1984

Capítulo 22

Capítulo 22

En cada etapa de su encarcelamiento había sabido, o creyó saber, en dónde estaba, pensaba que estaba en el edificio sin ventanas. Posiblemente había ligeras diferencias en la presión del aire. Las celdas donde lo habían golpeado los guardias estaban por debajo del nivel del suelo. La habitación donde él había sido interrogado por

O’Brien

estaba en lo alto, cerca del techo. En el lugar actual estaba a muchos metros bajo tierra, tan profundo como era posible llegar.

Era más grande que la mayoría de las celdas en las que había estado. Pero apenas llegó todo lo que notó fue que había dos pequeñas mesas directamente frente a él, cada una cubierta con manteles verdes. Una estaba a sólo uno o dos metros de él, la otra estaba más lejos, cerca de la puerta. Winston estaba atado en posición vertical en una silla, tan apretado que no se podía mover, ni siquiera su cabeza, que estaba apoyada por detrás en una especie de almohadilla, obligándolo a mirar directamente al frente.

Por un momento estuvo solo, luego se abrió la puerta y entró

O’Brien.

—Una vez me preguntaste —dijo

O’Brien—

qué había en la habitación 101. Te dije que ya lo sabías. Todos lo saben. Lo que hay en la habitación 101 es lo peor en el mundo.

La puerta se abrió de nuevo. Entró un guardia con un objeto hecho de alambre, algo así como una caja o canasta de algún tipo. La dejó en la mesa cercana a la puerta. Por la posición en la que

O’Brien

estaba de pie, Winston no pudo ver de qué se trataba.

—Lo peor del mundo —dijo

O’Brien—

varía de un individuo a otro. Puede ser que sea que te entierren vivo, o morir quemado, o por ahogamiento, o empalamiento, o por otras cincuenta formas de muerte. Hay casos en los que es algo bastante trivial, ni siquiera mortal.

Se había movido un poco hacia un lado para que Winston tuviera una mejor vista de la cosa que estaba sobre la mesa. Era una jaula de alambre alargada con un asa en la parte superior para transportarla. Fijada en la parte delantera había algo que parecía una máscara de esgrima, con el lado cóncavo hacia fuera. Aunque estaba a tres o cuatro metros de él, pudo ver que la jaula estaba dividida longitudinalmente en dos compartimentos, y que había algún tipo de criatura en cada uno. Eran ratas.

—En tu caso —dijo O’Brien—, lo peor del mundo son las ratas.

Winston tan pronto como vio por primera vez la jaula sintió una especie de temblor premonitorio, un miedo a no sabía qué. Pero en ese momento al comprender para qué servía esa máscara se derrumbó. Sus intestinos parecieron desintegrarse.

—¡No puedes hacer eso! —gritó con voz aguda y quebrada—. ¡No puedes, no puedes! Es imposible.

—¿Recuerdas —dijo O’Brien—, el momento de pánico que solía ocurrir en tus sueños? Había frente a ti una pared de oscuridad y un rugido en tus oídos. Había algo terrible al otro lado de la pared. Sabías que sabías lo que era, pero no te atreviste a sacarlo a tu conciencia. Pues bien, lo que estaba del otro lado de la pared eran ratas.

—¡O’Brien! —dijo Winston, haciendo un esfuerzo por controlar su voz—. Sabes que esto no es necesario. ¿Qué es lo que quieres que haga?

O’Brien no respondió directamente. Cuando habló fue a la manera de un maestro de escuela. Miró pensativo a la distancia, como si estuviera por dirigirse a una audiencia en algún lugar a espaldas de Winston.

—Por sí solo —dijo— el dolor no siempre es suficiente. Hay ocasiones en las que un ser humano puede resistir el dolor, incluso hasta la muerte. Pero para todos hay algo insoportable, algo que no se puede contemplar. Coraje y cobardía no están involucrados. Si se cae desde una altura, no es cobarde agarrarse a una cuerda. Si emerges de aguas profundas no es cobarde llenar tus pulmones de aire. Es simplemente un instinto que no puede ser destruido. Lo mismo ocurre con las ratas. Para ti ellas son insoportables. Son una forma de presión que no puedes soportar, incluso aunque te esfuerces. Por eso las ratas te harán hacer lo que se te pida.

—¿Pero qué es, qué es? ¿Cómo puedo hacerlo si no sé qué es?

O’Brien levantó la jaula y la acercó a la mesa más cercana. La dejó cuidadosamente sobre el paño de gamuza. Winston podía oír el borboteo de la sangre en sus oídos. Tenía la sensación de estar sentado en total soledad. Estaba en medio de una gran llanura vacía, un llano desierto bañado por la luz del Sol, a través del cual todos los sonidos le llegaban desde inmensas distancias. Sin embargo, la jaula con las ratas estaba a dos metros de él. Eran ratas enormes. Estaban en la edad en que el hocico de una rata se vuelve hiriente y feroz y su piel está de color marrón en lugar de gris.

—La rata —dijo O’Brien, todavía dirigiéndose a su audiencia invisible—, aunque es un roedor, es carnívoro. Eres consciente de eso. Habrás oído hablar de las cosas que suceden en los barrios pobres de esta ciudad. En algunas calles las mujeres no se atreven a dejar a su bebé solo en la casa, ni siquiera durante cinco minutos. Las ratas seguramente lo atacarían y descarnarían en poco tiempo hasta los huesos. También atacan a personas enfermas o moribundas. Ellas tienen una asombrosa inteligencia para saber cuándo un ser humano está indefenso.

Hubo un estallido de chillidos desde la jaula. Parecía llegar a Winston desde lejos. Las ratas estaban peleando; tratando de enfrentarse unas a otras a través de la división de alambre. También escuchó un profundo gemido de desesperación. Ese provenía de él.

O’Brien tomó la jaula y, mientras lo hacía, presionó algo en ella. Era un resorte. Se oyó un fuerte clic. Winston hizo un esfuerzo frenético por soltarse de la silla. Fue inútil; cada parte de él, incluso su cabeza, estaba inmovilizada.

O’Brien le acercó la jaula. Estaba a menos de un metro de la cara de Winston.

—He pulsado la primera palanca —dijo

O’Brien—.

Supongo que comprendes cómo está construida esta jaula. La máscara se colocará en tu cabeza, sin dejar salida. Cuando presione esta otra palanca, la puerta de la jaula se deslizará hacia arriba. Estas bestias hambrientas saldrán disparadas como balas. ¿Alguna vez has visto a una rata saltar por el aire? Saltarán sobre tu cara y la perforarán. A veces atacan primero los ojos. A veces entran en las mejillas y devoran la lengua.

La jaula estaba más cerca; se estaba acercando. Winston escuchó una sucesión de gritos agudos que parecía venir del aire sobre su cabeza. Luchó furiosamente contra su pánico. Pensar, pensar, incluso con una fracción de segundo restante, pensar era la única esperanza. De repente, el fétido olor a humedad de las bestias golpeó sus fosas nasales. Hubo una violenta convulsión de náuseas dentro de él, y casi perdió el conocimiento. Todo se puso negro. Por un instante enloqueció como un animal gritando desesperadamente. Sin embargo, salió de la oscuridad aferrándose a una idea. Había una y sólo una forma de salvarse. Debía interponer a otro ser humano, el cuerpo de otro ser humano, entre él y las ratas.

El círculo que ajustaba la máscara era lo suficientemente grande ahora para bloquear la visión de cualquier otra cosa. La puerta de alambre estaba a dos palmos de su cara. Las ratas sabían lo que venía ahora. Una de ellas estaba saltando arriba y abajo, otra, mucho más vieja y de las alcantarillas, se paró en dos patas, apoyando sus manos rosadas contra los barrotes, y olfateó ferozmente el aire. Winston pudo ver los bigotes y los dientes amarillos. De nuevo el pánico negro se apoderó de él. Estaba ciego, indefenso, sin sentido.

—Era un castigo común en la China imperial —dijo

O’Brien

tan didácticamente como siempre.

La máscara se cerraba sobre su rostro. El alambre le rozó la mejilla. Y luego…, no, no fue alivio, sólo esperanza, un pequeño fragmento de esperanza. Demasiado tarde, quizá demasiado tarde. Pero de repente comprendió que en todo el mundo sólo había una persona a quien podía transferir su castigo: un cuerpo que podía poner entre él y las ratas. Y comenzó a gritar frenéticamente, una y otra vez.

—¡Es a Julia a quien tienes que hacérselo! ¡A Julia! ¡A mí no! ¡A Julia! No me importa lo que le hagas. Desgárrale la cara, descárnala hasta los huesos. ¡A mí no! ¡A Julia! ¡A mí no!

Caía de espaldas, hacia enormes profundidades, lejos de las ratas. Estaba todavía atado a la silla, pero había traspasado el suelo, a las paredes del edificio, la tierra, los océanos, la atmósfera, hacia el espacio exterior, entre las estrellas, siempre lejos, lejos, lejos de las ratas. Estaba a años luz de distancia, pero

O’Brien

todavía estaba de pie a su lado. Todavía sentía el toque frío del alambre contra su mejilla. Pero a través de la oscuridad que lo envolvía escuchó otro clic metálico, y supo que la puerta de la jaula se había cerrado con un clic y no se había abierto.

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