1984

Capítulo 15

Capítulo 15

Winston se había despertado con los ojos llenos de lágrimas. Julia rodó adormilada contra él, murmurando algo que podría haber sido “¿Qué pasa?”.

—Soñé… —comenzó, y se detuvo en seco. Era demasiado complejo para expresarlo con palabras. No sólo era el sueño en sí, sino un recuerdo conectado con él que había surgido en su mente a los pocos segundos después de despertar.

Se recostó con los ojos cerrados, todavía empapado en la atmósfera del sueño. Fue un vasto sueño luminoso en el que toda su vida parecía extenderse ante él como un paisaje en una tarde de verano después de la lluvia. Todo había ocurrido dentro del pisapapeles de vidrio, pero en la superficie del vidrio, que era la cúpula del cielo, y dentro de la cúpula todo estaba inundado, con una luz clara y suave en la que se veían distancias interminables. El sueño tenía que ver con, de hecho, en cierto sentido, un gesto del brazo hecho por su madre, y el que hizo treinta años después la mujer judía que había visto en la película del noticiario, cuando trataba de proteger al niño de las balas, antes de que el helicóptero los destrozara a ambos.

—¿Sabes —dijo—, que hasta este momento creía que había asesinado a mi madre?

—¿Por qué la mataste? —preguntó Julia, casi dormida.

—No la maté. No físicamente.

En el sueño recordaba la última visión de su madre, y a los pocos momentos de despertar el cúmulo de pequeños eventos que lo rodeaban habían regresado. Era un recuerdo que debía haber eliminado deliberadamente de su conciencia durante muchos años. No estaba seguro de la fecha, pero no podía tener menos de diez años, posiblemente doce, cuando había sucedido.

Su padre había desaparecido algún tiempo atrás, ¿cuánto antes?, no lo podía precisar. Recordaba mejor las turbulentas e incómodas circunstancias de la época: el periódico pánico por los ataques aéreos y los refugios en las estaciones de subte, los montones de escombros por todas partes, las proclamas ininteligibles colgadas en las esquinas, las pandillas de jóvenes con camisas, todos del mismo color, las enormes filas fuera de las panaderías, el interminente crepitar de la ametralladora en la distancia, sobre todo, el hecho de que nunca había suficiente para comer. Él recordaba las largas tardes que pasaba con otros chicos revolviendo en los tachos redondos de basura y montones de desperdicio, arrancando las hojas de repollo, las cáscaras de papa, a veces incluso trozos de corteza de pan rancio de la que se raspaban cuidadosamente las cenizas; y también la paciente espera del paso de camiones que viajaban por una ruta determinada y se sabía que llevaban alimento para el ganado, y que, cuando saltaban por los malos tramos de la carretera, a veces derramaba algunos fragmentos de avena.

Cuando su padre desapareció, su madre no mostró ninguna sorpresa ni ningún dolor violento, pero un cambio repentino se apoderó de ella. Parecía haberse vuelto completamente sin espíritu. Era evidente incluso para Winston que estaba esperando algo que sabía que debía ocurrir. Hizo todo lo necesario: cocinó, lavó, arregló, hizo la cama, barrió el suelo, quitó el polvo de la repisa de la chimenea, siempre muy lentamente y con una curiosa falta de movimiento superfluo, como la figura laica de un artista moviéndose por su propia cuenta. Su cuerpo bien formado pareció recaer naturalmente en la quietud. Durante horas ella se sentaba casi inmóvil en la cama, amamantando a su hermana pequeña, una niña diminuta, enferma y muy silenciosa de dos o tres años, con un rostro simiesco por la delgadez. Muy de vez en cuando ella tomaba a Winston en sus brazos y lo apretaba contra ella durante un buen rato sin decir nada. Sabía, a pesar de su juventud y egoísmo, que esto de alguna manera estaba conectado con lo nunca mencionado que estaba a punto de suceder.

Recordó la habitación donde vivían, una habitación oscura y de olor fétido por el encierro, que parecía casi ocupada por una cama con una colcha blanca. Había una hornalla de gas en el hogar y un estante donde se guardaba la comida, y en el rellano exterior había una pileta de barro marrón, que se compartía con varias habitaciones. Recordó el escultural cuerpo de su madre inclinado sobre la hornalla de gas para remover algo en una cacerola. Sobre todo recordaba su continua hambre y las feroces y sórdidas batallas a la hora de comer. Le preguntaba a su madre con insistencia, una y otra vez, por qué no había más comida, él la gritaba y la atacaba (incluso recordó el tono de su voz, que comenzaba a romperse prematuramente y a veces retumbaba de una manera peculiar), o intentaba una nota llorosa de patetismo en sus esfuerzos por obtener más de lo que le correspondía. Su madre estaba dispuesta a darle de su parte. Ella dio por sentado que, “el niño”, debería tener la mayor parte; pero por mucho que ella le diera, él invariablemente exigía más. En cada comida ella le suplicaba que no fuera egoísta y que recordara que su hermanita estaba enferma y también necesitaba comida, pero no servía de nada. Gritaba de rabia cuando ella dejaba de servir con el cucharón, intentaba arrancarle la cacerola y la cuchara de las manos, él agarraba trozos del plato de su hermana. Sabía que estaba matando de hambre a las dos, pero no podía evitarlo; sentía incluso que tenía derecho a hacerlo. El clamoroso hambre en su vientre parecía justificar su actitud. Entre comidas, si su madre no hacía guardia, él constantemente robaba comida de la miserable alacena.

Un día repartieron una ración de chocolate. No había habido durante semanas o meses. Recordó con toda claridad ese precioso bocado de chocolate. Eran dos onzas (todavía hablaban de onzas en esos días) que les correspondía a los tres. Fue obvio que debería dividirse en tres partes iguales. De repente, como si estuviera oyendo a alguien más, Winston se escuchó a sí mismo exigiendo con una voz fuerte y retumbante que se le entregara la pieza completa. Su madre le dijo que no fuera codicioso. Hubo una larga y molesta discusión que daba vueltas y vueltas, con gritos, quejidos, lágrimas, protestas, regateos. Su hermana pequeña, aferrada a su madre con ambas manos, exactamente como un bebé mono, estaba sentada mirándolo por encima del hombro con una gran expresión triste en los ojos. Al final, su madre rompió las tres cuartas partes del chocolate y se lo dio a Winston, dándole la otra parte a su hermana. La niña lo agarró y miró torpemente, tal vez sin saber qué era. Winston se quedó mirándola un momento. Luego, con un salto repentino y rápido, le arrebató el trozo de chocolate a su hermana de la mano y huyó hacia la puerta.

—¡Winston, Winston! —le gritó su madre—. ¡Regresa! ¡Devuélvele a tu hermana el chocolate!

Se detuvo, pero no volvió. Los ojos ansiosos de su madre estaban fijos en su rostro. Incluso ahora que estaba pensando en aquello, no sabía qué era lo que estaba a punto de suceder. Su hermana, consciente de que le habían robado algo, soltó un débil gemido. Su madre pasó su brazo alrededor de ella y apretó su cara contra el pecho. Algo en el gesto le dijo que su hermana se estaba muriendo. Se dio vuelta y huyó escaleras abajo, con el chocolate cada vez más pegajoso en su mano.

Nunca volvió a ver a su madre. Después de haber devorado el chocolate se sintió algo avergonzado de sí mismo y deambuló por las calles durante varias horas, hasta que el hambre le hizo volver a casa. Cuando regresó, su madre había desaparecido. Esto ya se estaba volviendo normal en ese momento. Nada faltaba en la habitación excepto su madre y su hermana. No se habían llevado la ropa, ni siquiera el abrigo de su madre. Hasta el día de hoy no sabía con certeza si su madre estaba muerta. Era perfectamente posible que ella hubiera simplemente sido enviada a un campo de trabajos forzados. En cuanto a su hermana, ella podría haber sido trasladada, como el propio Winston, a una de las colonias para niños sin hogar (Centros de Recuperación, se los llamaba) que habían crecido como resultado de la guerra civil, o ella pudo haber sido enviada al campo de trabajo junto con su madre, o simplemente la dejaron en algún lugar u otro para morir.

El sueño todavía estaba vivo en su mente, especialmente el gesto protector envolvente del brazo en el que todo su significado parecía estar contenido. Su mente volvió a otro sueño de hacía dos meses. Exactamente cuando soñó que su madre, al igual que se había sentado en la cama sobre la sucia colcha blanca, con la niña aferrada a ella, se había sentado en el barco hundido, muy por debajo de él, y ahogándose más profundamente cada minuto, pero aún mirándolo a través del agua cada vez más oscura.

Le contó a Julia la historia de la desaparición de su madre. Sin abrir los ojos ella giró y se colocó en una posición más cómoda.

—Supongo que en aquellos días eras un cerdo bestial —dijo indistintamente—. Todos los niños son unos cerdos.

—Sí. Pero el verdadero punto de la historia…

Por la respiración de Julia era evidente que se iba a dormir de nuevo. Le habría gustado seguir hablando de su madre. No supuso, por lo que pudo recordar de ella, que había sido una mujer extraordinaria, mucho menos inteligente; y sin embargo, había poseído una especie de nobleza, una especie de pureza, simplemente porque los estándares a los que ella obedecía eran privados. Sus sentimientos eran los suyos y no se podían alterar desde afuera. No se le habría ocurrido pensar que una acción ineficaz, sin consecuencias prácticas, no tuviera sentido. Si amabas a alguien, lo amabas, y cuando no tenías nada más para dar, todavía le podías dar amor. Cuando se acabó el último trozo de chocolate, su madre había abrazado a la niña. No sirvió de nada, no cambió nada, no produjo más chocolate, no evitó la muerte de la niña ni la suya propia; pero a ella le parecía natural hacerlo. La mujer refugiada en el bote (que vio en el noticiario) también había cubierto al niño con su brazo, que no servía más contra las balas que una hoja de papel. Lo terrible que había hecho el Partido era persuadirlo de que los meros impulsos, los sentimientos puros, no servían, mientras que al mismo tiempo le roba todo el poder sobre el mundo material. Cuando se estaba en las garras del Partido, lo que sintió o no sintió, lo que hizo o se abstuvo de hacer, literalmente no hacía ninguna diferencia. Pase lo que pasara, desaparecías y nunca más se sabría de ti ni de tus acciones. Se te sacaba, con toda limpieza de la corriente de la historia. Y, sin embargo, para la gente de hace sólo dos generaciones esto no parecía de suma importancia, porque no estaban intentando alterar la historia. Ellos eran gobernados por lealtades privadas que no cuestionaban. Lo que importaba eran las relaciones humanas, y un gesto completamente desamparado, un abrazo, una lágrima, una palabra dicha a un moribundo, podría tener valor en sí mismo. Los proles, se le ocurrió a Winston de repente, seguían en esta condición. No eran leales a un partido ni a un país ni a una idea, eran leales el uno al otro. Por primera vez en su vida no despreció a los proles, los vio como una fuerza inerte.

Algún día muy remoto recobrarían vida y regenerarían el mundo. Los proles se habían mantenido humanos. No se habían endurecido por dentro. Todavía se aferraban a las emociones primitivas que él mismo tuvo que volver a aprender mediante un esfuerzo consciente. Y al pensar esto recordó, sin aparente relevancia, cómo hace unas semanas había visto una mano cortada tirada en el pavimento y la había pateado a la cuneta como si fuera un tallo de repollo.

—Los proles son seres humanos —dijo en voz alta—. Nosotros no somos humanos.

—¿Por qué no? —dijo Julia, que se había vuelto a despertar.

Winston pensó por un momento.

—¿Se te ha ocurrido alguna vez —dijo— que lo mejor que podríamos hacer sería simplemente salir de aquí antes de que sea demasiado tarde, y no volver a vernos nunca más?

—Sí, querido, se me ha ocurrido varias veces. Pero no lo voy a hacer de todos modos.

—Hemos tenido suerte —dijo—, pero no puede durar mucho más. Eres joven. Tú pareces normal e inocente. Si te mantienes alejada de personas como yo es posible que sigas con vida por otros cincuenta años.

—No. Lo he pensado todo. Lo que tú haces, yo lo voy a hacer. Y no te desanimes demasiado. Soy bastante buena para mantenerme viva.

—Puede que estemos juntos durante otros seis meses, un año, no hay forma de saberlo. Al final es seguro de que estaremos separados. ¿Te das cuenta de lo completamente solos que estaremos? Cuando una vez ellos se apoderen de nosotros no habrá nada, literalmente nada, que ninguno de nosotros pueda hacer por el otro. Si confieso, te fusilarán, y si me niego a confesar, te fusilarán también. Nada de lo que pueda hacer o decir, o dejar de decir, pospondrá tu muerte ni cinco minutos. Ninguno de los dos sabrá siquiera si el otro está vivo o muerto. Estaremos completamente sin poder de ningún tipo. Lo único que importa es que no nos traicionemos, aunque ni siquiera eso puede hacer la más mínima diferencia.

—Si quieren que confesemos —dijo Julia— lo haremos. Todo el mundo siempre confiesa. No puedes evitarlo. Te torturan.

—No me refiero a confesar. La confesión no es traición. Lo que digas o hagas no importa: sólo los sentimientos importan. Si pudieran hacer que dejara de amarte, esa sería la verdadera traición.

Ella lo pensó.

—No pueden hacer eso —dijo finalmente—. Es lo único que no pueden hacer. Pueden hacerte decir cualquier cosa, cualquier cosa, pero no pueden hacértelo creer. No pueden meterse dentro de ti.

—No —dijo un poco más esperanzado—, no; eso es bastante cierto. No pueden entrar en ti. Si puedes sentir que vale la pena seguir siendo humano, incluso cuando no puede tener ningún resultado bueno, lo que sea, los has vencido.

Pensó en la telepantalla que nunca dormía. Podrían espiarte noche y día, pero si no perdía la cabeza todavía podría burlarlos. Con toda su inteligencia nunca habían dominado el secreto de descubrir cómo era otro ser humano pensando. Quizás eso era menos cierto cuando en realidad estabas en sus manos. No se sabía lo que pasaba dentro del Ministerio del Amor, pero era posible adivinar: torturas, drogas, instrumentos delicados que registran las reacciones nerviosas, desgaste gradual por el insomnio y la soledad y el cuestionamiento persistente. Los hechos, en todo caso, no podían mantenerse ocultos. Podían ser rastreados por investigaciones, podían ser extraídos por tortura. Pero si el objetivo no era permanecer vivo sino seguir siendo humano, ¿qué importaba finalmente? Ellos no podían alterar tus sentimientos, es más, ni uno mismo podría hacerlo incluso si quisiera. Podían dejar al descubierto hasta el último detalle de todo lo que habías hecho, dicho o pensado; pero el corazón interior, cuyo contenido era un misterio, incluso para su dueño, permanecería inexpugnable.

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