Capítulo 18
Capítulo 18
No sabía dónde estaba. Presumiblemente estaba en el Ministerio del Amor, pero no había forma de estar seguro. Estaba en una celda de techos altos sin ventanas, con paredes de mosaicos de porcelana blanca reluciente. Lámparas ocultas inundaban de luz fría el recinto, y había un zumbido bajo y constante que supuso tenía algo que ver con el suministro de aire. Un banco o quizás un estante, lo suficientemente ancho para sentarse, corría alrededor de la pared, sólo interrumpido por la puerta y, en el extremo opuesto a esta, un inodoro sin asiento de madera. Había cuatro telepantallas, una en cada pared.
Tenía un dolor sordo en el estómago. Había estado allí desde que lo encerraron en la furgoneta y se lo llevaron. Pero también tenía hambre, que lo mordía, una clase de hambre malsana. Podría ser que habían pasado ya veinticuatro horas que no comía, quizá treinta y seis. Todavía no sabía, probablemente nunca lo sabría, si había sido de día o de noche cuando lo arrestaron. Desde que lo arrestaron no le habían dado nada de comer.
Se sentó tan quieto como pudo en el estrecho banco, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Él ya había aprendido a quedarse quieto. Si se hacían movimientos inesperados gritaban desde la telepantalla. Pero el ansia de comida estaba creciendo en él. Lo que anhelaba sobre todo era un trozo de pan. Tenía la idea de que había algunas migas de pan en el bolsillo de su overol. Incluso era posible, pensaba esto porque de vez en cuando algo le parecía hacerle cosquillas en la pierna, que podría haber sido un mendrugo considerable. Finalmente, pudo más la tentación que el miedo; deslizó una mano en su bolsillo.
—¡Smith! —gritó una voz desde la telepantalla—. ¡6079! ¡Smith W.! ¡En las celdas las manos fuera de los bolsillos!
Se quedó quieto de nuevo, con las manos cruzadas sobre la rodilla. Antes de llevarlo allí lo habían dejado en otro lugar que debe de haber sido una prisión ordinaria o un encierro temporal utilizado por las patrullas. No sabía cuánto tiempo había estado allí; algunas horas en todo caso; sin relojes y sin luz del día era difícil calcular la hora. Era un sitio ruidoso y maloliente. Lo habían metido en una celda similar a la que estaba ahora, pero asquerosamente sucia y en todo momento abarrotado por diez o quince personas. La mayoría de ellos eran criminales comunes, pero había algunos presos políticos entre ellos. Se había sentado en silencio contra la pared, encajado entre cuerpos sucios, demasiado preocupado por el miedo y el dolor en su vientre para tomar mucho interés por su entorno, pero había notado la asombrosa diferencia en el comportamiento de los prisioneros del Partido y los demás. Los prisioneros del Partido estaban siempre silenciosos y aterrorizados, pero los delincuentes corrientes no parecían preocuparse por nadie. Les gritaban insultos a los guardias, se defendían ferozmente cuando les sacaban sus pertenencias, escribían palabras obscenas en el suelo, comían alimentos de contrabando que sacaban de misteriosos escondites de entre sus ropas, e incluso le gritaban a la telepantalla cuando esta trataba de restaurar el orden. Por otro lado, algunos de ellos parecían estar en buenos términos con los guardias, los llamaban con apodos y trataban de que les pasaran cigarrillos a través de la mirilla de la puerta. Los guardias también trataban a los delincuentes comunes con cierta paciencia, incluso cuando tenían que manejarlos con rudeza. Mucho se habló del trabajo forzado en los campamentos a los que la mayoría de los prisioneros esperaban ser enviados. Por lo visto se estaba “bien” en los campamentos, dedujo, siempre que tuvieras buenos contactos y conocieras las cosas. Había soborno, favoritismo y crimen organizado de todo tipo, también homosexualidad y prostitución, incluso se fabricaba alcohol que destilaban de las papas. Los cargos de confianza se los daban sólo a los delincuentes comunes, especialmente a los gángsteres y a los asesinos, que formaban una especie de aristocracia. Todos los trabajos sucios eran hechos por los presos políticos.
Había un constante ir y venir de prisioneros de todo tipo: traficantes de drogas, ladrones, bandidos, gente del mercado negro, borrachos, prostitutas. Algunos de los borrachos estaban tan violentos que los otros prisioneros tuvieron que sujetarlos para reprimirlos. Una horrible mujer, de unos sesenta años, con grandes pechos caídos y espesos mechones de pelo blanco que le caían en la cara fue llevada, pateando y gritando, por cuatro guardias. Le arrancaron las botas con las que había estado tratando de patearlos, y la arrojaron sobre el regazo de Winston, de manera tan violenta que este sintió como si le hubieran roto los huesos de los muslos. La mujer se incorporó y los siguió con un grito de “¡Malditos bastardos!”. Luego, al darse cuenta de que estaba sentada sobre algo irregular, se deslizó sobre Winston hasta quedar sobre el banco.
—Perdón, querido —le dijo—. No quise sentarme encima de ti, es que estos cabrones me empujaron. No pueden tratar a una dama así, ¿verdad? —hizo una pausa, se palmeó el pecho y eructó—. Perdón —dijo—, yo ya no soy quien era antes.
Se inclinó hacia delante y vomitó copiosamente en el suelo.
—Ya estoy mejor —dijo, echándose hacia atrás con los ojos cerrados—. Siempre digo que es mejor sacarlo fuera mientras está fresco en tu estómago.
Reanimada, se dio vuelta para mirarlo a Winston y pareció inmediatamente tomarle cariño. Le puso su gran brazo alrededor de su hombro y lo atrajo hacia ella, exhalándole en la cara un vaho de cerveza y vómito.
—¿Cómo te llamas, querido? —dijo.
—Smith —dijo Winston.
—¿Smith? —dijo la mujer—. Es gracioso. Mi nombre también es Smith. Es que —agregó sentimentalmente—, ¡podría ser tu madre!
Podría ser mi madre, pensó Winston. Tenía aproximadamente la misma edad y el mismo físico, y era también probable que la gente cambiara algo después de pasar veinte años en un campo de trabajos forzados.
Nadie más le había hablado. Era sorprendente cómo los delincuentes comunes ignoraban a los prisioneros del Partido. “Los polits”, los llamaban con una especie de desprecio. Los prisioneros del Partido parecían aterrorizados de hablar con alguien y, sobre todo, de hablar unos con otros. Sólo una vez, cuando dos miembros del Partido, ambas mujeres, se juntaron en el banco, escuchó en medio del estruendo de voces algunas palabras susurradas apresuradamente; y en particular, una referencia a algo llamado “habitación
uno-cero-uno”,
que no entendió a qué se referían.
Hacía aproximadamente dos o tres horas que lo habían traído a este nuevo sitio. El dolor sordo en su vientre no se le pasaba, a veces mejoraba lo que hacía que sus pensamientos fueran menos pesimistas. Y cuando empeoraba sólo pensaba en el dolor mismo, y en su deseo de comer. Cuando mejoró, el pánico se apoderó de él. Había momentos en que imaginaba de manera tan real las cosas que le iban a pasar que su corazón galopaba y su respiración se detenía. Sintió los golpes de las cachiporras en sus codos y las patadas de las botas en las piernas; se vio arrastrándose por el suelo, gritando por misericordia a través de los dientes rotos. Apenas pensaba en Julia. No podía concentrar su mente en ella. La amaba y no la traicionaría; pero eso era sólo un hecho, conocido como conocía las reglas de la aritmética. No sentía amor por ella y ni siquiera se preguntaba qué le estaría pasando a ella. Pensaba con más frecuencia en
O’Brien,
con cierta esperanza.
O’Brien
podría saber que lo habían arrestado. La Hermandad, había dicho, nunca intentaba salvar a sus miembros. Pero estaba la hoja de afeitar; quizá le enviarían una hoja de afeitar. Tal vez pasarían cinco segundos antes de que los guardias pudieran precipitarse hacia la celda. La hoja lo cortaría con una especie de frialdad ardiente, e incluso los dedos que la sostuvieran se le cortarían hasta los huesos. Todo esto se le representaba en su cuerpo enfermo, que se encogía temblando ante el más mínimo dolor. No estaba seguro de usar la hoja de afeitar incluso si tuviera la oportunidad. Era más natural seguir existiendo, aceptando otros diez minutos de vida, incluso con la certeza de que tendría que soportar la tortura al final.
A veces intentaba calcular la cantidad de mosaicos de porcelana que había en las paredes de la celda. Eso debería haber sido fácil, pero siempre perdía la cuenta. A cada momento se preguntaba dónde estaba y qué hora del día era. A veces sentía que afuera hacía sol, y al día siguiente estaba igualmente seguro de que había una oscuridad total. En ese lugar, sabía instintivamente, que las luces nunca se apagarían. Era el lugar sin oscuridad: ahora veía por qué
O’Brien
había reconocido la alusión. En el Ministerio del Amor no había ventanas. Su celda podría estar en el corazón del edificio o contra su muro exterior; podría estar diez pisos bajo tierra o treinta por encima de él. Se movía mentalmente de un lugar a otro, y trataba de determinar por la sensación de su cuerpo si estaba encaramado a gran altura o enterrado a gran profundidad.
Afuera se oyó un sonido de botas marchando. La puerta de acero se abrió con un ruido metálico. Entró un joven oficial, una figura esbelta y uniformada de cuero negro que parecía brillar por todas partes, y cuyo rostro pálido y de rasgos rectos era como una máscara de cera. Hizo un gesto a los guardias que estaban afuera para que hiciesen entrar al prisionero que traían. El poeta Ampleforth entró tambaleándose en la celda. La puerta volvió a cerrarse con estrépito.
Ampleforth hizo uno o dos movimientos inseguros de un lado a otro, como buscando una puerta por la que salir, y luego comenzó a deambular por la celda. Aún no se había percatado de la presencia de Winston. Sus ojos turbados miraban en la pared a un metro por encima del nivel de la cabeza de Winston. Estaba descalzo; los dedos sucios de los pies sobresalían de los agujeros de sus medias. También llevaba varios días sin afeitarse. Una barba descuidada cubría su rostro hasta los pómulos, dándole un aire de rufián que combinaba extrañamente con su gran cuerpo débil y sus movimientos nerviosos.
Winston se despertó un poco de su letargo. Tenía que hablar con Ampleforth y arriesgarse a que le gritaran desde la telepantalla. Incluso era posible que Ampleforth fuera el portador de la hoja de afeitar.
—Ampleforth —dijo.
No hubo ningún grito en la telepantalla. Ampleforth se detuvo, levemente sorprendido. Sus ojos se concentraron lentamente en Winston.
—¡Ah, Smith! —dijo—. ¡Tú también!
—¿De qué te acusan?
—Para decirte la verdad… —se sentó torpemente en el banco frente a Winston—. Sólo hay un delito, ¿no es así? —dijo.
—¿Y lo has cometido?
—Aparentemente lo he hecho.
Se llevó una mano a la frente y se apretó las sienes por un momento, como si tratara de recordar algo.
—Estas cosas pasan —comenzó vagamente—. He podido recordar algo como… Fue una indiscreción, sin duda. Estábamos preparando una edición definitiva de los poemas de Kipling. Dejé la palabra “Dios” al final de una línea. ¡No pude evitarlo! —añadió casi indignado, levantando el rostro para mirar a Winston—. Era imposible cambiar el verso. Tenía que rimar con “os”. ¿Te das cuenta de que hay sólo doce rimas para “os” en todo el idioma? Durante días me había devanado los sesos. No había otra rima.
La expresión de su rostro cambió. La molestia desapareció y por un momento parecía casi complacido. Una especie de calidez intelectual, la alegría del pedante que ha encontrado algún hecho inútil brilló a través de la suciedad y el pelo revuelto.
—¿Se te ha ocurrido alguna vez —dijo— que toda la historia de la poesía inglesa ha sido determinada por el hecho de que el idioma inglés carece de rimas?
No, ese pensamiento en particular nunca se le había ocurrido a Winston. Ni, dadas las circunstancias, tampoco le parecía muy importante o interesante.
—¿Sabes qué hora es? —preguntó.
Ampleforth pareció sorprendido de nuevo.
—No lo había pensado. Me arrestaron podría ser hace dos días, tal vez tres. —Sus ojos revolotearon alrededor de las paredes, como si esperara encontrar una ventana en alguna parte—. No hay diferencia entre la noche y el día en este lugar. No veo cómo se puede calcular el tiempo.
Hablaron desganadamente durante unos minutos, luego, sin razón aparente, un grito de la telepantalla les pidió que se callaran. Winston se sentó en silencio, con las manos cruzadas. Ampleforth, también grande para sentarse cómodamente en el estrecho banco, se movía nerviosamente de un lado a otro, agarrando sus manos primero alrededor de una rodilla, luego alrededor de la otra. La telepantalla le ladró para que se mantuviera quieto. Pasó el tiempo. Veinte minutos, una hora, era difícil de juzgar. Una vez más se oyó fuera un sonido de botas. Las entrañas de Winston se contrajeron. Pronto, muy pronto, tal vez en cinco minutos, tal vez ahora, el ruido de las botas significaría que había llegado su turno.
La puerta se abrió. El joven oficial de rostro frío entró en la celda. Con un breve movimiento de la mano señaló a Ampleforth.
—Habitación 101 —dijo.
Ampleforth marchó torpemente entre los guardias, su rostro estaba vagamente perturbado, pero todavía sin comprender.
A Winston le pareció que había pasado mucho tiempo. El dolor en el estómago había vuelto. Su mente se hundió una y otra vez en el mismo truco, como una bola que cae una y otra vez en la misma serie de tragamonedas. Sólo tenía seis pensamientos. El dolor en su vientre; un pedazo de pan; la sangre y los gritos;
O’Brien;
Julia; la hoja de afeitar. Hubo otro espasmo en sus entrañas, se acercaban las pesadas botas. Cuando se abrió la puerta, la ola de aire que entró trajo un poderoso olor a sudor frío. Parsons entró en la celda. Vestía sus pantalones cortos de color caqui y una camiseta deportiva.
Esta vez Winston se asustó y se olvidó de sí mismo.
—¡Tú aquí! —exclamó.
Parsons dirigió a Winston una mirada en la que no había ni interés ni sorpresa, sino sólo pena. Comenzó a caminar sacudiéndose arriba y abajo, evidentemente incapaz de quedarse quieto. Cada tanto enderezaba sus regordetas rodillas, era evidente que estaba temblando. Sus ojos tenían un mirada fija, abierta de par en par, como si no pudiera evitar mirar fijamente algo en la distancia.
—¿De qué te acusan? —le preguntó Winston.
—¡Crimen de pensamiento! —dijo Parsons, casi lloriqueando. El tono de su voz implicaba de inmediato una admisión completa de su culpa y una especie de horror incrédulo de que tal palabra pudiera ser aplicada a sí mismo. Hizo una pausa frente a Winston y comenzó a preguntarle con angustia—: No crees que me matarán, ¿verdad, viejo amigo? No te matan si no has hecho nada, sólo pensamientos, que no puedes evitar. Sé que te dan un audiencia justa. ¡Oh, confío en ellos para eso! Sabrán mi historial, ¿no es así? Saben qué tipo de persona soy. No soy un mal tipo. No soy inteligente, por supuesto, pero sí soy muy entusiasta. Traté de hacer todo lo posible por el Partido, ¿no es así? Me darán cinco años, ¿no crees? ¿O incluso diez años? Un tipo como yo podría resultar bastante útil en un campo de trabajo. ¿No me matarán por descarriarme solo una vez?
—¿Eres culpable? —preguntó Winston.
—¡Claro que soy culpable! —gritó Parsons con una mirada servil a la telepantalla—. Tú sabes que el Partido no arrestaría a un hombre inocente, ¿verdad? —Su rostro de rana se volvió más tranquilo, e incluso adoptó una expresión ligeramente santurrona—. El crimen de pensamiento es una cosa terrible, viejo —dijo sentenciosamente—. Es insidioso. Puede apoderarse de ti sin tú siquiera saberlo. ¿Sabes cómo se apoderó de mí? ¡En mi sueño! Sí, así fue. Me pasé la vida trabajando contento, tratando de hacer mi parte, nunca supe que tenía cosas malas en mi mente. Y luego comencé a hablar en sueños. ¿Sabes lo que me oyeron decir?
Bajó la voz, como quien se ve obligado por razones médicas a proferir una obscenidad.
—¡Abajo el Gran Hermano! ¡Sí, dije eso! Y parece que lo repetí una y otra vez. Entre tú y yo, viejo, me alegro de que me atraparan antes de que fuera más lejos. ¿Sabes lo que les voy a decir cuando me presente ante el tribunal? “Gracias”, estoy voy a decir, “gracias por salvarme antes de que fuera demasiado tarde”.
—¿Quién te denunció? —le preguntó Winston.
—Fue mi pequeña hija —dijo Parsons con una especie de triste orgullo—. Escuchó por el ojo de la cerradura. Escuchó lo que estaba diciendo y llamó a las patrullas al día siguiente. Es una niña inteligente para sólo tener siete años, ¿eh? No le guardo ningún rencor por eso. De hecho, estoy orgulloso de ella. De todos modos, demuestra que la eduqué con el espíritu adecuado.
Hizo algunos movimientos bruscos caminando por la celda, varias veces, con un deseo contenido mirando el inodoro. Luego, de repente, se bajó los pantalones cortos.
—Disculpa, viejo —dijo—. No puedo evitarlo. Es la espera.
Metió su gran trasero en el inodoro. Winston se cubrió la cara con las manos.
—¡Smith! —gritó la voz desde la telepantalla—. ¡6079! ¡Smith W.! Descubre tu rostro. En las celdas nada de rostros cubiertos.
Winston se descubrió la cara. Parsons usaba el inodoro, de manera ruidosa y en abundancia. Entonces resultó que no funcionaba la descarga de agua y la celda apestó abominablemente durante horas.
Se llevaron a Parsons. Más prisioneros iban y venían, misteriosamente. Una mujer fue enviada a la “habitación 101”, y Winston notó que parecía marchitarse y cambiar de color cuando escuchó las palabras. Llegó un momento en que, si hubiera sido por la mañana cuando fue traído aquí, ya sería por la tarde; o si hubiera sido por la tarde, entonces sería medianoche. Había seis presos en la celda, hombres y mujeres. Todos estaban muy quietos. Frente a Winston estaba sentado un hombre con una cara dentuda y sin mentón exactamente como la de algunos roedores grandes e inofensivos. Sus mejillas gordas y moteadas estaban tan abultadas en la parte inferior que era difícil no creer que tenía pequeñas reservas de comida escondidas allí. Los ojos de color gris pálido revoloteaban tímidamente de cara a cara y desviaba la mirada rápidamente cuando se tropezaba con la mirada de cualquiera.
Se abrió la puerta y entró otro preso cuya aparición le provocó un escalofrío momentáneo a Winston. Era un hombre vulgar y de aspecto mezquino que podría haber sido un ingeniero o un técnico de algún tipo. Pero lo sorprendente fue la delgadez de su rostro. Era como una calavera. Por su delgadez la boca y los ojos parecían desproporcionadamente grandes, y los ojos parecían llenos de un odio asesino, insaciable hacia alguien o algo. El hombre se sentó en el banco a poca distancia de Winston. Winston no lo miró de nuevo, pero el rostro atormentado, parecido a una calavera, estaba tan vívido en su mente como si hubiera estado directamente frente a sus ojos. De repente se dio cuenta de lo que pasaba. El hombre se estaba muriendo de hambre. El mismo pensamiento pareció ocurrírseles casi simultáneamente a todos en la celda. Hubo un leve movimiento alrededor del banco. Los ojos del hombre sin mentón siguió revoloteando hacia el hombre de la cara de calavera, luego sintiéndose culpable, se sintió arrastrado a fijarse nuevamente en él por una atracción irresistible. En ese momento empezó a inquietarse sobre su asiento. Por fin se puso de pie, caminó torpemente por la celda, hurgó en el bolsillo de su overol y, con aire avergonzado, le tendió un trozo de pan mugriento a la cara de calavera del hombre.
Se escuchó un rugido ensordecedor y furioso en la telepantalla. El hombre sin mentón volvió a su sitio de un salto. El hombre con cara de calavera se había puesto rápidamente las manos en la espalda, como para demostrarle a todo el mundo que había rechazado el regalo.
—¡Bumstead! —rugió la voz—. ¡2713! ¡Bumstead J.! ¡Deja caer ese pedazo de pan!
El hombre sin mentón dejó caer el trozo de pan al suelo.
—Quédate donde estás —dijo la voz—. Mira hacia la puerta. No hagas ningún movimiento.
El hombre sin mentón obedeció. Sus grandes mejillas hinchadas temblaban incontrolablemente. La puerta se abrió con estrépito. Cuando el joven oficial entró y se hizo a un lado, emergió de detrás de él un guardia bajo y rechoncho con enormes brazos y hombros. Se paró frente al hombre sin mentón, y luego, a una señal del oficial, le dio un golpe espantoso, con todo el peso de su cuerpo de lleno en la boca. La fuerza de eso casi pareció tirarlo al suelo. Su cuerpo fue arrojado a través de la celda y cayó contra la base del asiento del inodoro. Por un momento se quedó como aturdido, la sangre oscura le brotaba de su boca y nariz. Un gemido o chillido muy leve, que parecía inconsciente, salió de él. Luego se dio la vuelta y se levantó inestable apoyando las manos y las rodillas. En medio de un torrente de sangre y saliva, las dos mitades de una dentadura postiza se le cayeron de la boca.
Los prisioneros se sentaron muy quietos, con las manos cruzadas sobre las rodillas. El hombre sin mentón regresó a su lugar. En un lado de su rostro, la carne se estaba oscureciendo. Su boca estaba hinchada como una masa informe de color cereza con un agujero negro en el medio.
De vez en cuando, un poco de sangre goteaba sobre el pecho de su overol. Sus ojos grises todavía revoloteaban de cara en cara, más culpable que nunca, como si estuviera tratando de descubrir cuánto lo despreciaban los demás por su humillación.
La puerta se abrió. Con un pequeño gesto, el oficial señaló al hombre de la cara de calavera.
—Habitación 101 —dijo.
Al lado de Winston se oyó un grito ahogado. El hombre se había arrojado sobre sus rodillas en el suelo, rogando con las manos entrelazadas.
—¡Camarada! ¡Oficial! —gritó. ¡No tienes que llevarme a ese lugar! ¿No te he dicho ya todo? ¿Qué más quieres saber? ¡No hay nada que no quisiera confesar, nada! Dime qué es y te lo confesaré de inmediato. Escríbelo y lo firmaré, ¡cualquier cosa! ¡Pero no me lleves a la habitación 101!
—Habitación 101 —dijo el oficial.
El rostro del hombre, ya muy pálido, se volvió de un color que Winston no habría creído posible. Definitivamente, sin lugar a dudas, era de un tono verde.
—¡Hazme cualquier cosa! —Gritó. Me has estado matando de hambre durante semanas. Termina conmigo de una buena vez. Dispárame. Cuélgame. Condéname a veinticinco años. ¿Quieres que denuncie a alguien más? Sólo pídeme y te diré todo lo que quieras. No me importa quién es o qué le harán. Tengo esposa y tres hijos. El más grande de ellos no cumplió los seis años. Puedes tomarlos a todos y cortarles el cuello frente a mis ojos, y me quedaré quieto y miraré. ¡Pero no me lleven a la habitación 101!
—Habitación 101 —dijo el oficial.
El hombre miró frenéticamente a los demás prisioneros, como si tuviera alguna idea de que podría poner a otra víctima en su propio lugar. Sus ojos se posaron en el rostro destrozado del hombre sin mentón. Extendió un brazo delgado.
—¡Ese es el que deberías llevarte, no yo! —gritó—. No escuchaste lo que él estaba diciendo después de que le golpearon la cara. Dame una oportunidad y te contaré cada palabra. ÉL es el que está en contra del Partido, yo no. —Los guardias dieron un paso al frente. La voz del hombre se convirtió en un grito—. ¡No lo escuchaste! —repitió—. La telepantalla no funciona bien. Él es el que quieres. ¡Llévatelo a él, no a mí!
Los dos robustos guardias se habían agachado para tomarlo por los brazos. Pero justo en ese momento se arrojó al suelo de la celda y se agarró de una de las patas de hierro que sostenían el banco. Había emitido un aullido sin palabras, como un animal. Los guardias forcejearon para soltarlo del banco, pero se aferraba con una fuerza asombrosa. Estuvieron así quizá por veinte segundos. Los prisioneros se sentaron en silencio, con las manos cruzadas sobre sus rodillas, mirando directamente frente a ellos. El aullido cesó; al hombre no le quedaba más aliento que para sujetarse. Luego se oyó un tipo diferente de llanto. Una patada de la bota del guardia le había roto los dedos de una de sus manos. Lo levantaron y lo llevaron a la rastra.
—Habitación 101 —dijo el oficial.
Lo sacaron, caminando inestable, con la cabeza hundida entre sus hombros, sujetando su mano aplastada, ya sin ánimo de seguir peleando.
Pasó mucho tiempo. Si hubiera sido medianoche cuando se llevaron al hombre de la cara de calavera, era de mañana, si había sido de mañana, era de tarde. Winston estaba solo, y había estado solo durante horas. El dolor de sentarse en el banco estrecho era tal que a menudo se levantaba y caminaba sin que la telepantalla se lo prohibiera. El trozo de pan todavía estaba donde el hombre sin mentón lo había dejado caer. Al principio necesitó un gran esfuerzo para no mirarlo, pero ahora el hambre le dio paso a la sed. Tenía la boca pegajosa y con mal sabor. El zumbido y la invariable luz blanca le indujo una especie de desmayo, una sensación de vacío dentro de su cabeza. Se levantaba porque el dolor en sus huesos ya no era soportable, y luego se sentaba de nuevo casi de inmediato porque estaba demasiado mareado para mantenerse de pie. Siempre que sus sensaciones físicas estaban un poco bajo control, el terror regresaba. A veces, con una esperanza que se desvanecía, pensaba en
O’Brien
y la hoja de afeitar. Pensaba que a lo mejor la hoja de afeitar podría llegar oculta en su comida, si es que alguna vez lo alimentaban. En Julia pensaba menos. En algún lugar u otro ella estaría sufriendo tal vez mucho peor que él. Ella podría estar gritando de dolor en este momento. Pensó: “Si pudiera salvar a Julia, duplicando mi propio dolor, ¿lo haría? Sí, lo haría”. Pero eso fue simplemente una decisión intelectual, tomada porque sabía que debía tomarla. No lo sintió. En este lugar no se podía sentir nada, excepto el dolor y la anticipación del dolor. Además, ¿era posible, cuando realmente estaba sufriendo, desear por alguna razón que su dolor aumentara? Pero esa pregunta aún no tenía respuesta.
Las botas se acercaban de nuevo. La puerta se abrio. Entró
O’Brien.
Winston se puso de pie. La conmoción de verlo le había quitado toda cautela. Por primera vez en muchos años olvidó la presencia de la telepantalla.
—¡También te atraparon a ti! —gritó.
—Me atraparon hace mucho tiempo —dijo
O’Brien
con una ironía leve, casi arrepentida.
Él se hizo a un lado. Detrás de él, emergió un guardia de pecho ancho con una larga cachiporra negra en la mano.
—Lo sabías, Winston —dijo
O’Brien—.
No te engañes a ti mismo. Lo sabías, tú siempre lo has sabido.
Sí, ahora comprendía, siempre lo había sabido. Pero no había tiempo para pensar en eso. Sólo tenía ojos para la cachiporra en la mano del guardia. El golpe podía caer en cualquier parte; en la coronilla, en la punta de la oreja, en la parte superior del brazo, en el codo…
¡Fue en el codo! Se había desplomado de rodillas, casi paralizado, agarrándose el codo herido con su otra mano. Todo se había convertido en una luz amarilla. ¡Es inconcebible que un solo golpe pueda causar tanto dolor! La luz se aclaró y pudo ver a los otros dos mirándolo. El guardia se reía de sus contorsiones. Por lo menos la pregunta, en cualquier caso, fue respondida. Nunca, por ninguna razón en la Tierra, podría desear un aumento de dolor. Del dolor sólo puedes desear una cosa: que se detenga. Nada en el mundo es tan malo como el dolor físico. “Ante el dolor no hay héroes, no hay héroes”, pensó una y otra vez mientras se retorcía en el suelo, agarrándose inútilmente a su inutilizado brazo izquierdo.