca había escuchado a un miembro del Partido cantando solo y espontáneamente. Habría parecido una herejía, una peligrosa excentricidad, como hablar consigo mismo. Tal vez la gente sólo cantaba cuando estaba en algún nivel de inanición.

—Ya puedes darte la vuelta —dijo Julia.

Se dio la vuelta y por un segundo casi no la reconoció. Lo que había esperado era verla desnuda. Pero no lo estaba. La transformación fue mucho más sorprendente que eso. Ella se había maquillado la cara.

Debió de haber ido a alguna tienda del barrio proletario y comprarse un juego completo de maquillaje. Sus labios estaban profundamente enrojecidos, sus mejillas coloreadas, su nariz empolvada; incluso había un toque de algo debajo de los ojos para hacerlos más brillante. No lo había hecho con mucha habilidad, pero Winston sabía poco de esto. Nunca antes había visto o imaginado a una mujer del Partido con cosméticos en su rostro. La mejora en su apariencia fue sorprendente. Con apenas unos toques de color en los lugares correctos se había vuelto no sólo mucho más bonita, sino, sobre todo, mucho más femenina. Su pelo corto y su overol juvenil simplemente se sumaron al efecto. Mientras la abrazaba una oleada de perfume de violetas sintéticas inundó sus fosas nasales. Recordó la semioscuridad de una cocina en el sótano y la boca cavernosa de una mujer. Fue el mismo aroma que ella había usado; pero a Winston no le importó.

—¡También estás perfumada! —le dijo.

—Sí, querido, también me perfumé. ¿Y sabes lo que voy a hacer a continuación? Me voy a buscar un vestido de mujer real en alguna parte y me lo pondré en lugar de estos pantalones asquerosos. ¡Voy a usar medias de seda y zapatos de taco alto! En esta habitación voy a ser una mujer, no una camarada del Partido.

Se quitaron la ropa y se subieron a la enorme cama de caoba. Era la primera vez que se había desnudado en su presencia. Hasta ahora había tenido demasiada vergüenza de su cuerpo pálido y delgado, con las varices sobresaliendo en sus pantorrillas y el parche descolorido sobre su tobillo. No había sábanas, pero la manta sobre la que estaban acostados estaba raída y suave, y el tamaño y la elasticidad de la cama los asombró.

—Seguro que está llena de chinches, pero ¿a quién le importa? —dijo Julia.

No se veían camas doble por esos días, excepto en las casas de los proles. Winston había dormido ocasionalmente en una en su niñez. Julia no recordaba haber estado en una cama doble antes.

Luego se quedaron dormidos por un rato. Cuando Winston despertó las manecillas del reloj se habían deslizado hasta casi las nueve. No se movió, porque Julia dormía con la cabeza apoyada en el hueco de su brazo. La mayor parte de su maquillaje se había transferido a su propio rostro o a la almohada, pero una ligera mancha de colorete aún resaltaba la belleza de su pómulo. Un amarillo rayo del sol poniente caía a los pies de la cama e iluminaba la chimenea, donde el agua de la olla estaba hirviendo. Abajo, en el patio, la mujer había dejado de cantar, pero los débiles gritos de los niños llegaban flotando desde la calle. Se preguntó vagamente si en el pasado abolido había sido una experiencia normal estar en la cama así, en la frescura de una tarde de verano, un hombre y una mujer desnudos, haciendo el amor cuando querían, hablando de lo que eligieran, sin sentir ninguna compulsión por levantarse, simplemente y permaneciendo allí escuchando los sonidos tranquilos que vinieran de afuera. Julia se despertó, se frotó los ojos y se incorporó apoyándose en un codo para mirar la estufa de aceite.

—La mitad del agua se ha evaporado —dijo—. Me voy a levantar y prepararé un café. Tenemos una hora. ¿A qué hora cortan las luces en tu edificio?

—Veintitrés y treinta.

—En mi albergue a las veintitrés. Pero tienes que entrar antes, porque… ¡Fuera, asquerosa!

De repente se dio la vuelta en la cama, agarró un zapato del suelo y lo lanzó a la esquina de la habitación, con un movimiento juvenil de su brazo, exactamente como la había visto arrojar el diccionario a la cara de Goldstein, esa mañana durante los Dos Minutos de Odio.

—¿Qué fue? —preguntó sorprendido.

—Una rata. La vi sacar su nariz por el revestimiento de madera. Hay un agujero ahí abajo. De todos modos le di un buen susto.

—¡Ratas! —murmuró Winston—. ¡Hay ratas en esta habitación!

—Están por todos lados —dijo Julia con indiferencia mientras se volvía a acostar—. Incluso las tenemos en la cocina del albergue. Algunas partes de Londres están plagadas de ellas. ¿Sabes que atacan a los niños? En algunas calles las mujeres no se atreven a dejar a un bebé solo ni dos minutos. Las más peligrosas son las grandes y marrones. Lo malo es que siempre…

¡No sigas! —dijo Winston, con los ojos cerrados

.

—¡Querido! Te has puesto muy pálido. ¿Qué te pasa? ¿Te dan asco?

—¡Son lo más horrible del mundo! ¡Una rata!

Ella se apretó contra él y lo rodeó con sus brazos, como para tranquilizarlo con el calor de su cuerpo. Winston no volvió a abrir los ojos por un rato. Por unos instantes tuvo la sensación de estar de vuelta en una pesadilla que se le había repetido a lo largo de su vida. Siempre era casi igual. Él estaba parado en frente a un muro en la oscuridad, y al otro lado había algo insoportable, algo demasiado terrible para afrontarlo. En el sueño, su sentimiento más profundo fue siempre de autoengaño, porque de hecho sabía lo que había detrás del muro de oscuridad. Con un esfuerzo mortal, como si se arrancara un trozo de su propio cerebro, incluso podría haberlo sacado a la luz. Siempre se despertaba sin descubrir qué era, pero de alguna manera estaba relacionado con lo que Julia había estado diciendo cuando él la interrumpió.

—Lo siento —dijo—, no es nada. No me gustan las ratas, eso es todo.

—No te preocupes, querido, no vamos a tener más a esas asquerosas aquí. Voy a llenar el agujero con un poco de arpillera antes de irnos. Y la próxima vez que vengamos aquí traeré un poco de yeso y lo taparemos correctamente.

El negro instante del pánico ya estaba medio olvidado. Sintiéndose avergonzado de sí mismo, se sentó apoyado contra la cabecera de la cama. Julia se levantó de la cama, se puso el overol y preparó el café. El olor que se elevó de la cacerola era tan poderoso y excitante que tuvieron que cerrar la ventana para que nadie de afuera se diera cuenta. Incluso mejor que el sabor del café era la textura sedosa que le daba el azúcar, un cosa que Winston casi había olvidado después de años de sacarina. Con una mano en el bolsillo y un trozo de pan con mermelada en el otro, Julia vagó por la habitación, mirando con indiferencia en la estantería, buscando la mejor manera de arreglar la mesa, se acurrucó en el harapiento sillón para ver si era cómodo, y examinó el absurdo reloj de las doce horas con aire divertido y tolerante. Tomó el pisapapeles de vidrio y se sentó sobre la cama para verlo con mejor luz. Winston se lo sacó de su mano, fascinado, como siempre, por el aspecto suave, de agua de lluvia del pisapapeles.

—¿Qué te parece que es? —preguntó Julia.

—No creo que sea nada en particular, quiero decir, no creo que alguna vez se haya utilizado para algo concreto. Eso es lo que me gusta. Es una pequeña parte de la historia que se han olvidado de modificar. Es un mensaje de hace cien años, que nos diría muchas cosas si supiéramos leerlo.

—Y aquel cuadro de allí —señaló con la cabeza hacia el grabado en la pared opuesta—, ¿te parece que tenga cien años?

—Más. Doscientos, me atrevo a decir. No se puede decir. Es imposible descubrir la edad de cualquier cosa hoy en día.

Ella se acercó a mirarlo.

—Aquí es donde esa bestia asomó el hocico —dijo, pateando el revestimiento de madera justo debajo de la imagen—. ¿Qué es este lugar? Lo he visto antes en algún lado.

—Es una iglesia, o al menos solía serlo. San Clemente Danes se llamaba.

El fragmento de la rima que el señor Charrington le había enseñado volvió a su cabeza y murmuró nostálgicamente:

—“

¡Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente!

Para su asombro, ella terminó la línea:

—“Me debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín. / ¿Cuándo me pagarás?, dicen las campanas de Old Bailey…” No puedo recordar cómo sigue. Pero de todos modos recuerdo que termina, “¡Aquí tienes una vela para alumbrarte cuando vayas a la cama, aquí tienes un hacha para cortarte la cabeza!”.

Era como las dos mitades de una contraseña. Pero debería de haber otra línea después de “las campanas de Old Bailey”. Tal vez podría sacársela de la memoria del señor Charrington, si estuviera convenientemente motivado.

—¿Quién te enseñó eso? —dijo.

—Mi abuelo. Solía cantármela cuando era pequeña. Fue vaporizado cuando yo tenía ocho años, no estoy segura, la cosa es que desapareció. Me pregunto qué es un limón —agregó inconsecuentemente—. He visto naranjas. Son una especie de fruta amarilla y redonda con una cáscara muy gruesa.

—Yo puedo recordar los limones —dijo Winston—. Eran bastante comunes en los años cincuenta. Eran tan agrios que te hacían rechinar los dientes incluso con solo olerlos.

—Estoy segura de que detrás de ese cuadro hay chinches —dijo Julia—. Lo descolgaré algún día para limpiarlo bien. Supongo que es casi la hora de irnos. Debo empezar a lavarme. ¡Qué aburrido, tengo que sacarme el maquillaje! Después te quitaré el lápiz labial de la cara a ti.

Winston no se levantó durante unos minutos más. La habitación se estaba oscureciendo. Se dio la vuelta hacia la luz y se quedó mirando el pisapapeles de cristal. Lo que le resultaba interesante no era el fragmento de coral sino el interior del vidrio mismo. Tenía tanta profundidad y, sin embargo, era casi tan transparente como el aire. Era como si la superficie del vidrio fuera la bóveda del cielo, encerrando un mundo diminuto con su atmósfera completa. Tenía la sensación de que podía meterse dentro, y que de hecho estaba dentro, junto con la cama de caoba y la mesa con la puerta, y el reloj y el grabado de acero y el pisapapeles en sí. El pisapapeles era la habitación en la que estaba, y el coral era la vida de Julia y la suya, fijadas en una especie de eternidad en el corazón del cristal.

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