1984

Capítulo 11

Capítulo 11

—Podemos venir aquí una vez más —dijo Julia—. Por lo general, es seguro usar cualquier escondite dos veces. Pero no hasta dentro de uno o dos meses, por supuesto.

Tan pronto como se despertó, su comportamiento cambió. Ella se puso alerta y práctica, se colocó la ropa, se anudó la faja escarlata alrededor de la cintura y empezó a planear el viaje de regreso. A Winston le pareció natural dejarle esto a ella. Julia, obviamente, tenía una astucia práctica de la que carecía Winston, y también parecía tener un exhaustivo conocimiento del campo alrededor de Londres, ya que lo había aprendido al realizar las excursiones colectivas. La ruta que ella le dio era bastante diferente de la que le había indicado para venir, y lo conducía a otra estación de tren. “Nunca hay que regresar por el mismo camino de ida”, dijo como si enunciara un principio general importante. Ella se iría primero, y Winston debería esperar media hora antes de seguirla.

Julia había nombrado un lugar donde podían encontrarse después del trabajo, dentro de cuatro noches. Era en una calle en uno de los barrios más pobres, donde había un mercado abierto con mucha gente y ruidoso. Ella estaría merodeando entre los puestos, fingiendo estar en búsqueda de cordones o hilo de coser. Si juzgaba que la costa estaba despejada, se sonaría la nariz cuando Winston se acercara; de lo contrario, él pasaría junto a ella sin mirarla. Pero con suerte, en medio de la multitud, sería seguro hablar por un cuarto de hora y concertar otra cita.

—Y ahora debo irme —dijo ella tan pronto como él comprendió sus instrucciones—. Debo estar de vuelta a las diecinueve y treinta. Tengo que dedicar dos horas a la Liga Juvenil

Anti-Sex,

entregando folletos, o algo así. ¿No es un asco? Mírame, ¿quieres? ¿Tengo alguna ramita en mi cabello? ¿Estás seguro? ¡Entonces adiós, mi amor, adiós!

Ella se arrojó a sus brazos, lo besó casi violentamente y un momento después lo empujó. Se abrió paso a través de los árboles y desapareció en el bosque haciendo muy poco ruido. Todavía no había averiguado su apellido ni su dirección. Sin embargo, no hacía diferencia, porque era inconcebible que alguna vez pudieran reunirse en el interior o intercambiar cualquier tipo de comunicación escrita.

Dio la casualidad de que nunca regresaron al claro del bosque. Durante el mes de marzo sólo tuvieron una ocasión más en la que realmente lograron hacer el amor. Fue en otro escondite conocido por Julia, el campanario de una iglesia en ruinas en una zona casi desierta donde una bomba atómica había caído treinta años atrás. Era un buen lugar para esconderse, pero llegar allí era muy peligroso. Por lo demás, sólo podían reunirse en las calles, en un lugar diferente cada noche y nunca durante más de media hora a la vez. En la calle solía ser posible hablar, de alguna manera. Mientras bajaban por las calles abarrotadas, no muy cerca uno del otro y sin mirarse nunca, llevaron a cabo una curiosa e intermitente conversación que se encendía y apagaba como la linterna de un faro, de repente se cortaba por el acercamiento de un uniforme del Partido o la proximidad de una telepantalla, luego la retomaban minutos más tarde en medio de una oración, luego se cortaba abruptamente cuando se separaban, y al día siguiente continuaba casi sin saludarse. Julia parecía estar bastante acostumbrada a este tipo de conversación, a la que llamaba “hablar por cuotas”. También era sorprendentemente experta en hablar sin mover los labios. Sólo una vez en casi un mes de encuentros nocturnos lograron intercambiar un beso. Pasaban en silencio por una calle lateral (Julia nunca hablaba cuando estaban lejos de las calles principales) cuando de repente se oyó un rugido ensordecedor, la tierra se agitó y el aire se oscureció, y Winston se encontró tendido de costado, magullado y aterrorizado. Una bomba cohete había caído bastante cerca. De repente se dio cuenta de que tenía el rostro de Julia a unos pocos centímetros del suyo, de un blanco mortal, tan blanco como la tiza. Incluso sus labios estaban blancos. Creyó que estaba muerta. La apretó contra él y descubrió que estaba besando un rostro cálido y vivo. Pero había algo de polvo que se interpuso en sus labios. Sus rostros estaban densamente recubiertos con yeso.

Hubo noches en las que llegaron a su cita y luego tuvieron que caminar a cierta distancia porque una patrulla acababa de girar en la esquina o un helicóptero estaba flotando sobre su cabeza. Incluso si hubiera sido menos peligroso habría sido difícil encontrar tiempo para reunirse. La semana laboral de Winston era de sesenta horas, la de Julia era todavía más extensa, y sus días libres variaban según la presión del trabajo y no era fácil coincidir. En cualquier caso, Julia rara vez tenía una velada completamente libre. Ella pasaba mucho tiempo asistiendo a conferencias y manifestaciones, distribuyendo propaganda para la Liga Juvenil

Anti-Sex,

preparando pancartas para la Semana del Odio, haciendo cobros para la campaña de ahorro y actividades similares. Le servía de camuflaje. Mientras mantuviera las reglas pequeñas, podría romper las grandes. Ella incluso indujo a Winston a que dedicara una de sus tardes inscribiéndose a tiempo parcial para fabricar municiones, como solían hacer los miembros más entusiastas del Partido. Por lo que, una noche cada semana, Winston pasaba cuatro horas de aburrimiento paralizante, uniendo pequeños trozos de metal que probablemente eran partes de fusibles de bombas, en un taller mal iluminado y con corrientes de aire donde el golpeteo de los martillos se mezclaba tristemente con la música de las telepantallas.

Cuando se encontraron en la torre de la iglesia completaron los huecos que habían quedado en su conversación fragmentaria. Fue una tarde ardiente. El aire en la pequeña cámara cuadrada sobre las campanas estaba caliente y estancado, y olía abrumadoramente a estiércol de paloma. Se sentaron hablando durante horas en el suelo polvoriento y lleno de ramitas, de vez en cuando uno de los dos se levantaba para mirar a través de las ranuras y asegurarse de que nadie se acercara.

Julia tenía veintiséis años. Vivía en un albergue con otras treinta chicas (“¡Siempre apesta a mujeres! ¡Cómo odio a las mujeres!”), y trabajaba, como él había adivinado, en las máquinas de escribir novelas del Departamento de Ficción. Le gustaba el trabajo, que consistía principalmente en hacer funcionar y reparar un potente y complicado motor. “No era inteligente”, pero le gustaba usar las manos y se sentía cómoda con la maquinaria. Podía describir todo el proceso de redacción de una novela, desde las directivas generales emitida por el Comité de Planificación hasta el retoque final por parte de la Brigada de Repaso. Pero no le interesaba el producto terminado. No le interesaba leer. Para ella los libros eran sólo una mercancía que tenía que producirse, como mermelada o cordones de botas.

No tenía recuerdos de nada antes de principios de los sesenta y la única persona que conoció que hablaba con frecuencia de los días anteriores a la Revolución era un abuelo que había desaparecido cuando ella tenía ocho años. En la escuela había sido capitana del equipo de hockey y había ganado el trofeo de gimnasia dos años seguidos. Fue líder de tropa en los Espías y secretaria de una rama en la Liga Juvenil antes de unirse a la Liga Juvenil

Anti-Sex.

Siempre había sido considerada de confianza. Incluso (y esto era una infalible marca de buena reputación) había sido elegida para trabajar en Pornosec, la subsección del Departamento de Ficción que produjo pornografía barata para distribuirla entre los proles. La gente que trabajaba con ella la apodó Muck House, comentó. Allí había permanecido durante un año, ayudando a producir folletos en paquetes sellados con títulos como “Historias de nalgadas” o “Una noche en una escuela para niñas”, que compraban furtivamente los jóvenes proletarios que tenían la impresión de que estaban comprando algo ilegal.

—¿Cómo son esos libros? —preguntó Winston con curiosidad.

—Oh, una basura espantosa. Son aburridos, de verdad. Sólo tienen seis argumentos, que se intercambian. Por supuesto que sólo estaba en los caleidoscopios. Nunca estuve en la Brigada de Repaso. No soy buena escribiendo, querido, ni siquiera sirvo para eso.

Se enteró con asombro de que todos los trabajadores de Pornosec, excepto los jefes de los departamentos, eran chicas. La teoría era que los hombres, cuyos instintos sexuales eran menos controlables que los de las mujeres, corrían mayor peligro de ser corrompidos por la suciedad que pasaba por sus manos.

—Ni siquiera les gusta tener mujeres casadas allí —agregó—. Se supone que las chicas solteras son puras. Aquí tienes una por lo pronto que no lo es.

Julia había tenido su primera aventura amorosa cuando tenía dieciséis años, con un miembro del Partido de sesenta, que luego se suicidó para evitar el arresto. “Por suerte —dijo Julia—, de lo contrario le habrían sacado mi nombre si llegaba a confesar.” Desde entonces hubo otros. La vida, tal como la veía, era bastante simple. Si querías pasar un buen rato, “ellos”, es decir, el Partido, trataban de evitarlo; por lo que se rompían las reglas lo mejor que se pudiera. A ella le parecía que era natural que “ellos” quisieran robarle sus placeres y que ella hiciera todo lo posible para evitar que la atraparan. Odiaba al Partido, y lo decía con las palabras más crudas, pero no hacía una crítica general de ello. Sólo cuando el Partido se entrometía con su propia vida. Ella nunca usaba la Neolengua, excepto las que habían pasado al uso diario. Nunca había oído hablar de la Hermandad, y se negó a creer en su existencia. Cualquier tipo de revuelta organizada contra el Partido, que según ella estaba destinada a fracasar, le parecía estúpido. Lo inteligente para ella era romper las reglas y seguir vivo de todos modos. Winston se preguntó vagamente cuántos más como ella podría haber en la generación más joven, personas que habían crecido en el mundo de la Revolución, sin saber nada más, aceptando al Partido como algo inalterable, como el cielo, no rebelándose contra su autoridad sino simplemente evadiéndola, como un conejo esquiva a un perro.

No discutieron la posibilidad de casarse. Era demasiado remoto para pensarlo. Ningún comité imaginable aprobaría jamás un matrimonio así, incluso si Winston se hubiera podido separar de su esposa Katharine.

—¿Cómo era tu mujer? —le preguntó Julia.

—Ella era… ¿Conoces la palabra de la Neolengua piensabien? Significa naturalmente ortodoxo, incapaz de pensar mal.

—No, no conocía la palabra, pero sí conozco el tipo de persona, lo suficiente.

Comenzó a contarle la historia de su vida de casado, pero curiosamente ella parecía conocer ya las partes esenciales de la misma. Ella la describió, casi como si hubiera visto o sentido la rigidez del cuerpo de Katharine tan pronto como la tocó, la forma en que ella todavía parecía estar alejándolo de ella con todas sus fuerzas, incluso cuando sus brazos lo rodeaban con fuerza. Con Julia no sintió ninguna dificultad para hablar de tales cosas; Katharine, en cualquier caso, había dejado de ser un recuerdo doloroso y se convirtió simplemente en uno desagradable.

—Podría haberlo soportado si no hubiera sido por una cosa —le dijo. Le contó sobre la frígida pequeña ceremonia que Katharine lo había obligado a realizar a la noche todos los días de la semana—. Ella odiaba hacerlo, pero nada la haría desistir. Nunca adivinarás cómo lo llamaba.

—“Nuestro deber para con el Partido” —dijo Julia con prontitud.

—¿Cómo lo supiste?

—Yo también estuve en la escuela, querido. Charlas de sexo una vez al mes para las mayores de dieciséis años. Y en el Movimiento juvenil te lo machacan durante años. Me atrevo a decir que funciona en muchos casos. Pero por supuesto que nunca se sabe; la gente es tan hipócrita.

Y comenzó a explayarse sobre el tema. Julia llevaba todo a su propia sexualidad. Tan pronto como lo aprendió se dio cuenta de cuál era el sentido. A diferencia de Winston, ella había captado el significado interno de la sexualidad del Partido, su puritanismo. No era simplemente que el instinto sexual creara un mundo propio fuera del control del Partido y que, por lo tanto, debía ser destruido si era posible. Lo que era más importante era que la privación sexual inducía histeria, lo cual era deseable porque podría transformarse en fiebre de guerra y adoración de líderes. La forma en que lo expresó fue:

—Cuando haces el amor estás gastando energía; y luego te sientes feliz y no te importa un bledo nada. No pueden soportar que te sientas así. Ellos quieren que estés rebosante de energía todo el tiempo. Siempre marchando arriba y abajo y vitoreando y agitando banderas, simplemente para agriar el sexo. Si eres feliz en tu interior, ¿por qué deberías emocionarte con el Gran Hermano y el Plan Trienal y los Dos Minutos de Odio y todo el resto de su maldita podredumbre?

Eso era muy cierto, pensó. Había una conexión íntima directa entre la castidad y la ortodoxia política. Porque, ¿cómo podía el miedo, el odio y la credulidad lunática que el Partido necesitaba en sus miembros para mantenerse en el tono correcto, si no fuera reprimiendo algún instinto poderoso y usarlo luego como fuerza motriz? El impulso sexual era peligroso para el Partido, y el Partido lo había utilizado en provecho propio. Habían hecho algo similar con el instinto de paternidad. En realidad, la familia no podía ser abolida y, de hecho, a la gente se la animó a tener cariño por sus hijos, casi a la antigua. Los niños, por otro lado, se volvieron sistemáticamente contra sus padres y se les enseñó a espiarlos e informar de sus desviaciones. La familia se había convertido de hecho en una extensión de la Policía del Pensamiento. Era un dispositivo mediante el cual todos podían estar rodeados noche y día por informantes que lo conocían íntimamente.

De repente, su mente volvió a Katharine. Katharine indudablemente lo habría denunciado a la Policía del Pensamiento si ella no hubiera sido demasiado estúpida para detectar la heterodoxia de sus opiniones. Pero por lo que realmente la recordó en este momento fue por el calor sofocante de la tarde, que le había hecho sudar la frente. Él comenzó a contarle a Julia algo que había sucedido, o más bien no había sucedido, en otra tarde sofocante de verano, hacía once años.

Fue tres o cuatro meses después de que se casaron. Habían perdido su camino en un caminata comunitaria en algún lugar de Kent. Sólo se habían quedado atrás de los demás por un par de minutos, pero tomaron un giro equivocado y pronto se encontraron en el borde de una antigua cantera de tiza. Tenía una gran caída de diez o veinte metros, con cantos rodados en la parte inferior. No había nadie a quien pudieran preguntarle el camino de regreso. Tan pronto como se dio cuenta de que estaban perdidos Katharine se sintió muy intranquila. Estar lejos de la ruidosa multitud de excursionistas, incluso por un momento, le dio la sensación de haber hecho algo malo. Ella quería regresar por el camino por el que habían venido y empezar a buscar en la otra dirección. Pero en ese momento Winston notó algunas ramas de plantas creciendo en las grietas del acantilado debajo de ellos. Una era de dos colores, magenta y rojo ladrillo, aparentemente creciendo en la misma raíz. Nunca había visto nada parecido antes, y llamó a Katharine para que lo viera.

—¡Mira, Katharine! Mira esas flores que se amontonan cerca del fondo. ¿Las ves? Son de dos colores diferentes.

Ella ya se había dado la vuelta para irse, pero regresó un momento bastante inquieta. Incluso se inclinó sobre el acantilado para ver hacia dónde apuntaba. Estaba parado un poco detrás de ella, y él puso su mano en su cintura para estabilizarla. En ese momento, de repente, se le ocurrió lo completamente solos que estaban. No había una criatura humana en los alrededores, ni una hoja moviéndose, ni siquiera un pájaro. En un lugar como este, el peligro de que habría un micrófono oculto era muy pequeño, e incluso si hubiera un micrófono sólo captaría sonidos. Era la hora más calurosa y soñolienta de la tarde. El sol resplandecía sobre ellos, el sudor le hizo cosquillas en la cara. Y el pensamiento lo golpeó…

—¿Por qué no le diste un buen empujón? —preguntó Julia—. Yo lo habría hecho.

—Sí, querida, lo habrías hecho. Yo también lo habría hecho si hubiera sido la misma persona que soy ahora. O tal vez lo haría, no estoy seguro.

—¿Te arrepientes de no haberlo hecho?

—Sí. En realidad lamento no haberlo hecho.

Estaban sentados uno al lado del otro en el suelo polvoriento. La acercó más a él. Su cabeza descansaba en su hombro, el agradable olor de su cabello disipaba el hedor del estiércol de paloma. Ella era muy joven, pensó, todavía esperaba algo de la vida, no podía comprender que empujar a una persona molesta por un precipicio no resuelve nada.

—En realidad, no habría hecho ninguna diferencia —dijo.

—Entonces, ¿por qué lamentas no haberlo hecho?

—Sólo porque prefiero lo positivo a lo negativo. En este juego que estamos jugando no podemos ganar. Algunos tipos de fallas son mejores que otras, eso es todo.

Sintió que los hombros de Julia se retorcían disconformes. Ella siempre lo contradecía cuando él hablaba así. No aceptaba como una ley de la naturaleza que el individuo será siempre derrotado. En cierto modo, se dio cuenta de que ella misma estaba condenada, que tarde o temprano la Policía del Pensamiento la atraparía y la mataría, pero con otra parte de su mente creía que de alguna manera era posible construir un mundo secreto en el que podrías vivir como quisieras. Todo lo que necesitabas era suerte, astucia y audacia. Ella no entendía que no existía la felicidad, que la única victoria estaba en el futuro lejano, después de la muerte, que desde el momento de declararle la guerra al Partido era mejor considerarse como un cadáver.

—Somos los muertos —dijo.

—No estamos muertos todavía —dijo Julia prosaicamente.

—No físicamente. Seis meses, un año, cinco años, posiblemente. Tengo miedo a la muerte. Tú eres joven, así que presumiblemente le tienes más miedo que yo. Obviamente la pospondremos siempre que podamos. Pero hace muy poca diferencia. Mientras los seres humanos sigan siendo humanos, la muerte y la vida son lo mismo.

—¡Oh, tonterías! ¿Con quién te acostarías conmigo o con un esqueleto? ¿No te gusta estar vivo? ¿No te gusta sentir: este soy yo, esta es mi mano, esta es mi pierna, soy real. ¡Soy sólido, estoy vivo! ¿No te gusta eso?

Se dio la vuelta y apretó su pecho contra él. Podía sentirlo maduro pero firme, a través de su overol. Su cuerpo parecía derramar algo de su juventud y vigor en el suyo.

—Sí, me gusta —dijo Winston.

—Entonces deja de hablar de morir. Y ahora escucha, querido, tenemos que programar la próxima cita. Si te parece bien podríamos volver al lugar en el bosque. Le hemos dado un buen largo descanso. Pero esta vez debes llegar por un camino diferente. Lo tengo todo planeado. Toma el tren, pero mira, mejor te lo dibujaré.

Y a su manera, práctica, raspó un pequeño cuadrado de polvo, y con una ramita de un nido de palomas comenzó a dibujar un mapa en el suelo.

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